Capítulo 32
No recordaba que caer doliera tanto.
La sensación en mi estómago era catastrófica, como si mi piel y esqueleto estuvieran cayendo por sí solos y todos mis órganos se estuvieran quedando atrás, rezagados en el abismo. Eran retorcijones que dolían, y torturaban. Instantes de frío y calor colisionaban contra mi carne, haciéndome sudar o tiritar con la misma rapidez, y otros de vacío espeluznante me oprimían el pecho como tenazas haciéndome gritar.
¿Alguna vez se han subido a una montaña rusa y han experimentado la sensación que se siente al descender? Pues si no lo han hecho, nunca lo hagan. Porque esa misma tortura era la que me atacaba en esos momentos, y hubiera dado cualquier cosa porque acabara pronto y volver a encontrar la tranquilidad del piso bajo mis pies. No era lindo, no era atrayente. Era letal.
Recordaba con exactitud lo que nos había dicho Alexia. En cuánto nos sintiéramos volar, debíamos gritar «Ars», como si de eso dependiera nuestra vida, y en pocos minutos estaríamos pisando las tierras de esa recóndita aldea. No obstante, yo ya lo había hecho muchas veces, por unos cinco minutos seguidos, y aún no pasaba nada. Incluso había gritado «Francia» y «Lyon», por si Ars no estaba dentro de su mapa mental, pero no había obtenido resultados. ¿Tenía que preocuparme?
Una ráfaga de viento me azotó el cabello, como si acabara de entrar en una zona tormentosa, y luego mi cuerpo giró bruscamente, sacudiéndose como si sufriera de ataques epilépticos. Mi estómago dio otro vuelco. Me sentía en un abismo infinito, frío y tenebroso. ¿Iba a morir?
Mis pies se hundieron en algo blando, luego chocaron con algo duro como el cemento, y mi negruzco cabello, que hasta el momento permanecía flotando hacia arriba, me cayó sobre la espalda. Aterricé, o eso supuse, porque había dejado de volar. Mi corazón se detuvo de forma abrupta, retomando sus latidos con una paz inquietante, y una música se internó por mis oídos.
Abrí los ojos.
Entonces lo primero que vi fue una criatura roja, desnuda y con pequeños cuernos en la cabeza, que señalaba con una especie de arpón de acero a un humano indefenso que se camuflaba detrás de un trozo de madera. Los ojos de la criatura eran grandes, aguileños y rojos, y sus facciones muy parecidas a las de los demonios de las leyendas que hablaban sobre monstruos del infierno que luchaban para destruir Heavenly. El humano, por el contrario, era muy parecido a nosotros, sólo que con una barba extravagante y ropa andrajosa. El temor se derramaba por su mirada y, ante eso, mi corazón se aceleró. Parpadeé con locura, y luego respiré profundo para tranquilizarme. ¿Acaso el hechizo de la mujer nos había llevado al infierno?
Cerré los ojos, por unos largos segundos, y luego los abrí otra vez, esperando encontrarme con aquel horripilante demonio otra vez. No obstante, el demonio se había alejado, al igual que el humano, en la bandera que agitaba una pequeña niña disfrazada de payaso. Porque ninguno de los dos era real, sólo eran imágenes plasmadas en una tela de color cremoso.
Me llevé una mano al estómago, sintiendo nauseas avasalladoras, y me doblé en dos para expulsar al exterior todo lo que había comido esa mañana. Mis ojos se empaparon en lágrimas mientras trozos de comida y líquido ácido me raspaban la garganta. El olor agrio que expelía aquello, me hizo volver a vomitar. Cuando me enderecé, limpiándome la boca con el antebrazo, una mano se posó en mi hombro y me hizo gritar. Sin embargo, mi grito se perdió entre los energéticos aullidos o música que cernía a mi alrededor.
—Girl, est maintenant interdit d'utiliser le Splendor —me dijo una voz agradable, baja y fina, alzándose desde mi espalda con un acento que me dejó perpleja—. Obéissez ou quelqu'un va vous.
Me giré a la defensiva, apartándome de forma brusca para evitar aquel agarre, y posé mis ojos cansados en la extraña mujer que se encontraba detenida frente a mí. ¿Por qué extraña? Porque jamás en mi vida había visto a una mujer que usara una peluca como esa, negra, corta y atestada de joyas, o tantas pulseras en los brazos, o una ropa como aquella, que consistía en un largo vestido de seda de color blancuzco casi transparente. Tampoco estaba acostumbrada a ver ese tipo de maquillaje y delineado, como los ojos de un gato salvaje, o tanto brillo en una misma persona. ¿Dónde diablos me habían llevado?
—¿Qué? —pregunté, casi sin voz—. No te entiendo.
—Oh, American —concluyó la mujer, encogiéndose de hombros—. Tienes suerte de que sea bilingüe. Hoy está prohibido usar el Splendor, niña. Si te ven, te van a cobrar un dineral.
—Yo no he usado ningún Splendor —dije.
La mujer extendió uno de sus dedos anillados y me señaló, con una sonrisa.
—Te he visto aparecer de repente, niña —me acusó, y enseguida repitió lo mismo otra vez—. Tienes suerte de que no te hayan visto los guardias. Hoy está prohibido el uso de cualquier tipo de Splendor, ¿ya lo olvidaste?
—¿Dónde estoy? —pregunté, confundida.
—En Lyon —respondió, con un tono que demostraba lo divertida que se sentía con la situación—. En el festival de las religiones.
—¿En Ars?
—No, pero eso no está lejos. —Agitó la mano, y sus joyas emitieron suaves tintineos agradables—. Ah, ya sé. Eres de esas personas que aún no saben usar bien su habilidad. Has aterrizado en otro lugar, ¿no?
Miré a mi alrededor, por primera vez en todo el momento, y contemplé a la multitud que se había acumulado en las calles de aquella ciudad. Estaba oscuro, pues el país en el que había aterrizado ya le había dado la bienvenida a la noche, pero las personas iluminaban todo con sus banderines de colores, espadas fosforescentes o trajes de luces centelleantes. El ruido era ensordecedor, estallando en mis oídos de forma incontrolable, y adquiría proporciones formidables. Risas escandalosas, gritos, llantos de los pequeños críos que eran llevados con correa, golpes de tambores y una música estridente en un punto lejano. Todo sumado a la falta de espacio y oxígeno. Me sentí mareada, ahogada, atrapada. Miré a mi alrededor, en busca de algo que me pareciera familiar, pero todo era extraño y ajeno. Todo disfraces o mascaras extravagantes.
Lyon, estaba en Lyon. No en Ars.
—Si te consuela —me dijo la misma mujer, extendiendo la mano para señalar un punto detrás de mí—, por esa calle arriendan distintos tipos de autos. Puedes coger uno por doce euros y llegar a Ars sur Formans en unos cincuenta minutos. Es lo único que puedo aconsejarte. Métete por la carretera A46, es rápido.
La miré, deseando que en mis ojos no se reflejara todo el horror que sentía, y luego me miré las manos, como si en ellas estuvieran dibujadas todas las soluciones que necesitaba en ese momento. ¿Qué diablos iba a hacer? ¿Cómo demonios iba a encontrar a los demás? ¿Por qué la abuela no me había dejado en Ars?
—Lindo disfraz, por cierto —añadió la chica, haciendo una breve pausa—. Espera, creo que tu rostro me resulta familiar. Sé que te he visto antes. ¿Acaso nosotras nos conocemos?
Me aparté, negando con la cabeza, y alcé las manos para cubrirme mejor con la capucha.
—No, no nos conocemos.
—Sí, estoy segura de que he visto tu rostro en otro lugar. Femme célèbre.
Mi rostro, el rostro del Asplendor.
—Muchas gracias por la ayuda, pero ahora tengo que irme.
—Espera...
—Adiós.
Me metí entre la gente de forma desesperada, empujando con mi hombro a un grupo de personas que se habían congregado en un círculo para conversar, y corrí en cualquier dirección mientras mi corazón retomaba los latidos desesperados dentro de mi pecho. Aun en la distancia, fui consciente de los gritos que lanzaba la mujer para llamarme, pero los ignoré y me abrí paso hasta un callejón oscuro cuyas sombras camuflaron mi cuerpo. Con la espalda apoyada en algo sólido y un poco menos de ruido en mi cabeza, me ordené tranquilizarme.
No tenía que desesperarme, eso fue lo que me dije a mí misma en una mezcla de siseos incomprensibles, a la vez que me subía la manga del traje para buscar el smartwach. Me pondría en contacto con los guardianes, por medio de aquel aparato que me habían regalado, y si no contestaban o no era posible establecer conexión, viajaría hasta Ars para encontrarme con ellos y llevar a cabo la misión que habíamos planeado. Sí, eso es lo que haría. No estaba todo perdido. Un bus o un taxi podrían trasladarme hasta aquella aldea si sabía cómo sobornarlos, aunque tuviera que poner una cuchilla en sus cuellos sudorosos, y si no lo lograba, me iría a pie. Ars no podía estar tan lejos.
Moví mis dedos con brusquedad debajo del apretado cuero negro, obligándome a contener aquel llanto que rogaba por acompañarme, y tiré con mi índice de la correa delgada que me rodeaba el brazo para extraer el smartwach. No obstante, un ruido proveniente de la oscuridad del callejón cortó todos mis esmeros. En menos de dos segundos, mi mano derecha se había cerrado en torno a la empuñadura de la espada que colgaba en mi espalda y mis sentidos se habían agudizado.
—Será mejor que salgas de ahí, ahora —ordené, desenvainando la espada con lentitud y precisión—. Ya te oí.
Unos pasos se aproximaron desde el fondo. Mi propio corazón me lastimó las costillas, y una gota de sudor me humedeció el cuello.
—¡Muéstrate! —exclamé.
Una pequeña risa me crispó los nervios.
—Está bien, me has descubierto —habló una voz, delgada, suave y perfecta, alzándose desde el mismo lugar del que provenían los pasos—. Ya no puedo seguir ocultándolo. Lo admito, por las noches me dedico a asaltar a ancianas que transitan por los callejones oscuros. No gano mucho, pero me alcanza para comprar el pan. No me delates a la policía, por favor.
Una voz que conocía a la perfección. Bajé la espada, volviendo a guardarla en su vaina, y ladeé la cabeza con confusión.
—¿Reece?
Su cuerpo quedó a la vista, saliendo al contacto de la escasa luz que entraba por la entrada del callejón, y una sonrisa divertida curvó sus labios.
—El mismo, muñeca.
—¡Por Heavenly! ¡Reece!
Sin pensarlo dos veces, me lancé a correr en dirección a él y salté para rodearle el cuello con mis brazos. No había manera de describir el alivio que sentí al ver un rostro conocido en aquel mundo extranjero, pero mi acción lo revelaba todo. Reece me rodeó la cintura, resoplando de asombro, y me dio sutiles golpecitos en la columna.
—No pensé que mi doble vida te haría tan feliz —murmuró—. Yo pensé que robarle a ancianas indefensas estaba en tu lista negra.
—Estoy muy feliz de verte, Reece —dije, apretándolo con tanta fuerza que temí dejarlo sin respiración—. Por un momento creí que moriría en este callejón y jamás los volvería a ver. Tenía mucho miedo. Miedo de morir y...
—Estoy aquí —me tranquilizó, sin dejar de dar palmadas torpes en mi espalda, como si no supiera cómo efectuar un abrazo—. Y no dejaré que mueras. Te dije que te protegería, y eso es lo que haré.
El olor de su cuerpo me dejó somnolienta. No era a sudor, o a perfume, o a menta, ni a fragancias. Era olor a él, a su cuerpo, a su cabello, al champo que había usado en la mañana y al jabón con el que había espumado su piel. Era único, distinto, especial. Perfecto. Y era de él, de Reece, y se convirtió en el aroma favorito de mi nariz.
¿Cómo no iba a desear a ese hombre?
Paseé mis dedos entre la mata castaña de su cabello, aquel lugar que tanto habían ansiado tocar mis manos, y contuve la respiración mientras en mi estómago se formaba un nudo alocado. Temblé. Y no debería haberlo hecho, porque estábamos en un momento serio, no en una escena romántica sacada de alguna telenovela. Pero me estremecí, porque la sensación que me atacó el cuerpo era imparable. Catastrófica.
—Reece —susurré.
Su voz sonó titubeante y temerosa; sus dedos tiritaron al sostener el cuero de mi traje.
—Celeste.
¿Por qué amaba tanto la forma en que mi nombre se arrastraba por su lengua? ¿Por qué me hacía sentir tan... querida?
Una ironía, porque la crueldad con que algunas veces Reece se refería a mí lo que menos pretendía era hacerme sentir apreciada. Al contrario, su único objetivo era recalcar lo mucho que me aborrecía. Recordarme lo maldita que era. Lo desgraciada que siempre sería.
—Reece...
—¡Chicos! —Una voz ajena a nosotros, rompió con una aguja aquella cúpula que habíamos creado para camuflarnos—. ¿Chicos?
Chillé, asaltada por el miedo, y empujé a Reece por los hombros, apartándolo de mí. Reece se sobó el brazo, cerrando los ojos, y luego miró a la persona que estaba detrás de mi espalda. El pulso me latía desenfrenado contra la carne del cuello, y mis oídos lo escuchaban con atención.
—Auch —se quejó Reece, sin dejar de acariciarse el brazo—. ¿Ya vez cómo me atacan las mujeres, Casper?
Casper, claro. ¿Quién más podía interrumpir un momento así?
—¿Qué hacían abrazados? —preguntó—. Porque estaban abrazados, yo los vi. No me digan que me lo imaginé, porque estoy seguro de lo que vi. Estabas abrazando a Celeste. ¿Por qué estabas abrazando a Celeste?
Me volteé, agradeciendo que la escasa luz me cubriera el rubor que me subió a las mejillas, y troté hacia Casper para rodearlo con mis brazos. Era un abrazo muy distinto al de Reece, pero de todos modos me hizo sentir llena.
Casper gimió.
—¿Y ahora por qué me está abrazando a mí?
—Tú también estás aquí —expliqué, separándome para mirarlo a los ojos—. Pensé que estaba sola, en un lugar que no era Ars, y me desesperé. Pero de pronto apareció Reece, y ahora apareciste tú.
Casper entrecerró los ojos, como si estuviera analizando la situación, y luego se encogió de hombros, restándole importancia. No sabía si lo hacía porque en realidad mi respuesta lo había convencido, o porque simplemente no quería ahondar más en el tema. Sin embargo, cualquiera hubiera sido la razón, estuvo bien para mí.
Casper retrocedió, mientras las sombras bailaban como fantasmas oscureciendo su rostro, y luego alzó la mano izquierda para desordenarse el cabello.
—Sí, yo también me di cuenta de que no llegamos a Ars —comentó—. No sé qué habrá pasado, o qué habrá fallado, pero ninguno de los tres logró llegar a Ars, sólo a Lyon.
—Yo lo dije —opinó Reece desde atrás—. La fuerza de la anciana no sería suficiente. Es impresionante incluso que no haya muerto. Aunque bueno, eso aún no lo sabemos.
—¿Los tres? —pregunté—. ¿Cómo sabes que los demás llegaron a la aldea?
—Porque me puse en contacto con Amber y me dijo que sólo faltábamos nosotros tres —respondió Casper en voz baja—. Aunque eso no cambia mucho las cosas. Es de noche y toda la gente está durmiendo, así que no lograron ponerse en contacto con nadie para preguntarle sobre el «Agua Bendita». Por eso decidieron que busquemos un lugar donde pasar la noche y continuemos con la misión mañana.
—¿Owen está bien? —interrogué.
—Todos están bien —contestó Casper con tono cariñoso, ladeando la cabeza—. Tranquila, mañana volveremos a estar todos juntos. Estoy seguro de que Amber se encargará de cuidar a tus amigos hasta que nos reunamos.
Asentí con la cabeza.
—Tienes razón —fue todo lo que dije, pero luego de unos segundos, añadí—: ¿Y Amber cómo sabía que estábamos todos en Lyon?
—Porque nuestro smartwach tiene un sistema de rastreo —me contó, señalándose el aparato con una sonrisa—. Así que nunca te lo quites, y así podremos encontrarte.
—Entiendo.
Reece, que se había mantenido atrás durante todo el momento, avanzó hasta donde nos encontrábamos y alzó sus ojos, cargados de cansancio, hacia nuestros rostros.
—Bueno, ahora que nos hemos vuelto a reencontrar con abrazos y explicaciones aburridas, ¿podemos ir a buscar un lugar donde dormir?
—Yo no tengo sueño —dije, levantando un hombro.
—Entiendo, pero Reece está en lo cierto —repuso Casper—. Es mejor que encontremos un lugar donde quedarnos antes de que se haga más tarde. No queremos dormir en la intemperie, ¿o sí?
—No —admití de mala gana, consciente de la mueca burlesca que me dedicaba Reece—. Tienes razón.
Casper me sonrió con afecto y extendió un brazo para desordenarme el cabello.
—Perfecto, vamos.
[...]
Después de caminar alrededor de una hora por la orilla de la calle, cuidando nuestros rostros conocidos de los ojos curiosos ajenos, Casper encontró hospedaje en el Hotel Vaubecour, situado en Rue Vaubecour, y pagó un departamento con tres habitaciones a un precio convenientemente bueno. La mujer que nos atendió, escondida tras un alto escritorio de roble barnizado, nos analizó por sobre sus gafas rectangulares de marco rojo y luego soltó un montón de palabras chillonas en un idioma que ninguno de los tres pareció captar, amenazando nuestra posibilidad de llegar a un acuerdo. Sin embargo, Reece caminó hacia adelante, contoneándose con picardía, y nos demostró lo bien que sabía hablar francés, solucionando el problema de conexión de inmediato.
Detalle del que estaba segura que Casper tampoco conocía.
El lugar, a primera vista, me pareció increíble, a la altura de aquellas construcciones antiguas que jamás pudieron ser tocadas por las manos de hombres actuales que buscaban modernizarlo todo. Era inmenso. Tenía paredes blancas e higiénicas, ventanales de cristal que eran protegidos desde el interior con cortinas de género y balcones protegidos por rejas negras de acero. Todo un museo.
Sin embargo, en cuanto mis pies se posaron en el interior y repararon en sus largos pasillos blancos, iluminados por luces automáticas y calentados por aires acondicionados eléctricos, toda la magia se perdió. Para cuando estuve sentada en la pequeña cama blanca de mi habitación, pasando el dedo índice por uno de los veladores, me di cuenta de que los mejores lugares también tenían sus fallas.
El dormitorio no estaba tan polvoriento como para salir estornudando, alguien había hecho limpieza hace poco, pero había polvo en los muebles y también en las camas. La madera del suelo, por el contrario, relucía de tal manera que mi propio cuerpo era reflejado en las tablas. Lo que me hacía pensar, sin dudarlo, que la última persona encargada de hacer el aseo no se había esforzado con el mismo ímpetu en los alféizares de las ventanas o las superficies de los muebles. No obstante, no me importaba, porque todo eso estaba mejor que dormir entre el pasto mojado.
¿Owen tendría la misma suerte que yo?
Me acerqué al modernizado tocador que habían instalado en el dormitorio, casi de forma automática, y dejé caer mi cuerpo en el asiento acolchado de color violáceo que hacía juego con la mesita de madera. Un set de peluquería estaba ordenado con pulcro cuidado alrededor del espejo rectangular, y yo estiré mi mano para coger un cepillo con aspecto de nuevo y peinarme el cabello.
¿Owen estaría bien?
El recuerdo de su rostro angelical, con aquellos pómulos marcados que recalcaban su delgadez, o de su tímida sonrisa cada vez que algo lo hacía reír, curvándose con nerviosismo por la línea de sus labios, me encogió el corazón.
Owen había ido a esa misión para estar conmigo; yo era la única razón de que hubiera decidido hacer semejante locura. Sin embargo, allí estábamos, separados por un montón de kilómetros que nos habían asaltado. Él estaba solo, con su rostro paliducho y sus ojeras lanzando sombras fantasmales bajo sus ojos dorados, rodeado de personas a las que no conocía, o de Scott, el mismo sujeto que se entretenía molestándolo en la escuela. Y yo no estaba cerca para protegerlo. Me sentía desesperada y, sin embargo, también vacía. Quería hacer algo para comunicarme con Owen, pero no se me ocurría ninguna manera de hacerlo.
¿Si iba dónde Casper y lo despertaba para pedirle que me prestara su celular, aceptaría?
Tres golpes en la puerta no me permitieron llegar a una respuesta. Me levanté, dejando el cepillo a un lado, y le di un rápido vistazo a mi reflejo antes de correr a atender el llamado. No me gustaba verme en los espejos, evitaba mirar mis reflejos desgarbados o aquellos ojos cansados que parecían rogar por ayuda, pero me pareció algo necesario en ese momento. Cuando abrí, el rostro de Reece se asomó por el umbral.
—¿Qué haces aquí? —pregunté de mala gana, frunciendo el ceño—. Pensé que estaban durmiendo.
Ahora que la sorpresa o el alivio habían pasado, el recuerdo del mal trato de Reece me había vuelto a poner de mal humor. Sabía que no lo había hecho con la intención de lastimarme, o eso me estaba obligando a creer, pero no dejaba de molestarme lo cruel que podía llegar a ser algunas veces. Nada justificada esas palabras hirientes que abandonaban su boca como el agua por un acueducto. Nada.
—No sé si es por la comida con aspecto sospechoso que nos trajo la mucama, o por otra cosa que no logro descifrar, pero no he podido dormir —confesó Reece, apoyando el hombro en el umbral.
—Si esperas que alguien te cante una canción de cuna o te cuente un cuento infantil por eso, te informo que viniste a la habitación equivocada.
Reece arrugó la nariz.
—Respuesta ingeniosa, pero vengo por otra cosa.
Puse los ojos en blanco.
—¿Qué quieres, Baker?
—Quiero que me acompañes a un lugar.
Arqueé las cejas, cruzándome de brazos.
—¿A un lugar? ¿Qué lugar?
Reece volvió a arrugar la nariz.
—No todos los días se viene a Francia.
—No iré a ninguna parte contigo, Reece.
—¿Estás segura, muñeca?
—¿Por qué no debería estar segura?
—Porque te aseguro que este lugar te va a encantar.
[...]
—Es el río Saona —me explicó Reece, señalando unas pequeñas embarcaciones con su dedo—. Pasa por detrás del Hotel Vaubecour y se extiende por gran parte del perímetro. Su principal afluente es el río Doubs, con el cual forman «El gran Saona».
—Me recuerda a Venecia —comenté, observando todo con una tranquila admiración—. Siempre quise visitar Venecia, pero el dinero no es uno de los privilegios con que cuenta mi familia.
Reece saltó la calle, apegándose a la orilla del río oscuro que se movía con calma frente a nosotros, y extendió la mano para arrastrar con su telequinesia uno de los botes que se encontraban amarrados al borde.
—Bueno, si quieres que te de mi opinión, este lugar es mejor que Venecia —dijo, dirigiéndome una pequeña sonrisa divertida—. Aunque de gustos nadie sabe.
—No puedes usar tu Splendor. —Crucé la calle trotando y me posicioné a su lado, en frente del bote blanco azulado que tenía escrito «LE REQUIN» en las paredes—. Está prohibido. Hoy es el día de las religiones, lo que no sé muy bien qué significa, pero te darán una multa si te ven utilizando tu habilidad.
Reece se encogió de hombros.
—¿Y eso a quién le importa? —cuestionó—. ¿A ti te importa? ¿A tu subconsciente le importa? Porque a mí no me importa.
—Nos recomendaste que no usáramos nuestro Splendor si no era absolutamente necesario.
—Esto es absolutamente necesario.
Me pregunté si lo decía en serio. Aún no me respondía el nombre del lugar al que me quería llevar, ni porqué teníamos que hacerlo a escondidas de Casper, pero algo en su perfil sereno o la excitación con que avanzaba por la calle, me hacía pensar que era algo más que una simple escapada turística. Sus ojos tenían un brillo que antes no estaba y, cada vez que nos deteníamos por más de diez segundos, Reece se alisaba la ropa o se inspeccionaba las manos como si quisiera comprobar que ningún dedo se le había escapado. Estaba nervioso, e inquieto.
Una ráfaga de viento húmedo me azotó el cabello y me empapó la nariz con olor a agua, a hierro y a ciudad sucia. Miré hacia ambos lados, comprobando que la calle seguía igual de desolada que cuando llegamos, y me sobé los brazos para infundirme algo de calor. Un auto se acercaba por mi izquierda, pero en ningún momento bajó la velocidad y eso me tranquilizó.
—Se aproxima lluvia —comentó Reece, llamando otra vez mi atención—. O una nevada, si tenemos mala suerte. Es culpa de los vientos del norte.
—¿Nieve? —interrogué—. ¿En esta época?
Reece asintió y extendió las manos para saltar dentro de la balsa. Con un pequeño crujido, ésta se meneo sobre el agua, alejándose un poco de la orilla. El agua parecía más descontrolada que hace unos segundos atrás, como si una bestia marina la estuviera poseyendo; Reece hizo un chasquido con sus dedos y observó con satisfacción como la balsa volvía a juntarse con la orilla.
—Aveces pasa, muñeca. Sobretodo con los cambios de la fuente. El clima está cada vez más alocado con el paso de los años. —Extendió la mano, agitándola con prisa—. Ven, salta.
—No voy a meterme allí dentro —objeté, negando con la cabeza mientras la imagen de la balsa volcada me llenaba la mente—. Por supuesto que no. Aunque no lo creas, morir arrastrada por un río no me resulta atractivo.
—No vas a morir arrastrada por un río —repuso Reece, agitando los dedos—. Vamos, no creo que al dueño de esta embarcación le fascine ver cómo nos llevamos su bote.
Puse los ojos en blanco, dando saltitos automáticos en la punta de mis pies; una simple acción repetitiva a la que acudía para intentar mantener un poco de calma.
—Por Heavenly, no puedo creer que estemos robando un bote.
—En realidad —terció Reece, mirando el cielo a la vez que hacía una mueca—, no estamos robando. Lo estamos tomando prestado. Hay una gran diferencia.
—Dudo que el dueño te lo haya prestado, Reece —repliqué.
—Somos amigos de infancia.
—Idiota.
Reece meneó la mano y emitió un largo silbido que me crispó los nervios.
—Vamos muñeca, salta. ¿Acaso no confías en mí?
—¿En verdad tengo que responder a esa pregunta?
Reece entrecerró los ojos, como un gato al acecho.
—Me hieres.
Puse los ojos en blanco, encogiéndome de hombros, y luego miré el bote con una mezcla de horror y espanto que me dejó helada. El bote era para mí, en otras palabras, como una prueba mortal; llena de tarántulas o mini tiburones esperando para llevarse un banquete, sólo que sin tarántulas y mini tiburones. Pero no importaba. El punto era el mismo.
¿Reece me sostendría si mi cuerpo se iba hacia un lado y amenazaba con irse directo al río? Me dije a mí misma que sí, que Reece contaba con su telequinesia para manejar aquella cosa creada por los demonios, y me armé de valor para saltar en el interior. Observé la mano de Reece, extendida frente a mí como la mano de un caballero, pero la ignoré y me lancé a la embarcación por medio de mis propias capacidades.
El bote se meneó con brusquedad bajo mi peso, desordenando el agua en una mezcla de pequeñas olas revoltosas. Me afirmé de la orilla, agachándome encima de uno de los asientos, y dejé que el viento se llevara otro poco de mi dignidad.
¿Cómo era posible que mi peso hubiera sacudido tanto el bote y el de Reece no?
—¿Ves que no era tan difícil? —interrogó Reece, inclinándose a mi lado.
—Silencio —exigí, sacando mi cabeza por la orilla para mirar el agua—. Lo que menos quiero es hablar.
Un suspiro.
—Bueno, ahora sólo nos falta llegar hasta el otro lado.
Se enderezó, caminando por encima de los asientos con un equilibrio impresionante, y se detuvo en la punta. Me volteé para mirarlo y escruté su espalda con una admiración furtiva. La escasa claridad del cielo perfilaba todo su cuerpo de una manera impresionante; su cabello despeinado por culpa del viento, sus brazos extendidos, su cintura delgada pero fuerte y aquellas piernas largas y cruzadas. Todo él era una obra deleitable, como siempre. Me hubiera gustado ponerme de pie, detrás de él, y dibujar con mis dedos el contorno de su figura. Pero eso era una locura.
Me aclaré la garganta, sacudiendo la cabeza. No tenía que mirar a Reece de esa forma, era una estupidez. Una estupidez que podría traerme malas consecuencias.
—¿Y vas a decirme a dónde me llevas? —pregunté, desechando la idea del silencio tentador—. Aún no me dices qué es eso fabuloso o importante que me tienes que mostrar.
—Dicen que la curiosidad mató al gato —respondió Reece.
—Sí, pero yo no soy un gato. —Me acomodé en el asiento, entrecerrando los ojos para que el cabello rebelde no me dañara la vista—. ¿Nos vas a decirme?
—¿Tienes que ser siempre tan curiosa?
Sonreí.
—Es mi mejor defecto.
—Yo no lo llamaría defecto —comentó Reece, bajando los brazos y girándose para quedar de frente a mí—. Lo llamaría inteligencia. Al contrario de lo que dice el dicho, las personas mueren más por desinformadas que por curiosas.
—En eso tienes razón.
—El conocimiento es poder.
—Exacto, Reece. El conocimiento es poder. ¿Vas a decirme dónde está eso tan maravilloso que querías mostrarme?
Reece extendió los brazos y una sonrisa se curvó en sus labios.
—¿Aún no te das cuenta? —preguntó, guiñándome un ojo—. Está en frente de ti.
—No me digas que te refieres a ti mismo, por favor.
—¿Acaso hay algo mejor que yo en este lugar?
—Ah, esto es una tontería. —Me puse de pie con la intención de ir hasta Reece para empujarle los hombros, pero el bote se golpeó contra la otra orilla y me caí sentada.
—Ya llegamos —me informó, saltando a la tierra que había al otro lado con una elegancia formidable—. Ven, te ayudaré a bajar.
Negué con la cabeza.
—Puedo hacerlo sola.
Me puse otra vez de pie, implorando que el bote no volviera a moverse, y caminé hasta la orilla con una lentitud apremiante. Era difícil avanzar con el miedo constante de que las olas pudieran arrastrar esa cosa hacia el abismo, pero Reece parecía tener todo controlado; la embarcación estaba tan quieta como una estatua. Ya en el otro lado, segura de que la tierra no se iba a hundir bajo mi peso, doblé un poco las rodillas y luego di uno de los saltos que tanto había practicado. Fue limpio y certero; Reece dio un aplauso.
—¡Felicitaciones, muñeca! —exclamó—. ¡Estoy tan orgulloso de ti!
—Eres un... —comencé a decir, pero me quedé en silencio, porque mis ojos acababan de encontrarse con un pequeño monte atestado de árboles que se extendía en frente de nosotros.
El olor a tierra húmeda y a pasto me llegó a la nariz de forma inmediata; mi olfato se parecía al de un canino, olfateando el alrededor con esmero. No sabía cómo no me había dado cuenta de aquel monte verdusco por el camino, quizá fue la oscuridad o mi picara manía de concentrarme únicamente en Reece, pero su magnificencia era difícil pasarla desapercibida. Todo estaba tintado con distintos tonos de verdes; árboles, arbustos y desordenados pastizales salvajes. Estaba solitario, desolado, pero el arrullo de los insectos era lo suficiente imponente como para alzarse por sobre el ruido lejano del tráfico. Era grandioso. Me pregunté si siempre había sido así o sólo era producto de la magia de Heavenly; quise creer en la primera, aunque con dudosa convicción.
Reece se acercó y me tiró de la muñeca.
—Sé que te ha dejado asombrada, pero tenemos que caminar otro poco —me dijo, obligándome a salir de la estupefacción.
Lo miré boquiabierta y avancé de mala gana.
—¿Caminar otro poco? —cuestioné—. ¿Acaso planeas darle la vuelta al mundo?
—No, para eso tendríamos que ir en algo más grande.
—Sabes que no lo decía literal, ¿verdad? —Reece se encogió de hombros, sin dejar de caminar—. ¿Vamos a dejar el bote allí tirado para que el río se lo lleve? Eso es una rebeldía.
—Rebelde —bromeó Reece—. Me gusta.
Iba a buscar una respuesta ingeniosa para defenderme de Reece, pero éste se agachó entre unas ramas y mis pensamientos quedaron flotando en el aire. Noté como los huesos de la espalda me tronaban por culpa del cansancio, no había parado de moverme desde el día anterior. Reece se deslizó entre unos árboles, ocultando nuestros cuerpos en la sombra que nos proporcionaba el denso follaje sobre nuestras cabezas, y luego me soltó la mano para apoyar la espada en el tronco de un árbol viejo. Pude oír un silencioso suspiro abandonar sus labios, así como también el áspero raspar se su traje de cuero contra la corteza.
Miré hacia ambos lados del lugar, tratando de hallar alguna explicación para aquella inexplicable parada, y luego miré a Reece.
—¿Entonces...? —pregunté, ladeando la cabeza confundida—. ¿Vas a decirme qué estamos haciendo aquí?
Reece cerró los ojos con calma y cruzó los brazos, agachando un poco la cabeza.
—No te apresures, muñeca.
—¿Este es el lugar maravilloso que me querías mostrar? —interrogué—. Porque de noche más bien parece la guarida de un asesino.
Reece suspiró, pero no abrió los ojos.
—Pensé que ya te habías dado cuenta.
—¿Darme cuenta de qué?
—Que no te traje para mostrarte un lugar, en realidad te traje por otra cosa.
Arqueé las cejas.
—¿Otra cosa?
—Si, muñeca. En verdad te traje para... —Se detuvo, tomando más aire—. Te traje hasta aquí para pedirte perdón.
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