Capítulo 3

—Te estábamos esperando.

Frente a mí, un joven de no más de veintitrés años se alzaba junto a mi puerta. Estaba vestido con unas ropas que parecían de modelo de revista, o de una estrella del cine. Llevaba puesta una camiseta negra de manga corta, que se ajustaba a su cintura de una manera muy poco recatada, y unos pantalones oscuros gastados que hacían juego con sus botas negras de cuero. Era alto, muy alto, pero también muy delgado. No tenía ese físico grotesco y musculoso que encandila a las chicas, sino uno elegante y refinado, casi angelical. En su espalda, dos correas gruesas y marrones se enredaban por sus hombros. De éstas sobresalían dos empuñaduras pequeñas, como si llevara espadas colgando de la espalda.

Me pregunté si era una broma, o alguna clase de disfraz, pero no llegué a ninguna respuesta. Al fijarme mejor en su rostro, todos mis pensamientos se mezclaron.

Era deslumbrante.

Tenía el cabello castaño, del color del chocolate. Éste era liso y le caía sobre la frente como una cortina de rebeldes mechones, pero atrás, en las puntas, se enroscaba ligeramente. Su piel era blanca, demasiado blanca, pero en los pómulos se enrojecía como si estuviera acalorado. Su nariz era respingada y fina, parecía extraída de una fábrica para personas perfectas. Su mentón era el de un muñeco hecho a mano. Hecho por las mejores manos. Tenía unas facciones únicas, soberbias. Sin embargo, lo que más sobresalía en su delicado rostro, eran sus ojos zafiros.

Nunca vi unos ojos como esos. Podría haber apostado en cualquier casino de mala fama que sus luceros eran capaces de dejar fascinado a cualquiera, y hubiera ganado. Eran atrayentes. Hipnotizantes.

El extraño pareció darse cuenta de mi perplejidad, porque se aclaró la garganta y alzó la voz.

¿Cuánto tiempo me había quedado allí babeando?

—¿Ya terminaste de admirar el paraíso? —cuestionó.

Había un acento raro en su voz, pero se me hizo imposible reconocerlo. El rubor subió por mis mejillas, calentándome la piel, y la lengua se me trabó dentro de la boca. Quise que la tierra se abriera, creando un inmenso cráter, y que me tragara a mí y lo poco que me quedaba de dignidad.

—Yo... —tartamudeé.

¿Yo qué?

Mi vista volvió a clavarse en aquella camiseta negra que cubría la mitad de su cuerpo y deseé que Heavenly me dotara con una visión de rayos x para traspasar cada centímetro de tela. La perfección en su cuerpo era palpable. Única. No podía dejar de contemplarla.

Era como si mi interruptor de la imprudencia acabara de ser encendido junto al de la perversidad y la demencia. ¿Por qué me pasaban esas cosas a mí? ¡Yo era asexual! ¡Prácticamente célibe! No se suponía que la piel, ni los huesos, ni todo lo que hay entre ellos enturbiara mi decisión. Eran los libros los que estaban destinados a turbar mi mente, no ochenta kilos de carne y músculos.

—Ah, debería cobrar por cada vez que una mujer se queda mirándome así —dijo él, regresándome de vuelta a la realidad—. Me haría multimillonario.

Parpadeé repetidas veces, y lo miré embobada.

—¿Qué?

—Eso, muñeca. —Sonrió divertido, elevando uno de los extremos de su boca, y me señaló con el índice—. Deberías limpiar, acabas de dejar un charco de baba en el piso.

Me llevé la mano a la barbilla, de forma inconsciente, y comprobé que no había nada de baba en mi mentón. La vergüenza me inundó por dentro, pugnando por salir. ¡Menudo idiota! Mis mejillas ardían como si hubieran encendido fuego en ellas, y todo era culpa de aquel extraño frente a mi casa.

—¿Complicado el clima por allá? —preguntó el chico, burlándose de mí. No entendí a qué se refería. Sólo cuando señaló mis ojos y sonrío, comprendí cuál era el chiste—. Se ve bastante nublado. ¿Tienen lluvia anunciada?

Quise decirle que lo único anunciado sería la lluvia de golpes que caería sobre su inquietante sonrisa, pero mi boca se quedó inmóvil y no se abrió por más que mi cerebro le envió instrucciones de hacerlo. No podía hablar, su presencia me había dejado muda, y de lo único que estaba consiente era de que esos labios jamás estarían sobre los míos.

Me estaba comportando como una quinceañera.

—¿Ya te comiste la lengua? —interrogó, para luego cruzarse de brazos y apoyar el hombro en el marco de la puerta como si se tratara de su casa. Todo su costado se movió formando una curva, una delicada curva, que cualquier matemático o físico estaría encantado de estudiar—. ¿Sabías que comerte la lengua es un síntoma grave que indica la aparición repentina del canibalismo?

Lo miré boquiabierta.

—¿Quieres comerme? —preguntó.

Dejé de respirar.

—Eso no es bueno —contestó a mi silencio, volviendo a enderezarse—. Es malo, muy malo.

¿Qué?

—Te juro que no tendría ningún problema con entregarme a ti —dijo, mirándome de pies a cabeza de una manera que me dejaba claro a qué se refería—. Lo digo enserio, me entregaría a ti. Pero creo que mi sentido suicida está un poco desgastado.

Realmente iba a desmayarme; sus palabras me dejaron sin aliento. Pude ver mi propia figura cayendo al piso y quedando allí quieta como una gárgola. Tuve que pestañear varias veces para convencerme de que seguía de pie y no había muerto.

—Tal vez podríamos comernos mutuamente. —Se encogió de hombros, guiñándome un ojo—. Ya sabes, como un suicidio doble.

—Bien, basta ya.

Una voz femenina, que tampoco conocía, se alzó desde el interior de mi casa y me sacó del sueño en el que me encontraba sumida. En cuanto mi mirada se posó en aquella pequeña chica de cabello castaño, y comprendí que tampoco la conocía, volví a la realidad de golpe.

Sí, esa era mi casa. Y había dos intrusos en ella.

Analicé a la chica, recorriéndola de pies a cabeza, y me llevé una mano al pecho. La chica, al contrario del castaño de ojos azules, no era femeninamente hermosa. Sin embargo, en su rostro había una inocencia difícil de explicar. Tenía el cabello castaño, al igual que sus ojos almendrados, y era diminuta y delgada. Llevaba puesto un chaleco masculino, que le cubría gran parte de los muslos, y una espada gruesa en la espalda.

¿Qué demonios?

—Escucharte está haciendo que me duela el estómago, y no sería muy agradable dejar alguna posa multicolor sobre la alfombra —habló, deslizándose hasta la salida con una mueca de disgusto—. Así que para. Ahora.

El extraño se cruzó de brazos, dejando a la vista unas relucientes venas que tintaban su piel blanquecina, y disimuló una expresión de inocencia.

—Fue ella quien me sedujo. Estaba tratando de llevarme por el mal camino.

Allí estaba, el acento desconocido otra vez. No estaba segura de dónde provenía, pero estaba claro que no era de América. Quizá Europa. El tono amenazante que usó para recibirme había desaparecido. No obstante, cierta tensión había comenzado a flotar en la superficie desde que la enana entró en escena. Era palpable, tan consistente como una repentina niebla espesa bañando las calles de Burnes. Se esparcía con lentitud y apenas podía verse, pero seguía estando allí.

Observé a ambas personas, preguntándome por décima vez si aquella era la casa de mi vecino. El adorno colgando en la puerta volvió a confirmarme que ese era mi hogar, así que me resigné. Exacto. Mi hogar, con un sujeto extremadamente sexy y una chica sorprendentemente diminuta. Ambos eran lo que las personas de mi edad tacharían de perfecto a divino, y ambos estaban en mi casa, conmigo. No se me ocurría ninguna razón para tenerlos allí.

Estaba a punto de abrir la boca para realizar la pregunta que llevaba horas tratando de hacer, pero la pequeña duende me interrumpió.

—Nadie te estaba seduciendo, asúmelo —dijo, apoyando en mi puerta gran parte de su peso. Para ser tan pequeña, resultaba impresionante su personalidad.

—Ella lo hizo —respondió el extraño, encogiéndose de hombros—. Me miró en plan: «Comerte es lo que deseo». Tenía que responder a eso.

—Claro, tomando en cuenta que estas cosas suceden cada un siglo aproximadamente, requería de tu atención.

—No suceden cada un siglo, suceden todos los días.

La enana arqueó una ceja.

—Frente a tu espejo, cuando te miras.

—Amarme a mí mismo no me quita atractivo —contestó él.

No pude evitar alzar las cejas. ¿Estaban hablando en serio? Creer que aquellas personas no estaban locas era difícil. La muchacha se comportaba como un ser grotesco, y él, como un engreído sin límites. Intercalé mi mirada entre ambos, anonadada, y luego hice una mueca.

La enana debió atisbar mi expresión, porque se inclinó sobre mí e hizo una reverencia.

—Discúlpalo, no está acostumbrado a hablar con la demás gente —explicó—. Cuando lo hace, suele comportarse como un idiota.

—Ella sólo me tiene envidia porque soy más guapo —se defendió él.

—Creo que ambos deberían dejar de jugar y concentrarse en lo que es verdaderamente importante —opinó otra voz, la de una chica.

Sin moverme de mi sitio, alcé la mirada más allá de la enana y me encontré con una mujer desconocida. Otra chica, caminando hacia la puerta como si pasearse dentro de las casas ajenas fuera lo más normal del mundo. Considerando que mi casa estuviera dentro de sus lugares ajenos, porque la forma que tenía de contonearse mientras caminaba no lo dejaba claro.

Era como ver la versión de Barbie Humana en persona. Cabello rubio, piel rosada, ojos de color. Top rosa, vaqueros ajustados y altos tacones. Perfecto, aquello colmó mi paciencia. Ya no sólo estaba frente al chico extremadamente sexy y la chica sorprendentemente diminuta. Ahora también estaba frente a la versión mejorada de Barbie.

Retrocedí dos pasos y respiré profundo, pensando por primera vez en todo el momento en mis padres. Un patrón de nerviosismo, que dejaba claro mi incomodidad, comenzó a nacer en mis manos y se repitió por los eternos segundos que me llevó hablar.

Apretar mis dedos, rascarlos y frotar. Apretar. Rascar. Frotar. Unas cinco veces.

—¿Quiénes son ustedes? —pregunté, frunciendo el ceño—. ¿Qué hacen dentro de mi casa? ¿Mis padres saben que están aquí?

Apretar. Rascar. Frotar. Era vagamente consiente de que seguía repitiéndolo.

—Mi nombre es Amber—respondió Barbie Humana, ahora Amber, extendiendo el brazo para estrecharme la mano. No respondí el gesto y volví a retroceder otro paso—. Entiendo que estés confundida, es normal. Lamento mucho que mis compañeros te hayan hecho pasar por un mal rato. No me extraña de Betty, pero Reece no acostumbra a comportarse así. Suele tener más profesionalismo.

Reece y Betty, esos debían ser los nombres de los demás extraños junto a mi puerta.

Reece.

¡Por Heavenly! Debía dejar de pensar en él como si se tratara de un trozo de pastel. Había leído suficientes libros como para saber que Irresistible más Misterioso no hacían una buena combinación. Sobre todo cuando se le agregaba el tipo de expresión que acababa de tomar lugar en su rostro. Aquella que va desde el ceño fruncido, los labios en una línea y el infaltable latido en la mejilla. Aquella que dice a gritos: «No me jodas».

—Te agradeceríamos que entraras, Celeste —dijo Amber, poniendo la mano sobre el hombro de Reece—. Déjenla pasar, chicos.

Parpadeé y entreabrí la boca. Eso demoró Reece en apartarse del marco de la puerta y posicionarse frente a Amber de forma amenazante, arqueando la espalda para que su cabeza quedara a pocos centímetros de la de ella.

Cogí aliento.

Los ojos de Reece la destruyeron con la mirada. Todo su cuerpo creó una cortina alrededor del cuerpo de la chica, encerrándola en una cárcel demasiado estrecha. Barbie abrió la boca en una inmensa O y pegó su columna vertebral contra la pared, tratando de alejarse todos los centímetros posibles de Reece. Parecía casi inhumana la manera en que su cuerpo pasó de ser curvilíneo a una réplica de un disco aplanado. Sus manos se cerraban y se abrían a los costados de su elaborado cuerpo, mientras que Reece continuaba mirándola con asco.

—Reece —susurró la pequeña Betty, reflejando la misma expresión de horror que debía estar dibujada en mi rostro.

—No me toques —gruñó éste, ignorando a Betty e ignorándome a mí. Enviando a mi cerebro el vago recuerdo de la primera vez que lo oí hablar. Intimidante—. No vuelvas a tocarme. Nunca.

Entonces se movió, haciendo crujir el cuello mientras retrocedía, y se internó en la oscuridad de mi casa, avanzando en tres zancadas lo que a mí me costarían ocho pasos.

Me quedé en silencio, sintiendo como la piel de mi rostro palidecía, y tuve que sostenerme del buzón viejo e inutilizable frente a la calle para mantener el equilibrio. ¿Qué estaba pasando? Aquel sujeto acababa de arrinconar a Amber contra la pared, sin ninguna compasión ni respeto, y ahora ella se arreglaba los rizos como si ser atacada por Señor Problemas fuera lo común.

—Él siempre es así —explicó, haciéndome dar un pequeño brinco—. No quiero que te asustes, de hecho, Reece suele estar sumido en su mundo la mayoría del tiempo. Es sólo que, a veces, explota por cualquier motivo. Lo entenderás con el tiempo.

«Lo entenderás con el tiempo». Estaba demasiado aturdida como para responder o menear la cabeza. El silencio se vio interrumpido por fuertes carcajadas. Una estridente risa femenina, proveniente de Betty.

—Lo único que entenderá es que ser compañera de Reece es como tener un grano en el culo y una docena de dinamitas dentro de los bolsillos —dijo, observándome con ojos traviesos. Algo debió ver en mi rostro, porque su expresión pasó de la burla a la seriedad y se movió hacia un lado para invitarme a entrar—. Entra, tus padres se encuentran adentro. Tenemos algo que explicarte.

Ya era hora, quise decirles. Pero me tragué las palabras y, mirándolas a ambas con desconfianza, caminé hacia mi casa como lo hacía cada vez que volvía de una compra. Convenciéndome de que esa era solo otra de las tantas veces que entraba y convenciéndome de que ingresar al mismo lugar al que había entrado Señor Problemas no era un modo distinto de suicidio.

Mis padres estaban dentro, así que me aferré a la idea y entré dejando que Barbie o Pitufina cerraran la puerta detrás de mi espalda.

Para mi alivio, mis padres sí se encontraban sentados en el interior de nuestro living. Para mi desconcierto, había otros dos hombres más parados en el lugar. Ambos de veintitantos años, ambos extraños. Ambos llevando la misma placa circular sobre el sector izquierdo del pecho.

Me crucé de brazos, sin intención de sentarme, y miré los catorce ojos que me analizaban. Sabía, por la tensión en los hombros de mi madre, que la visita no presagiaba nada bueno. La línea recta en la boca de mi padre, acostumbrada a estar levemente curvada hacia arriba, me dejaba claro que el Escuadrón Perfecto estaba lejos de ser una horda de duendes de Santa Claus trayéndome mi regalo de cumpleaños.

—¿Entonces? —pregunté, observándolos a todos y deteniéndome en Reece más tiempo del que era necesario.

Me acomplejó saber que tenía sus ojos puestos en mí. Me hacía sentir vulnerable, desnuda. Probablemente debido a la manera en que los bajaba y los volvía a subir, como si buscara algo extraño sobre mi ropa.

—Déjame decirte que para nosotros también es una sorpresa encontrarnos acá, Celeste —habló Amber, abarcando con sus manos a sus demás compañeros—. Hasta hace unas horas atrás, nosotros tampoco sabíamos de tu existencia. Venir a tu casa con el recado que nos enviaron, tampoco está entre las actividades más divertidas de mi lista.

—Bien, supongo que tenemos algo en común —dije, encogiéndome de hombros—. Compartir el living con Barbie, Pitufina y los tres mosqueteros tampoco estaba entre mis mejores ideas para celebrar mi cumpleaños. Oh, de hecho, creo que no estaba en la lista por completo.

—Perfecto, es bueno saber que nos entendemos —respondió, con una brillante sonrisa de plástico. Un poco más de fuego y se derretía.

Sonreí.

—No esperes que te pida una cita por ello, querida.

Una suave carcajada acompañó a mi sonrisa. Cuando levanté la mirada para comprobar de quién provenía, me encontré con la sonrisa arrogante de Problemas. Sus ojos brillaban como los de un gato en la penumbra. ¿Se burlaba de mí o se reía conmigo?

—Vamos al punto —dijo Barbie, entrelazando los dedos a la altura de su estómago.

Alcé las cejas y me senté en uno de los sillones que estaban junto a mis padres. Subí las zapatillas sobre la mesa de centro, cruzando mis piernas a la altura de mis tobillos, y entrelacé mis brazos con impotencia.

—Es justo lo que quería —comenté.

Sabía que estaba comportándome como un verdadero capullo, pero ver a mis padres tensos y con la mirada vacía, era suficiente para poner en alerta mis instintos salvajes. No me importaba lo que pudieran hacerme a mí. ¡Vamos, me importaba! Pero nada se comparaba al hecho de que alguien pudiera hacerle daño a mi familia.

La mujer rubia levantó el mentón y se aclaró la garganta.

—Mi nombre es Amber —dijo, con la misma voz ensayada de hace unos minutos—. Ellos son Betty, Reece, Ethan y Casper.

Bien, en dos segundos los olvidaría.

—Nuestro grupo pertenece a la Clase S de una lista interminable de guardianes entrenados para mantener el orden y la paz dentro de Heavenly. Guardianes exclusivos. Hablo de personas perfectamente capacitadas contra todo tipo de amenazas. Y si estamos aquí es por orden directa del líder del Departamento de Asuntos Interiores y Conflictos de Amenaza Mayor. Nuestro hogar. El departamento de AICAM.

—Necesitan cambiar el nombre —comenté, poniendo los ojos en blanco.

Seguía sin entender qué relación tenía eso con mi familia.

—Es lo mismo que digo todos los días —susurró Reece, alias Problemas, desde el otro extremo de la habitación.

Verlo allí, apoyando la espalda contra la pared blanca y sucia de mi casa, con una pierna flectada y las manos en los bolsillos de sus vaqueros, hacía que mi estómago pasara por un proceso parecido al de las secadoras. Mis intestinos se oprimían entre sí, alterados, y se revolvían como las alas de una mariposa.

¿Mariposa? No. Era más que eso. Como si un polluelo acabara de romper su cascarón y ahora sacudiera las alas contra las paredes de mi cuerpo. Maldito polluelo asesino. Quise enviarlo de regreso a su caparazón para desvincularme de todos los efectos que Reece estaba originando en mí.

¡Era el chico Problemas! Todo lo que tienes que evitar hasta tus treinta años si quieres un futuro, que no te entierren en pedazos y que tu epitafio no diga algo como «LE GUSTABAN LOS CHICOS MALOS». Así que convencida de eso, recitándolo como si se tratara de la oración de Heavenly, me exigí eludir cada pensamiento vicioso acerca de Reece.

—¡Celeste! ¿Estás escuchándome? —El grito de Amber me envió de vuelta al living.

Pestañeé. Mis ojos seguían sobre Problemas, el cuál curvaba la comisura derecha de su boca hacia arriba con diversión. Tenía los ojos entrecerrados y una ceja alzada.

Aparté la mirada.

—Sí, pero creo que no escuché lo último que dijiste —hablé, tragando saliva.

Cambié la posición de las piernas, una hacia arriba y la otra hacia abajo, y me aparté el cabello de la frente. No para ordenarlo, sino para cubrir el leve rubor que asaltó mis mejillas.

—Claro —dijo Amber, soltando una bocanada de aire—. Te explicaba que fue Dave, uno de los líderes del departamento de AICAM, quien nos envió a buscarte. Ayer ocurrió algo extraordinario y se cree que tú estás involucrada. Más bien, tienen la convicción de que fue tu Splendor el que lo provocó. Necesitan hablar contigo.

Cerré un ojo.

—¿Me estás jodiendo? —Deje salir una risa ronca—. Soy un Asplendor, todo el mundo lo sabe.

—¿Puedes negar que ayer dejaste escapar una gran fuente de luz que iluminó aproximadamente todo Nueva York?

¿Era real? ¿Todo Nueva York? Si hubiese estado de pie, me habría caído. Toda la mañana había estado convenciéndome a mí misma de que me lo había imaginado, que lo que hice no era real, pero ya no estaba tan segura. Si ellos decían haber visto una luz, significaba que era verdad. No era un sueño.

—¿No lo niegas? —insistió, entrecerrando los ojos—. Perfecto, pasemos a lo siguiente. Dave no tiene claro cómo lo lograste ni cuál es la naturaleza de tu Splendor. Podría tratarse de telequinesis, piroquinesis, traslación, transformación, o cualquiera de las otras miles de posibilidades. Él no te exige que nos digas. Sólo nos pidió que te llevemos hasta él y así puedas tener más información. Pero debes aceptar nuestra ayuda.

—Vamos a entrenarte, Celeste —habló Betty, por primera vez en los últimos minutos—. Tienes una habilidad increíble y eso te hace muy importante para toda la población de Heavenly. Serás parte de nosotros.

¿Entrenarme? ¿Ser parte de ellos? Era todo lo que siempre quise, sin embargo...

—¿Puede explicarnos por qué el Splendor de mi hija apareció tan tardío? —preguntó mi padre, atrayendo mi atención—. Todos obtienen su habilidad a los ocho años como máximo, incluso algunos un poco antes. ¿Por qué fue distinto en ella? Los científicos nos aseguraron que no tenía la luz dentro.

Mis padres me miraron y sentí el calor reconfortante subirme por las venas. No era necesario tener telepatía para que mis padres pudieran enviarme señales de aliento.

—No tengo el permiso para dar más información —contestó Amber, frunciendo los labios—. La verdad, no tengo más información. Pero si ella acepta venir con nosotros a hablar con Dave, él se lo explicará. Deben entender que nosotros estamos aquí entregando sólo cierta información de la que su hija debe conocer, es por esto que es sumamente importante que Celeste acepte venir con nosotros a hablar con Dave. Es él quien tiene las respuestas a todo. No nosotros.

Todos los ojos cayeron sobre mí, obligándome a proferir palabra.

Recorrí la sala con mis pupilas, y volví a centrarme en Reece. Éste mantenía el contacto visual con total facilidad. Sentí sus ojos penetrarme hasta lo más profundo de mi ser y fue como si una estaca me atravesara la frente. El pulso en mi cuello estaba frenético, mucho más rápido de lo que un doctor consideraría dentro de los parámetros normales, y mis córneas humedecidas sin razón aparente.

Por último, cuando hablé, sentí la desesperación en mi voz.

—No lo haré. No iré con ustedes.

¿Si me había vuelto loca? Seguro. ¿Me arrepentiría? Probable. Pero en la vida demasiados accidentes me habían enseñado a confiar de mi sexto sentido, no lo ignoraría por la llegada de un futuro ideal. En pocas palabras, no me fiaba de ellos. De ninguno de ellos.

—Vendrás con nosotros, debes seguir el protocolo de Heavenly —insistió Amber, con la voz demasiado suave para tratarse de una enemiga. Tampoco parecía feliz dando aquellas indicaciones, lo que me confirmaba que sólo estaba haciendo su trabajo—. Si el gobierno considera que tu Splendor es necesario para la supervivencia de la humanidad, está en todo el derecho de usarlo. Reglas para todo habitante de Heavenly.

—Pues qué bien, porque el mundo me ha dejado bastante claro que no pertenezco a la sociedad de Heavenly —articulé—. Soy un Asplendor, conmigo no funciona el protocolo.

—Con todos funciona el protocolo —balbuceó alguien, uno de los dos extraños que se encontraban parados próximos a la puerta de mi cocina.

No recordaba su nombre, pero si tuviera que catalogarlo de alguna manera, sería Simpático. Tal vez por la adorable sonrisa con hoyuelos que estaba trazada en su faz, o por lo angelical que resultaba todo sobre él. Tenía el cabello negro y unos increíbles ojos marrones. Era alto y delgado, pero mucho menos elegante que Reece. Estaba usando ropa negra, tanto la camiseta como los pantalones, y en su cintura colgaba una inmensa espada plateada. Era como todos los guerreros que podría haber imaginado.

—Saben dejártelo claro. Incluso te lo escriben en la frente con rotulador permanente. Conmigo lo hicieron. Fue un desastre. Por una semana entera mis compañeros creyeron que mis cejas se habían unido.

Betty rió.

—Eso no se compara a la vez que me obligaron a usar ropa rosa durante una semana completa como recordatorio personal de que no debo criticar los gustos de mis compañeras —dijo de forma melodramática, haciendo una mueca de asco—. Hay cosas peores que llevar una sola ceja.

—Sí —confirmó chico Simpático, señalándome con un dedo—. No querrás averiguarlo, Celeste. El protocolo es el protocolo. Sé una buena chica y cumple las reglas, eso es todo.

—Tú nunca obedeces las reglas, Casper —comentó Amber, alzando una sola ceja. Otro ser afortunado que podía hacerlo—. Es gracioso que seas tú quien se lo diga.

—Es de las mías —respondió Casper, y enseñó uno de mis libros. Uno de los tantos libros que estaban apilados alrededor de la casa. Sentí el incontrolable instinto de arrancárselo de las manos, pero me mantuve sentada y con la barbilla alzada—. Siento el deber de ayudarla, es lo que hacemos por nuestra familia.

Me guiñó un ojo.

—Como le hagas una arruga a mi libro, te romperé tu lindo rostro de bebe llorón que necesita cambio de pañales —lo amenacé—. Y créeme, no me importará que tus amiguitos queridos o el Departamento Nombre Extraño se opongan para defenderte.

—Vale, lo entiendo. —Casper devolvió el libro a su lugar y alzó las manos en son de paz.

—Volviendo a lo importante —prosiguió Amber—. Celeste, Dave nos dijo que podías estar un poco reacia a la idea. Normal, considerando que de un día para otro te cataloguen como un humano portador del Splendor mientras que toda tu vida tuviste la certeza de ser un Asplendor.

—Me parece bien que lo entiendas —murmuré.

—Dave nos advirtió que algo como esto sucedería. Nos preparó para recibir un bombardeo de preguntas. Pero, créeme, nosotros no tenemos más información de la que tienes tú ahora —añadió, metiendo sus dedos dentro del bolsillo trasero de sus vaqueros y extrayendo de él una hoja doblada—. Te daremos tiempo para pensarlo, unos días, pero volveremos por ti. Mientras tanto, te dejaremos este permiso y tu nuevo pasaporte.

—¿Permiso y pasaporte?

—Mi hija no necesita esas cosas —habló mi madre.

—Necesita ir a la escuela. Ya es hora, ¿no? —la corrigió Amber. Caminó meneando las caderas de un lado a otro, como si en vez de dar pasos llevara a cabo una coreografía de baile, y dejó sobre la mesa el papel junto a una delgada tarjeta azul—. Yo aún no sé si ustedes comprenden la importancia del Departamento de AICAM y lo valioso de éste recado.

Escuela, compañeros, vida. Lo que siempre quise.

—Lo único que entiendo es que mi hija está siendo tratada como una especie de arma que planean amaestrar para luego ser utilizada por manos ajenas a las que nunca les ha importado —gruñó mi madre, digna de ser aplaudida—. Durante muchos años sufrimos viéndola padecer, aguantar y resignarse ante lo que los científicos tacharon como su futuro. ¡Fuimos nosotros, sus padres, quienes tuvimos que verla crecer tolerando las injusticias que el gobierno provocó contra ella! ¡Y ahora debemos correr a ayudarlos! ¿Qué clase de broma es esta? ¿Quieren reírse de mi familia? ¡Lárguense de aquí!

—Clarissa, debes calmarte —dijo mi padre, tratando de mitigar el enfado de mi mamá—. Estos jóvenes no tienen la culpa, sólo hacen su trabajo.

—No los quiero en mi casa, Christian.

—Lo sé, sé lo que estás sintiendo —la animó mi padre de forma comprensiva y le rodeó la espalda con su brazo, ocultándola bajo su regazo como si se tratara de una niña pequeña—. Pero no podemos hacer nada para evitarlo.

Los sollozos de mi madre, el sutil arrullo de mi papá deseando calmarla, el imperceptible tic-tac del reloj sobre la cabeza de Ethan y el exiguo vibrar que producía un cable mal enchufado, establecieron un extraño e incomodo ambiente dentro del salón que se propago por todos los organismos que permanecíamos dentro. Resultaba molesto excesivo sosiego. Es por eso que pienso que más de una persona agradeció la voz de Casper cruzar la sala.

—Te gustará la escuela y harás nuevos amigos —dijo, con una sonrisa radiante—. Te costará adaptarte, pero siempre están los niños babosos que tratan de hacer todo por ti porque eres la nueva. No es como si me hubiera pasado, claro.

—Asco —opinó Betty, llevándose el índice dentro de la boca.

Amber se giró hacia la salida.

—Te vendremos a ver pronto —comunicó—. Espero que pienses mucho en esto y que cuando regresemos por ti estés preparada. Podemos aceptar que no quieras acompañarnos ahora, pero tu Splendor se liberó y tienes todo el derecho de asistir a una escuela. Acepta eso. Y, por favor, reflexiona mucho acerca de lo ocurrido hoy, lo último que quiero es volver a perder el tiempo.

Perfecto, estábamos igual. Pasar otros desagradables minutos junto al Escuadrón Perfecto tampoco estaba entre mis planes.

—Fue un placer —se despidió Betty, haciendo una exagerada reverencia que casi junta su frente contra el piso, y sacó la lengua—. Y, un consejo para tu primer día de clases, sé ruda.

—Sí, no será un problema —dije, suponiendo que existiría un primer día de clases.

Casper, el pálido muchacho de cabello azabache, se acercó hasta donde me encontraba, sorteando a mis padres y su inspección asesina, y se encorvó sobre mí para depositar un delicado beso sobre mi pómulo izquierdo. El olor a sangre y jabón que desprendía su piel era impactante.

—Adiós, Celeste —articuló—. Ve a la escuela y haz amigos, es impensable todo lo que has tenido que pasar. No todos son como el gobierno. De verdad, te aseguro que lo último que encontrarás en la escuela será uniformados con canas y gafas viejas.

Solté una risa de sorpresa y asentí.

—Entiendo.

—Nos volveremos a ver, luciérnaga. —Extendió su mano y me acarició el cabello—. Cuando lo hagamos, me explicarás qué fue lo que hiciste para llamar la atención de todo el Departamento.

Y dicho eso último, la reunión se dio por concluida. Los cinco guardianes de Heavenly abandonaron mi casa, y yo me quedé acurrucada en el sillón mientras oía los desesperados sollozos de mi madre. Estaban asustados, y no los culpaba. Yo también lo estaba. Sólo tenía una cosa clara: nada bueno podía salir del gobierno.



[...]



Durante el resto del día, mis padres no me hablaron sobre el tema. Ni al día siguiente, ni al próximo, ni durante una semana entera.

Si su idea era que evitándolo sería menos real, estaban muy equivocados. El hecho de que no hubieran mencionado ni siquiera una palabra, ni un solo vocablo, referente a lo sucedido la mañana del día de mi cumpleaños, no significaba que yo me sintiera más calmada. Al contrario, mi actual estado de ánimo difería mucho de lo que mis padres considerarían como «tranquilidad».

Porque para mí el recuerdo seguía tan vivo como cuando Reece apareció en la entrada de mi casa. Era eso, ese único detalle, el que me hacía creer a veces que todo había sido un sueño, pues su belleza y lo que me provocó fue demasiado fantástico como para ser parte de mi vida cotidiana. No obstante, la decadencia de mi madre, el mal humor de mi padre, y la constante orden de estar en casa temprano, me confirmaban que todo fue autentico y verdadero.

¡Tenía el Splendor! Olvidando el asunto que involucraba al gobierno, aquel que decía sobre mi importancia para Heavenly, por fin podía sentirme normal. Y, aunque prácticamente había asegurado que no quería nada relacionado con el gobierno, la idea de asistir a una escuela por primera vez en mi aburrida vida era una tentación constante. Es decir, era todo lo que una chica de mi edad deseaba. Escuela. Asignaturas. Entrenamiento. Profesores. Compañeros. Amigos. Mi Splendor.

¡Mi propia habilidad! ¡Mi ansiada normalidad!

Si bien mi futuro era incierto y podía estar adentrándome en un lugar del que más tarde me arrepentiría, también existía la minúscula posibilidad de adentrarme en un paraíso surrealista al que sólo podía acceder cuando me encontraba dormida. Era trascender mi realidad. Y ese pensamiento se adentraba reiteradas veces en mi cabeza, arrastrándose como molestas babosas por cada una de mis células.

Era constante, tan constante, que esa noche estaba decidida a decírselo a mis padres. A partir del lunes comenzaría mis clases en Escudo y Espada, el instituto número uno en Nueva York. Y nadie, ninguno de ellos, podría evitarlo.

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