Capítulo 2

El aire aún continuaba cargado de aquel brillo siniestro cuando la furgoneta continuó su rumbo y los amigos de Scott cruzaron la calle para acercarse y preguntarle cómo había logrado escapar tan rápido de aquella muerte inminente.

Mi cuerpo estaba tendido en el piso, de rodillas, y no creía poder levantarme en menos de cinco minutos. Me sentía agotada, exhausta, como si acabara de correr en una maratón, y sabía perfectamente que aquello no se debía al susto que me había consumido hace un minuto.

Scott me miraba en silencio desde su altura y entornaba los ojos mientras apretaba los puños a los costados de su cuerpo con demasiada fuerza para ser real. ¿Acaso estaba furioso? ¿Acaso no acababa de salvarle la vida? 

—¿Vas a explicarlo? —me preguntó, luego del extenso silencio. 

Lo miré con severidad, alzando la barbilla.

—No tengo nada que explicar.

—¿No tienes nada que explicar? —Su voz tembló como si pendiera de un hilo—. ¿Estás segura?

Repasé lo que acababa de hacer con ojo crítico, pensando en las posibilidades que habían de que todo fuera una ilusión, y me encogí de hombros. No tenía explicación para lo que acababa de suceder. Yo era el Asplendor, no se suponía que hiciera cosas como esas.

—Scott, yo tampoco sé lo que está ocurriendo —me defendí—. Esto es igual de confuso para ti y para mí.

Sus ojos estaban sobre mí, recorriéndome de una forma para nada bonita. El desprecio en su mirada era palpable aun en la distancia. Uno de los amigos que lo acompañaban, el de cabello rojizo, se acercó a Scott y le dio una palmada en la espalda.

—¿Cómo hiciste eso, hermano? —le preguntó, ignorando mi presencia—. Desapareciste y te moviste a la velocidad de la luz. Fue... impresionante. Nunca vi algo parecido.

—Porque yo no lo hice, lo hizo ella —respondió Scott, señalándome—. El Asplendor detuvo el tiempo.

Yo detuve el tiempo. Traté de saborear sus palabras, hallándoles algún sentido, pero se me hizo imposible. Toda mi vida había tenido la certeza de que era incapaz de formular una habilidad con mi cuerpo, debido a mi incapacidad. Sin embargo, todas mis creencias estaban siendo golpeadas en ese momento. Me sentía confundida, muy confundida. Era como estar siendo arrastrada lejos, a punto de desaparecer.

—Ella es un Asplendor, Scott —dijo el chico, leyendo mis pensamientos—. No puede haber hecho algo así, es un anormal. Creo que el accidente te dejó confundido.

—No, claro que no. Sé perfectamente lo que estoy hablando. —Sus ojos, fijos en mí, estaban cargados de odio, como si en lugar de salvarlo acabara de propinarle un golpe en el estómago—. El fenómeno lo hizo.

No entendía su comportamiento, no comprendía su aversión. No sabía por qué me miraba de esa manera, como si se sintiese defraudado. Yo no era la que manejaba la furgoneta, era la persona que le había salvado la vida. Podía entender su perplejidad, no obstante, no podía entender su dolor.

—Scott... —comencé a decir.

—Voy a averiguar lo que pasa —me interrumpió —. No soy idiota, sé que algo ocultas. Cuando lo haga, voy a quemar tu cuerpo. ¿Qué te hizo pensar que necesitaba tu ayuda? Yo soy prácticamente inmortal. Un Asplendor como tú no puede ayudarme. ¿Acaso planeas ridiculizarme? ¿Ese es tu objetivo? ¿Te estás riendo de mí?

Apreté la boca con frustración.

—Scott, yo tampoco sé qué fue lo que pasó. No sé cómo lo hice. Sólo quería llegar hasta ti y ayudarte.

—No mientas, no más —replicó él—. Ya has mentido durante toda tu vida.

—¿De qué demonios estás hablando, idiota?

Scott me señaló el cuerpo con su mano e hizo una mueca de asco, como si verme le repugnara.

—Nunca has sido un Asplendor, ¿verdad?

—¡Por supuesto que sí! —grité—. Si no fuera el Asplendor, ya me habría encargado de patear tu trasero.

—Escuchame bien. Mírame a los ojos, fenómeno —ordenó Scott, señalándose el rostro con ambos dedos índices—. No voy a descansar hasta descubrir qué fue lo que hiciste. Y cuando lo haga, me encargaré de que tu cuerpo desaparezca y se convierta en cenizas. ¿Te queda claro? Nadie, entiende, nadie va a humillarme. Jamás.

—No planeo humillarte —susurré, consiente de que no me escucharía—. Estás mezclando las cosas.

Probé a ponerme de pie y descubrí que ya podía moverme con más facilidad. Me levanté y, antes de poder enderezarme, sentí que sus manos me empujaban de vuelta al piso. 

—Vuelve a la tierra, cerda. Permanece ahí mientras planeo tu muerte.

Y se fueron, dejándome allí tirada con el trasero en el piso. Abrumada. Confundida. Aterrada. Oyendo que en la lejanía, un cuervo graznaba con dolor.



[...]



Al llegar a casa, lo primero que hice fue dirigirme al baño y rociarme las heridas con agua helada. A la luz, las heridas no me parecieron tan graves como me habían parecido en la oscuridad de la plaza, y el dolor no me pareció tan intenso como me había parecido hace varios minutos. Quizá se debía a la conmoción, a que mi mente prefería estar concentrada en otra cosa o, más probable, al cansancio que se había apoderado de mi cuerpo. 

Cada vez que me miraba las manos, el recuerdo de aquella luz llegaba a mi mente para revivir la misma sensación de mareo. Aún no encontraba explicación a lo que había hecho. Ni siquiera podía estar segura de haber sido yo o una increíble habilidad que acababa de adquirir. Por más que había intentado hacer algo similar, no lo había conseguido. Lo único claro era que me encontraba exhausta y que mi cabeza necesitaba, como mínimo, descansar varias horas si quería llegar a una conclusión. Así que, convencida de que en ese estado no lograría nada, me sequé la piel herida con cuidado y deje la toalla a un lado para volver a mi habitación. 

No obstante, no alcancé a llegar a la puerta del baño cuando una voz me llamó desde el otro lado.

—¿Celeste, eres tú? —Era mi madre. Su voz sonó extraña, pero a la vez familiar; había estado llorando.

—Sí —respondí, abriendo la puerta lo más rápido que pudieron mis manos.

En cuanto la vi, supe que no me había equivocado. Tenía los ojos enrojecidos y los párpados inflamados, sin contar las inmensas ronchas que habían tomado lugar alrededor de su cara. Si había algo que teníamos en común con mi madre, era que ninguna de las dos podía ocultar cuando había estado llorando. No éramos como las chicas perfectas a las que apenas se les irritaban los ojos al llorar. No, a nosotras se nos inflaba la cara y todo.

Esperaba que la caminata hasta casa hubiese servido para quitar eso de mi rostro, y que el frío de la noche me ayudara a pasar desapercibida.

—¿Dónde estabas? —preguntó, acercándose dos pasos hacia mí, y enseguida se detuvo. Supuse que estaría analizando si acercarse era o no una buena idea—. Estábamos preocupados por ti. Pensamos que pudo haberte pasado algo.

—Estaba caminando un poco, necesitaba pensar —mentí. Me sorbí la nariz y tragué saliva—. Yo... siento haber salido así de casa. No debí haberme comportado como una niña, estoy arrepentida.

Lo estaba, demasiado. Mi madre frunció el rostro, conmovida, y se lanzó sobre mí.

—Oh, cariño.

En cuanto los brazos de mi madre estuvieron sobre mis hombros, supe que realmente me había equivocado. No estaba sola, allí estaban mis padres para consolarme. Quería creer que para ellos significaba algo más que la causa de que ya no pudieran tener hijos. Tal vez, tal como me decía mi madre, solo querían protegerme, porque estaban conscientes de lo que mi existencia significaba para el gobierno y temían que algún día encontraran la razón para deshacerse de mí. 

Yo era el clavo suelto. El eslabón más débil. El paso hacia atrás que no querían dar.  Todo lo que hacía mi familia era cuidarme, mientras yo insistía una y otra vez en ponerme en peligro. Me sentí estúpida.

—No tienes que pedirnos perdón —dijo mamá, sollozando—. Soy yo la que debe disculparse contigo por no haber prestado atención a lo que sentías. Te dejé sola. Sola en tu dolor por ser diferente. Ni tu padre ni yo nos hicimos responsables y, ahora, lo único que conseguimos evitando el tema fue hacerte sentir olvidada.

—No es cierto —la tranquilicé. Aunque sí lo era, pero ella no tenía que saberlo.

—Sí, es la verdad —insistió.

Retrocedió por el pasillo, conmigo de la mano, y nos guió hasta uno de los sillones que se encontraban muy próximos a la salida. Uno de los tantos obstáculos que tuve que sortear para salir de casa. Agradecí el tacto suave que nos brindó la tela del cojín. Era una sensación reconfortante. No creía haber podido aguantar más de pie.

—Déjame explicarte porqué lo hicimos —me pidió.

Negué con la cabeza.

—No es necesario, entiendo.

—Con tu padre no queríamos que pensarás que la falta del Splendor en tu cuerpo era algo importante para nosotros. Es más, ni siquiera queríamos que sintieras como si ese tema existía. Tratábamos de no hablar sobre ello porque creíamos que así te darías cuenta de que no era algo relevante en nuestras vidas.

El resultado había sido todo lo contrario. Miré a mi madre con una mueca, ladeando la cabeza, y entreabrí los labios.

—¿Y lo es? —quise saber—. ¿Mi incapacidad es importante para ustedes?

Mi madre me tomó las manos y las puso sobre sus piernas.

—No lo es, Celeste —respondió—. Nosotros te queremos así, tal cual eres. Te amamos, sin importar que la fuente de Heavenly no haya puesto su luz en ti. Incluso nos gusta que sea así. Cuando eras pequeña, ¡estábamos fascinados! Nuestra hija no corría el peligro que corren los demás habitantes luchando contra villanos y la delincuencia. Nuestra hija era especial. Única, luego de tantos años...

Su voz se fue apagando, como si un pensamiento desagradable hubiera aflorado en su mente.

—¿Pero? —intuí.

—Pero eso cambió cuando el gobierno se enteró e investigaron tu cuerpo —explicó—. Les aterró. Estaban asustados. Con tu padre lo comentamos, algo no iba bien en ti. Pensaron que tu nacimiento era el inicio del fin del Splendor, por eso te alejaron de todo.

—Me pusieron en cuarentena —susurré.

—Eso no nos impidió amarte, Celeste. —Mamá me acarició los dedos de las manos con ternura—. Eres nuestro cielo, nuestro bebé. Y, déjame decirte algo. Hace años, las mejores personas eran Asplendores. 

Lo sabía. Hace años atrás, los humanos no tenían poderes ni habilidades como hoy en día. A menudo solía recordarme eso, cuando la gente me miraba con desprecio u odio, pero aquello no aliviaba mi frustración. Lo que aliviaba mi dolor eran cosas como esas, como lo que acababa de hacer mi madre. Llevaba toda una vida queriendo escuchar esas palabras, algo que me aliviara y no me hiciera sentir como un estorbo.

Allí estaban, por fin.

—Gracias —murmuré. Si abría un poco más la boca, rompería en llanto—. Gracias, mamá. Es todo lo que he querido escuchar durante años.

—Estamos orgullosos de ti. —Sonrío, luego se pasó la palma de la mano por la mejilla y eliminó las lágrimas rebeldes que acababan de escaparse de sus ojos—. Oh, debo verme como una llorona. Toda roja e inflamada. 

No pude evitar sonreír ante su vergüenza.

—La verdad, aún no sé bien quién me está hablando. Estoy en el dilema, ¿es la cabeza de mi madre o un inmenso globo rojo que se ha colado dentro de la casa?

—¿Me has llamado globo? —preguntó, fingiendo una expresión ofendida.

—Tranquila, siempre puedes cambiar el color de tu piel —le recordé. 

Entonces ella se abalanzó sobre mí, rodeándome como sólo ella podía hacerlo sin hacerme sentir incomoda, y me impregnó la nariz con su aroma a cremas y maquillaje. Su aroma maternal. Era gratificante saber que podíamos estar así, bien una vez más. Me hacía sentir que nada podría separarnos, pasara lo que pasara.

—¿Terminaron de llorar mis pequeños zafiros? —La voz de mi padre, proveniente del marco de la puerta de la cocina, nos interrumpió de forma imprevista.

Apartándome de mi madre, me pasé las manos por los ojos y luego miré hacia la cocina. Mi padre, un hombre alto y fornido de cabello castaño, tenía dos vasos en las manos, con un líquido transparente dentro, y nos observaba fijamente con los ojos caídos. No quise pensar acerca de cuánto tiempo llevaba allí. Llorar frente a mi padre, un hombre despistado que no solía derramar lágrimas, no era una buena idea.

A menudo, mi madre se preguntaba si la Fuente le habría arrebatado la humanidad a mi padre. No es que fuera un hombre insensible, de hecho, era el hombre más amoroso que había conocido en mi vida. Sin embargo, a menudo solía asombrarse con las reacciones humanas, buscarle explicación a cada invento, sorprenderse con cada gesto. Eso nos preocupaba al principio, pero nunca se lo habíamos hecho saber, y ahora lo aceptábamos como algo habitual. Para eso estaba la familia, ¿no?

—No estábamos llorando —negó mi madre, poniéndose de pie y estirándose la ropa—. ¿Quién está llorando?

Ignorando el dolor de mi abdomen, me levanté y observé a mi padre.

—Creo que te hacen falta anteojos, papá —me burlé—. O —enfaticé—, cambiar esos por un lente más grueso. 

—Por supuesto que no —dijo. Avanzó serpenteando los demás sillones y nos entregó los vasos, uno a cada una—. Sé perfectamente advertir cuando mis dos zafiros han llorado. Se les hinchan los ojos.

Con mi madre nos dirigimos una mirada cómplice y yo me llevé el agua a la boca. Agradecí el frescor del líquido y el azúcar que mi padre debió verter dentro. Tuvieron el mismo efecto de un analgésico. 

—Definitivamente tendrás que ampliar esos lentes —se defendió mi madre, dejando el vaso sobre la pequeña mesa de centro para luego caminar hasta papá y ponerle una mano en el hombro.

Deje mi vaso junto al de ella y me encogí de hombros.

—Bueno, yo subiré a mi habitación. La discusión se las dejaré a ustedes.

—¿Qué discusión? —preguntaron ambos, escondiendo una sonrisa.

—La que va desde los ojos hinchados a los futuros binoculares de papá. —Les dediqué una risita y un guiño a mamá—. Porque créeme, papá, tus nuevos anteojos parecerán binoculares.

Hasta los vecinos debieron escuchar las siguientes carcajadas que expulsaron nuestras gargantas. Si me prometieran un cuadro, ese sería uno de los momentos que me gustaría dejar plasmados. Cuando por fin mi madre dejó de reír y nos ordenó a los dos que nos detuviéramos o despertaríamos a los vecinos, mi padre se golpeó el pecho, tosió dentro de su puño y habló.

—Está bien, Clarissa. Pero, antes de que ambas se vayan a dormir, ¿no se les olvida algo?

Ambas nos miramos.

—No.

—Nada —confirmé yo, sin tener ni la más mínima idea de lo que pasaba por la cabeza de mi padre.

Acaso, de alguna manera, ¿se había enterado de lo que hice para salvar a Scott? ¿Fui yo, realmente? ¿Debía decírselos?

El recuerdo de aquella furgoneta detenida y el odio en los ojos de Scott me provocó un sabor amargo en el paladar. Nuevamente me sentí exhausta y con ganas de dormir. El temor había vuelto, sin embargo, lo siguiente que dijo mi padre apartó todas aquellas dudas de un manotazo.

—¡Hoy cumple años la niña más hermosa de Hevanely! —exclamó satisfecho. Oh, lo había olvidado—. Y yo, como la amo lo suficiente como para dar mi vida para verla feliz, le he comprado algo.

Señaló hasta uno de los sillones y vi una caja enorme y desgastada que hasta el momento no habían llamado mi atención. Claro, ¿quién busca su regalo en una caja cualquiera sobre los sillones? Yo no. Aunque, también pensaran, ¿quién sigue buscando sus regalos a los dieciocho? Bien, me declaro culpable. Yo lo hacía.

—Adelante, te lo mereces —me invitó a buscarlo. 

Caminé hasta la caja y guíe mis dedos buscando el punto donde abrirla, un poco desconfiada. Vamos, no iba a salir una babosa verde desde el interior de la caja, pero tratándose de mis padres, cualquier opción era posible. Además, no los culparía por jugarme una broma como aquella después del susto que les hice pasar. Así que moví mis manos con cuidado, y cuando estuve segura de tener afirmada la tapa correcta, incliné mi cabeza hacia atrás y halé el cartón. ¡Bingo! Ninguna babosa saltó al exterior. 

—Acércate, cielo —me animó mi madre—. No escondimos ningún hombre dentro. 

¿Hombre? No entendía porqué se suponía que debían aterrarme los hombres. A mí las cosas pegajosas me parecían una razón mucho más potente para retroceder. 

Asomé la cabeza en el interior y busqué con mis ojos el magnífico regalo que me tenían mis padres. De inmediato me quedé petrificada. Libros. Exacto, una saga completa. Metí las manos a la caja, saqué el primer tomo y leí el titular en voz alta.

Los juegos del hambre. —Debían tener cientos de años, porque la tapa estaba muy gastada. Miré a las dos personas abrazadas detrás de mí y exclamé emocionada—. ¡Por Heavenly, es perfecto! ¡Es fantástico! ¡El mejor regalo del mundo! Gracias, papá. Gracias, mamá. Los amo.

Me sentía fascinada. De la misma forma que se hubiese sentido mi vecina si le hubieran regalado una colección de vestidos. Sí, podrá parecer una completa tontería, pero los libros lo eran todo para mí. La mejor y única manera que tenía para llenarme de magia. 

Y se preguntarán: ¿Por qué libros que fueron publicados siglos atrás? La respuesta es simple. No me permitían leer libros actuales. Yo era el Asplendor; el Asplendor no tenía derecho a leer libros que mencionaran a Heavenly.

—Te lo mereces —dijo mi madre con una sonrisa radiante—. Además, elegimos unos que te encantarán. Es para que comprendas que no es necesario tener el Splendor para ser una buena chica. 

—¿Tú los leíste? —le pregunté.

—Por supuesto, cuando tenía tu edad lo que más me gustaba era sentarme en algún rincón apartado a leer. Los demás niños no lo comprendían, solían apodarme de muchas formas, pero a mí no me importaba. 

—¡Que les den! —exclamé—. No veo la hora de comenzar a leerlos.

—Sí, muy genial, pero ahora lo que tenemos que hacer es ir a dormir —nos recordó mi padre y se acercó para darme un beso en la mejilla—. Nos espera un gran día. Un día importante.

—¡Exacto! —dijo mamá.

Y no se equivocaban.



[...]



Luego de dormir por diez horas seguidas, algo normal en mí, me duché, me puse un conjunto de ropa cómoda, que consistía en un suéter y vaqueros viejos, y bajé a la cocina en busca de algo para comer.

Después de haber descansado y haberme reconciliado con mi familia, el accidente con Scott ya no me parecía tan importante. Y, mientras más pasaba el tiempo, más irreal y fantasioso me parecía. Incluso mientras me duchaba había llegado a creer que me lo había imaginado o que, algo más probable, me había quedado dormida en una de las bancas de la plaza y todo no era más que un sueño. Ni siquiera las quemaduras seguían en mi abdomen, así que me obligué a dejar de pensar en ello al menos durante mi cumpleaños y me dediqué a pensar en mi nueva trilogía.

Aún no había comenzado a leerla, pero le había dedicado unos minutos de mi mañana para confirmar que realmente estaba allí. Había leído la parte trasera del primer libro y... ¡Me dejó encantada! De cierta manera me recordó un poco a mi vida, a Heavenly, un lugar que alguna vez fue la Tierra. 

—Alguien se levantó temprano —habló mi padre entrando a la cocina. Le dediqué una sonrisa y comencé a abrir el cartón de la leche de soya con unas tijeras—. Alguien que no supo escoger la mejor ropa para su cumpleaños. 

—¿Qué dices? ¿Te volviste loco? —objeté, vertiendo el líquido dentro de una taza—. Esta es mi mejor ropa, a mi cuerpo le encanta. De hecho, he comenzado a sospechar que mis piernas se enamoraron de estos vaqueros. 

—Sí. —Sonrió y se posicionó detrás de mí para besarme la mejilla—. Y están viejos.

—No seas injusto, ellos no te van recordando tu edad cada vez que te ven. —Devolví la caja al congelador y me senté en una de las sillas que sólo estaban allí como adornos.

—Sólo tengo treinta y nueve —dijo abriendo uno de los muebles en busca de comida. Comenzó a sacar varias bolsas y a apartarlas sobre la mesa, vacías—. Y si no me lo recuerdan es porque no pueden hablar. Por cierto, ¿solo te vas a tomar eso? Aún falta para comenzar la celebración.

La celebración, que consistía en una pequeña comida familiar con un único invitado: El gato de la vecina que se colaba dentro de nuestra casa todas las tardes. Nuestra tradición familiar. Me encantaba.

—Claro que no, necesito al menos dos panes para sentirme satisfecha y sobrevivir hasta la hora de almuerzo —dije, y no mentía.

Si bien sabía que aquello podía traerme problemas de sobrepeso, porque, debo ser sincera, yo estaba lejos de tener un metabolismo rápido, los kilos demás no eran un impedimento para comer las infinitas delicias que traía mi madre a casa. 

—Bien, mala noticia —me comunicó—. No hay pan.

—¿Qué? —Me terminé la leche y llegué al lado de mi padre en unos segundos—. ¿Y todas esas bolsas? 

—Vacías o con un pan que parece piedra —dijo, enseñándome la prueba mortal que me lo confirmaba.

Yo no podía sobrevivir sin un pan en el desayuno, así que consciente de eso y de que si no me tragaba una miga urgente no pararía de rondar por la cocina en busca de comida, dejé salir mi única salvación. 

—Iré a comprar. 

—¿Tú? ¿Irás a comprar vestida así? —Me señaló de pies a cabezas y alzó una ceja. Sí, una sola ceja. ¡Mataría por poder hacer eso! Pero ni dos horas seguidas frente al espejo habían tenido buenos resultados.

—Me extraña, papá —musité, entornando los ojos.

No se suponía que los hombres se preocuparan de esas cosas, era mi madre la que debería estar a cargo de pulirme en el mundo de la moda. Pero sabía porqué lo hacía. Estaba al tanto de las burlas que me dedicaban nuestros vecinos. Sin embargo, se le escapaba algo. Esas burlas estaban lejos de deberse a mi vestimenta.

—Iré rápido y volveré antes de que a mamá le dé hambre.

—Bien, supongo que ninguno de los dos quiere ver el mundo arder —cedió, y me entregó un montón de dinero arrugado que guardaba en sus vaqueros.

Lo recibí, verifiqué que fuera suficiente y le guiñé un ojo.

—Regresaré antes de que tenga tiempo de ver esa horripilante verdad sobre el mueble —le aseguré confiada, y salí de casa. 

[...]



En la calle me detuve afuera de la panadería DELICIAS DIVINAS, y para traspasar la puerta doble de cristal, tuve que esquivar a un revoltoso niño que se trasladaba a la velocidad de la luz.

Entré empujando la puerta con mi mano derecha y saludé al guardia que había en la entrada alzando la barbilla. Éste me dirigió una mirada de desprecio que dejaba claro el «No me molestes» y siguió vigilando los pasillos con su mirada de halcón, ignorando mi presencia por completo. Se llamaba David y tenía una de las mejores visiones que había visto. Razón más que suficiente para que me ignorara. Si a mí se me hubiese ocurrido ponerme en plan ninja y escapar con el pan, cualquier presente podría haberme visto. Ya se imaginaran el porqué. 

Caminé hasta el fondo de la tienda y cogí una bolsa de cartón para luego acercarme hasta las múltiples cajas de pan. A mi lado una mujer se encargaba de hacer su propia compra, sin siquiera tocar la mercancía, mientras los panes entraban a una bolsa que levitaba a un metro del piso. Alcé ambas cejas y le dediqué una mirada de «¿Es enserio?» para luego ocuparme de lo mío. Si bien no tenía nada de malo que las personas quisieran hacer uso del Splendor en sus cuerpos, me parecía completamente innecesario usarlo en un lugar como ese.

Estaba a punto de meter el último pan dentro de mi bolsa para largarme de allí, cuando una pequeña explosión me sobresaltó. Venía desde la parte delantera de la tienda, y en cuanto me giré para averiguar qué era lo que pasaba, comprendí que solo era otro niño de ocho años conociendo su Splendor. Una madre feliz agitaba los brazos viendo como su hijo sacaba pequeñas chispas de los dedos, mientras por otro lado, David tomaba un extintor y lo acercaba al cuerpo del niño para apagar las diminutas llamas en los dedos del pequeño.

¿Se había vuelto loco? 

Ni siquiera alcanzó a quitarle la tapa al tubo rojo cuando estuve a su lado y puse mi mano sobre su muñeca, deteniéndolo en el acto.

—No te atrevas —le advertí.

Los ojos de David se posaron en mí, con asco, y me miraron como si fuera una pequeña mosca. Pude ver cómo su expresión pasaba del asombro a la incredulidad, y de la incredulidad a la rabia. Un músculo se tensó en su mejilla. 

—Suéltame —me ordenó, con una voz acostumbrada a dar órdenes. Acostumbrada a que le obedecieran. Perfecto, no era el caso. Si no salía de allí con al menos un hematoma en mi mejilla, sería un milagro. 

—No vas a poner eso sobre el chico, ¿entiendes? —hablé lo más segura que pude, intentando que mis labios no temblaran.

No estaba consiente de si la gente nos miraba, el cuerpo del guardia estaba demasiado cerca de mí y su pecho era todo lo que podía ver. Su pecho y esos ojos furiosos, brillantes como luciérnagas.

—Tú no me dices que es lo que puedo hacer —dijo, agitando su brazo para liberarse.

No lo solté, y eso sólo sirvió para ganarme un empujón en el hombro. Mi cuerpo endeble se tambaleó hacia atrás, de lado, y un dolor agudo nació en mi hombro para bajar por todo mi brazo izquierdo. Los gritos alarmados del niño de las chispas me llegaron en los oídos.

—Vete de aquí, ahora —me ordenó David—. Estás asustando a la gente.

—Me iré cuando me asegures que no pondrás eso sobre el niño —repliqué, aún sin soltarlo, señalando el extintor con mi dedo índice. Me costó un gran esfuerzo levantar la mano sin contraer mi rostro—. Dilo y me iré.

—Vete —insistió. Sonó a advertencia. 

—Si planeas que esa voz de gorila me haga retroceder, estás equivocado —me burlé, y creo que eso fue lo que rebalsó el vaso.

El guardia me agarró de las muñecas y, haciéndole honores a su inmensa silueta, me elevó del piso para comenzar a arrastrarme hasta la salida de la panadería.  Traté de pegar las suelas de mis zapatillas a la baldosa, luchando para que la fuerza de roce me detuviera en el lugar, pero éstas se resbalaron como si tuvieran jabón.

—¡Suéltame o voy a romper tu asqueroso rostro! —grité.

Por más esfuerzo que hice para mantenerme sobre el piso, la fuerza de David me elevó descomunalmente. Sus dedos se cerraron entorno a mis brazos y presionaron mi carne, hiriéndome allí donde tenían contacto. Ninguno de mis movimientos de defensa tuvo efecto, era como un títere en las manos de un gigante. Por más que me agité de un lado a otro, lo único que conseguí fue ganarme un dolor intenso en la zona de las axilas.

—Podrías haber salido por tu cuenta. Podrías haberme hecho caso —dijo David, abriendo una de las puertas con su pie y lanzándome afuera como un saco de basura. 

Mi cuerpo se tambaleó, muy cerca de perder el equilibrio y caer, pero me sostuve lo mejor que pude y enseguida volví a estar derecha. Cuando me dirigí una vez más a la entrada, David cerró la puerta y plantó sus manos sobre la superficie para bloquearme el paso.

Pegué mi rostro al cristal y observé el interior, irritada. La mirada que me dirigieron las personas desde el otro lado colmó mi paciencia, me miraban como si me tratara de la villana, y el guardia no estaba muy lejos de aquella expresión, sólo que sonreía lleno de satisfacción mientras meneaba el extintor en sus manos. Incluso el niño, aquel al que había defendido, me miraba horrorizado.

Sentí el odio naciendo en mi pecho y crecer por mi cuerpo, como el fuego propagarse por una cortina, y tuve que respirar profundamente para intentar controlarme. No obstante, ya era demasiado tarde para tranquilizarme. 

Golpeé la puerta con ambas manos y, seguido, pegué mi mano derecha al cristal con el dedo corazón alzado mientras soltaba unas cuantas palabras de la que mis padres no estarían muy orgullosos. Sólo cuando estuve convencida de que el guardia estaba ardiendo de ira, me volteé de vuelta a mi casa y comencé a alejarme de aquella panadería. Sin pan y sin sonrisa. 



[...]



Tuve que darme dos vueltas alrededor de mi casa antes de borrar la expresión de perro rabioso de mi rostro y, cuando por fin lo conseguí, adopté una sonrisa que ni yo misma me creía, pero estaba segura que era lo suficiente buena para no preocupar a mis padres. Así que me alisé un poco el pelo, desordenado por más que lo ordenara, y tomé el pomo de la puerta para abrirla. Ni siquiera tuve que hacer fuerza para conseguirlo, alguien ya lo había hecho desde el otro lado. Y no se trataba de ninguno de mis padres. 

Dos ojos azules me observaban desde varios centímetros más arriba de mi cabeza. Dos ojos azules que jamás había visto en mi vida. Dos ojos azules demasiado brillantes para pertenecer a este o cualquier otro universo. Dos ojos azules que me dejaban claro quién era la intrusa allí. Uno más oscuro, otro más claro. Cada uno tan perfecto como el otro.

—Te estábamos esperando—habló. Y juro que jamás escuché voz más intimidante que esa.

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