Capítulo 31
—Tus amigos ya llegaron, muñeca —habló Reece, emergiendo desde las sombras de la casa como un fantasma, y provocando en mí un vergonzoso sobresalto—. Deberías entrar, cambiarte de ropa y comer. Aún tenemos que ver el tema de las armas que vamos a llevar, así que deberías parar el entrenamiento.
Dejé la espada que tenía en las manos abajo, en el verdusco pasto húmedo que acariciaba la suela de mis botas, y doblé el cuello para observar el rostro de Reece. Sus ojos, azules como un mar profundo y desapacible, rutilaron bajo la magnanimidad que la claridad del cielo otorgaba e impregnaron la atmósfera con su palmaria sublimidad. Una sonrisa ocurrente danzaba en sus labios, y en sus manos, cubiertas con guantes de cuero negro, una manzana roja me ensalivó la boca.
—Entraré en un minuto —murmuré, y estiré mis brazos para relajar mis músculos agarrotados—. Mientras tanto puedes decirle a Owen que suba a mi habitación. No le va muy bien esto de estar entre tanta gente.
—¿Subir a tu habitación? —cuestionó—. No le diré a ese sujeto que suba a tu habitación, me avergüenzo de solo pensarlo. Mira, creo que ya me sonrojé.
Me lanzó la manzana en medio del aire, y yo estiré mis manos a una velocidad apremiante para cogerla a tiempo. Por muy poco no se convirtió en mermelada casera. Antes de contestar, le di un mordisco a la jugosa pulpa fresca y dejé que el dulzor me adormeciera el cerebro.
—No le gusta estar con otra gente, Reece —mascullé, tragándome los restos de fruta que quedaban entre mis dientes—. Y, de todos modos, ni siquiera es asunto tuyo. Estará en mi habitación, no en la tuya.
—¿Acaso son novios? —preguntó de improviso.
Una risa divertida nació en el fondo de mi garganta. ¿Novios? Con Owen sólo éramos buenos amigos, nada más. Era cierto que aveces nuestra relación se tornaba un poco extraña, sobretodo con algunos comentarios inesperados que formulaban los labios del rubio, pero estaba más que claro que lo que había entre nosotros no era nada más que una buena amistad que nació debido al rechazo que sufríamos ambos.
Owen era lindo, tierno y agradable, un tipo perfecto en todo sentido, pero jamás podría haberlo mirado con otros ojos. No sólo porque mis sentimientos no daban señales de corresponder a una atracción, sino también porque yo no era lo suficiente buena para él. Owen se merecía algo mejor, a alguien mejor. Alguien como Betty.
—No —respondí, meneando la cabeza—. Somos amigos. A. MI. GOS. Una palabra que al parecer aún no está en tu diccionario, Reece.
—¿Cómo voy a conocerla si no hay nadie que esté a un nivel tan elevado como para formar parte de ese espacio en mi vida? —cuestionó, llevándose la mano a la barbilla—. Aunque, pensándolo bien, ¿los personajes de libros cuentan?
Mi boca, que estaba en una fina línea recta, se deslizó un centímetro hacia abajo. Las palabras de Reece no me herían, estaba consciente de que ser desagradable era su pasatiempo favorito, pero me hacían entrar en una confusión mental que me desestabilizaba por completo. Era difícil recibir las palabras de un Reece agradable un día, y recibir las de un deplorable e inaguantable Reece al otro. Es decir, ¿cómo iba a saber cuál de los dos era el verdadero?
—¿Tienes que ser siempre tan desagradable? —alegué.
—¿Desagradable? Te equivocas —refutó, mirándose las manos—. El próximo mes tengo que ir a cobrar la medalla de la mejor sonrisa.
—Tal vez en otra vida. En una vida en la que ni yo ni ningún humano exista —aclaré, y le di otro mordisco a la manzana—. Vamos, imagina por unos segundos que estás solo en el mundo y quizá así puedas sonreír de verdad. Hazlo, será un gran experimento.
—No. —Se cubrió los ojos, con ambas manos.
Me tragué lo que tenía en la boca y luego entrecerré los ojos, observándolo con curiosidad.
—¿Qué estás haciendo? —interrogué.
—No quiero ver un mundo en el que no estés tú —dijo.
Mi corazón se aceleró dentro de mi pecho ante la declaración de esas inofensivas palabras. Intenté controlar mi sonrisa, porque sabía que sólo era otra broma más del sarcástico Reece, sin embargo, esta fluyó sin control por mis labios y se acompañó de una lágrima ruin que aparté pusilánime. Agradecí que las manos de Reece le cubrieran la visión, porque no habría sido capaz de soportar su risa burlesca penetrando por mis oídos. No, no habría podido aguantarlo.
Es decir, era capaz de entender que en su infancia lo habían lastimado, resquebrajando su inocencia, pero eso no explicaba lo macabro que podía ser algunas veces. Y no, no estaba exagerando, porque no había cosa peor que jugar con los sentimientos de los demás.
—Eres un idiota, Baker —comenté.
Él se destapó los ojos y fingió una expresión inocente que no manifestó todo su veneno.
—No estoy bromeando, muñeca.
—Claro que sí. —Rodé los ojos y comí otro poco de fruta—. Pero no importa, mejor entremos antes de que Amber venga a buscarnos con una expresión de gorila rabioso en su cara.
—¿Por qué piensas que estoy bromeando? —me preguntó, rehusándose a cambiar de tema. Un problema, porque lo que menos quería era tener otro asunto del que preocuparme.
Estaba demasiado afectada con el percance del cuervo, cuyos ojos aún no podía apartar de mi cerebro insensato, y la inexplicable regeneración de mi piel. Aquellos ojos grises del animal seguían perforando mi cerebro como un taladro eléctrico, pues la idea de que esos iris de plata pudieran pertenecer al glimmer de cabello blanco no dejaba de parecerme cada vez más real. Y la desaparición de mis heridas, un acto imposible e increíble, seguía sin explicación.
¿Acaso sería mi Splendor? Ya me había hecho esa pregunta. Pero, si era mi Splendor, ¿cómo había podido congelar el tiempo cuando Scott estaba en peligro? ¿Cómo había logrado hacerme invisible? ¿Debería haberle hablado a los guardianes sobre aquellos fenómenos que me estaban atacando sin control?
Algo recóndito, escondido muy dentro de mi cabeza, me decía que no. Que si se los decía, ellos se lo dirían a Dave, y que cuando aquel hombre lo supiera, yo ya no tendría escapatoria. Sería sólo una arma sin vida destinada a matar, en manos de las personas equivocadas.
—¿Por qué no habrías de estarlo? —interrogué en respuesta, encogiéndome de hombros y levantando la espada del pasto. El acero, viejo y sucio, lanzó destellos en el aire—. Siempre estás bromeando, Reece.
Reece avanzó hasta donde me encontraba, y extendió la mano para pedirme la espada. Se la entregué, pero no sin cierto rechazo camuflado en mi acción.
—Muñeca, sé que aveces soy odioso, y que hay ocasiones en las que hablo un poco demás. —Se interrumpió, mirando hacia arriba como si estuviera pensando—. O bueno, mucho demás. Y sé también que la sinceridad con que me refiero a mí mismo o a los demás puede resultar molesta, incluso hiriente, pero tienes que entender algo. —Reece alineó la espada en posición vertical frente a su cuerpo, y fijó sus ojos azulados en mí—. Jamás ha existido una persona que haya cambiado mi forma de pensar sobre los demás, o de ver a los demás, hasta que llegaste tú.
Mi corazón dio un pálpito doloroso. Era otra de sus bromas, ¿verdad?
—¿Qué estás diciendo?
—Que tú no eres como los demás, Celeste. —La forma en que su lengua acarició mi nombre me hizo temblar, estremecerme—. Tú eres distinta, lo supe desde el momento en que me hablaron de ti. Sólo tú entiendes mi dolor, y lo podrido que está este mundo. Sólo tú, Celeste, me has hecho creer que en verdad puede existir la bondad y el amor. Porque he visto, he observado cómo luchas por proteger a las mismas personas que te hicieron tanto daño, y eso... eso no puede significar otra cosa.
Sus palabras, confusas y con aspecto de desaparecer en cualquier segundo, me dejaron sin aliento. ¿Por qué Reece me estaba hablando de ese modo, tan irreal y fantasioso? Me acerqué, dando torpes pasos cortos, y extendí un brazo tembloroso para alcanzar su mejilla, con miedo, temerosa de que algo mi acción pudiera desmoronar ese inverosímil pero maravilloso momento. En cuanto mis dedos hicieron contacto con su piel, un fuego hercúleo explotó por mis venas. Él tembló.
—Reece... —murmuré, con la voz quebrada—. Tú tampoco eres malo, no pienses eso.
Ladeó la cabeza, apegándose más al calor de mi mano.
—Todos lo somos.
—No —negué, separando mis dedos para abarcar la mayor parte posible de su rostro—. Tú estás herido, que es distinto.
—¿Herido?
—Por lo que te hicieron tus padres. Porque cuando el corazón de las personas es dañado y traicionado de la manera en que fue herido el tuyo, las personas cambian. Crean una especie de escudo irrompible para protegerse de los demás, como una cúpula impermeable, y evitan que lo mismo les vuelva a suceder. Pero aveces ese escudo es demasiado grande, la cúpula demasiado gruesa, y aleja también a las personas que sólo queremos ayudar. Porque no todos somos iguales. No todos haremos lo mismo que hicieron tus padres.
Reece me apartó la mano de un golpe brusco, haciéndome gritar, y retrocedió como si lo hubiera quemado. Sus ojos, que hasta el momento titilaban bajo un brillo que reflejaba su vulnerabilidad, se endurecieron y me observaron con una ira que me trituró.
—¿Quién te lo dijo? —preguntó; su voz era tan fría como el hielo que cubría el césped, tan dura como la hoja de la espada—. ¿Cómo lo supiste? ¿Desde cuándo?
—Reece, yo... —tartamudeé—. No quería que te sintieras mal. Sólo trataba de ayudarte.
—¿Ayudarme? —Su risa me dio escalofríos—. ¿Ayudarme? Yo no estoy enfermo, no necesito tu ayuda. No necesito tu lastima, o que sientas tristeza por lo que me pasó. No quiero eso de ti.
—¡No siento lástima! —exclamé con desesperación—. Lo hago porque quiero. Porque me importas, Reece. Eres importante para mí; para todos nosotros.
Reece dejó caer la espada que tenía en las manos y me señaló con su mano derecha, mirándome con ojos feroces y una sonrisa cruel plasmada en sus labios.
—Pues tú a mí no me importas —escupió las palabras con voz ronca; todas ellas destilaban maldad—. Sólo eres el Asplendor, el ser inútil e inoportuno por el que hemos tenido que arriesgar nuestra vida todo este último tiempo. Eres un trabajo. Una orden. Un mal empleo. Nada más que eso. Así que no pienses que porque fingimos una sonrisa para hacer esto más agradable nos caes bien, porque no es así. —Una risa irónica acompañó su veneno—. Sería ridículo que no vieras la actuación evidente en nuestra amabilidad.
Una lágrima me empapó la mejilla, una lágrima que se parecía al ácido, pero la aparté con una velocidad olímpica.
—No me importa —dije.
Reece sonrió, un reflejo perfecto de su crueldad.
—Que bueno, muñeca. No quería sentir lástima de ti.
Más lagrimas acudieron al llamado de mi angustia, pero me llevé los dedos al rabillo de mis ojos y las contuve de la mejor manera que fui capaz.
—No me impor... —traté de decir, pero entonces un sollozo se robó mis palabras y mantener la compostura se convirtió en una misión imposible.
Toda la fuerza que quería mostrar ante los demás se hizo jirones como papel delgado y dejó expuesta la peor parte de mí. Una mezcla de rabia y humillación creó una cascada de lágrimas que se derramó por mis mejillas, pero la cubrí con mis manos, al igual que escondí mi rostro bajo los mechones incontrolables de mi cabello, y me lancé a correr hacia el interior de la casa; en busca de escape.
Sentía la energía bullir por mis piernas, como si hubieran sustituido toda la sangre de mi torrente por electricidad. Me quemaba, y ardía, pero era gloriosa y me permitió llegar a la puerta antes de que un indignante y monstruoso sollozo me sacudiera el pecho.
Casi creí haber escuchado el graznido ruidoso de un cuervo cuando mis pies pisaron la entrada, como el lamento de una madre o un padre, y me detuve en el umbral de madera de roble para mirar hacia atrás. No obstante, todo lo que había atrás me generaba dolor e incomprensión, así que seguí corriendo en dirección al segundo piso y olvidé aquella descabellada idea que creía haber escuchado a alguien sufriendo junto a mí.
Yo estaba sola, sólo con la lejana compañía de mis padres. Debía acostumbrarme a eso, y seguir efectuando el papel que me había tocado en ese mundo.
[...]
Luego de gritar, sollozar y morder la esquina salada de la almohada de mi cama, además de convencerme de que lo único con real importancia era detener el plan de los glimmer, me fui a bañar. Me enjaboné con una rapidez mística, quitando con un vigor bestial la suciedad nauseabunda que me cubría la piel, y luego dejé que el agua potente del grifo se encargara de eliminar los restos de espuma que habían en mi cuerpo. Era una sensación reconfortante, que me incitaba a permanecer más tiempo bajo la ducha, pero el lado de la cordura me recordó con brío que debía estar lista en muy pocos minutos, y pronto estuve de vuelta en mi habitación con una toalla alrededor del cuerpo y mi cabellera negra goteando detrás de mi espalda. Me sentía limpia... y nueva.
La ropa que tenía que ponerme no estaba entre mis mejores atuendos, y quizá jamás lo hubiera estado, pero lo acepté sin rechistar y en sólo diez minutos ya me había cubierto con el oscuro traje de cuero sintético que utilizaban los guardianes para combatir.
No tenía nada extravagante, sólo muchas correas en la zona de la cintura y una capucha ancha para cubrirse la cabeza, pero era apretado, y yo no estaba acostumbrada a usar cosas apretadas. La capa que me tenía que poner en los hombros para protegerme del frío era gruesa y pesada, tanto que entorpecía mis movimientos al andar, así que la deseché a un lado y sólo me puse la vaina marrón para la espada cruzada en la espalda.
Cuando bajé al jardín para ir en busca de mi espada, ésta aún seguía humedeciéndose con los restos de hielo que quedaban en el césped. La recogí con serenidad, convenciéndome que el recuerdo de las palabras de Reece no me afectarían, y volví adentro de inmediato. Entré al salón prácticamente corriendo, y cuando la puerta de madera chocó con un estrépito contra la pared, oí como un mar de murmullos se solidificaban entorno a mí. Sí, al fin había llegado. Tarde, pero había llegado.
Alcé la vista, respirando hondo y profundo para calmar mis jadeos, y observé a las personas que me veían como a un extraño fantasma que acababa de materializarse frente a sus ojos. Entre ellos, un fastidiado Scott y un incómodo Owen que se escondía junto a la chimenea encendida.
—¡Wow, después de que los glimmer ya han acabado con toda la humanidad, por fin la mujer encargada de salvarlos a todos a terminado de maquillarse! —comentó Scott, juntando las manos para emitir un sonido hueco—. ¡Todos den un aplauso!
Lo miré con los ojos entornados, meneando la cabeza con desacuerdo, y luego me enderecé para buscar a Reece entremedio del gentío.
Estaba al fondo del salón, junto a una mesa repleta de armas, riéndose con descaro. Tenía el traje de combate puesto, pero al igual que yo, había elegido no utilizar la capa de diez kilos en la espalda. Por supuesto que no, Reece era delicado; tan delicado como las carcajadas melódicas que abandonaban su boca en ese momento. Me pregunté si se estaría riendo de mí, como un plus venenoso a nuestro encuentro del patio, pero al prestarle más atención a sus ojos azulados, me di cuenta de que no me miraba a mí, estaba mirando a Casper.
—Celeste —me llamó Amber, acercándose a mí con una daga plateada en la mano—. Por favor, encárgate de entregarles un arma simple y fácil a tus amigos, que puedan aprender a usar en pocos minutos. Alexia está por llegar, así que no tenemos mucho tiempo para dar clases especiales.
Asentí con la cabeza.
—Tranquila, yo me encargo.
—Preocúpate de que no se vayan a matar a sí mismos —añadió, con una corta pero evidente sonrisa. ¿Qué demonios? ¿Una sonrisa? ¿De Amber?
—Lo haré —afirmé, y traté de devolverle la sonrisa sin que se notara demasiado mi extrañeza; el resultado, sin embargo, fue una mueca.
Antes de que la conversación se pudiera alargar, y los gestos de Amber continuarán alarmándome u obligándome a preguntarme si había consumido drogas, me deslicé con ligereza hasta la zona en la que se encontraba Scott junto a Owen, y los saludé con prisa. Owen se acercó y me dio un abrazo apretado que fue mucho más reconfortante que un vaso de agua con azúcar.
—Te demoraste —dijo cuando nos hubimos separado, mirando la espada que había en mi mano derecha con ojos preocupados—. Linda espada, por cierto.
—Oh, sí. —Me acerqué a Scott y le entregué mi espada—. Toma, yo iré por más.
Scott miró a la espada y a mí como si acabaran de darle el huevo de dragón para cuidar.
—¿En verdad puedo tenerla? —preguntó, arqueando una ceja—. Tiene aspecto de ser importante para ti.
—Sí. —Alcé un hombro, con indiferencia—. Sólo no la dañes, porque arrastraré tu trasero al infierno si lo haces.
—¿Eso es una amenaza?
—No —negué, con una sonrisa inocente—. Una promesa.
—Oh, eso me deja más tranquilo —dijo, alzando la espada con ambas manos para contemplar los disimulados diseños de la empuñadura; sus músculos afloraron con descaro—. Muy tranquilo.
—No tardaré —agregué, y luego me giré para caminar hasta la mesa en que se encontraban las armas esparcidas.
Cuando llegué, Casper me saludó con una sonrisa y lanzó al aire una broma que seguramente me hubiera hecho reír si la hubiera escuchado, pero estaba demasiado concentrada tratando de no toparme con los ojos de Reece como para prestarle atención a su voz. Así que, en definitiva, no hice ninguna señal que pudiera volver más evidente mi presencia, y sólo me preocupé de analizar los distintos tipos de armas que había en la mesa. No eran tantos como los que había en la casa de entrenamiento, pero eran los más fáciles de utilizar. Espadas, sables, dagas, puñales, látigos y Truenos, que eran las pistolas que Ethan me había enseñado a manipular.
Repasando en mi mente los Splendores con los que contaban Scott y Owen, que cada uno era muy diferente al otro, recogí una daga para analizarla.
—¿Vas a llevar una daga? —me preguntó Casper, apoyando las palmas sobre la mesa para inclinarse sobre mí—. Si tu arma principal es la espada, te aconsejaría llevar la daga como arma secundaria. Te servirá mucho en caso de que te arrebaten la espada.
—En realidad estoy buscando algo para ellos —respondí, señalando con la barbilla el lugar en el que Scott y Owen me esperaban—. Pero también llevaré una para mí.
—Bueno, la daga es más larga que el puñal y más corta que la espada, no es tan difícil de manejar —dijo, enderezándose para coger una de la mesa—. Es una buena arma, no lo niego, pero su papel es más secundario y terciario. En caso de Owen, que no tiene un Splendor activo, te recomiendo que mejor le des una Trueno para defenderse.
Me metí la daga al cinturón, y me estiré para tomar una Trueno de la mesa. Su color blancuzco, con destellos celestes en su armazón, seguía dejándome fascinada cada vez que la miraba. Había sido creada varios años atrás, cuando la tecnología aún no se detenía para dedicar las investigaciones únicamente a los potenciadores del Splendor, o a la esperanza de crear una máquina de ADN diseñada para controlar los Splendores en los recién nacidos, pero seguía siendo una buena pistola.
—Tienes razón —asentí.
—A Scott puedes darle una daga. O un sable, si crees que no se cortará los dedos de los pies cuando quiera usarla —añadió, y extendió su mano izquierda para darme la daga que había tomado.
—Creo que sólo le daré la daga —comenté con una risita, recibiendo el arma—. Muchas gracias, Casper. Has sido de gran ayuda.
«Sería ridículo que no vieras la actuación evidente en nuestra amabilidad». La voz de Reece se coló como un mosquito dentro de mi cabeza, pero la aparté con violencia.
Casper alzó la zurda para desordenarse su brillante cabello azabache, a la vez que se encogía de hombros con modestia.
—Para eso estoy, pequeña. —Se giró y recogió de una silla dos cinturones de armas, más tres cajas pequeñas forradas en cuero—. Toma, ponles esto para que puedan guardar la daga y la Trueno. También dales una inyección de regenerador, para que las usen en caso de emergencia. Recuerdas cómo se inyecta, ¿verdad?
—En el músculo —contesté, señalándome el muslo.
Casper sonrió.
—Buena alumna.
Tomé todo lo que me ofrecía, más otras cuatro cuchillas, y me volteé con una sonrisa.
—¡Buen profesor!
Los ojos se Owen se abrieron como dos discos cuando me vio llegar a su lado con las manos repletas de implementos. Lo más probable es que asesinar a alguien no estaba entre sus planes cuando se ofreció a venir conmigo, y tampoco estaba en los míos, pero necesitaba que tuviera algo con qué defenderse si algo lo atacaba. No me iba a arriesgar a dejarlo desprotegido, por más que me convenciera a mí misma de estar a su lado en todo momento para encargarme de su seguridad, así que tendría que aguantarme su mirada de horror aunque me conmoviera.
—Sólo las usarán en caso de emergencia —aclaré, acercándome a Owen para entregarle un cinturón, la caja de primeros auxilios y la Trueno—. Eso es para ti, guárdalos con cuidado. Te mostraré cómo usarla.
La risa de Scott me descolocó.
—¿Una pistola? —cuestionó, ronroneando—. Bueno, está a la medida de ese débil humano. En cambio yo, me luciré con esta espada grandiosa que se ve capaz de perforar a cualquiera. Sin duda, muy a la altura de alguien tan fuerte como yo.
Me giré a mirarlo, con las cejas arqueadas, y extendí una de las dagas en su dirección.
—No te confundas, Scott. Esa es mía, la tuya es la daga.
Scott retrocedió como si lo hubiera abofeteado; Owen rió.
—¿Esa cosa? Yo no llevaré esa cosa humillante en mi cuerpo —refutó. Sus mejillas, hasta el momento tan lívidas como siempre, se enrojecieron como dos cerezas maduras.
—Tendrás que llevarla si no quieres morir —insistí, agitando la mano con fastidio—. Y no le digas humillante, porque para enfrentarse a un enemigo portando solamente una daga, hay que tener mucha valentía en la sangre. —Me acerqué más, rozándole la manga con el filo de la hoja—. Vamos Scotty, tómala. Te aseguro que no te va a morder.
—No me digas Scotty —farfulló desganado—. No soy un niño pequeño.
—Entonces demuéstralo —lo reté con una sonrisa. Scott entrecerró los ojos, observándome irritado, y extendió la mano para coger la daga. En cuanto sus dedos tocaron la empuñadura, un grito salió expulsado por mi garganta—. ¡Bu!
Scott apartó la mano alarmado, pero supo disimularlo bien y cogió el arma con una rapidez brutal.
—Que buen humor, fenómeno —comentó.
Le ofrecí también el cinturón y la caja de cuero, con una sonrisa amplia en los labios.
—Sí, ¿verdad?
Owen volvió a reír, seguramente captando todo el sarcasmo que había dentro de mi mente. Scott sacudió la cabeza para enfatizar su molestia, pero lo ignoré y comencé a guardarme las cuchillas en las vainas de mis piernas. Entonces una voz, suave y grave, la voz de Reece, se esparció sobre nosotros y todos nos giramos a mirarlo.
—Humanos débiles y desagraciados, que no recibieron la misma belleza que yo al nacer —dijo, caminando por el salón con dos espadas cortas en las manos, las cuales meneaba con habilidad al avanzar—. Antes de que se preparen para la misión en la que, lo más probable, todos morirán, necesito que escuchen lo que este sabio, y guapo, cabe recalcar, hombre tiene que decirles.
Fruncí el ceño, un poco molesta de que se encontrara tan sereno después de nuestra discusión, y me enderecé para mirar, relajándome con el crujir de los huesos en mi espalda.
—¿Qué sucede? —preguntó Casper, al parecer tan enterado como yo—. ¿Hay algún problema?
—Miren, sé que aquí todos, o la mayoría, poseen Splendores que están deseosos de utilizar y sobreexplotar para lucirse ante sus fans imaginarios —explicó Reece, recorriendo el salón con sus ojos despreocupados—. Pero he de advertirles que se tendrán que controlar, al menos al principio. No sabemos cuánto tiempo estaremos allá, o cuánto nos costará encontrar la famosa... ¿Alguien se acuerda cómo se llamaba?
Nadie respondió. Yo me acordaba, «agua bendita», pero no respondería.
—Bueno —continuó diciendo, y rodó los ojos—. Toc Toc toc... Así que les aconsejo que utilicen sus Splendores lo menos posible. Sólo cuando sea necesario. No tenemos potenciadores, y los Splendores activos suelen tener un límite antes de comenzar con la fatiga o el aturdimiento, así que guarden esa energía para el momento preciso. —Hizo una pausa, señalando a Owen con la punta de una de sus espadas—. Las personas con Splendores pasivos, como ese sujeto del que no recuerdo el nombre, no suelen tener limite. Así que ellos utilicen su habilidad cuando se les de la gana. Pero los demás, contrólense.
Scott, que se había mantenido tranquilo a mi lado, alzó su mano junto a la voz.
—¿Y puedo utilizar unas espadas como las tuyas? —preguntó—. Aprendo rápido.
Reece se detuvo, y miró a Scott como si fuera un insecto, señalándolo con una de sus armas.
—No, no puedes. Ni leyendo, ni con clases, ni aunque aprendieras. Estas espadas son mías exclusivas, así que olvídalo. Mantente alejado de mis armas. Lo más lejos posible. ¿Entendido?
Scott resopló.
—Olvídalo —farfulló.
—Bien, eso es todo —finalizó Reece, encogiéndose de hombros—. Sigan escribiendo sus epitafios.
Sí, muy divertido. Él se entretenía bromeando, con la misma expresión inocente de siempre, y yo mientras tanto me retorcía combatiendo contra los sentimientos depresivos que amenazaban con salir a flote en cualquier segundo. La rabia bulló dentro de mí, como la arena es arrastrada por la marea. Podría haberlo golpeado, podría haberlo hecho. Sin embargo, la voz de Amber me lo impidió.
—¡Chicos, prepárense! ¡Alexia a llegado!
[...]
Cuando me hablaron de Alexia, no imaginé que sería una mujer de setenta años que se vestía con un camisón blanco y semitransparente, de cabellos blancos y ojos dorados, de extremidades huesudas y torso ancho, y que hablaba en un idioma tan difícil de asimilar. Y cuando me hablaron de algo distinto a un portal, tampoco imaginé que tendríamos que pararnos en el centro de un círculo dibujado con la sangre de la anciana, murmurando una espeluznante palabra en latín, y que debíamos cortarnos el pulgar para que nuestra sangre se uniera a la de ella en una extraña clase de ritual.
Sin embargo, allí estaba, parada en el centro del patio, rodeada de cuatro guardianes, de la mano de Owen y Scott, escuchando una voz que se parecía mucho a la de una serpiente, mientras mis padres me miraban a la distancia y me lanzaban besos efusivos con sus manos congeladas.
Ver sus rostros humedecidos por las lágrimas, sus hombros temblando de frío y de miedo mientras la nieve les empapaba la ropa, me pareció que me hacía pedazos el corazón. No podía creer que en verdad estaba dejándolos para irme a un país que estaba en otro continente, y que podía estar repleto de glimmer, con la idea de que quizá jamás los volvería a ver. Me parecía ilusorio y falaz, sin embargo, era verdad. Estaba yéndome, en un viaje que podía ser sin retorno, con unas personas en las que no sabía si podía confiar.
—¡Corpus remanet, sed relinquit! —exclamó la mujer alzando más la voz—. ¡Fortis sanguinem! ¡Fortis sanguinem! ¡Fortis sanguinem!
Se oyó un rugido largo y espeluznante, que resonó dentro de mi cabeza con una fuerza formidable que me erizó la piel, y luego, tan bajo como para que sólo nosotros lo escucháramos, un comentario burlesco proveniente de Reece.
—Si la abuela sigue gritando con esa energía, no estoy seguro de que pueda terminar el ritual antes de sufrir un infarto.
Amber resopló.
—Silencio, Reece —gruñó la rubia.
—¿Qué? —cuestionó Reece—. ¿A nadie más le impresiona su energía?
Puse los ojos en blanco.
—¡Transfer! —La voz de la mujer chirrió por el esfuerzo.
El ruido aumentó, sacudiendo el piso como si una lluvia de meteoritos estuviera descendiendo sobre nuestros cuerpos, y me atravesó la carne con la misma efectividad de una flecha. Mi corazón latió desesperado, como si quisiera escapar de mi caja torácica, y mis piernas comenzaron a tiritar. Owen y Scott se apretaron contra mí, uno a cada lado de mi cuerpo, y también temblaron ante los rugidos que se estrellaron contra nosotros.
Podía oír, con dificultad, la voz de Alexia alzándose con lozanía, pero cada vez me parecía más lejana. Era como si su cuerpo se estuviera alejando del patio con cada milésima de segundo que pasaba, o el mío. Las palabras se distorsionaban, al igual que se distorsionaba el piso firme bajo mis pies. Ya ni siquiera sabía si era real, o sólo una mezcla de sonidos que creaba el rugido.
—¡Transfeg!
—¡Transfor!
—¡Tranfel!
Mi cabello se elevó; mis párpados se apretaron con firmeza contra mis ojos. Me pareció oír que alguien gritaba mi nombre, tal vez mis padres, o tal vez mi subconsciente.
Tentáculos parecieron acariciarme los pies, tentáculos hechos de agua y de fuego. Explosiones de luces emergieron detrás de mis ojos, ráfagas de viento en mi cabeza. Y entonces, de pronto, todo lo firme que quedaba bajo mis botas desapareció y mi cuerpo comenzó a caer dentro de un abismo infinito.
Mi estómago se revolvió con brusquedad. No, mi estómago no, todo dentro de mí se revolvió. Las manos que me sostenían desaparecieron. Las voces desaparecieron. Y me quedé sola, en una negrura absoluta. Cayendo, cayendo, cayendo.
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