Capítulo 22

Cuando la sombra me guió a través de un estrecho sendero del jardín, de frente a la casa, pensé que me llevaría hasta la entrada principal y que reunirme con los guardianes sería fácil. Sin embargo, cuando apretó mi mano y giró hacia la izquierda, guiándome por el pasillo lateral, entendí de inmediato que allí había un truco. No nos dejaban en el mismo lugar, porque éramos una masa. Y las masas, en sitios como esos, eran peligrosas.

Dejé que me arrastrara sin poner oposición; vigilando mi entorno como si de un segundo a otro algo fuera a abalanzarse sobre nosotros. La oscuridad densa, se colaba como tinta por cada rincón de los jardines y se filtraba por cada fisura. Las estrellas, en algún punto lejano sobre mi cabeza, crepitaban. Y allí, a un costado, recortada contra el gris opaco del cielo, se levantaba una colosal amenaza. La casa de los Bukowski.

Traté de escuchar algo, convencerme de que estábamos en el lugar correcto. Pero, contra toda lógica, el único ruido que ingresaba a mis oídos era el arrullo de uno u otro insecto. No había nada, ni siquiera un olor, que me demostrara que dentro de esas taciturnas paredes había vida. Todo estaba manchado de negrura, como si hubieran vaciado un balde de aceite negro encima de aquella propiedad. Incluso los setos, recortados con pulcro cuidado, parecían negros a la lejanía.

Y, cuando la sombra me arrastró hasta una puerta roja con extraños dibujos siniestros plasmados encima, me pregunté si estaríamos ingresando al infierno literal.

La puerta se abrió, mostrando un agujero oscuro que me recordó la boca de una bestia, y cuando entré, se cerró con un golpe brusco detrás de mí. Dejándome encerrada, alejada de los demás, dentro de una abarrotada habitación iluminada. De inmediato me giré, cogiendo el frío pomo de la puerta con nerviosismo, y volví a abrir la puerta para verificar que no me habían dejado encerrada.

No obstante, cuando lo que me recibió al otro lado fue un extenso y estrecho pasillo, el alma se me cayó a los pies. El jardín había desaparecido, no había manera de volver a él. Era como si, a causa de una extraña magia o Splendor, la puerta sólo obedeciera a las órdenes de aquella sombra. Así que, sopesando lo que eso conllevaba, comprendí que no había manera de volver atrás.

Estaba atrapada dentro de aquel lugar.

Traté de serenarme y adquirir valor, cogiendo la puerta con tanto vigor que los dedos me dolieron. Mi corazón palpitó con desenfreno y violencia, pero intenté apaciguarlo con la idea de que no estaba sola. Amber, Scott, Casper y Reece estaban dentro, esperándome en algún rincón de aquella casa, y los demás dentro de pocos minutos también entrarían. No tenía de qué preocuparme, me dije a mí misma. Aun así, seguía percibiendo una extraña presencia junto a mí, como si decenas de fantasmas flotaran a mi alrededor.

Estaba aterrada, a pesar de lo valiente que intentaba ser.

Me volteé, tragando saliva espesa, y por primera vez me fijé en mi alrededor; en la «fiesta». Intenté recordar lo que sabía sobre celebraciones antiguas; lo que había leído en las desgastadas páginas de mis libros, o lo que había visto en las series de televisión que se basaban en los años previos al 1900. Sin embargo, por más que intentaba hallar una semejanza entre los elegantes bailes que realizaban los protagonistas de mis libros y el obsceno espectáculo frente a mis ojos, no encontraba nada parecido. Lo único que podría haberse considerado similar era la vestimenta, y hasta cierto punto.

Aquella celebración, lo supe de inmediato, no era más que un decoro para lo que había detrás. Un camuflaje ideal para el tráfico ilegal, la prostitución de menores y el contrato de sicarios. Y, muy probable, el camuflaje de algunos glimmer.

Luces que provenían de decenas de velas sobre candelabros surcaban los cielos, como estrellados cuerpos celestes, iluminando toda la habitación sin mayor dificultad. Las mujeres, abajo, se movían de un lado a otro ataviadas en vestidos de terciopelo, tul y satén; pero, la mayoría, en pequeños corsés de seda que apenas eran capaces de cubrirles el cuerpo. Todas se veían jóvenes, novicias en la vida, con rostros de porcelana y cabellos largos brillantes en vitalidad. Eran niñas; niñas que complacían al público con su divinidad y lozanía. Y los hombres, la mayoría vejestorios, las miraban con el rostro lleno de morbo.

No habían mesas, ni un mesón donde las visitas pudieran sentarse a comer. Con suerte, habían sillones de algodón donde los hombres se sentaban junto a alguna muchacha semidesnuda, o junto a alguien con quien cerrar un negocio. Las armas relucían entre todo lo demás, al igual que las prostitutas. Armas de fuego, espadas, sables, y otros objetos de los que no sabía el nombre, pero que erizaban mis vellos con solo mirarlos, se iban intercambiando de mano en mano en medio de aquella masa.

Otros, unas criaturas muy similares a la sombra que nos había recibido, parecían vigilar el lugar con unos ojos amarillos que relucían bajo la capa.

Una mujer de cabello rosa, verde y azulado, cantaba en un punto lejano arriba de un refinado y original pedestal, una canción en un idioma que no pude distinguir. A su lado, unas personas disfrazadas de animales llevaban a cabo un baile. Pero no presté mayor atención a nada de eso, porque luego de ver el averno en el que me encontraba, sólo podía pensar en una cosa. Encontrar a los demás.

Avancé sigilosa y con la cabeza baja, ignorando aquellos gritos internos que me suplicaban que corriera, y me interné entre el gentío con una danza silenciosa. Mi corazón bombeaba fuerte, machacando mis costillas, temeroso de que alguien pudiera reconocer el rostro del Asplendor. Pero nadie se fijaba demasiado en mí, y si lo hacían, era para ofrecerme sus servicios. Un hombre, con casco y escudo, me detuvo para ofrecerme el nuevo modelo de revolver que había llegado desde Rusia, pero negué con la cabeza y seguí adelante con mi recorrido.

Sólo en un rincón oculto de las miradas, vacío y oscuro, me atreví a detener mis pisadas e inspeccionar mi alrededor en busca de un rostro conocido. Miré hacia todos lados, con el estómago revuelto de inquietud, pero no hubo nada familiar que encontrar. ¿Acaso me habían dejado en una habitación distinta a la de los demás? Tuve ganas de romper en llanto y huir, rogar que me llevarán hasta la salida, pero me apreté los dedos y respiré profundo.

No. Debía recordar mi objetivo principal: recopilar información. Tenía que hacerlo, por Betty. El viaje no podía ser en vano.

Me acomodé la capucha, para que me cubriera los ojos, y volví a camuflarme entre la gente. Una mujer, de no más de dieciséis años, me agarró el vestido al pasar, pero tiré y me liberé de ella. Regresé al mismo lugar donde el señor de casco me había ofrecido aquel revolver, pero ya no estaba.

Me mordí el labio, examinando los metros a mi lado con sumo cuidado, y golpeé el piso con mi pie llena de frustración. Sabía, después de ver tanta televisión, que la única forma de obtener algo es a cambio de otra cosa. Y aquel hombre, desesperado por hacer una venta, no había parecido de los que guardaban secretos.

Pero lo había perdido.

Miré en busca de otro comerciante, con los ojos puestos en todas direcciones, pero todo lo que vi fue movimientos sexuales. Iba camino hacia la mujer que entonaba una canción en un idioma desconocido, con la esperanza de hallar algo de utilidad allí, cuando alguien me tomó de la mano abruptamente y me jaló.

Me giré, creyendo por unos largos segundos que me habían descubierto, pero todo lo que vi fue a un hombre de cincuenta años ofreciéndome una corta espada de acero. En la empuñadura, fina y ovalada, relucían unas piedras de rubí y zafiro.

—Señora —dijo, con voz grave pero suave, sin soltarme la mano—, déjeme ofrecerle la mejor espada que podrá encontrar esta semana.

Mis ojos vieron la fina hoja hipnotizados, deleitándose ante aquella belleza, y luego subieron hasta los ojos azules de aquel enorme caballero. Vestía más actualizado que la mayoría de las personas allí. Una barba, corta y oscura, le cubría el mentón, mientras que un fino bigote le sostenía la nariz.

—Le gusta, ¿verdad? —inquirió, sin necesidad de oír mi respuesta—. Yo podría hacerle un buen precio, mejor del que muchos le harían aquí. Podría, si a usted le gusta la espada.

Entrecerré los ojos.

—Me gusta.

—Perfecto, ¿cuánto me puede ofrecer? —preguntó con una sonrisa amplia y fogosa, soltando mi mano para extender la espada frente a su cuerpo. La giró hacia ambos lados y el brillo de sus piedras me cegó—. Es una buena espada.

—Depende de cuánto esté dispuesto a darme —respondí, entornando aún más los ojos.

Él frunció el ceño como si no entendiera mi respuesta. Di un paso al frente, acortando más la distancia entre ambos, y alcé la barbilla para verme segura. Por un momento temí que pudiera entrever el miedo que había en mi interior.

—Hablo de información, señor —expliqué, juntando mis manos al frente—. Eso es lo que más necesito en este minuto. La espada más información, podría darle mucho dinero.

El hombre entrecerró los ojos y ladeó la cabeza como si intentara ver el truco o la trampa detrás de mis palabras.

—¿Información? ¿Qué información podría darle yo? —interrogó—. Soy un simple traficante, no un espía.

—Nada muy complicado, sólo lo que sus ojos u oídos han podido captar. ¿Le gustaría aceptar este trato?

—No quiero meterme en problemas.

Sonreí lo más tranquila que pude, aún cuando lo que quería hacer era gruñir frustrada y largarme de allí.

—No se preocupe, usted no se meterá en problemas.

El hombre se quedó en silencio bastante tiempo. Girando la espada, analizando unos detalles que de seguro ya se sabia de memoria, y mirando a ratos mi rostro como si quisiera comprobar que seguía allí. Traté de mantener la calma y sonreír con amabilidad, aunque mis instintos me exigieran que corriera. Al final, luego de un minuto que me pareció eterno, el hombre se guardó la espada en el cinturón y se atrevió a hablar.

—¿Cómo sabré que no me está mintiendo? —cuestionó, juntando las cejas.

—No lo hago.

—Entonces muéstreme el dinero —exigió, señalándome el cuerpo con la mano y alzando la barbilla—. ¿Dónde está? Quiero verlo. No creo, por más bella que esté vestida, que una mujer pueda poseer tanto dinero como para comprar esta espada más información.

El estómago se me retorció y por un fugaz instante mi expresión de determinación falló.

—Se lo daré al final —dije, con la mandíbula tensa y adolorida.

El hombre sonrió con satisfacción y dio un paso al frente, mucho más seguro que antes. Su cuerpo se impuso ante el mío y una de sus manos me agarró el hombro, desestabilizando mi peso y equilibrio, pero no me atreví a moverme.

—No le creo. Usted no tiene dinero, usted me está mintiendo.

Le aparté la mano.

—No.

Su mano volvió a sostener mi brazo, acercándome a él con brusquedad. De un segundo a otro, toda mi seguridad y confianza se desmoronó para dejar sólo el temor de pie. El hombre inclinó la cabeza, dejando mi nariz a la altura de su barbilla, y sus penetrantes ojos azules se alinearon con los míos. Una sonrisa morbosa y perversa gorgoteó en sus labios gruesos.

—Escúcheme, señorita —habló, con un tono mucho más brusco que el que empleó hace unos segundos—. Ahora seré yo quien tendrá el gusto de ofrecerle un trato. —Señaló hacia un sillón vacío con la mano que tenía libre—. Acompáñeme a ese sillón. Siéntese junto a mí y permítame rebuscar bajo su vestido, sólo así guardaré silencio y no le pediré a los guardias que la investiguen.

La boca se me secó. Mis ojos se anegaron en lágrimas de desesperación. Casi pude sentir un dedo delgado y duro, como una rama de madera seca, arrastrándose por mi columna.

—No tengo nada que ocultar —repuse, forcejeando para que me liberara—. Suélteme, si no lo hace, seré yo quien llamará a los guardias.

Acercó su boca a mi rostro y su aliento a alcohol descompuesto explotó sobre mi nariz como un gas mortal.

—Llámelos —me retó—. No le creo nada.

—¡Suélteme! —exigí, subiendo la voz de forma inconsciente—. Suélteme ahora mismo.

—No, no lo haré...

Mi corazón dio un gran vuelco de terror. Mis manos comenzaron a sudar bajo la tela de mis guantes. Me iban a descubrir, estaba segura. No había manera de solucionarlo, lo había arruinado. Estaba acabada, otra vez.

Pensé en los guardianes, lejos en algún punto de aquella casa, y en la fría sombra que me había guiado hasta allí. Imagine, aterrorizada, a decenas de aquellas sombras extendiendo sus garras hacia mí. Imagine, sin dudarlo, qué pasaría si me liberaba de aquel hombre e intentaba correr.

Pero una voz desconocida se impuso al silencio.

—Suéltala, ahora.

El comerciante volteó el rostro, con el ceño fruncido, y fulminó al intruso a través del aire.

—¿Quién...? —comenzó a alegar, pero me soltó al instante—. Señor.

Me aparté dando un paso atrás y también me volteé en aquella dirección. De inmediato lo vi, al hombre que acababa de interrumpir aquella tortura. No era ni muy joven, ni muy viejo. Su edad debía rondar los veinticinco. Su cabello era negro y estaba muy bien peinado; sus ojos eran de un azul claro casi fosforescente. Su ropa, limpia e Inmaculada, consistía en un frac negro como la tinta y una camisa blanca debajo. Sus pantalones estaban muy bien planchados y se ajustaban en sus piernas. En sus manos, unos blancos guantes le protegían la piel.

En todos los aspectos, era elegante y sofisticado. Incluso el bastón, con una cabeza de tigre como empuñadura, se veía bien en él. No tenía nada que ver conmigo o con la gente que había allí. Era distinto a todo.

—Señorita, ¿este hombre la estaba molestando? —preguntó, entrelazando sus ojos con los míos como dos cadenas. No podía liberarme de ellos, era como si me suplicaran atención.

—Sí —confesé saliendo del estupor—. Me estaba acosando.

El hombre de la espada dio un paso al frente, interfiriendo, y me señaló con desprecio.

—¡No, señor! —exclamó—. Esta mujer es una impostora, intentaba estafarme. Deberían investigarla, trataba de sobornarme para que le diera información. ¡Es una espía!

El alma se me cayó a los pies.

—No, Brandon —dijo el desconocido, alias «Elegante», presionando al tigre de su bastón—. Ella está conmigo, no tienes de qué preocuparte. Lamento mucho la confusión.

El comerciante inclinó la cabeza, sumido ante las palabras de aquel hombre, y se cogió las manos temblorosas con nerviosismo. Lo único que podía hacer era observar; observar y preguntarme qué estaba ocurriendo allí.

—¡Oh, no! El que lo lamenta soy yo, lo siento mucho —se disculpó—. No volverá a repetirse, le prometo que no volverá a repetirse.

Elegante frunció los labios.

—Eso espero. —Volvió a fijarse en mí y me tendió la mano—. ¿Vienes, querida?

Unas manos parecieron estrangular mi corazón. Miré al comerciante, con asco y temor, y luego miré a Elegante llena de confusión. Sopesé mis probabilidades de huir, me pregunté por qué había decidido ayudarme y me cuestioné cuánto le costaría informar a los guardias sobre mi existencia. Terminé concluyendo que ir era mi única salida, el único agujero dentro de aquel túnel, y que si no iba sería entrar en un punto sin retorno, directo al infierno.

Avancé, sin cogerle la mano, y me posicioné a su lado.

—Vamos —murmuré.

Él sonrió casi con ternura e inclinó su brazo libre para ofrecérmelo, como un caballero lo haría con una dama. Negué con la cabeza y sacudí la mano en el aire.

—No voy a cogerle el brazo —insistí—. No voy a tocarlo, no insista por favor.

Él asintió en silencio y luego comenzó a caminar entre la multitud, indicándome que lo siguiera. Me interné en aquel camino, sin saber si estaba haciendo lo correcto, y seguí a ese extraño y distinguido hombre que había decidido ayudarme.

Nuevamente tuve esa extraña sensación espeluznante, como si unas hileras de cadáveres colgaran a mi alrededor advirtiéndome que tuviera cuidado. Aparté aquella idea, diciéndome a mí misma que de ese modo no conseguiría nada, y miré al frente.

El hombre me guió hasta una corta escalera que antes no había visto y me indicó que me sentara en un sillón adornado con plumas. Lo miré como si se tratara de un balde de ácido dispuesto a destruirme, con repulsión, pero terminé sentándome de todos modos. Él hizo lo mismo, a poca distancia de mi cuerpo, y dejó el bastón a un lado. Cuando se inclinó hacia mí, los oscuros mechones de cabello le cubrieron la frente.

—Dígame, ¿qué la trae por aquí? —preguntó, viéndome con una sonrisa dulce—. ¿Qué puede atraer al Asplendor a un lugar como este?

Abrí la boca y aplasté mi espalda contra el respaldo del sillón, como si pudiera atravesarlo con el pensamiento. Jamás me había sentido tan sola. Sólo podía pensar en una cosa: me habían descubierto.

—¿Pensó que no me había dado cuenta, señorita? —Alzó la mano con delicadeza y me cogió la orilla de la capucha, apartándola hacia atrás—. En un mundo como este, oscuro y lleno de secretos, es difícil que alguien no haya buscado el famoso rostro del Asplendor. Ya sea por simple curiosidad, o por otros motivos.

Intenté decir algo, negarlo, pero ninguna palabra vino a mi lengua. Lo único claro era el ardor de mi cara y el estremecimiento de mi cuerpo.

—Tranquila, no es mi intención asustarla —declaró, volviendo la mano a la cobertura del sillón—. Después de todo, no tiene nada de malo que el Asplendor quiera venir a un lugar como este. Usted es una persona como cualquier otra, está en su derecho hacer lo que sus instintos le pidan.

Lo miré mareada. ¿Acaso no sabía que el Asplendor trabajaba junto al gobierno? ¿Acaso no sabía que el Asplendor era buscado por los glimmer? No, claro. Era un secreto, un secreto que sólo un grupo reservado de personas sabía. Probablemente, aquella gente ni siquiera estaba enterada del poder que había en mi interior, lo que era una ventaja. Un punto a mi favor.

—Es entendible, de todos modos —prosiguió aquel hombre, apoyando la espalda con soltura—. Las personas la han excluido de todo, tachándola de anormal. Le han destruido su infancia, convirtiéndola en una especie de monstruo desprovisto de derechos. Es entendible, a estas alturas, que quiera pasar a llevar la ley. —Me guiñó un ojo—. Yo también lo haría.

Tragué saliva, acomodándome sobre los cojines, y comencé a jugar con el borde de mis guantes.

—Incluso a sus padres, que no tienen ninguna culpa, los han castigado. —Lo miré perpleja, helada, y él me dedicó una orgullosa sonrisa—. Sí, lo sé. He investigado. Sé todas las injusticias que su familia a tenido que sufrir por culpa del gobierno, sé lo insensibles que pueden llegar a ser.

Pensé en todas las monstruosidades de esa fiesta y tuve ganas de hacerle saber lo irónica que me resultaba su opinión, pero me callé.

—A mi familia también le tocó vivir el descontento de aquel grupo de gente —me contó, cerrando los ojos como si intentara relajarse—. El gobierno ha condenado a mi familia por la bondad de mi abuelo, lo que nos ha generado una repulsión significativa de la población de Heavenly. —Volvió a abrir los ojos, mirándome con una cordial sonrisa—. Ambos, usted y yo, estamos en el mismo punto dentro de la cadena alimenticia.

Tragué saliva. No, él no tenía nada que ver conmigo. Yo no me parecía a un hombre así, vengativo y asqueroso, jamás lo haría.

—Pero supongo que no ha venido a escuchar de mí. —Sacudió la mano—. Dígame, ¿qué trae a una bella dama a un lugar como este? ¿Qué es lo que desea encontrar aquí? Tal vez puedo ayudarla.

Lo observé, incapaz de omitir sonido, y me llevé las manos al estómago. Sentía que, si abría la boca, con sólo decir una palabra, me descubrirían. Descubrirían las mentiras que acallaba mi lengua, descubrirían toda la información de la que eran excluidos. Por eso, cuando intenté abrir la boca para decir alguna respuesta convincente, no pude. Mi voz se amortiguó por un gemido.

Me odié a mí misma y detesté la cobardía de la que era esclava. ¿Por qué no podía ser como Reece, o como Amber? ¿Por qué tenía que ser tan asustadiza? Era por eso mismo, por esa inútil personalidad, por lo que Betty estaba desaparecida; porque yo no hice nada para salvarla. ¿Acaso no era momento de solucionarlo?

Cerré los ojos por un corto segundo y enseguida volví a mirar a aquel hombre, con una nueva determinación dentro de mi cabeza. Sí, yo era capaz. Ese hombre quería ayudarme, me dije a mí misma, no había nada raro en eso.

—Yo... —conseguí decir, pero entonces la voz se me rompió—. Han secuestrado a mi amiga.

Me cubrí el rostro, asaltada por una tristeza repentina, y dejé que una mano me sobara la espalda. Decirlo en voz alta siempre lo hacía más difícil, más real. Y en ese momento, al borde del peligro, la idea de que Betty podía estar siendo torturada inundó mi mente.

—¿Quién, señorita? —preguntó el hombre a mi lado—. ¿Quién ha secuestrado a su amiga? ¿Alguien de aquí?

Tragué saliva.

—Unas personas entraron aquí con ella —revelé—. La policía dijo que las cámaras de seguridad indicaban esta casa, pero que no podían entrar sin una autorización. Entonces... Entonces me he desesperado y he venido por mi cuenta. —Me cubrí la boca—. Temo por su integridad y su vida misma.

Un brazo me rodeó la espalda y tuve unas indudables ganas de apartarlo, pero reprimí esos deseos.

—¿Cuándo sucedió eso? —interrogó—. Aquí llegan muchas personas, como imaginará.

Me sorbí la nariz y enfoqué mis ojos en la tela de mi vestido.

—El lunes pasado.

—Oh —musitó—. Oh, eso es muy malo. —Su mano enguantada me acarició el cabello, sus ojos miraban otro punto muy lejano—. Si son las personas que creo, entonces no es una buena noticia.

Arrugué el entrecejo preocupada.

—¿Qué quiere decir?

—El lunes pasado llegaron unas personas, unas personas con las que no conviene relacionarse —explicó—. Traían a una chica consigo, pero no hice preguntas. Nunca las hago. Como entenderá, esta casa es para eso, para hacer cosas sin dar explicaciones. Se quedaron un rato, sentados en los sillones, y luego de dejar un montón de dinero se fueron sin avisar. No los he vuelto a ver.

Todas mis esperanzas de conseguir algo se fueron al piso, para ser pisoteadas y destruidas.

—Pero, ¿querían algo? —pregunté, incapaz de conformarme con tan poco—. ¿Le dijeron algo que lo lleve a sospechar sobre el lugar al que se dirigían? Un nombre, un lugar, cualquier cosa.

El hombre se tocó el labio superior con la lengua, pensativo.

—De hecho, me preguntaron por alguien, un nombre —dijo volviendo a mirarme—. Axel Queen, el tatuador de Nueva York. ¿Lo conoce?

—La verdad es que no —confesé mirándome las manos—. No me dejan salir mucho.

—Bueno, podría empezar por ahí —me recomendó—. De todos modos, podría dejarme su número de teléfono para comunicarle si vuelven a aparecer por aquí. No debería hacerlo, pero usted me ha hecho sentir una conexión maravillosa con usted, con nuestra historia.

Me cogió la mano, pero yo la aparté.

—No me dejan utilizar celular, lo siento.

—Oh, es una pena —dijo mordiéndose la esquina del labio inferior—. Seguro que aparecían por aquí otra vez. —Se quedó en silencio por un breve tiempo y luego se llevó la mano al bolsillo de su frac. Extrajo una tarjeta de plástico azul y me la entregó—. Llámeme. Llámeme las veces que pueda y yo le informaré si vuelvo a ver a aquellas personas.

La recibí con cierto rechazo, pero sonreí.

—Gracias, lo haré.

Él me acarició el brazo, con extrema delicadeza.

—Es un placer, querida —contestó—. No sabe lo feliz que me siento con poder ayudarla. Es un regocijo completo.

—No entiendo porqué.

—Oh, cielo. ¡Es el Asplendor! Mi igual, mi otro yo, mi otra mitad. ¿Acaso no siente la extraordinaria unión que siento yo cada vez que la miro?

La verdad era que no. Lo único que sentía eran unas irrefutables ganas de salir corriendo ahora que ya tenía lo que necesitaba. Para estar sola y haber sido descubierta, había conseguido más de lo que me esperaba. Me pregunté si los demás también habían logrado obtener buena información, y deseé que sí. No obstante, luego recordé que los lunes las fiestas no se celebraban y una peligrosa duda comenzó a nadar dentro de mi cabeza.

¿Por qué ese hombre sabía tanto?

—¿Querida? —me llamó, cogiendo una de mis manos entre las suyas—. Si se siente incómoda aquí abajo, podríamos subir a una de las habitaciones de arriba.

Lo miré con el rostro lívido. ¿Por qué ese hombre me ofrecía subir, en una propiedad que no era la suya?

—¿Charles? —habló alguien, una voz femenina empalagosa, interrumpiendo mis cavilaciones—. ¿Charles Bukowski?

Mi duda se eclipsó por la resolución. Ya no había espacio para la pregunta, sólo para la certeza. Allí, junto a mí, estaba sentado el nieto del mismo hombre que había sido encarcelado por el delito de socorrer a los glimmer. Allí, cogiendo mi mano, estaba sentado el dueño de todo eso. El dueño de la misma casa que acogía a los glimmer, la misma casa en las que pequeñas niñas eran prostituidas.

Mis manos comenzaron a temblar. Una gota de sudor me mojó el cuello.

—¿Disculpe? —dijo el hombre a mi lado, Charles, soltando mi mano para mirar a la mujer que acababa de acercarse—. ¿Quién es usted?

La mujer, envuelta en un vestido rojo y ancho, extendió la mano frente a su cuerpo.

—Soy Lisa, he querido conocerlo desde siempre.

Mi corazón seguía palpitando inquieto, temeroso ante aquella pequeña revelación. Charles Bukowski estaba sentado a mi lado. Aquel hombre peligroso estaba sentado a mi lado. Me sentí mareada y enferma, sin aire ni oxigenación. En lo único que podía pensar era en los demás guardianes, en Scott y en Owen.

—No la conozco, señorita —oí que decía Charles, pero su voz provenía de un lugar muy lejano—. ¿Sería tan amable de retirarse? Ahora mismo estoy con mi amada, no quiero que nadie ose interrumpirnos.

—Será muy corto, lo prometo —insistió la mujer—. Mi padre, Thomas Blade, le ha enviado un mensaje muy importante.

—Oh, Thomas Blade, debiste decirlo antes. —Se puso de pie, no sin antes depositar un beso en mi frente—. Espéreme, querida, volveré en un minuto. No se vaya, por favor.

Apenas fui capaz de asentir con la cabeza. Apenas fui consciente del minuto en el que volví a estar sola.

Apreté la tarjeta contra mi pecho, el cual subía y bajaba en jadeos feroces, y me atreví a mirar al frente para ver cómo se desenvolvía la fiesta con las demás personas. Un puñetazo frío me golpeó el corazón, porque seguía sin hallar un rostro familiar entre aquella marea de caras. Seguía estando sola, y el paradero de mis compañeros seguía siendo incierto.

¿Estarían, si quiera, con vida? Sentí un cosquilleo entre los diminutos vellos de mi nuca. Sí, no podía deprimirme pensando lo contrario. Debía ponerme de pie y buscarlos en ese confuso laberinto, costara lo que me costara. Estar juntos sería nuestra mejor defensa.

Tenía que salir de allí.

Levanté la vista hacia la multitud, con desesperación aflorando por mis ojos, y a través de las tenebrosas siluetas, espié a Charles Bukowski. Estaba de pie a menos de diez metros de distancia, con el bastón firmemente afirmado en una de sus manos, y le susurraba algo a la mujer que se hizo llamar Lisa. Ambos parecían llevar a cabo una conversación desagradable. Charles se giró unos cortos grados para inspeccionarme y cruzó mirada conmigo. Me sonrió y murmuró algo que sonó como «querida», pero luego se volvió para seguir con su conversación.

Mi pecho se puso tenso. Era mi oportunidad. Me levanté nerviosa, poniéndome la capucha sobre la cabeza, y bajé las escaleras con una velocidad vertiginosa. Ni siquiera tuve tiempo para detenerme a comprobar que Charles no me estaba viendo, a lo único que atiné fue a avanzar entre aquella gente como si una bestia me pisara los talones. Podía sentir los desenfrenados latidos de mi corazón contra mis oídos, como la música previa a la muerte. Podía, incluso, sentir el sudor que me empapaba la espalda.

Sin embargo, no me detuve. No me detuve ni una sola vez. Pero, cuando estaba por llegar a la misma puerta por la que había ingresado, una mano me detuvo y me jaló del brazo. Unos nubarrones parecieron tronar sobre mi cabeza. Me habían descubierto.

Con las mejillas sonrojadas y la boca entreabierta, me giré para mirar mi triste perdición. No obstante, todo lo que vi fue a un desesperado Reece tratando de arrastrarme. Mi corazón dio un vuelvo brusco. Reece, Reece estaba allí para mí.

—¡Reece! —exclamé con un grito ahogado.

Esperé que el sonriera, o que dijera una de sus tantas bromas sarcásticas, pero todo lo que hizo fue indicarme que me callara.

—Muñeca, debemos irnos —dijo—. No tengo tiempo de explicártelo, sólo ven conmigo.

Esa respuesta no ayudó en lo más mínimo para aclarar mi mente. Fruncí el ceño, encandilada, y frené los tirones de Reece.

—Espera, aún no hemos llegado con los demás —repuse—. No podemos irnos sin ellos. En todo caso, ¿cómo me encontraste? No estabas aquí.

Reece me miró con una expresión impredecible, pero luego sonrió.

—No importa, ¿te parece si lo hablamos afuera? —Entrelazó sus dedos desnudos entre los míos, y por un instante sentí que volvía a entrar en aquel círculo vicioso donde Reece lideraba todas mis reacciones—. Confía en mí.

Tal vez podría haberlo pensado, sólo un poco, pero todo lo que hice fue asentir. Perfecto, volvía a estar rendida ante aquel hombre bipolar. De pronto, sin meditarlo, me vi siendo arrastrada por su mano a través de un infinito abismo de personas.

Sin embargo, no pudimos llegar muy lejos, porque una voz, alta y rasposa, se alzó ante lo demás dejándonos inmovilizados.

—¡Señoras y señores, prepárense para presenciar un espontáneo y sorpresivo espectáculo de asesinatos! ¡Un grupo de guardianes de Heavenly acaba de ingresar a nuestras instalaciones!

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