Prólogo
Abismo, Octubre de 2342
Dimensión desconocida
Agustín nunca había comprendido a los murk.
Se la pasaba días enteros limpiando el agua densa y mohosa que se extendía por el piso metálico que componía el Abismo, escuchando a hurtadillas las conversaciones que aquellos seres no se molestaban en ocultar, trasladando o limpiando cadáveres putrefactos que los murk desechaban luego de hacer sus experimentos, y aun así no los entendía.
No era como si hablaran en otro idioma. De hecho, todos ellos hablaban el idioma de Heavenly, ingles, español o latín, los que Agustín se había aprendido de memoria. Sin embargo, sus conversaciones sobre «la elegida», «el cuervo», «los glimmer» o «la fuente» nunca habían significado mucho para él.
Se había memorizado cada una de los asuntos que acongojaban a aquellos seres, tanto que podría haber escrito un informe muy detallado sobre ellos... si hubiese sabido escribir, pero jamás había buscado un significado a lo que escuchaba. Sabía, a ciencia cierta, que los murk estaban preocupados, no obstante, Agustín no creía que pudiera existir algo más temible que ellos mismos.
A sus ocho años, había sido secuestrado por una de aquellas bestias cuando regresaba de su escuela en La Serena y había aprendido con rapidez a mantener la boca cerrada. Lo habían llevado a Abismo, un lugar existente e inexistente a la vez, que estaba situado en una dimensión paralela a la de los humanos, y lo habían convertido en un esclavo sin voz.
Ahora, después de nueve años, sabía con exactitud las reglas que debía seguir para permanecer con vida dentro de aquella nave: mantenerse callado, fingir que era sordo, no intentar escapar, hacer sus deberes y, lo más importante, jamás faltar el respeto a Nate.
Nate era una especie de líder dentro de Abismo, el ser ante el que regían todos los murk, y Agustín era testigo de la maldad y oscuridad que eran capaces de transmitir sus ojos. En lugar de ojos, aquel hombre parecía tener negruzcos portales que se agitaban con repulsión, revolviéndose como remolinos salvajes y devastadores. Cuando se enfurecía, dos anillos violáceos le rodeaban los iris, creando la ilusión de que su propia mirada portaba el infierno. Agustín había sido testigo de aquello pocas veces, pero aunque pocas, no había podido olvidarla.
Ese día, o noche, parecía ser una de aquellas veces. Los murk se habían estado moviendo con más constancia que otras veces, entrando rehenes y sacando cadáveres de los laboratorios, y tenían un ánimo que competía con el desagrado que aquellos pellejos le producían a Agustín. Lo más probable era que los experimentos no estaban saliendo con éxito y eso, sin duda, enfurecería a Nate.
Hace dos días atrás, Nate había vuelto hecho un desastre, con la ropa rota y el rostro sucio. Nadie había preguntado acerca de eso; todos debían permanecer callados delante de alguien como él. Sin embargo, los rumores corrían. Agustín no hacía caso a ninguno de ellos, después de todo, lo único verdaderamente importante era que había vuelto con más rehenes y, por lo tanto, más trabajo.
Agustín se encargaba de limpiar las celdas, darle comida a los prisioneros, solucionar sus desastres y trasladarlos cuando les tocaba entrar al laboratorio. Adentro, los encarcelados podían tener tres destinos: pasar la conversión con éxito, a medias o morir. Agustín la había pasado a medias. Le habían borrado la memoria con éxito, pero aún acudían a su mente los recuerdos de una playa turquesa y el brillo de un faro en la lejanía, así como el recuerdo de su propio secuestro.
En ese instante, las conversiones parecían estar saliendo a medias o mal. Agustín lo supo por la expresión desfigurada que tenía el murk que le abrió la puerta para que entrara a buscar uno más de los cadáveres.
Cuando se deslizó en el interior, el olor a carne chamuscada le llenó la nariz. Parecía plástico derretido, como aquellas botellas que tenía que quemar de vez en cuando en el quemador. Las camillas, que eran seis a lo largo del laboratorio, estaban todas ocupadas por humanos o lo que aquellos seres llamaban glimmer. En frente de cada uno, inspeccionando el estado de sus cuerpos o mentes alteradas, habían murk envueltos en batas oscuras, del tono del carbón genuino. Se movían con lentitud, cargando jeringas e inyectándolas de forma intravenosa, haciendo anotaciones con una letra pulcra que Agustín pocas veces se había atrevido a mirar.
Eran como hormigas, trabajando con esmero para un bien común.
Agustín ignoró todo lo que vio, agachó la cabeza como le habían enseñado a hacer, y caminó en silencio hasta la última camilla. Allí, atado de manos y piernas, había un hombre joven con los ojos cerrados. Debía estar muerto, supuso, lo más probable era que la inyección lo había matado. Lo supo por la quietud de su cuerpo y el tono púrpura que tenía rodeándole los ojos. Muchos de los secuestrados morían a lo largo del tratamiento que los murk impartían, por la intensidad del suero o la debilidad del «paciente»; él debía ser uno de ellos.
Apartando la manta que le cubría la mitad inferior del cuerpo, Agustín se inclinó sobre el cadáver y desató algunas de las correas que lo mantenían sujeto. La del cuello, las manos y los codos. Luego le cogió la cabeza y le tanteó la piel; tenía que comprobar si estaba lo suficiente deteriorada para quemarla o lo suficiente fresca para llevarla a la sala de experimentación. La carne del sujeto estaba tersa y dura, como si acabara de ser creada. Aparte de las magulladuras, no habían rastros de descomposición a causa del suero. De hecho, podría haber jurado que estaba tibia.
Frunciendo el ceño, le enterró los dedos entre el cabello que lanzaba destellos dorados al aire y seguido le separó los labios para inspeccionarle la dentadura. Se sorprendió al darse cuenta de que estaba todo en perfecto estado. Por lo general, las inyecciones generaban destrozos irreparables en sus víctimas. Ese hombre, aparte del color en su rostro, seguía tan atractivo como había llegado.
Agustín se apartó y se llevó una mano a la boca. ¿Sería uno de aquellos seres a quienes los murk llamaban glimmer? Tendría sentido. Después de todo, aquellos seres siempre soportaban más que los humanos. Eran como bestias, preparadas para todo. Él siempre se había sentido atraído por eso, por esa energía que nunca parecía agotarse, por la vehemente lucha, por la persistente manía de sobrevivir.
Se encogió de hombros, meneando la cabeza. No era asunto suyo, a él no lo mantenían con vida para suponer cosas. Su trabajo era arrastrar cadáveres y prisioneros, así que eso es lo que haría: llevar a ese hombre hasta la sala de experimentación.
O eso habría hecho... si la mano del cadáver frente a él no se hubiera alzado para rodearle el cuello y estrangularlo.
—¿Qué...? —consiguió balbucear, antes de que los dedos de aquel hombre se le clavaran con más fuerza sobre la tráquea—. No... ¿Cómo...?
Se agitó desesperado, llevando ambas manos hasta los dedos que lo mantenían preso, y abrió la boca en busca de aire. Sin embargo, nada entró para aliviar sus pulmones. Los ojos del sujeto que acababa de tantear, ahora sentado sobre la camilla, eran lo único que tenía frente a él. Desorientados, aterrados, confusos. Agustín no supo si sentir lastima, impotencia o perplejidad.
—¿Dónde estoy? —preguntó el extraño, intercalando sus iris brillantes entre el chico que colgaba de su mano y el entorno; su voz era áspera y ronca, lastimada, como si llevara demasiado tiempo en desuso—. ¿Dónde demonios estoy?
Agustín apretó los dientes, tratando de tragar algo más que nada, y se retorció. El hombre frente a él parecía enloquecido, dispuesto a matarlo, y no era para menos. Había pasado muchos días encerrado y, ahora, amarrado en una camilla donde no habían hecho más que inyectarle cosas en la sangre. Agustín también estaría igual; Agustín también había estado igual.
—¿Dónde estoy? —repitió el castaño—. ¿Qué me están haciendo?
—Yo... —Agustín cerró los ojos—. Suélta... me.
—No.
—Por... —trató de suplicar, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta como si tuviera un tapón de gruesas espinas—. Por...
Otra voz habló en su lugar.
—Haz lo que te dice, suéltalo.
Agustín abrió un poco los ojos, moviéndolos hacia la persona que estaba a su lado, esperando encontrarse con uno de los murk que estaban en el laboratorio, pero se quedó perplejo cuando vio el rostro de Nate. Todo su interior tembló, repercutiéndose como un terremoto. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de su presencia? En otro momento, ese error le habría costado la vida, sin embargo, en ese instante no parecía importante.
Apartó la mirada lo más rápido que pudo, lo suficiente para pasar desapercibido, y los fijo en un punto ciego que estaba situado en el pecho del prisionero. La falta de oxígeno había dejado de ser su problema principal. Ahora, lo primordial era mantener la vista lo suficiente lejos de ese ser.
—¿Quiénes son ustedes? —interrogó el extraño, negándose a obedecer—. ¿Por qué me están haciendo esto?
Nate rió; una risa cruel y glacial que repercutió en las paredes de metal.
—¿De verdad no sabes quién soy? —preguntó—. ¿Estás seguro? Mira con más atención, quizá así lo comprendas.
El prisionero movió los ojos de Agustín a Nate, parpadeando con locura, como si mirara a través de un cristal empapado de escarcha, y los abrió de forma desmesurada; síntoma de reconocimiento. La mano le tembló, cual animal acorralado, y Agustín aprovechó el espacio para liberarse y retroceder a terreno seguro. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero estaba claro que aquellos dos se conocían.
—Tú... —murmuró el castaño, abriendo y cerrando la boca reiteradas veces en pocos segundos—. No es posible... Eres tú.
—Exacto, soy yo. —El tono burlesco que estaba empleando aquel murk Agustín lo había escuchado pocas veces, pero aun así le aterrorizaba—. El líder de los «malos», como dirían los de tu sangre. ¿Asustado?
—No es posible.
—Sí, es posible. —Nate chasqueó los dedos, aquel gesto arrogante con el que le dirigía órdenes a los demás, y uno de los murk corrió a asistirlo. Agustín no vio lo que hacían, sus ojos continuaban pegados al piso, pero el olor nauseabundo del humo de cigarrillo le penetró las fosas nasales—. Los humanos sois increíblemente asquerosos, pero he de admitir que sus inventos no carecen de ingenio e inteligencia. ¡Qué desperdicio!
Agustín apretó los puños, ofendido con el comentario, pero no se movió. Sólo alzó los ojos, inspeccionando con ojo crítico la situación, y los plantó en la expresión enloquecida que tenía el prisionero. Se preguntó de dónde se conocerían, él y Nate. Parecían rivales, enemigos de sangre, algo así como las dos caras de una moneda. ¿Acaso ese hombre con aspecto tan humano y normal sería uno de los glimmer a quienes los murk temían?
Sí, sin duda, esa debía ser la respuesta a tan extraña reacción.
—Estás tan confundido, que ni siquiera puedes hablar —continuó diciendo Nate—. Déjame darte una breve introducción a mi reino, por favor. —Hizo una pausa, como si esperara alguna respuesta de parte del prisionero, pero no obtuvo ninguna—. Este es mi humilde hogar, el lugar donde día a día llevo a cabo los movimientos que me ayudarán a conseguir mi objetivo. Ya conociste las celdas, por supuesto. Este es el laboratorio, el cuarto donde nacen mis nuevos soldados, el lugar donde tú deberías cambiar.
El sujeto carraspeó, sin decir nada, pero para Nate eso significaba una ofensa.
—¿Qué? ¿No crees en mi poderío? —cuestionó—. Pues he de decirte que afuera ya hay decenas, si no son cientos, de hombres que han pasado por esta sala y que ahora están luchando por mí, para cumplir mis deseos. No es por presumir, pero no son cifras bajas. Podrían matar a miles de los tuyos, si se los ordenara.
Agustín sabía que era verdad. Todas las semanas, nuevos cambiados eran liberados a la dimensión humana para cumplir las órdenes de Nate. Él también habría sido uno de ellos, yendo y viniendo con sangre de otros en la ropa, trayendo recados y enviando locura, repartiendo dolor y jurando fidelidad a un hombre de equívocos deseos, pero su conversión había salido a medias y, por lo tanto, no podía salir de allí si no era acompañado. Algo que jamás pasaría.
—Nunca nos podrás derrotar —refutó el castaño, convencido—. Sólo eres palabras, lanzadas al aire sin ninguna intención más que atemorizar.
—Oh, es curioso que lo digas tú, atado en esa cama... —El prisionero se agitó—. ¿Qué creías? ¿Que esa mujer a la que proclamaban su salvadora los protegería? No, claro que no. Nunca tuvo oportunidad, nunca ha tenido una oportunidad. Si está viva, es porque yo lo he querido así.
El extraño frunció el ceño.
—No.
—Si no la asesiné antes, fue porque creí que sería ella misma quien acabaría con todos ustedes —explicó Nate, caminando a través de la sala con confianza y libertad—. Yo di la orden a mis hombres para que no la atacaran, porque pensé que sería lo suficiente ingenua como para eliminarlos a todos. Por supuesto, algunos de mis hombres se saltaron mis indicaciones, por error, y tuve que encargarme de ellos. Pero, en general, si ella sigue viva, es gracias a mí.
Agustín observó el rostro del castaño, marcado de pequeñas venas y empapado en sudor, y sintió lastima. Era tanta la compasión, tanta la belleza que desprendía de aquel hombre, que deseó poder pasar un paño húmedo por su frente caliente. Limpiarlo, pulirlo, perfeccionarlo... como las celdas en las que tenía que convivir día a día por culpa de los murk.
—Es una lástima que todo haya cambiado ahora. —Nate se dejó caer sobre una camilla; el sonido del cuero estrujado llegó a oídos de todos—. Porque ya no habrán oportunidades para ella, no más.
El extraño se desesperó.
—No te atrevas a tocarla.
—Ahora ya no hay restricciones. Ella sabe la verdad de su identidad, lo que lo cambia todo —dijo Nate, ignorando su amenaza—. De hecho, mis hombres sólo tienen una orden clara: matarla. Ella ya no es inofensiva, es peligrosa, y nos vamos a encargar de desaparecerla antes de que tenga tiempo de reaccionar.
—Si le pones un dedo encima...
—¿Qué? ¿Qué puedes hacerme tú atado en esa camilla? ¿Atacarme? —cuestionó el murk, escupiendo las palabras con desdén—. Al contrario, tu único objetivo es contribuir a mis planes, nada más.
—¿Contribuir? Estás demente.
—Tú vas a ayudarnos, claro que sí. —Agustín movió los ojos hacia el costado con disimulo, analizando a Nate de forma furtiva, y se sorprendió al ver que se encontraba con un arma humana en la mano, apuntando directo al pecho del prisionero—. Lo que tienes que hacer es simple y ordinario. Es más, ni siquiera te tienes que mover de tu sitio.
El extraño intentó moverse, pero las correas que tenía en sus piernas seguían manteniéndolo inmóvil junto a la camilla. Aunque hubiese querido, no habría podido escapar.
—Tú, mi querido amigo, sólo tienes que... —artículo Nate, con voz calmada—... morir.
A Agustín las palabras le encogieron el pecho, dejándole los pulmones sin oxígeno. Quiso moverse, interponerse entre aquel gatillo y el extraño, y hacer algo bueno por primera vez en su vida. Pero no pudo, sus piernas ni siquiera alcanzaron a moverse antes de oír el estruendoso ruido de la bala al salir del cañón.
Nate apretó el gatillo, y entonces todo se acabó. Sus carcajadas hicieron eco en las paredes.
—Así es cómo van a caer todos, uno a uno. —Tosió, ahogado por la risa innecesaria o por el tóxico humo del cigarrillo, y dejó caer el arma al piso—. Trax, ven aquí, necesito encargarte algo.
Uno de los murk que estaban observando la escena corrió por el frente de Agustín, pasándolo a llevar sin cuidado, y se inclinó frente a Nate. Con disimulo y de forma furtiva, Agustín movió los ojos hacia la escena.
—Lo que necesite, señor, yo lo haré —contestó Trax de inmediato.
Nate chasqueó los dedos.
—Quiero que juntes los cadáveres más desagradables que tenemos en Abismo, de humanos o glimmer, no me importa, y se los envíes a la chica, como representación de mi grandioso afecto y bondadoso corazón. Asegúrate de poner eso en la tarjeta del paquete, le encantará.
—¿A la chica, señor?
—Sí, a su «salvadora». Quiero que vea lo que le espera, que comprenda las consecuencias que tiene el unirse a esa estirpe asquerosa que la engendró.
—Pero ella aún no se une a los glimmer —lo corrigió el otro.
—Pero lo hará. Tiene un alma demasiado vengativa y, a la vez, bondadosa como para obviar la verdad de su identidad.
—Como diga, señor. Hoy mismo enviaré el recado a esa mujer, no se preocupe.
—Y también envía un collar, un fino collar con un cascabel plateado. Dile que ponérselo es la única razón por la que no la degollaré, así que debe pensarlo bien antes de tirarlo a la basura.
—¿Un collar? —interrogó Trax, entrecerrando los ojos—. ¿Por qué quiere que le haga entrega de un collar, señor?
—Porque debe tener claro quién tiene el poder sobre ella —musitó, extendiendo los brazos—. Si quiere que su familia siga existiendo en ese mundo devastador y repugnante de los humanos, debe sumirse ante mí.
El murk tragó saliva, incómodo. Incluso Agustín notó que no estaba de acuerdo con las medidas que estaba tomando su líder.
—Pensé que ya no la necesitábamos, señor.
Nate juntó los brazos, con lentitud, y miró al murk hacia abajo, como si acabara de ensuciarse las botas con barro. Sus ojos grandes brillaron en la penumbra.
—¿Qué te hizo pensar algo así, inútil? Ella es única. La fuente es parte de ella; ella es parte de la fuente. ¿Te imaginas esa perfecta y magnifica criatura de nuestro lado? Ni siquiera tendríamos que luchar por conseguir la fuente, ella la traería a nosotros con el sólo pensamiento. Tú jamás podrías llegar a competir con un poder como ese, inútil.
—Pero ella no puede hacer algo así —aseguró Trax—, ¿o sí?
—Claro que puede. Después de todo, la fuente es de ella. Si quisiera, podría arrebatarte el poder que te brindó Heavenly con un chasquido, y no serías más que un pellejo desnutrido y seco en el piso.
El murk no pareció convencido.
—Y si es tan poderosa, ¿por qué no ha acabado con nosotros?
—Porque es una criatura a la que no han sabido cuidar. Nadie le enseñó lo que era, nadie le mostró cómo era. Ella lo único que conoce es la rabia y el rencor, la pérdida y la frustración. Heavenly no puede entrar en algo así.
Por supuesto que no. Heavenly era pureza y bondad, jamás se sometería al poder de una chica rota y llena de odio. A una chica débil y confundida, que aún no sabía lo que quería.
—¿Imaginas vivir toda una vida siendo rechazado, incluso por tus seres queridos? —interrogó Nate—. Yo lo viví, y sé lo alterada que puede quedar tu mente después de eso. Por suerte, fui salvado y bendecido por las tierras oscuras que me protegieron. Ella no, ella está sola. Acorralada, asustada, enloquecida... pura.
—Oh, claro —balbuceó el murk, fingiendo captar la idea, pero Agustín sabía que sólo lo hacía para no enfadar a su líder.
—Ahora imagina cuidar de algo así, un cachorro maltratado que lo único que sabe es ladrar. Un cachorro que ni siquiera sabe morder, porque los golpes lo han deteriorado; que no sabe comer, porque te lastima los dedos; que no sabe comportarse, porque todo le parece un sueño. Imagina despejar su mente, aclararla, convertirte en su única realidad. Dime, ¿qué crees que sale de eso?
Agustín tragó saliva, saboreando la respuesta en la lengua. «El ser más fiel que puede existir».
—No lo sé, señor —tartamudeó el murk, inquieto—. ¿Un peón?
—Un peón te sirve por temor, una criatura así te sirve por amor. —Nate juntó las manos frente a sus labios, respirando profundo—. No hay mayor lealtad que la que nace del amor.
—¡Cierto!
—Sólo es cuestión de tiempo para que esa estirpe la coja entre sus manos, disipe la niebla de su mente y la convierta en su salvación. Reemplazarán la rabia, la locura y la ira, y dejaran entrar el amor. Y, cuando lo hagan, la fuente por fin podrá entrar al alma de la chica. ¿Contra quién la usará? ¿Contra los seres que la «salvaron»? No, contra nosotros, su odio será descargado sobre nosotros.
El murk asintió, perplejo.
—Entiendo, señor.
Nate sonrió, pero no había amabilidad en aquella curva.
—¿Sigues pensando que no la necesitamos? ¿Sigues pensando que no necesitamos la criatura más asombrosa que creó la fuente? Mientras siga siendo pura, con ese odio y rencor, pero también sublime bondad dentro de su corazón, la seguiremos necesitando. Ella es perfecta, porque no es nadie, y yo soy la mejor persona para convertirla en alguien.
A Agustín aquellas palabras le dieron escalofríos. Se imaginó a la chica, sola y marginada, siendo recogida por unas manos crueles como esas, y sintió lastima. Temor, temor de que algo tan poderoso pudiera quedar en las manos de Nate.
—Si no lo conociera, diría que le tiene compasión, mi señor —comentó Trax—. Habla de ella como si no fuera la salvadora de los glimmer.
—¿Compasión? —cuestionó el líder—. El problema de que te vean como un arma, es que jamás te tendrán compasión. No pueden sentir lastima por ti, porque eres un objeto. Se supone que estás para proteger a los demás, no al revés. Las armas son fuertes y letales, grandiosas y efectivas, por lo tanto, pueden cuidar de sí mismas por sí solas. Es su deber hacer lo maravilloso y salvar a los demás. Es su trabajo, para lo único que existen, que al menos lo hagan bien. ¿No?
—No ha...
—Eso es ella para todos. Por supuesto que no, no sienten compasión. Los humanos la ven como un arma, así que la van a tratar como tal. Los glimmer no son muy distintos, sólo la quieren para que haga lo que se supone que tiene que hacer. Ese cuidador, el pajarraco, sólo está con ella porque así lo maldijeron. Y su familia... Oh, vamos, su supuesta familia sólo desea que no hubiera existido.
—¿Cómo está tan seguro? —preguntó el otro murk—. Según lo que se dice, tiene muchas personas que la cuidan a diario.
—La he observado, de cerca, y ninguna de las personas que la rodea la ve como un igual. En el fondo, ella lo sabe. La ven como una cosa extraña, ajena. Un arma. Un arma que tiene el único objetivo de salvarlos y no está haciendo las cosas bien. Ellos piden compasión para ellos, jamás la van a compadecer a ella.
¿Era cierto? Agustín no pudo imaginarse a alguien más solo que aquella mujer a la que llamaban «salvadora». Al menos, él sabía que en otra dimensión había una familia que había sufrido por él, gente que si lo hubiera visto, se habría compadecido de él. Pero esa chica... No creía cómo alguien podía ser visto como una cosa, como algo que sólo estaba allí para serles de utilidad. ¿Sería cierto? ¿Incluso su familia la detestaba en el interior? ¿Ella se habría dado cuenta?
Agustín sacudió la cabeza. Si sus seres queridos no la protegían, ¿entonces quién lo haría?
—No ha respondido a mi respuesta, señor —repuso Trax—. ¿Usted siente compasión por ella?
Nate agitó la mano.
—Ah, creo que no necesito responder.
Agustín tragó saliva. No, no necesitaba responder. Ya sabía la respuesta. La respuesta era no, ella también era un arma para él.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top