Capítulo 1
Nueva York, Abril de 2342
Heavenly
—¿Debería invitar a Frank mañana? —me preguntó mi madre, recogiendo un calcetín del piso y llevándoselo a la nariz con curiosidad. La expresión que colocó fue impresionante—. Sí, está sucio. A la lavadora.
De estómago sobre mi cama, observé la ventana y los pequeños vaivenes que daba una cortina mal descorrida. El viento frío entraba desde afuera, pero no había querido cerrarla. La ausencia del cristal me hacía sentir un poco más libre, contrario a los propósitos que había tenido la persona que había lanzado la piedra a mi habitación.
—¿Al dueño de la verdulería? —interrogué—. ¿A mi cumpleaños? No creo que sea una buena idea.
—¿Por qué no? Es simpático.
Puse los ojos en blanco, dándole una vuelta a la hoja del libro que tenía en mis manos.
—¡Y me odia!
—Él no te odia, tú lo odias —replicó ella, corriendo el canasto de la ropa sucia hacia un lado para buscar más prendas mugrientas en mi repisa—. Si te odiara, no te mandaría manzanas cada vez que vamos a comprar.
—Sólo quiere coquetear contigo —comenté.
Ella me miró alarmada, pero había un atisbo de sonrisa en sus labios.
—Si te escucha tu padre, no me permitirá ir nunca más a la verdulería.
—Es cierto —insistí—. Él me detesta, pero a ti te ama.
Mi madre detuvo su incansable búsqueda y se llevó las manos a las caderas, la misma posición que adoptaba cada vez que pretendía ganar una discusión.
—¿Por qué te odiaría? —cuestionó.
Arqueé las cejas.
—¿En serio no lo sabes?
—¿Es por tu incapacidad?
Cerré el libro, e impulsándome con mis manos, me incliné hasta estar sentada sobre la cama. En esa posición me parecía mucho más probable ganar una discusión con mi madre. Me pase las manos por las calzas, sintiendo las cosquillas de los vellos que aún no me depilaba, y la miré.
—¡Soy el Asplendor, mamá! —exclamé—. ¡Todo el mundo me odia! No es una novedad.
—No es cierto —dijo.
Pero sí, era cierto.
En un planeta donde todos los humanos estaban dotados con el Splendor, una luz que concedía a cada persona un fabuloso e impresionante poder, yo era la única que no lo había heredado. Y eso, como una frustrante maldición, me convertía en el Asplendor, el humano más odiado en el planeta.
Humillante, ¿no?
Pues es hora de conocer el principio de toda esa humillación.
Siglos atrás, nuestro planeta se había llamado Tierra, no Heavenly, como hoy en día. Todo cambió cuando una extraña Fuente, que parecía confeccionada con cristales y múltiples piedras preciosas, aterrizó en el Atlántico y extendió su luz por todo el territorio. Fue un acontecimiento impactante, algo nunca antes visto, o eso decían los libros que solía robar de los estantes de mis padres.
Los investigadores trataron de acercarse a la Fuente y averiguar su origen, pero la luz era demasiado potente como para aproximarse a ella, así que abandonaron la búsqueda de información y se resignaron. No obstante, meses después, todo cambió.
Los humanos se transformaron, al igual que el resto del planeta. Los bebés que nacían ya no eran «normales», su sangre brillaba como si portara brillantina en el interior. Tenían el Splendor, la luz de la Fuente, y al cumplir sus ocho años, todos adquirieron un poder.
Al principio, eran ellos los rechazados, porque eran mutaciones. Pero, con el paso del tiempo, los «normales» comenzaron a desaparecer y sólo quedaron las personas que portaban el Splendor. Ya no habían personas normales, sin habilidad, sólo habían Splendores.
Yo, después de mucho tiempo, era la excepción.
La maldición.
Nadie sabía la razón. No tenían explicación a mi frustrante «anormalidad», pero mis padres a menudo se sentían culpables. Las habilidades de ellos, comparadas a las de la demás gente, no eran demasiado atractivas. De hecho, lo más impresionante que podía hacer mi madre era cambiar el color de su epidermis, y mi padre, transformarse en un lápiz grafito.
Exacto: Transformarse en un lápiz y cambiar el color de la epidermis. Dentro de los cientos y miles de poderes que podrían haber conseguido, a mis padres les había tocado algo inservible y absurdo, incapaz de ser apreciado por los demás. Por esa razón, ellos solían culparse a sí mismos de mi incapacidad.
Yo no los culpaba. Yo sabía que los culpables eran los que estaban afuera, el gobierno, por criticar algo que antes fue normal. Pero mis padres no lo entendían.
—Ah, no importa —comenté, resignándome—. Si quieres invitarlo, hazlo. Aunque significará una traición a la tradición familiar.
—¿Tradición familiar?
—La tradición de celebrar los cumpleaños juntos, sólo los tres y el gato del vecino —respondí arqueando las cejas—. ¿Ya la olvidaste?
Mi madre ladeó la cabeza y entrecerró los ojos, mirándome de lado.
Mamá tenía bonitas facciones, como las de una fina hada, por ello había trabajado de modelo en la revista de moda más popular de la ciudad. Cada movimiento que ejercía, la hacía verse hermosa, y no tenía defectos. Sus ojos eran grandes y verdes, y su piel podía adquirir el tono que ella misma estimara conveniente. Era perfecta, todo lo contrario a mí. Yo era grotesca y desaliñada, con un cabello oscuro que no parecía de ningún origen. Aveces, cuando me escabullía para ver la televisión y contemplaba a las actrices de las películas, añoraba ser como ella.
—Esa tradición nunca ha existido —me contradijo, meneando la barbilla hacia ambos lados—. No inventes cosas, Celeste.
—Existe en mi mente desde que tengo ocho años —dije—. Si existe en mi mente, es la realidad. A nadie le gusta celebrar los cumpleaños con nosotros.
A las personas no les gustaba ir a nuestra casa, aunque adoraran a mis padres, porque no querían verme. Era como si, al relacionarse con el Asplendor, sus habilidades pudieran desaparecer de un momento a otro. Una tontería, a mi parecer.
—No digas eso. —Mi madre se volteó otra vez hacia la repisa y comenzó a hurgar entre mis cosas—. Los Taylor te adoran, dicen que Scott aún les habla de ti.
—¡Scott me detesta! —Hice una mueca de asco y me recosté sobre la cama, cubriéndome el rostro con las manos—. Es el hombre más insoportable del mundo.
—Pero lo quieres.
—¡No!
—Oh, cariño. Sé que todavía lo... —Un incómodo silencio se robó sus palabras—. ¿Qué significa esto, Celeste?
Apartando las manos de mis ojos, me impulsé con pereza y volví a sentar mi trasero sobre el colchón. Busqué a mi madre con curiosidad, analizando mi dormitorio, y me detuve en el grueso libro que tenía entre sus dedos escuálidos. Entonces todo mi interior se repercutió, como las placas de Heavenly frente a un terremoto.
El libro que tenía era el libro de la historia de la Fuente de Heavenly, uno de los que había tomado sin permiso del estante de mis padres. No se suponía que alguien como yo, un Asplendor, pudiera leer esos libros. Era ir contra la ley, y yo acababa de ir contra la ley.
Pude sentir mi propio pulso golpearme el pecho, dañando mis costillas, y el sudor empapándome la piel del cuello. Las manos me temblaron y, aunque hubiese querido, no habría podido moverme con menos escalofríos.
La tensión nos llenó como una ola de agua salada, ahogándonos en ella.
—¿Qué hace aquí? —me preguntó mi madre mientras recorría el libro con la mirada y arrugaba el entrecejo, en una clara muestra de reproche.
Me pasé la punta de la lengua por el labio superior y traté de pensar en una excusa, pero ninguna vino a mi mente. Quizá si hubiese ido a la escuela, habría podido fingir que hacía los deberes, pero la escuela estaba prohibida para mí.
—Yo, bueno, estaba leyendo —musité en, lo que me pareció, palabras incomprensibles.
Mi madre movió sus ojos del libro a mí, y luego al libro otra vez.
—¿Cómo pudiste hacerlo? —cuestionó—. Sabes que tienes prohibido hurgar entre los libros de tu padre. Sabes perfectamente lo que podría pasar si alguien se entera.
Sabía que se estaba conteniendo para no gritar. En lo respectivo a los regaños, mi padre era el peor de ambos. Que mi madre estuviese susurrando en esos minutos, solo significaba una cosa: No se lo diría a mi papá. Un punto a mi favor.
Tomé aire y me llevé las manos al pecho para sostenerlas, un poco más aliviada.
—Sólo lo tomé prestado.
Prestado para averiguar un par de cosas que necesitaba saber. Cosas que el gobierno, mis padres y la gente no habían querido decirme. ¡Era el Asplendor, no un monstruo! ¿Por qué no me dejaban averiguar la razón por la cual no tenía un poder en mi sistema? Quizá había una solución.
—¡¿Crees que para el gobierno supondrá alguna diferencia?! —exclamó histérica, manteniendo el volumen precario.
Su molestia me estaba contagiando, así que tuve que cerrar los ojos durante tres segundos para poder contestar a sus reclamos.
—Ellos no van a enterarse, mamá.
—No tienes idea de lo que acabas de hacer, Celeste —insistió—. ¡¿Es que acaso no piensas?!
—¡Por supuesto que pienso, mamá! —exclamé—. Por eso lo hago, porque pienso. Necesito hallar la razón por la cual el Splendor no entró en mí.
Mi madre apretó el libro con fuerza y vigor, arrugando la tapa.
—¿Y acaso pudiste averiguar algo?
—Lo único que averigüé es que hace un par de décadas atrás, unos seres llamados «glimmer» trataron de invadir la tierra, pero los humanos los derrotaron —confesé—. Venían del interior de la Fuente.
—¿Y? —interrogó—. ¿Acaso robarte el libro te sirvió de algo?
La miré con una mueca de decepción.
—Ni siquiera tendría que estar tomando esos libros sin permiso si mis padres se preocuparan de investigar lo que me pasa.
—No tienes el Splendor, eso es lo que sucede —dijo—. Eres débil, vulnerable e incapacitada.
Sus palabras me dolieron más de lo que pensé, fueron como veneno fresco recorriendo mis venas estrechas. Es decir, una cosa era escuchar aquello de los demas y, otra distinta, escucharlo de mi propia madre.
—Al menos podrían buscar una solución. Pero no les importa, porque yo no les intereso.
—No hay solución, Celeste —dijo, dejando el libro sobre mi velador para acercarse y cogerme las manos. Sabía que le dolía decirme aquello tanto como a mí me dolía escucharlo, pero no lo demostraba—. Heavenly no te eligió para brindarte su luz, debes entenderlo de una vez por todas. Ya no hay vuelta atrás, ninguno de nosotros puede hacer algo. Debes conformarte con el destino que te tocó.
—No, no me conformo y no me conformaré nunca —me defendí—. Puedo aceptar que el Splendor no entró en mí, pero lo que no aceptaré nunca son las consecuencias que me ha causado. Me duele, mamá. Me duele vivir así. ¿Por qué la gente se empeña en rechazarme?
—¿Por qué? ¿Te preguntas por qué? —Mi madre me miró con tristeza y se llevó mis manos a sus labios para besarlas. Sabía que lo que saldría de su boca no me gustaría, ese gesto era como pedir perdón para luego clavarme una espada. El beso de Judas—. Porque no eres una de nosotros, Celeste. No lo fuiste, no lo eres, nunca lo serás.
Una daga invisible se clavó en mi pecho, hiriéndome.
—No puedes decirme algo así.
No quería llorar, me prohibía derramar lágrimas ante aquello. Yo era más fuerte que eso. No obstante, las palabras de mi madre me quemaban por dentro como si hubiese tragado ácido corrosivo.
—Jamas quisimos decirte esto, pero es hora de que lo sepas —continuó hablando, sin liberar mis manos—. Desde que la gente comenzó a darse cuenta de tu particularidad, a tu padre y a mí nos prohibieron volver a tener hijos. Nos quitaron lo más lindo que posee una familia. Y creímos poder soportarlo, a pesar del dolor, porque te teníamos a ti. ¡Pero eso cada vez importa menos, porque insistes en desafiarlos!
—Yo no pretendo desafiarlos, sólo quiero respuestas —objeté—. No quiero que la gente siga huyendo de mí.
Mi madre apretó mis manos.
—Pero lo harán, siempre lo harán.
—Mamá... —susurré adolorida.
—Ellos no quieren que te reproduzcas ni crees lazos con la otra gente, quieren que te destruyas. ¡Traes la debilidad cuando se supone que ya está erradicada! ¡Eres una amenaza! ¡Un enemigo! ¿Por qué no lo entiendes?
Me solté; no podía seguir escuchándola.
¿Eso era lo que pensaba la gente de mí? ¿Me veían como a un enemigo? Por supuesto que sí, esa era su opinión. Eso significaba para los hombres: una maldición. Y para las mujeres: una deshonra. Para el gobierno, sólo era aquello que debían destruir. No era parte de la multitud, no era parte de su mundo, y querían dejármelo claro con cada pequeño detalle.
Yo no pertenecía a Heavenly.
Me puse de pie e, ignorando los llamados de mi madre, abandoné la habitación de inmediato. Traté de poner toda mi concentración en dar los siguientes pasos y llegar hasta el final del pasillo; necesitaba salir de allí. Sin embargo, las palabras de mi madre seguían rebotando dentro de mi cabeza, creando ondas que se expandían y repartían a través de mi cuerpo, y me impedían movilizarme con efectividad.
Todo lo que logré fueron zancadas torpes, que distaban mucho de una escapada perfecta. Me sentía ahogada, traicionada, perdida, como si acabaran de hundirme dentro de una piscina y hubiesen atado cadenas a mis tobillos para impedirme ascender.
Me estaba deshaciendo, como papel quemado.
Ni siquiera me di cuenta del momento en que mis piernas llegaron al final del pasillo de los dormitorios, pero cuando lo hice, levanté la cabeza y comprobé que la puerta de la salida permanecía cerrada. Me desesperé, temiendo que mi padre le hubiera puesto llave a la cerradura, y avancé zigzagueando entre los sillones dispuestos. Cada obstáculo era como una garra, incitándome a fallar, sin embargo, los sorteé todos y me planté de lleno en la salida.
Con la respiración agitada y un mar de lágrimas nublándome la visión, estiré mi mano escuálida para alcanzar el pomo. Mis dedos no alcanzaron a hacer contacto con el hierro; la puerta se abrió de golpe y se estrelló contra la pared empapelada.
Por un instante, me quedé en silencio, observando el hueco de luz llena de consternación. ¿Se había abierto sola? Lo ignoré, lo ignoré todo. Me convencí de que nada importaba más que huir de ese lugar y abandoné la casa sintiéndome libre por primera vez en mi vida.
[...]
Llevaba sólo tres horas fuera de mi casa y ya quería regresar junto a mis padres; junto al calor que me brindaban las paredes tapizadas con diseños de flores amarillas y enredaderas; junto al calor del aire acondicionado que sofocaba nuestros dormitorios; junto a la comida tibia que emanaba su vapor bien oliente hacia el cielo, de la que no podía desprenderme; y junto a mis preciados libros.
Las lágrimas habían cesado hacía tiempo, la rabia había disminuido y la tristeza había vuelto a meterse dentro de un escondido baúl con llave dentro de mi pecho. Estaba oscuro. Tenía hambre. Estaba aburrida. Ya no podía soportar ver cómo la gente me dirigía sus endemoniadas miradas de desprecio cada vez que me veían.
No podía creer que había sido capaz de desobedecer así a mis padres. Es decir, nunca había sido muy obediente con sus reglas o prohibiciones, pero les tenía respeto y cierto miedo que jamás me había permitido cruzar la línea entre la desobediencia y la locura. Ahora la había pasado, y con creces.
Sin embargo, cada vez que recordaba lo que me había dicho mi madre, me convencía de que estaba haciendo lo correcto. No esperaba irme de casa para siempre, pero quería que, al menos, se dieran cuenta de lo que me pasaba y le tomaran importancia a lo que sentía. Esperaba asustarlos lo suficiente como para que al volver decidieran ayudarme. Ese era mi objetivo, desde el principio.
Así que estaba allí, sentada en una banca de madera barnizada, viendo pasar los minutos, consciente de que dentro de pocos minutos se cumpliría mi cumpleaños número dieciocho.
Entonces, me llegó una pelota de plástico en la cabeza.
—¡Canasta! —exclamó el dueño de la pelota, regocijándose en su actuar.
Me giré hacia atrás, en busca del agresor que acababa de irrumpir en mis pensamientos, y penetré aquellos ojos jubilosos con la mirada.
—Scott. —Mi voz fue puro rencor—. Scott Taylor.
Scott tenía dos años más que yo, y había sido mi mejor amigo cuando éramos niños. Exacto: mi amigo, o incluso más que eso. Mi vecino, mi hermano, mi confidente, mi compañero. Mi única compañía.
Aún recordaba esos días en que nos escabullíamos dentro de los armarios de nuestras casas para contar historias de terror; cuando Scott lloraba en mi hombro después de que su padre lo golpeaba sin razón; cuando él me consolaba luego de que mis muñecos se rompían; los dibujos abstractos que nos regalábamos; el amor incondicional que nos concedíamos el uno al otro.
No obstante, todo eso desapareció el mismo día en que el gobierno me nominó como un «Asplendor» a los ocho años, y Scott se transformó en mi peor enemigo. Jamás supe el porqué, él nunca me volvió a hablar después de eso, no para algo que no fuera humillarme, y nuestra relación se disolvió para siempre. Desde ese día, todo se convirtió en golpes o burlas.
Ahora, a sus diecinueve, se paseaba con su nueva pandilla molestando a todo aquel que, por mala suerte, tenía una habilidad no muy llamativa y, sobre todo, molestándome a mí cada vez que salía de casa.
—Asplendor —articuló con desprecio, indicándole a sus amigos, con un gesto, que me sostuvieran de los brazos. Ni siquiera alcancé a enderezarme o alejarme; sus tres compañeros me rodearon con la velocidad de una serpiente—. ¿No te da vergüenza ensuciar nuestras calles con tu presencia? Deberías quedarte en tu casa, encerrada en una caja. ¿O acaso tus padres tampoco te quieren ver? Si yo fuese ellos, ya te habría asesinado para no sufrir tal vergüenza.
—¡No metas a mis padres en esto, desgraciado! —Me removí desesperada, con hostilidad, pero uno de los hombres que me sostenían me haló de la coleta azabache, inmovilizando mi cabeza.
—No se puede esperar nada mejor de dos inútiles como esos, que apenas tienen el Splendor en sus venas —continuó Scott, sin hacer caso a mis advertencias—. Ni siquiera es tu culpa, fenómeno. Dime, ¿no sientes rabia cada vez que te levantas y ves sus cuerpos debiluchos sentados en una mesa?
—¡No te metas con mi familia o voy a matarte! —exclamé, retorciéndome con una proeza hercúlea, ignorando el dolor que mis movimientos le generaban a mi cuero cabelludo.
Scott rió a carcajadas y lanzó un escupitajo al piso, junto a mis pies.
—¿Un Asplendor como tú, matarme? Ni con la luz de Heavenly podrías tocarme, fenómeno.
Sonrió, enseñando la hilera de sus blanquecinos dientes perfectos, y extendió los brazos hacia los costados.
—Soy prácticamente inmortal, fenómeno. Cualquiera soñaría con tener mi Splendor. El mundo me desea. ¡Necesitan más personas como yo!
—Tú no me das risa, me das lastima —comenté; mis dientes castañearon entre sí producto de la ira.
Lo único que deseaba era soltarme y lanzarme sobre él para arrancarle el brillo a esos ojos esmeraldas que lanzaban destellos en la penumbra de la noche; extraer esos mechones azabaches que colgaban de su frente y tirárselos a los cocodrilos; arañarle la piel de porcelana, esa misma que muchas veces me recordó a mis muñecas, y molerla; destrozarle el cuerpo y despedazarlo.
Scott no era feo. De hecho, no era nada feo. Pero me repugnaba todo lo que lo componía: su cuerpo perfecto, sus manos perfectas, su rostro perfecto, su poder perfecto; todo aquello por lo que los demás matarían para poseer.
—¿Lastima? —Miró a sus amigos y volvió a sonreír—. Ella dijo lastima.
—Está loca, no se puede esperar cordura de un monstruo —comentó uno de los que me sostenía, halándome el cabello—. Está a medio crear, amigo. No me extraña que tenga medio cerebro.
—Soy inmortal —artículo Scott, posando su mirada en mis ojos azules e iracundos—. Hay personas que matarían, escúchame bien, matarían por tener lo que yo poseo. Soy una creación perfecta. Cada vez que alguien dice perfecto piensa en mí.
—¿Inmortal? No seas ridículo —me burlé, tratando de sonreír a pesar del dolor que me generaban las manos que me retenían—. ¿Cuántas canas te han salido? De aquí puedo ver varias.
—Cállate, maldito Asplendor —gruñó. Su sonrisa se esfumó; apretó los dientes con tanta fuerza que un músculo comenzó a latir en su mejilla—. Yo soy perfecto.
—Tú —escupí—, estás lejos de ser perfecto.
—Te equivocas, mi ser es lo único perfecto que existe en este planeta.
—Morirás de todas maneras, digas lo que digas.
—Por supuesto, lo perfecto no puede durar para siempre. Sería ilegal tener tanta belleza eterna. Claro que debo morir en algún momento, cuando tenga cien años o más, y el planeta entero llorará porque nunca en toda la continuidad del universo volverá a existir un ser como yo.
—Llorarán de alegría —farfullé—. Eres patético.
—Tú eres patética, no puedes hacer nada aparte de parlotear. —Me señaló con su dedo—. Tus padres podrían estar siendo torturados y no harías nada, porque eres una inútil.
—¡Entonces suéltame! —espeté furiosa—. ¡Dile a tus amiguitos que me suelten y te demostraré lo que soy capaz de hacer! ¡Vamos, hazlo! ¿O me tienes miedo?
—Me diviertes —habló entre carcajadas, profundas y perfectas carcajadas—. Está bien, les diré que te suelten y me mostrarás qué es eso tan asombroso que puedes hacer. Aunque si planeas provocarme daño, como mínimo deberías poder liberarte tú misma. Pero bueno, te dejaré y veré qué eres capaz de hacer. Asplendor.
Estaba colérica, como una persona a la que acababan de robarle su más preciado tesoro, y si había algo que Scott no sabía, era lo que podía conseguir una mujer enojada. Sobre todo después de que atacaran a sus padres, a su familia. La rabia bullía dentro de mí como una llamarada, incendiándome, y no había nada que la pudiera detener.
Las manos que me sostenían se encargaron de liberarme, fieles a las órdenes de Scott, y retrocedieron varios centímetros para darme espacio. Si bien no tenía ninguna habilidad magnífica con la que herir a Scott, tenía mis manos para estrangularlo.
Apenas me encontré completamente libre, a cierta distancia de sus amigos, extendí mis brazos para alcanzar su cuello. Sin embargo, ni siquiera alcancé a dar un paso hacia él; una pequeña llama apareció en el borde de mi sudadera y comenzó a extenderse por la tela de mi ropa. El fuego creció, flameando con libertad, y mi piel se calentó bajo su fulgor.
Me detuve en seco y ahogué un grito mientras llevaba ambas manos a la pequeña llama para intentar extinguirla. Los demás lo único que hicieron fue reír, como demonios burlescos y malignos, mientras yo luchaba contra el fuego azulado que solo podía haber provocado una persona: Scott.
—Chilla, cerdo. Chilla y da vueltas como la inútil que eres —dijo desde su posición, cruzando los brazos a la altura de su pecho.
No tenía tiempo para responderle. Aquello no tenía gracia. Scott había pasado los límites de la cordura y cualquier rastro de la amistad que algún día tuvimos.
La piel me ardía allí donde el fuego continuaba vivo, justo en el costado de mi abdomen, y comenzaba a enrojecerse mientras los segundos de exposición al calor seguían en curso. No sabía nada de quemaduras, pues nunca había ido a la escuela, tampoco sabía si en una se podía aprender acerca de primeros auxilios, pero de lo que estaba segura era de que aquella mancha rojiza permanecería bastantes días en mi epidermis.
—Vas a morir quemada, fenómeno.
Apenas podía capturar algunas de las frases que me decían, era como haber entrado en una burbuja impermeable donde lo único en el interior éramos yo y el fuego. Yo y mi sudadera. Yo y el dolor. Yo y mis inútiles movimientos para solucionarlo.
No quería llorar, pero estaba aterrada. Sólo cuando vi que la llama no se apagaría con mis manotazos, atiné a quitarme la sudadera y lanzarla al piso; se incendió en menos de un segundo. A los dos segundos, las llamas azules habían desaparecido y solo la mancha ennegrecida en la tierra comprobaba que alguna vez estuvieron allí.
Me llevé ambas manos al rostro y me sequé el agua de mis mejillas. No me di cuenta del momento en que comencé a llorar. Sabía que eso sólo le daba ventaja a Scott y sus amigos, pero no había tenido tiempo ni fuerzas para detenerlo. No sólo me dolía el costado de mi abdomen y las manos, sino también el pecho. Y no porque las llamas me hubiesen alcanzado, sino por la impotencia que me causaba el momento.
Me sentía humillada, débil y vulnerable. Tres cosas que quería evitar y que había tenido de una. Era como un gusano dentro de un nido de pájaros; un gato entre una manada de perros; una flor entremedio de la interminable maleza; sin agujero, árbol ni pedazo de tierra donde poder escapar. Estaba sola, así había sido siempre. Ni siquiera tenía a mis padres, porque a ellos también les había causado sufrimiento. Es decir, mi único escape se reducía a mí y a mi pequeña burbuja.
Burbuja que acababan de romper.
—Mírenla, está llorando —habló Scott con cierta diversión en la voz mientras retrocedía varios pasos—. Creo que su ropa no fue lo único que extinguió el fuego, también se llevó su dignidad.
—¡Cállate! —le grité, salpicando el suelo con mi saliva. Quise acercarme y romper cada uno de sus huesos, pero... ¿qué podía hacer una inútil como yo, además de llorar? Después de todo, ¿estaba Scott equivocado? —. ¡Vete de aquí! ¡Déjame sola! ¡Lárguense!
—Por supuesto, eso es exactamente lo que haremos. Da asco verte llorar. Es como ver un cerdo revolcarse dentro de un charco, aunque no tan divertido.
—Púdrete, Scott —balbuceé, secándome las lágrimas con furia para poder ver con claridad la gravedad de mis heridas.
Tenía la piel muy roja, casi ennegrecida. Pequeñas llagas se abrían allí donde el fuego había nacido en mi abdomen y un reguero de carboncillo las cubría. Las manos parecían estar menos lastimadas, pero aun así ardían y diminutas burbujitas se inflamaban en su piel.
—El deseo es mutuo, fenómeno. —Scott le hizo un gesto a los demás y los cuatro se giraron hacia la calle para marcharse. Aun en la distancia, alcancé a escuchar como susurraba—: Ojalá mueras en tus dieciocho.
Vaya, lo recordaba; me deseaba la muerte. Pues lastima, aún planeaba quedarme con vida, y por bastante tiempo más. Eso, sin contar los constantes ataques en los que me veía involucrada. Como por ejemplo: aquella horripilante quemadura. Estaba segura que si no volvía a casa pronto y me metía dentro del grifo, sólo lo empeoraría. Así que, después de todo, tendría que dejar mi orgullo allí tirado y volver a casa.
Maldito Scott. Maldito de él y todos sus amigos.
Alcé la mirada, inspeccionando al grupo que se alejaba por la calle con rencor, y me detuve en Scott. Su espalda, recortada contra la brillante luz de las farolas, parecía la de un bailarín profesional: esbelta y musculosa. ¿Cuántas veces nos habíamos tatuado la piel con crayones o tinta? Muchas, tantas que podría haber numerado cada uno de sus lunares sin dificultad.
Pero no importaba, ahora su carne me asqueaba más que la piel putrefacta de un muerto. ¿Cómo habían cambiado tan rápido las cosas? Hace algunos años, nuestros padres habían dado por hecho que cuando alcanzáramos la mayoría de edad, nos casaríamos, tendríamos una casa y muchos hijos que correrían por los jardines. Ahora, lo único que nos unía era el odio. Así nos habíamos separado, con esa facilidad.
Qué ironía.
Sus amigos cruzaron, llegando a la otra calle entre risas e inofensivos empujones, pero Scott se quedó en medio de la autopista y se volteó. Por un instante, albergué la esperanza de que sus pies se devolvieran y él me pidiera disculpas. Atesoré ese deseo con mucho afecto, en lo profundo de mi estómago. Sin embargo, eso jamás sucedió, porque un ruido sordo lo interrumpió todo.
Scott se irguió, atemorizado, y sus dos esmeraldas refulgieron en la oscuridad. Entonces lo vi, fugaz y claro, como si acabaran de dotarme con los ojos de un depredador. Una furgoneta se aproximaba calle abajo, directo hacia Scott, y conducía dispuesta a atropellarlo sin la menor compasión. ¿Es que acaso esas cosas no poseían algo llamado frenos? Al parecer, si los tenía, no planeaba usarlos, porque la velocidad no disminuyó.
Abrí la boca horrorizada, analizando todo como si estuviera pasando en cámara lenta, y me llevé la mano a la boca. Intenté dar un paso hacia él, moverme, pero presa del terror, comprendí que tampoco podía caminar. Los pies me pesaban, como si tuviera gruesas cadenas atadas a los tobillos aferrándome a la acera.
Entonces grité, más bien chillé, con una voz que no parecía la mía, sino más bien los gritos de un animal herido, y volví a gritar su nombre mientras corría hacia su cuerpo. ¿Qué haría? ¿Qué podía hacer alguien como yo, un Asplendor? Nada, pero no pensé en eso. Solo seguí corriendo porque lo único que quería era llegar a su lado, sin embargo, dar un paso requería de demasiado tiempo.
—¡Scott! —Sus ojos se posaron en mí y, por primera vez desde hace muchos años, vi miedo en ellos. Un miedo que no debería estar allí—. ¡No!
El calor me llenó, intoxicándome, y lo siguiente que pasó fue confuso e inexplicable.
Una luz, brillante y azulada, nació en mis manos y se extendió por todo mi alrededor, cegándome. Los ojos me ardieron, mi cuerpo pareció debilitarse, y caí de rodillas al piso, llevándome ambas manos a los ojos. Un profundo e intenso dolor me atenazó el pecho. Fuego me quemó el estómago, hielo me acarició el cuello y cuchillas de me clavaron en los pies.
¿Qué acababa de pasar? ¿Acaso me había desmayado? ¿Había logrado llegar hasta Scott y ahora estaba muerta?
Me obligué a separar los párpados, fijando la vista al frente, y pequeñas pulsaciones me golpearon por dentro de los ojos. La imagen frente a mí palpitó, borrosa, como si mirara a través de un cristal empañado, y se aclaró paulatinamente. A pesar de la consternación y el dolor, lo comprendí todo.
Lo primero que vi frente a mí fue a Scott, con sus ojos atemorizados fijos en mi cuerpo caído y los puños apretados. Luego, detrás de él, a sus amigos inmóviles, con la boca abierta y el rostro lleno de espanto. Por último, la furgoneta estática.
Exacto: estática. ¿Me había vuelto loca?
Entonces Scott se movió, apenas, pero lo hizo. Caminó hasta llegar a mí y me miró con una expresión entre el terror y la conmoción. Y lo supe, tanto él como yo lo supimos:
Acababa de detener el tiempo.
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