Capítulo 26
Me rodeé las piernas con los brazos y miré el pasillo fuera de la celda, esperando que Zora apareciera.
Habían pasado cinco largas semanas desde que Nate se llevó a Reece. Había comenzado a contabilizar las raciones de comidas que aparecían en la prisión, y la acción había dado un buen resultado. Llevaba treinta y seis raciones encerrada en las mazmorras de Abismo. Si suponía que me llevaban una comida diaria, tenía treinta y seis días de encierro.
Los últimos días habían sido críticos. Moe fue a visitarme para informarme que las llaves de mi celda no estaban por ninguna parte. Antes de eso, probó al menos diez manojos que encontró en la sala de los guardias, pero ninguno funcionó. Traté de no traspasarle la frustración que sentía y busqué ser optimista. Dejamos de lado la idea de buscar las llaves y pensamos en el resto del plan.
Moe se acercó a Agustín y, de alguna manera, logró convencerlo de ayudarnos. No sólo se consiguió el suero que contenía la habilidad de Nate, sino también anuladores de poderes y regeneradores de salud que me sirvieron para mantenerme consciente a lo largo de esas cinco semanas. Todavía no podía usar mis habilidades, pero mis heridas se habían cerrado un poco y mi cabello había crecido cinco centímetros.
La siguiente parte del plan era más difícil. Necesitábamos mis llaves y, aunque Moe no había podido hallarlas en los dormitorios, seguía quedando un lugar sin rastrear: Nate. Moe tenía que lograr que Zora visitara mi celda. Yo fingiría estar herida y, por supuesto, ella correría para informarle a Nate. Si tenía suerte, y las cosas salían bien, Nate entraría a mi prisión. Entonces, en ese momento, yo haría mi jugada maestra.
Sabía que el plan tenía muchas probabilidades de fallar, pero la esperanza que aún titilaba en mi pecho era hipnotizadora. Quería salir de allí con todas mis ganas. Había tratado de pensar en todo, en cada detalle, y esperaba no estar olvidando nada.
En el momento en que Zora apareciera en las mazmorras, Moe estaría reuniendo todo lo que nos llevaríamos y me esperaría en el punto que acordamos. Lo siguiente era culminante: Le ganaba a Nate o el me ganaba a mí. No había un punto intermedio.
Doblé mis rodillas y tanteé el bolsillo de mi chaqueta para verificar que la daga y la jeringa que me entregó Moe siguieran allí. Mis dedos tocaron el metal frío y mi nariz inhaló profundo. Yo podía, me dije a mí misma. Yo podía hacerlo. No obstante, cuando escuché los pasos que se asomaron por el pasillo, no estuve tan segura.
Temblando, pasé la daga por la piel de mi cuello y me recosté en el piso con los brazos sobre mi cabeza. Cerré los ojos, entreabrí mis labios y detuve mi respiración. Permanecí quieta sintiendo cómo la sangre de mi garganta se deslizaba fuera de mi cuerpo y mis pulmones ardían por la falta de oxígeno. La baba que se impregnaba en las mazmorras goteó y cayó dentro de mi boca en el momento menos oportuno. Quise toser y escupir, pero reprimí esos impulsos.
Los pasos aumentaron y, justo cuando creí que aquellos pies no pertenecían a Zora, él gritó:
—¡Señorita! Oh, por Heavenly. ¡Señorita, despierte!
Perfecto, era Zora. El alivio que me produjo su voz fue tiránico.
—¿Señorita? —Golpeó los barrotes y sacudió la puerta con sus manos, parecía desesperado—. Oh, qué ha hecho. ¡Señorita!
Me quedé estática, como un objeto inerte. El plan era tan antiguo, y tan ridículo, que temí fallar. Sin embargo, Zora no había leído tantos libros como yo. No sabía lo que podían hacer las personas desesperadas. Para Zora, los guerreros luchaban de frente, no hacían esas niñerías.
—¡Ayuda! —chilló—. ¡Alguien ayúdeme! ¡Celeste! Celes...
¿Estaba sollozando? Me impactó su nivel de actuación. Porque estaba actuando, ¿verdad? No, tal vez no. Quizá de verdad estaba triste porque el arma que debía utilizar estaba destruyéndose a sí misma. Si yo moría, ellos tendrían que esperar otros dieciocho años para apoderarse de la Fuente. Era demasiado tiempo perdido.
—Celeste, abre los ojos... —gimió—. Celeste, por favor. —Golpeó las barras con brío—. ¡Celeste! No me hagas esto. ¡No me hagas esto! Princesa...
Sólo ve a buscar a Nate, necesito respirar.
—¡Princesa..., despierta! —exclamó—. No puedes morir, te necesito. Todos te necesitamos. Prometiste que lucharías para cambiar las reglas. ¡Lo prometiste! No puedes abandonarme. No puedes...
Hubo un extenso silencio en el que Zora dejó de sollozar. Pensé que, de algún modo, me había descubierto. El sosiego se impuso en la mazmorra como si la sustancia verduzca se hubiese tragado a Zora. Creí que se había marchado, y que la falta de aire no me había permitido darme cuenta, pero sus pasos me revelaron que todavía seguía allí.
Le rogué a mis pulmones que no me fallaran.
Le rogué a mi corazón que latiera más despacio.
—Oh, por Dios —dijo; su voz fuerte y segura, sin nada de pesar—. Es verdad.
Entonces Zora corrió de vuelta por el pasillo y yo abrí más la boca para dejar entrar una oleada de oxígeno a mis pulmones. No abrí mis ojos, no moví mis brazos, no cambié mi posición. Dejé que el aire frío invadiera mis pulmones y que el alivio me llenara por dentro. ¿Había funcionado? Quise creer que sí.
Con la boca llena de baba, permanecí en silencio. No recordaba haber estado tan nerviosa e impaciente. Podía sentir las puntas de mis dedos temblar, los pálpitos frenéticos de mi corazón golpear mi cuello, la sangre combinándose con la jalea del suelo. Estaba consciente de cada sonido a mi alrededor, alerta en caso de emergencia, porque tenía miedo.
Sí el plan fallaba, no habría vuelta atrás. Nate buscaría la manera de borrarme la memoria y también lastimaría a Moe. Averiguaría quién me había dado esa daga hasta dar con el culpable, y yo no podría defenderlo. ¿Estaba segura de que ese plan era el correcto?
Cuando oí los pasos de alguien acercarse por el pasillo, estuve a punto de rendirme y gritar: «¡Es broma!». Pero no lo hice. Me mantuve firme y, cuando sentí unas manos abrir mi celda, me prometí llegar hasta el final del plan.
El dueño de aquellos pasos avanzó sobre la mugre de mi prisión y se arrodilló junto a mi cuerpo. Con la respiración detenida y los párpados cerrados, esperé. El extraño me puso las manos sobre el pecho y luego cogió la cadena que me ataba ambas manos. Sentí que mi corazón temblaba por dentro ante la cercanía.
—¿Gatito? —La voz de Nate se impuso sobre la armonía—. Gatito, soy Nate.
Sus manos me tocaron el cuello y me sacudieron despacio. Sabía lo que estaba haciendo, quería sentir mi pulso. Como no tenía ninguna manera de detener mi corazón, me apegué al plan y entreabrí mis ojos. Entre mis pestañas y la humedad, distinguí el rostro de Nate y su cabello bien peinado. Sus ojos, dos piedras de ónix, me contemplaron con preocupación.
—Gatito —me llamó—. ¿Estás bien?
—¿Ree... ce? —balbuceé.
Parpadeando con lentitud, miré a mi alrededor y me di cuenta de que no había nadie más en la mazmorra. Quise sonreír de satisfacción, pero, en lugar de eso, contemplé a Nate y tosí despacio. Él juntó mis manos en la zona de mi estómago y acogió la mitad superior de mi cuerpo entre sus brazos. De cerca, su boca hizo una mueca de frustración.
—¿Qué hiciste? —cuestionó con angustia—. Gatito.
Me mordí la lengua y permití que un hilillo de sangre bajara por mi mentón. Era impactante lo dramática que podía ser si me lo proponía.
—Reece..., te veo —gemí—. Yo... te veo ahora.
Nate amplió la mirada.
—Gatito, soy Nate.
—Reece... —sollocé. Extendí mis manos y, con delicadeza, acaricié sus mejillas—. Lo lamento... tanto. Yo... no pude protegerte. Nunca he podido protegerte.
Los ojos de Nate brillaron en la oscuridad. Pasó su mano derecha por mí herida, inquieto, y luego me palmeó el rostro con suavidad. La desesperación era palpable en su mirada.
—No soy Reece, gatito —insistió—. Soy Nate, despierta.
—Te amo —susurré—. Siempre... lo...
Dejé caer mi cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y abandoné el control sobre mi propio cuerpo. Nate me sacudió, con fuerza, y luego procedió a quitar las cadenas que me ataban las manos y el tobillo. Cuando intentó alzarme entre sus brazos, y supe que me arrastraría fuera de la celda, tosí y volví a abrir los ojos.
Nate, arrodillado entre la baba, con mi cuerpo entre sus brazos, se quedó quieto.
—¿Gatito? —me llamó.
—No —respondí alzando mis manos hasta su rostro—. No me...
Me incliné, fingiendo esfuerzo, y posé mis labios sobre los suyos. En un beso repentino, el mundo pareció detenerse a nuestro alrededor. Nate amplió la mirada, sorprendido, y luego la cerró por completo. Posó sus manos en mi nuca y se dejó llevar por la desesperación de un beso que yo estaba guiando con mis labios.
No puso oposición, ni siquiera lo intentó. Su boca de volvió blanda sobre la mía, como un colchón esperando mi caída. Sabía a jugo de limón, sangre y sal. Lo apreté contra mí y arrastré mis manos hacia su cabello recién lavado. La humedad me enfrió los dedos y el olor a manzanilla impregnó mi nariz; se sintió como un campo de flores en medio de esa suciedad.
Con una sonrisa que acarició mi boca, Nate bajó su mano izquierda por el costado de mi cuerpo y me rodeó la cintura. Me tanteó, me acarició y, por último, me apretó, todo sin ocultar su sonrisa. Dejé que lo hiciera, sin oposición, y descendí con mis dedos hasta su pecho. Allí, dibujé su figura y halé su ropa con fiereza.
—Gatito... —pronunció con dificultad, separándose para observarme—. ¿Estás segura de...?
Lo miré a los ojos, falsamente hipnotizada, y pellizqué la piel de su estómago por encima de su camiseta negra.
—Dime que eres mío —supliqué—. Dímelo.
Él amplió su mirada.
—Gati...
—¡Dímelo! —exigí.
Nate entrecerró sus ojos.
—Lo soy —dijo—. Soy completamente tuyo.
Sin esperar tiempo, volví a besarlo. Le rodeé el cuello con mis brazos y me removí hasta hacerlo caer sobre el metal. Fue un movimiento ágil y veloz, en el que nuestras respiraciones se mezclaron como dos ráfagas de viento. Me senté a horcajadas sobre su cintura, agitada, y seguí besándolo como si fuera el pan más delicioso del universo.
En ese instante, me di cuenta de que era capaz de cualquier cosa para salir de allí. No sólo la vida de mi madre dependía de eso, sino también la de millones de personas. Si tenía que aprovecharme de los fragmentos de glimmer que quedaban dentro de Nate, lo haría. Era una crueldad mínima al lado de lo que él nos estaba haciendo.
Nate jadeó bajo mis labios, agitado, y me rodeó el cuello con sus manos. Me besó con locura, ardiente y sin control. Era como un león que acaba de encontrar comida después de mucho tiempo. Utilicé eso a mi favor y guie mis manos hasta los bolsillos de mi chaqueta negra. No me di cuenta de lo mucho que estaba temblando hasta que fallé tres veces al intentar hundir mis dedos en el agujero.
Cuando por fin lo logré, y tuve bajo mi mano la jeringa que contenía el suero que suprimiría las habilidades de Nate, aplasté su cuerpo con el mío y me impulsé hacia adelante para acercar la inyección a su cuello. En un movimiento raudo y ligero, clavé la aguja en su garganta.
Y todo el fuego se detuvo.
Nate abrió los ojos, estupefacto, y me soltó para llevarse las manos al cuello y extraer la jeringa vacía de su piel. Abrió y cerró la boca, tres veces, mientras su mente trataba de procesar lo que acababa de ocurrir. Me veía desorientado, confundido, aterrado, como si mis labios hubiesen sido reemplazados por los colmillos de una serpiente cascabel.
Aprovechando su perplejidad, me enderecé y busqué la daga de mi chaqueta. La extraje, la acomodé entre mis dedos y luego la llevé directo a su pecho, no obstante, Nate reaccionó a tiempo y atrapó mi muñeca antes de cumplir con el objetivo. Su expresión no cambió; sus ojos continuaron contemplándome con decepción. Era como un demonio despertando poco a poco.
Traté de retroceder y zafarme de su agarre, pero Nate me haló hacia sí mismo y me golpeó la frente con su cabeza. El impacto me dejó aturdida. El dolor se extendió por mi cráneo en forma de zumbidos de avispa. Tragué saliva, orientándome, y Nate se inclinó para invertir nuestras posiciones
Encima de mí, entre mis piernas, cerró sus garras en torno a mi tráquea y apretó para cortarme la respiración.
—¿De verdad pensaste que lo lograrías? —preguntó con calma—. ¿Cómo es...? —Se detuvo, sólo para soltar una carcajada—. ¿Cómo es posible que hayas tenido la esperanza de lograrlo?
Extendí mis brazos hacia los costados y busqué con mis manos la daga que había soltado. No la encontré, pero hallé los grilletes que me habían atado las muñecas y los cogí para golpearle la cabeza. Él me soltó, sorprendido, y se llevó las manos a la herida. Me impulsé hacia atrás y encogí ambas piernas para golpearle el estómago con mis botas. No era un ataque potente, pero sirvió para sacármelo de encima.
Rodé hacia un lado y me incorporé para correr hacia la salida. Mis pies aplastaron la baba y la mugre en el trayecto. Fue una escapada lenta y torpe, en el que mis piernas tardaron en acostumbrarse al ritmo. Llevaba muchos días sin moverme de esa manera. Eso y la debilidad, me jugaron una mala pasada. Nate se plantó frente a mí y me agarró de los hombros para aplastarme contra la pared lateral.
—Basta, no podrás salir de aquí —dijo—. Voy a purificar este mundo y tú no vas a impedírmelo. Llevo años planeando este momento, esperando por ti, preparando un nuevo futuro. No permitiré que una niña que no sabe lo que es la paz lo arruine todo.
—¿Paz? —Meneé la cabeza—. ¿De verdad le llamas paz a lo que estás haciendo?
—No, esto se llama guerra —replicó—. Los glimmer y sus injusticias nos obligaron a llegar a este punto. Ellos se encargaron de borrar todo el amor que había en nuestro cuerpo y reemplazarlo por odio. Un odio que nos ha mantenido vivos con la esperanza de eliminar la miseria que viven millones de personas a diario. Tú no lo entiendes, y jamás lo entenderás, porque llevas dieciocho años observando el sufrimiento de los que te rodean. Yo llevo miles.
—¡Tú también causas sufrimiento! —exclamé—. ¡Mataste a esas personas en el estadio!
—-Personas que estaban ahí para verte morir —arguyó—. Personas que te dieron la espalda y te trataron como basura. Personas iguales o peores que los glimmer. Los humanos matan a los más débiles por gusto, sólo para alzarse en su pirámide de poder. He visto cómo vive la gente en los pueblos más pequeños, sin comodidad y respeto. He visto países en que las personas mueren de hambre y enfermedad sólo porque un hombre quiere sentirse venerado en el trono. He contemplado continentes enteros en el que los animales son maltratados. Eso no es justicia. Eso es sufrimiento.
—Tú no eres mejor —gruñí—. Los glimmer son los únicos que pueden imponer la paz en el mundo.
—Los glimmer son luz —dijo con convicción—. Y donde hay luz, siempre habrá algo de oscuridad. Si piensas que los glimmer luchan por la paz, estás equivocada. Ellos luchan por sí mismos, porque son egoístas. No les importan los demás. Ni tus amigos, ni tu familia, ni tus vecinos. Yo, en cambio, crearé un mundo justo para todos. Estoy haciendo lo que nadie se ha atrevido a hacer, y tú lucharás conmigo.
—¿Cómo puedes hablar de justicia después de lo que le hiciste a Reece? —bramé—. Trataste de matar a mis padres. ¡Asesinaste a niños! —Negué con la cabeza—. Yo no voy a unirme a ti, Nate. Yo voy a matarte.
—Quieres matarme porque lastimé a los seres que amas, eso es justicia para ti —afirmó—. ¿Yo no puedo hacer lo mismo? ¿No puedo pedir justicia por aquellos que los glimmer me arrebataron?
Amplié mi mirada, sin saber qué decir, y luego fruncí el ceño. No quería seguir escuchándolo. Sus palabras eran ácidas y amargas, me negaba a saborearlas. Alzando la rodilla con fuerza, le golpeé la entrepierna y asesté un puñetazo en su barbilla. Nate se tambaleó hacia atrás, dolorido, y yo volví a correr hacia las puertas de la salida.
Fallé.
Su mano me agarró desde atrás y me lanzó contra la pared del fondo. Caí, rodé sobre la baba pastosa y me estrellé contra la roca. El dolor bombeó desde todas partes. Tenía sangre en la boca y en los oídos. Me puse de costado y traté de levantarme, pero Nate apareció detrás de mi cabeza y me afirmó de los hombros. Agachado, mirándome desde atrás, esbozó una sonrisa.
—Gatito, nunca podrás salir de aquí —aseguró—. Deja de intentarlo.
Abrí mis brazos y busqué. Mis dedos dieron con la cadena que me había atado el tobillo. La agarré con delicadeza, sin hacer ruido, y me aseguré de que Nate me mirara a los ojos.
—Voy a intentarlo todas las veces que sean necesarias —solté—. Mírame a los ojos, Nate.
—Lo hago —dijo—. Son azules y verdes, la mezcla turquesa que de vez en cuando se forma en una cascada, y están llenos de rencor.
—Voy a matarte —prometí—. No me importa el tiempo que tarde, pero lo haré. Ese día, te miraré a los ojos y te diré que has fallado.
Nate entornó la mirada.
—¿Por qué luchas, Celeste?
—Ya lo sabes —respondí.
—No, no lo sé —objetó—. Dime, por qué luchas.
—Por las personas que amo —contesté—. Si yo no lo hago, nadie más lo hará.
Nate entrecerró aún más sus ojos.
—Luchar por los que amas no es lo mismo que luchar por el mundo.
—Primero me encargaré de las personas que amo, después del resto del mundo —solté con convicción—. El mundo jamás se ha preocupado por mí. Al mundo no le importa lo que me suceda. ¿Crees que abandonaré a las únicas personas que me han amado por aquellos que me despreciaron?
Nate sonrió.
—Entonces déjame luchar por tu familia —ofreció—. Únete a mi causa y te prometo que tus padres jamás volverán a estar en peligro. Pelearé por ti y tú pelearás por mí. Seremos imparables. Juntos traeremos la paz a los universos y eliminaremos la miseria.
—Lo haré, traeré la paz —dije, guiando el extremo de la cadena hasta el tobillo de Nate—. Pero no contigo.
En un movimiento rápido de dedos, até el grillete a su pierna y me impulsé hacia adelante para ponerme de pie. Nate me agarró del poco cabello que me quedaba y me estrelló contra la pared. Su cuerpo aplastó el mío como una cárcel. Me puso las manos en el cuello, y apretó.
—¡Basta! —exclamó—. Me estás haciendo perder la paciencia, Gatito.
Alcé la rodilla, le golpeé el estómago y hundí mi mano en su bolsillo para extraer el manojo de las llaves. Nate me soltó y retrocedió, y yo corrí hacia la salida. No sé de dónde saqué las fuerzas, porque ya no me quedaban, pero di las zancadas más grandes de mi vida y atravesé la puerta como una flecha.
Mi cuerpo colisionó contra la prisión de al frente y se derrumbó sobre el piso. De rodillas, jadeante y con la cabeza dándome bruscas volteretas, me volteé y busqué a Nate con la mirada. Se encontraba de pie en medio de la celda, mirándose el pie con incredulidad. Parecía perdido, envuelto en un mundo ajeno que lo había atrapado de repente.
No se convencía de lo que acababa de pasar y, en realidad, yo tampoco. ¿De verdad lo había logrado? Para asegurarme de que no saliera, me puse de pie y avancé tambaleante hasta la puerta de su prisión para cerrarla con llave. Él me miró perplejo, y luego apretó la mandíbula.
—Vas a arrepentirte —prometió—. Si sales de aquí, Reece pagará las consecuencias.
Esbocé una sonrisa e hice tintinear las llaves en mi mano.
—Adiós, Nate.
—Celeste...
Amplié mi sonrisa y caminé hacia la salida.
—Adiós.
[...]
Afuera, en aquel laberinto interminable de oscuridad, me costó encontrar la salida. Sin embargo, gracias a las indicaciones que me había dado Moe, lo logré. Ya arriba, rodeada de aire limpio y luz, me permití descansar algunos segundos. No sólo estaba herida, sino también cansada y débil. Sentía que me iba a desmayar en cualquier momento. Los oídos me zumbaban y mi vista no estaba trabajando bien. Era como tener agujas clavadas en los nervios, adormeciendo mis reacciones.
Me pregunté cuánto tiempo pasaría hasta que Zora fuera por Nate y ambos fueran por mí. ¿Horas? ¿Minutos? No podía arriesgarme, así que me afirmé de la pared y avancé lo más rápido que pude por la dirección que Moe me había dictado.
Derecha. Izquierda. Escaleras arriba. Derecha. Primera puerta a la izquierda. Última puerta del pasillo. Lo repetí varias veces en mi mente y, cuando llegué al lugar señalado, di tres golpecitos en el metal.
La puerta se abrió, de inmediato, y unos agradables ojos dorados me recibieron desde el otro lado. Fue como salir del infierno y entrar al paraíso. Moe avanzó, me rodeó con sus brazos, y yo por fin pude descansar el peso que estaba sosteniendo sobre mis pies.
—My lady —susurró—. Lo lograste, my lady. ¿Cómo...?
—Me siento como una anciana —balbuceé.
Él me cogió entre sus brazos, pasando un brazo por mi espalda y un brazo bajo mis muslos, y me llevó hasta una cama blanda con mantas de color carmesí.
Estábamos dentro de una pequeña habitación con paredes de acero. No era muy grande, pero la basura que cabía allí dentro era sorprendente. Había ropa, papeles y envoltorios por todas partes. Era poco el espacio que quedaba libre de aquel desorden. No lo miré demasiado y me concentré en Moe.
—¿Dónde está Kum? —pregunté.
Moe señaló una puerta en la pared y se encogió de hombros.
—Está allí adentro, un poco complicado —admitió—. ¿Y... Nate?
—No nos molestará —contesté—. Pero debemos darnos prisa.
Moe asintió y caminó hasta un sillón para coger algo. Cuando volvió a acercarse, distinguí un conjunto de ropa y la muñeca que me había regalado Reece. Al ver la peculiar muñeca de cabello negro, sentí una punzada bajo las costillas. Era un obsequio de Reece..., un Reece que me había olvidado.
—Aquí está lo que me pediste, my lady —explicó—. No quiero sonar descortés, pero hueles horrible. ¿Prefieres cambiarte de ropa ahora?
—Lo sé, huelo a mierda —confirmé, cogiendo ambas cosas y refugiándolas en mi estómago—. Gracias. ¿Tienes baño?
—Sí. —Volvió a señalar la puerta—. Ese.
Observé el rectángulo metálico con curiosidad y tragué saliva. Tenía muchas cosas pasando por mi cabeza en ese instante. Una parte de mí quería recostarse y dormir, sumirse en la nada, pero otra recordaba muy bien las cosas importantes.
—¿Él... está ahí adentro? —interrogué con la voz temblorosa.
Moe asintió despacio.
—Sí.
—Quiero verlo —pedí.
Moe se acercó, volvió a cogerme entre sus brazos y me llevó hasta la misteriosa puerta de la pared. Cuando la abrió, pensé que una babosa gigante iba a saltar encima de mi cara. Mis manos todavía estaban temblando. Aunque Moe me había demostrado ser confiable, mi corazón seguía temiendo una posible traición. Por suerte, al otro lado sólo había un pequeño baño bien amueblado.
Y, bueno, también dos personas.
Una de ellas era Kum. Estaba de pie junto a la tina, con la espalda encorvada y una escoba entre sus enormes manos. Su cuerpo seguía igual de monstruoso que siempre. Tenía puesta una camiseta marrón desgastada y unos pantalones de hilo que estaban rotos y le llegaban un poco más abajo de las rodillas. Me pregunté si él había elegido vestirse así o si nadie le había brindado una ropa más abrigada. Deseé que fuera la primera.
Al frente de él, sentado sobre la tapa del inodoro con las manos atadas, se encontraba Reece. Estaba vestido con sus conjuntos negros de siempre. Sus ojos azules palpitaban como dos zafiros, brillantes sobre su piel pálida y su cabello castaño oscuro. En cuanto sintió la puerta, alzó la cabeza y posó su mirada en nosotros. Sólo ahí me di cuenta de que había algo distinto en él. Algo... aterrador.
En su mejilla izquierda, cerca de la línea que dibujaba su mandíbula, su piel se había vuelto negra y putrefacta. No era una herida común, era una circunferencia infectada en la que la carne y el pus se mezclaban como el aceite y el agua. La imagen me secó la boca. Me removí inquieta sobre los brazos que me sostenían, deseando correr hasta él, pero Moe me contuvo con firmeza.
¿Quién le había hecho eso?
¿Nate? ¿Los experimentos?
—¡Azul! —exclamó Kum con una sonrisa—. ¡Azul está aquí! Kum muy feliz. Kum emocionado.
Tragué saliva y miré al gigante.
—Hola, Kum.
Reece chasqueó la lengua y cogió el papel higiénico para lanzarlo en mi dirección. Sentí una mezcla de tristeza e incredulidad mientras veía el cilindro blanco acercándose a mí. Moe, sin embargo, se deslizó hacia el lado y el proyectil le rozó el brazo. La expresión de Reece me indicó que no estaba muy feliz.
—¿Esta niña me dirá qué hago aquí? —preguntó—. Hasta ahora tengo tres opciones. Uno, quieren utilizarme como objeto sexual debido a mi gran atractivo físico. Dos, quieren venderme a algún pervertido debido a mi gran atractivo físico. Tres, este hombre gigante de aquí está enamorado de mí y todavía no lo confiesa.
Moe hizo una mueca y se aclaró la garganta.
—Ha estado así desde que lo trajimos —explicó en un susurro—. Le inyectamos el suero que suprime su habilidad. No ha tratado de atacarnos, lo que es extraño, pero no ha parado de hablar en todo el momento.
—¡Lo siento por no querer que este gigante me aplaste! —exclamó Reece ampliando los ojos—. Sí, te estoy escuchando.
—Siempre es así —le mencioné a Moe—. De todos modos, no podemos confiarnos. Si está tan tranquilo, es porque cree que podrá escapar. No podemos permitir que eso ocurra.
—¿Crees que recordará? —cuestionó Moe—. Es difícil sanarse de un experimento así, my lady.
—Los glimmer nos ayudarán —dije con confianza.
—Está bien. —Moe miró a su amigo—. Kum, lleva a Reece a la habitación. Celeste necesitaba limpiarse.
—¡Levanta! —Kum agitó la escoba y señaló a Reece—. ¡Arriba!
Reece abrió los ojos de forma exagerada.
—¡Ah, la escoba asesina, qué miedo!
Kum, el mismo Kum despistado e inocente al que nadie invitaba a bailar, abrió la boca y dejó salir un gruñido que hizo retumbar las paredes. Fue... irreal. El aire que brotó de su garganta parecía una ráfaga de viento.
—Vale, voy —dijo Reece, cambiando de opinión y poniéndose de pie—. No se enojen, seres horribles, ya voy.
Lo observé avanzar, con el corazón encogido, y cuando lo vi atravesar la puerta del baño, dejé salir la mueca que había estado tratando de ocultar. Moe me llevó hasta la tina y me sentó en la orilla. Al frente de mí, con sus manos en mis hombros, esbozó una sonrisa.
—¿Todo bien? —preguntó.
Miré el piso sucio.
—¿Quién le hizo eso en el rostro? —quise saber.
Moe se aclaró la garganta. Me sobó los músculos en forma de consuelo, para aliviar mi frustración, pero no sirvió de nada.
—Es el laboratorio —explicó—. Todos los que salen de ahí quedan con secuelas. Son los efectos del suero. Reece es humano, por lo tanto, es más susceptible al daño.
Alcé la barbilla y miré al rubio a los ojos.
—¿Tiene solución?
La expresión de Moe fue clara.
—No que yo sepa, my lady.
No tenía cura. Lo que le habían hecho a Reece, tanto física como mentalmente, no tenía cura. El daño producido por Nate siempre reinaría en su cuerpo y su alma. ¿Cuánto de su pasado le habían recordado? ¿Cuánto amor en él habían borrado? El solo pensarlo me hizo desear partir el cuello de Nate por la mitad.
—Ok, gracias —balbuceé—. Yo...
—Sí, te dejaré sola —dijo.
Moe salió, y yo llené la tina para hundirme en el agua tibia.
Tenía muchas cosas que pensar, todas abrumadoras, pero estaba consciente de que ese no era el mejor momento para hacerlo. Debía ser rápida y precisa si quería salir de allí, así que me limpié lo más veloz que pude y olvidé mis temores.
Quité la jalea verde de mi cabello y dejé que el agua se llevara la sangre seca que emanaba de mis laceraciones. Aún había heridas abiertas en mi piel, pero confié que el tiempo las sanaría cuando el efecto de la baba terminara. Me eché un poco de jabón con olor a frutos rojos, para eliminar el olor a pantano, y luego me puse la ropa limpia encima.
Una vez renovada, cogí la muñeca de trapo y volví a la habitación con un intenso dolor en el cráneo.
Afuera estaban las mismas tres personas que había visto en el baño, pero se había sumado un cuarto integrante: Agustín. Ninguno de los cuatro se percató de mi presencia en cuanto entré. Reece estaba demasiado divertido lanzándole ropa a Kum y a Moe, y éstos últimos dos estaban muy ocupados esquivándola y soltando blasfemias.
Agustín, por otra parte, estaba apoyado en la puerta con los brazos cruzados y no paraba de observar a Reece. Parecía deslumbrado. Sus ojos avellanas contemplaban a Reece como un mortal admiraría a un Dios..., o como un enamorado apreciaría a su amado. Tragué saliva y me aclaré la garganta. Los cuatro pares de ojos se voltearon a mirarme al mismo tiempo.
—¿Nos vamos? —pregunté con una sonrisa.
Agustín entrecerró los ojos, curioso, y luego volteó la cara para mirar hacia otro lado. ¿Acababa de hacerme un desprecio?
Moe atrapó una camiseta que estuvo a punto de golpearle la cabeza y se acercó hasta donde me encontraba.
—Te ves grandiosa, my lady —mencionó—. ¿Estás preparada?
—Sí, lo estoy —confirmé.
No obstante, ninguno de los cinco contaba con que alguien tocaría la puerta justo en ese instante.
—Celeste, abre —llamó de los golpes—. Sé que estás ahí.
Era Zora.
*****
¡Muchísimas gracias por leer!
Los amodoro.
¿Creen que podrán escapar? ¿Será o no será? Besitos con sabor a esperanza.
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