Capítulo 24

Volvimos a la orilla del río donde Toarhi nos encontró y luego los indígenas iniciaron el rumbo a través del bosque para llegar a su hogar. Con Reece los seguimos en silencio, uno al lado del otro, y contemplamos la felicidad que se reflejaba en las risas y los movimientos de los niños que nos guiaban por el sendero.

Una vez más me vi caminando entre árboles, vegetación exuberante, hierba peligrosa y el rumor constante de los animales que nos vigilaban desde algún punto oculto en la selva. Los integrantes de la tribu, al frente, fueron adquiriendo confianza con cada segundo que pasaba y muy pronto estuvieron escalando árboles para recolectar frutos comestibles.

El amanecer llegó pronto. Era un día despejado y lleno de calor. El sol le otorgó un resplandor dorado al paisaje y los integrantes de la tribu bailaron bajo su brillo como si fuera sagrado. Reece, a mi lado, me dio un golpe cariñoso en las costillas y me dirigió una mirada llena de aliento. Sabía lo que estaba pensando. Sabía lo que estaba tratando de decirme: «Esto lo has hecho posible tú». Me consolaba, me reparaba y me armaba. Sin embargo, todavía tenía un sabor amargo en la boca.

El bosque se fue haciendo cada vez más espeso y umbrío. Cruzamos un arroyo, rodeamos una cascada y seguimos por un sendero estrecho que estaba custodiado a ambos lados por enormes rocas puntiagudas. La brisa se volvió más suave y las hojas sobre nuestras cabezas se convirtieron en anchos círculos verduscos.

Analicé el cielo, el suelo, las ramas que me rozaban las rodillas, y me mantuve alerta hasta que llegamos a un enorme campamento donde varias personas desnudas se voltearon a mirarnos. Al principio, algunos corrieron a buscar sus armas y exclamaron gritos de urgencia, sin embargo, cuando comprendieron lo que estaban viendo —a sus familias—, soltaron lo que habían agarrado y corrieron a encontrarse los unos con los otros.

Fueron gritos y murmullos que se perdieron bajo los altos árboles tupidos. Reece se acercó a mí, me rodeó la espalda con su brazo y suspiró junto a mi oído. Los niños, mientras tanto, dieron vueltas y comenzaron a comunicarse en un idioma incomprensible. Saltaban, se meneaban y corrían. Celebraban su vida recuperada.

Uno de ellos, el mismo niño de ojos negros que se había mordisqueado las amarras, se acercó a nosotros y alzó los brazos para comenzar a bailar frente a nuestros cuerpos. Me cogió una mano, esbozó una sonrisa y me tiró para incluirme en su juego. Era tanta la alegría que emitía, que parecía ilegal observarlo sin participar. Así que me dejé llevar, riendo, y me uní al círculo que habían formado.

Giramos, cogidos de las manos, y saltamos rodeados del silbido de las aves y los moradores de la selva que se escabullían a mirar el espectáculo. Me sentí en paz. Me sentí libre. Disfruté de esa normalidad y olvidé todos los problemas que torturaban mi cabeza. Esas personas estaban felices. Tenían su hogar y su familia, y lo demás no importaba. El poder era algo absurdo, y la ambición también. La humildad que demostraban me hizo comprender que la venganza era un camino secundario mientras todavía tuvieras algo que amar.

Me volteé a mirar a Reece y lo vi apoyado en el tronco de un árbol con una sonrisa genuina en el rostro. Lo llamé, riendo, y él se acercó para rodearme la cintura con sus brazos y alzarme de la tierra. Envuelta entre sus brazos, oculté el rostro en su cuello y enredé mis manos en las hebras de su cabello. Reece rio, me besó el hombro y volvió a dejarme en el piso para acariciarme las mejillas con sus manos.

—Me gusta verte así —habló—. Me gusta verte feliz.

Sonreí.

—A mí también me gusta sentirme así.

Los ojos de Reece se entrecerraron sobre la sonrisa que los incitó.

—Te amo, muñeca.

Alcé mi mano y acaricié la piel de su nariz.

—Te amo, monstruito.

Reece volvió a abrazarme. La fuerza de sus brazos era tan débil que me hacía nadar en ternura. Le pasé las manos por la cintura, por la espalda y por el cabello. Todo lo que tocaba me hacía recordar que lo amaba y que haría lo posible para poder estar con él sin que nada nos amenazara.

—Lo hiciste —dijo alguien detrás de mí—. Trajiste de vuelta a mi familia.

Me giré y me encontré con Toarhi, el hombre con el que habíamos hecho el pacto. Tenía una sonrisa en el rostro y estaba acompañado por una de las ancianas que habíamos rescatado. En cuanto me vio, se acercó a mí y me puso una mano en el corazón. Sus ojos brillaban como dos cristales. Había estado llorando.

—Salvaste a mi madre —susurró—. Salvaste a mi familia. Salvaste a nuestros niños..., nuestras niñas. Le devolviste el espíritu de libertad a nuestra comunidad. Nunca podré pagar lo que hiciste por nosotros.

—Sólo cumplimos con el trato —repliqué.

—¿Tienes madre? —preguntó—. ¿Tienes familia?

Bajé la mirada a las hojas bajo mis pies. La mención de mi madre y mi padre hizo que mi seguridad se viera fracturada. Era fácil ser fuerte cuando no los pensaba. Era fácil creer que todo podía mejorar cuando no los recordaba. Era fácil olvidar que ambos podían estar corriendo peligro cuando estaba enzarzada en la batalla. Sin embargo, la realidad siempre volvía. Mi madre estaba encerrada por orden de Nate, y mi padre estaba junto a un gobierno al que no le importaba verlo morir. Ignorarlo no podía cambiar las cosas.

—Ella no está conmigo —articulé con dificultad—. Se la llevaron.

—¿Y por qué no has ido a buscarla?

Me obligué a mantenerme serena.

—Porque no sé dónde está.

El hombre se descolgó algo del cuello. Un colgante de piedra negra con matices púrpuras. Oscuro, sombrío, misterioso, como el ónix. La cadena que lo sostenía era igual de extraña. Parecía el ojo de un demonio. Toarhi lo acercó a mí, con su puño firme y apretado, y lo empujó contra mi pecho.

—Eso es lo que te prometí —informó—. Pero también te daré otra cosa. Algo que iguale lo que tú hiciste por mí. —Le echó una ojeada a la anciana que lo acompañaba y sonrió—. Te ayudaré a encontrar a tu madre.

Agarré la piedra, gélida e intensa, con mis dedos, y observé los ojos del hombre con esperanza. ¿Encontrar a mi madre? Sabía que era imposible que Toarhi pudiera lograr algo como eso. Mi madre estaba en otra dimensión, secuestrada por Nate, oculta entre las tinieblas. Aunque Toarhi tuviera las mejores intenciones, no podría encontrarla. Sin embargo, aun así, un atisbo de esperanza titiló dentro de mi pecho.

—¿Cómo pretendes ayudarme? —pregunté con tono frágil—. Ella no está aquí en la Amazonia. De hecho, ni siquiera sé si está en Heavenly.

El hombre volvió a mirar a su madre, como si estuviera debatiendo mentalmente las próximas palabras que diría, y luego volvió a posar sus ojos sobre mí. Tenía una mirada segura, confiada, la mirada de una persona que sabe lo que hace.

—Mi madre puede rastrearla —confesó—. No es una habilidad muy común. De hecho, es la única que porta ese poder en la familia, pero es una gran habilidad. Si le entregas algo que perteneció a tu madre, ella podrá encontrarla. Te lo aseguro.

Estuve a punto de caerme. La sensación que me recorrió el estómago me llenó de ansiedad. Apreté el colgante de Nate entre mis dedos, con brío, y di un paso al frente. Mi respiración estaba agitada. Mi corazón trabajaba a toda velocidad. Cada parte de mí luchó por esa mínima posibilidad de encontrar a mi madre.

—¿Ella...? —No pude terminar la frase. Caminé para ponerme frente a la anciana y me arranqué el collar de mi madre del cuello. El «C3» me quemó los dedos—. ¿Usted puede encontrar a mi madre? ¿Usted puede...?

—Yo puedo —dijo la mujer.

Tomó el collar, mirándome a la defensiva, y luego lo escondió entre sus manos. Esperé impaciente, con el corazón apretado, hasta que ella cerró los ojos y comenzó a murmurar en silencio.

—Tu madre está viva. Descansa en la ciudad del pecado. Está abajo, abajo, en el subterráneo, rodeada de dinero y encanto. Mentira y avaricia llenan su hogar, pero a ella todavía no han podido alcanzar. Debes darte prisa, porque la suerte no durará eternamente. El tiempo se acaba, y con ello su alma.

Esperé que dijera más. Algo certero y no tan confuso, pero la mujer me entregó el collar de mi madre y no hubo más. Eso era todo. Una incógnita. ¿Ciudad del pecado? ¿Mentira y avaricia? ¿Se refería a Abismo? ¿Tenía sentido?

Reece dio un paso al frente y me puso una mano en los hombros.

—Las Vegas —dijo—. Tu madre está en Las Vegas.

[...]

De vuelta en el bosque, caminando junto a Reece sin ningún rumbo, mi mente comenzó a trabajar a toda velocidad.

Saber el paradero de mi madre hizo que todos mis planes cambiaran. Ya no tenía la necesidad de regresar a Abismo para averiguar su ubicación. Mi madre estaba oculta en la Tierra y Reece estaba junto a mí. Tenía las dos cosas que había ansiado de ese lugar y ni siquiera había tenido que hacer algo para conseguirlo. Era como si el mundo hubiera decidido conspirar a mi favor para darme un regalo. Mi madre estaba viva, sana, en la Tierra, y Reece estaba a mi lado.

No necesitaba nada más..., no obstante, eso me ponía dentro de una interrogante que no me había atrevido a sopesar. ¿Debía volver a Abismo para asesinar a Nate y cumplir con mi deber? ¿O debía ir por mi madre y luego buscar a Silas para que juntos destruyéramos a Nate?

Repasé ambas opciones y traté de decidirme por una, sin embargo, se me hizo imposible. Una parte de mí quería ir por mi madre, antes de que fuera demasiado tarde, y deseaba dejar de lado la muerte de Nate. Sabía que todavía no tenía el poder necesario para enfrentarlo. Estaba consciente de que atacarlo en su guarida, rodeada de sus guerreros, era una estupidez. Las posibilidades de ganar eran mínimas. Necesitaba a Silas para lograrlo.

No obstante..., otra parte de mí me decía que debía volver y aprovechar mi mentira para matarlo. Ese era mi deber como elegida de la Fuente. Quizá si contaba con el apoyo de Zora, Reece, Moe y Kum, podría asesinarlo antes de que los demás se dieran cuenta. Era una oportunidad que no podía desaprovechar. Los glimmer y la paz en el mundo necesitaban de mí.

Pero...

Analicé el amuleto negro entre mis dedos y luego miré al frente. Los árboles se habían vuelto distantes y el clima se había entibiado a medida que habíamos ido avanzando. Un ave de plumas rojas y azules nos contempló desde una rama y luego abrió las alas para alzar el vuelo. Cada animal que nos veía parecía dispuesto a escapar. Reece, a mí lado, se comía un fruto que le habían dado unos niños de la tribu como gratitud y disfrutaba del alrededor.

Lo contemplé un momento, pensativa, y luego volví a mirar el amuleto entre mis dedos.

—Reece —susurré—. ¿Sabes por qué Nate quiere este amuleto?

Reece me miró, masticando despacio, y tragó.

—¿No te lo dijo?

—No.

Reece le dio otro mordisco a su fruta y analizó el follaje sobre nuestras cabezas.

—Es parte de una alianza —explicó—. Si él le entrega ese amuleto a los seres de otra dimensión, ellos se unirán a él. No sé qué poder tiene, o por qué es tan importante, pero las criaturas de esa dimensión lo necesitan.

—¿Otra alianza? —cuestioné.

Reece se encogió de hombros.

—A él gustan las alianzas —respondió con simpleza—. Sobre todo esta. Es muy importante. Lo he escuchado por los pasillos de manera casual.

Miré el amuleto y tragué saliva. Otra alianza. Nate estaba formando otra alianza para aumentar su poder y su dominio. No podía permitir que eso sucediera. Si Nate seguía aumentando su hueste, sería imposible detenerlo. No sólo arrasaría con el mundo de los glimmer, sino también con el mundo de los humanos y el de todas las otras criaturas de los universos. Acabaría con la paz. Acabaría con la luz. Su venganza se tragaría todo.

Acaricié el amuleto con mis dedos y entrecerré los ojos. Mi corazón no sabía qué camino tomar. Estaba claro que no podía permitir que Nate se acercara al amuleto, pero también estaba claro que no podía dejar escapar esa oportunidad para matarlo. Mi madre me necesitaba, pero la Fuente también. Fruncí el ceño. ¿Qué decisión debía tomar?

—¿Estás pensando en tu madre? —me preguntó Reece, de repente—. No me habías dicho que alguien la tenía secuestrada.

Alcé la mirada, aturdida, y observé los ojos curiosos de Reece. Era cierto, no se lo había mencionado. De hecho, no le había mencionado nada. El Reece que me había olvidado sabía muy poco de nosotros.

—Sí —respondí—. Nate se la llevó hace un tiempo atrás.

Reece asintió.

—¿La extrañas? —me preguntó.

«Es mi madre» iba a responder, pero luego pensé en los padres de Reece y supe que esa no era la respuesta adecuada. Observé mis pies, en silencio, y pensé en la pregunta. ¿Extrañaba a mi madre?

Demonios, sí, la extrañaba. Mucho. Sus abrazos, su calidez, la comida que me preparaba en las mañanas, las noches de cuentos que me daba e, incluso, los miles de regaños que me regalaba. Era mi madre, y la amaría a pesar de todas las veces en que había sentido que ella no me correspondía de la misma manera. Tal vez de eso se trataba el amor incondicional.

—La extraño —admití—. La extraño mucho. Ella... —Me miré las manos—. Yo sé que ella no es mi madre biológica. Mi madre y mi padre biológico son glimmer a los que el gobierno asesinó. No obstante, siento como si lo fuera.

Reece se acercó y se detuvo para rodearme con sus brazos. La forma en que me acarició los omóplatos hizo que mi dolor disminuyera un poco.

—No tienes que llevar su sangre para ser su hija —susurró—. Sólo tienes que amarla.

—No quiero perderla —murmuré—. No quiero que Nate le haga daño. Él no es una buena persona, Reece. Los murk no son el bando correcto. Sé que los humanos han hecho mucho daño, pero...

—Tranquila —me tranquilizó—. Te creo, muñeca. Esta vez voy a confiar en ti. Si dices que Nate es el bando equivocado, te creo.

—No podemos permitir que sus planes se hagan realidad —dije—. Tenemos que detenerlo. Los murk quieren apoderarse de todo. No sólo van a destruir a los humanos, sino también a los glimmer. Y, sin los glimmer, el universo se destruirá a sí mismo.

—Los glimmer —susurró Reece, separándose para mirarme de frente—. ¿Son... buenas personas?

—No todos —admití—. Sus reglas no son buenas, sin embargo, ellos buscan la estabilidad en el universo. Sin ellos, el mal reinará y ya no quedará ningún espacio de paz en el que vivir.

Reece asintió.

—¿Qué son? —preguntó—. ¿Pertenecen a otro universo igual que los murk?

Me pasé una mano por la trenza y sonreí con torpeza.

—Algo así —respondí—. Parece una locura. Dimensiones y universos..., ¿quién lo diría? Hasta hace poco pensaba que éramos lo único que existía.

Él se encogió de hombros.

—Supongo que siglos atrás los humanos tampoco imaginaron que tendrían poderes —comentó—. Las cosas extrañas han sucedido siempre. Por otro lado, cambiando de tema, Nate me explicó que eras la «Elegida» de la Fuente. ¿Eso qué significa?

—Sólo sé que debo proteger a la Fuente —contesté—. No sé cómo. No sé qué me hace diferente a los otros cientos de glimmer que tratan de protegerla, pero debo averiguarlo. La Fuente debe volver al hogar de los glimmer para que ellos puedan seguir protegiendo el mundo.

Reece se alejó de mí y recorrió el espacio que nos rodeaba con lentitud. Parecía pensativo, crítico, analítico. Lo observé en silencio y esperé que hablara.

—«Ellos» —remarcó algo tenso—. Siempre te refieres a los glimmer como «ellos», pero tú también perteneces a su raza. De hecho, eres su princesa. ¿Has pensado qué va a pasar cuándo ellos quieran volver a su hogar?

Me encogí de hombros.

—Supongo que el planeta volverá a ser lo que era antes...

—Me refiero a ti —me cortó—. Muñeca, tú eres una glimmer. Cuando regresen a su «paraíso de avecillas cantoras», los glimmer querrán llevarte con ellos. No permitirán que te quedes aquí. Te separarán de tu familia. Te separarán de tus amigos. Te separarán de mí. ¿Lo has pensado?

La dureza de su pregunta me dejó pasmada. Miré un punto vacío en el aire, tragando saliva, y luego volví a mirar a Reece.

Él tenía razón. Yo no había pensado en lo que pasaría el día de mañana. Sólo había pensado en salvar a mi madre, salvar a Reece y cambiar las reglas. Si a eso le sumaba mis deseos de destruir a los murk y al gobierno para proteger a los millones de niños que corrían peligro en sus manos, tenía cinco objetivos. Ahí iniciaban y acababan mis planes. ¿Qué se suponía que pasaría después?

—Yo... —tartamudeé, retorciéndome los dedos—. No lo había pensado.

Reece me observó con los ojos entrecerrados. Había melancolía en su mirada. Una capa de soledad y tristeza que le empañaba la cara.

—¿Vas a irte con ellos? —preguntó.

Me encogí con un estremecimiento.

—No lo sé. Supongo que es mi deber... Supongo que debo hacerlo. Ellos me necesitan.

Los ojos de Reece brillaron de pesar. Con la mandíbula tensa y los puños apretados, dio un paso en mi dirección.

—Yo también te necesito, muñeca.

—Reece, yo jamás te dejaría —expliqué frustrada—. Si ellos me piden que los acompañe, te llevaré conmigo. A ti y a mis padres. Jamás te dejaría aquí. Jamás podría abandonarte.

Reece negó con la cabeza.

—Sabes que eso no es posible.

—Lo será —repliqué—. Yo lo haré posible.

Reece entornó aún más los ojos, incrédulo, pero luego alzó la mirada al espacio que había detrás de mi espalda y sacudió la cabeza. Hubo un cambio brusco en su expresión. Pudo haber sido por el tema que estábamos tratando, o por cualquier otra cosa, pero toda nuestra complicidad se esfumó.

—Necesito ir al baño —informó—. Volveré pronto.

—Reece... —lo llamé, pero él se alejó de todos modos y me dejó plantada en la humedad.

Miles de partículas se rompieron entre nosotros.

¿Estaba molesto?

Me pasé las manos por el cabello y exhalé con fuerza. Un ave de plumas rojas me observó desde una rama y graznó tres veces. Parecía analizarme, juzgarme, burlarse de mí y de mi miseria. Me llevé las manos al estómago y cerré los ojos, recordándome respirar. La pregunta de Reece siguió danzando en mi cabeza, torturándome. ¿Qué haría cuando los glimmer quisieran volver a su hogar?

Si le decía a Silas que quería quedarme en la Tierra, ¿el aceptaría? Había una mínima posibilidad de que sí, pero había una gran posibilidad de que no. ¿Podía negarme? ¿Tenía el derecho de hacerlo? Pensé en mi madre, en mi padre, en Casper, en Owen, en Scott, en Betty, en Reece..., en todo lo que dejaría si me iba con los glimmer. ¿Tenía opción? ¿Alguna vez la había tenido a lo largo de mi vida?

No.

Yo jamás había tenido un futuro que elegir. Mi destino estaba marcado desde mi nacimiento. El gobierno, los glimmer y los murk necesitaban lo mismo de mí: que luchara. Todos esperaban lo mismo de mí: que peleara. No importaba el bando que escogiera, yo jamás iba a ser libre. Los demás jamás iban a pensar en mí, en lo que yo quería, anhelaba y deseaba. Yo era el arma.

Me llevé el amuleto de Nate frente al rostro y observé la piedra con aspecto de ónix titilar entre mis dedos. Pensé en los niños que habían muerto por culpa de Nate en el estadio. Pensé en los jóvenes que habían muerto en la explosión de la escuela. Pensé en los otros cientos de niños que morirían si la guerra continuaba. Pensé en los millones de niños que nadie recordaba, y fruncí los labios.

Nadie había pensado en mí, pero yo pensaría en ellos.

Yo lo haría.

Nadie más tenía que pasar por lo que yo tenía que pasar.

Ni los niños, ni los jóvenes, ni los adultos, ni los ancianos..., ni esas mujeres en los tubos de OMAN.

Yo los cambiaría.

Los cambiaría a todos.

Cerré mi puño en torno al amuleto y apreté con fuerza. Mucha fuerza. La piedra se resistió entre mis dedos y vibró como si tuviera vida propia. Era un ave tratando de romper las amarras que le ataban las alas. Seguí apretando, con mi mirada fija, la decisión constante, hasta que sentí el primer centímetro de energía trisarse entre mis dedos. Luego vino el segundo, tan suave y frágil como el primero, y luego vino el tercero.

El amuleto estaba a punto de romperse.

Pero entonces alguien me agarró del cuello y el amuleto se cayó de mis manos. Mis pies se elevaron del piso y dos garras me apretaron la tráquea, cortándome la respiración. El oxígeno dejó de entrar a mis pulmones. Miré al frente y llevé mis manos a las ataduras que me asfixiaban para tratar de liberarme, pero me quedé quieta y muda. Levité en medio de un espacio incorpóreo donde todos mis pensamientos se enredaron en un nudo de paja.

—¿Pensaste que no me daría cuenta? —cuestionó el demonio frente a mí con una sonrisa llena de sátira—. ¿Pensaste que podrías arruinarlo todo?

—Reece... —llamé, desesperada—. Ree...

El hombre frente a mí aumentó la presión en mi garganta y mis palabras quedaron suspendidas dentro de mi piel. Sus ojos, más negros que nunca, recorrieron mi figura como si estuviese hecha de lodo. Sentía asco por mí. Impotencia, rabia, desprecio..., todo lo que yo sentía por él.

Nate, el maldito de Nate, me había descubierto. Me pregunté cómo. Me pregunté en qué momento. Me pregunté desde cuándo nos estaba vigilando y cuánto sabía de mí. En medio del dolor y la desesperación, las respuestas danzaron fuera de mi alcance. Estaba pasmada, confundida, helada.

—Esto es lo peor que pudiste haber hecho —bramó—. Confié en ti. Te di la oportunidad de mantener tu memoria porque tenía la esperanza de que elegirías el camino correcto, pero me equivoqué. En la primera prueba, fallaste. Me traicionaste.

Fruncí el rostro y traté de arrancar sus manos de mi cuello, pero mi fuerza no hizo efecto en él.

—Eres una gata traidora —recriminó—. Gata estúpida.

Mi cabeza bombeó con fuerza. Vi sangre, negro y blanco detrás de mis ojos. En un acto desesperado por escapar, alcé mis piernas y las enrosqué alrededor de su brazo para romperle el hombro. Sin embargo, Nate fue rápido y se liberó de mi agarre antes de que pudiera dañarlo.

Mi cuerpo cayó al piso y mi espalda se hundió en las hojas de la tierra. Cada uno de mis huesos sufrió repercusiones. Me retorcí como un gusano, dolorida, hasta que recuperé la orientación y pude levantarme. Mis pulmones ardían como una chimenea. Sentí que no tenía fuerzas para luchar. Cada parte de mí me rogaba que me recostara en el piso a toser.

—Tú... —gruñí—. Tú, maldito...

Nate me dio una bofetada en la mejilla y volví a caer al piso, de rodillas. Su mano se enredó en la trenza de mi cabello y haló mi cabeza hacia atrás. Pude ver su sonrisa maliciosa pintada de diversión. Era el monstruo de una pesadilla. Sabía que no podía pelear con él, porque no tenía ninguna oportunidad de ganar en ese momento.

—¿De verdad creíste que podrías lograrlo? —cuestionó—. Tengo ojos en todas partes, gatito. El mundo se mece bajo mis manos. Fuiste tan ingenua.

Ojos en todas partes.

Pensé, pensé, pensé, y lo entendí.

Los animales; las aves, los insectos, los monos, los cocodrilos..., ellos eran sus ojos. Los animales guardaban información que Nate consumía. Cada hora, cada minuto, cada segundo, Nate se alimentaba de los datos que los demás seres vivos captaban. Incluso una pequeña hormiga dentro de mi ropa podría haber servido para darle lo que quería. Había sido tan idiota.

«Te di la oportunidad de mantener tu memoria»

¿Lo había averiguado él o se lo había dicho Zora?

La idea de que Zora pudiera haberme traicionado me hacía sentir indefensa. Había dado por hecho que podía contar con él, pero, en realidad, no lo sabía.

—No lastimes a Reece, él no es culpable de nada —susurré, con la voz rota—. No conocía mis planes ni mis mentiras. Siempre ha hecho lo que tú le has pedido.

Nate se agachó frente a mí y me asió del cabello con brutalidad. Sus dientes, blancos y parejos, se asomaron en una clara sonrisa.

—¿Por qué me mientes? —preguntó—. Ya lo sé todo, gatito. Ya lo todo.

—No te estoy mintiendo.

—Sí, lo haces.

—No...

—¡Lo haces! —Su grito me dejó tiesa. Cerró los ojos, como si tratara de controlarse a sí mismo, y luego de varios segundos los abrió otra vez—. No lo hagas. Basta.

Apreté la mandíbula, manteniendo la calma, pero fue imposible. Sabía que sin mis habilidades tenía una escasa posibilidad de derrotar a Nate, no obstante, no podía quedarme callada. Asegurarme de que no dañara a Reece pasó a ser mi prioridad en ese instante. Ya lo había lastimado una vez, no podía permitir que lo hiciera de nuevo. La mente de Reece estaba susceptible al daño.

—Si te atreves a lastimarlo, yo... —comencé.

—¿Tú qué? —cuestionó Nate—. No puedes hacer nada en ese estado. Eres tan débil como un pececillo. Podría ponerte en un plato y observar cómo te retuerces.

La ira hirvió en mi interior. Todos los canales de mi cuerpo dejaron pasar el mismo sentimiento. Icé un brazo, sin moverme del sitio, y cerré mis dedos en torno al cuello de Nate. Mis uñas se clavaron encima de las venas que florecían como primavera, pero a él no le afectó.

—Si lo lastimas, si te atreves a robarle una gota de sangre a su cuerpo, te prometo que me encargaré de que nunca más vuelvas a pronunciar el nombre de Vashya —amenacé—. Te arrancaré la lengua.

La expresión de Nate cambió. Puso esa cara. Sus ojos se ampliaron, el inicio de sus cejas descendió y su boca se curvó levemente hacia abajo. La sorpresa, el temor y la confusión se mezclaron para llenarlo de nostalgia.

Su mano izquierda, aferrada a mi trenza como una garra, me liberó. Su ataque fue descoordinado por las palabras que acababan de salir de mi boca. Se volvió vulnerable.

—¿Cómo...? —balbuceó—. ¿Cómo lo...?

Y lo supe, ese era su punto débil.

—Vashya —repetí—. ¿Vashya estaría feliz viéndote destruir el mundo, Zad? ¿Eso era lo que ella quería?

Nate dejó caer las manos a la tierra y miró la nada. Me acerqué con cuidado, aprovechándome de la situación, y liberé su garganta para llevar mis manos a mi cinturón de armas. Tanteé la empuñadura de una daga con mis dedos, dispuesta a extraerla, sin embargo, antes de lograrlo, una enredadera emergió de la tierra y subió por mi cuerpo para inmovilizarme.

Fueron como lombrices marrones que brotaron y se enroscaron alrededor de mis extremidades. La daga cayó de mi mano. La planta pegó mis rodillas a la superficie y separó mis brazos formando una cruz. Miré al frente, en busca de explicación, y tiré de mis manos una y otra vez para liberarme, no obstante, el material se resistió a mis intentos. Presionó mis costillas y se cerró como un espiral en torno a mi cuello.

—¡Yeih, yeih! —exclamó con triunfo una voz femenina..., una voz que conocía—. ¡Una araña en mi telaraña!

Nate, también de rodillas, pero sin las enredaderas que me mantenían atada, reaccionó y miró detrás de su espalda. Yo también miré. Agachada como un sapo, con las manos llenas de barro y la boca pintada de verde, se encontraba Green, una de los tres murk que nos habían acompañado. Tenía una sonrisa maniática en el rostro. Parecía... ansiosa.

—Green —pronunció Nate, poniéndose de pie con rapidez.

Green bajó la cabeza y evitó mirarlo a los ojos.

—Mi señor... —susurró—. ¿Hice bien?

Nate tragó saliva.

—Hiciste bien.

Gruñí, furiosa, y forcejeé contra las amarras. Nate se posicionó frente a mí y me observó con los dientes apretados. Sabía lo que estaba pensando. Sabía lo que quería hacerme. Sabía que me lastimaría. Tiré con más fuerza, pisoteando la idea de rendirme, y logré romper una liana sobre mis bíceps. Por un segundo, tuve la esperanza de que podría escapar... Esas esperanzas se esfumaron cuando de la enredadera surgieron espinas y esas espinas se clavaron en mi carne.

Grité y Nate dio un paso en mi dirección.

—¿Ibas a matarme? —interrogó.

Lo maldije con mi mirada a pesar del dolor. Podía sentir la sensación fresca y cosquillosa de la sangre emanando de mi piel. Un hilo grueso y carmín bajando por mi clavícula. El olor a óxido mezclado con la savia que brotaba de los tejidos de la enredadera.

—Te mataría mil veces —solté con una sonrisa.

Sus ojos flaquearon.

Dio un paso en mi dirección, extrayendo una daga de oro en el trayecto, y cogió la trenza que Reece me había hecho con tanto esmero. Sus dedos me cogieron con fuerza; tiraron de mi pelo hasta arrancarme algunos mechones de la piel. Antes de que pudiera entender lo que estaba haciendo, Nate pasó la daga por el inicio de la trenza y cortó más de la mitad de mi cabello.

Gemí.

Mi cabello.

Siempre había odiado mi cabello.

Cuando supe que jamás podría cortarlo, lo detesté.

Sin embargo, el toque de Reece lo había cambiado todo. Me había hecho amar aquello que siempre había significado una dificultad. Ahora nunca volvería a ser lo mismo. Aunque creciera, jamás sería el mismo cabello que Reece había acariciado.

Miré al pelinegro, mi trenza ónix entre sus dedos del color del hueso, y le enseñé mis dientes. Mi ritmo cardíaco aumentó. La presión de la ira bulló bajo mis venas. Mis ojos se llenaron de lágrimas al mismo tiempo que algo dentro de mi corazón se rompía.

—Te lo preguntaré de nuevo —dijo Nate—. ¿Ibas a matarme?

Presioné mis dientes.

—Sí.

Nate volvió a coger mi cabello, esta vez un montón de mechones cortos alrededor de mi rostro, y pasó la daga a un centímetro de distancia de mi cuero cabelludo. El pelo se esparció por la tierra al igual que mi energía.

—¿Ibas a matarme? —repitió.

—Sí.

Cogió más pelo, y volvió a cortar.

—¿Ibas a matarme?

Esbocé una sonrisa.

—Sí —respondí—. La respuesta siempre será sí.

Nate gruñó, descontrolado, y clavó su puño en mi mejilla. El dolor fue increíble. Mis propios dientes me rompieron la carne por dentro. Tosí un escupitajo de sangre, dolorida, y me esforcé para volver a esbozar una sonrisa.

Entonces alguien agarró a Nate del cuello y le dio un puñetazo.

Parpadeé perpleja.

Uno, dos, tres. Seis golpes en la cara de Nate. Reece, el causante, lo lanzó al suelo y se sentó sobre su pecho para seguir golpeándole el rostro con sus manos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Nate desapareció y Reece quedó sentado sobre el piso golpeando la tierra. Ni siquiera hubo un momento de confusión. En cuanto Nate desapareció, Reece se puso de pie y corrió hacia mí, rápido y veloz, para desatarme.

Sin embargo, antes de que pudiera alcanzarme, unas amarras iguales a las mías surgieron de la tierra para inmovilizarlo. Su cuerpo quedó envuelto en una enredadera de espinas y sus ojos añiles quedaron frente a los míos. Ambos atados, ambos de rodillas, ambos con agujas clavadas en nuestra piel.

—Muñeca —me llamó—. Oh, mi muñeca, ¿qué te han hecho?

Ningún golpe me preparó para verlo así.

Ningún daño me preparó para el dolor que sentí al ver las espinas enterradas en su cuerpo.

—Reece... —Tiré de mis brazos; las magulladuras aumentando su tamaño—. ¡Reece! ¡Suéltalo! ¡Suéltalo! ¡Pedazo de mierda! ¡Suéltalo!

La risa de Nate se alzó desde un roble cerca de nuestro entorno. En cuanto lo miré, y vi su complexión cubierta de negro entre las sombras, distinguí las dos cabezas que estaban tiradas frente a sus pies. Habría sido imposible no fijarme en ellas. Las cabezas de Red y Blue, los otros dos murk del trío, estaban separadas de sus cuerpos, heladas en una mueca de horror frente a Nate.

Sin vida.

Abrí y cerré la boca, unas tres veces.

—Veo que Red y Blue cumplieron con su objetivo —dijo Nate, limpiándose la sangre del mentón con el dorso de la mano, escrudiñando a Reece con sus ojos—. Aguantaron hasta agotar tu energía. Se merecen un buen entierro. Hicieron un buen trabajo.

Moví mi mirada hacia Reece. ¿Él... los había asesinado? ¿En qué momento? Pensé en lo que me había dicho antes de separarse de mí y tragué saliva. ¿Había sido una excusa?

—Admito que habría sido difícil enfrentarme a ti en otro momento —continuó Nate, avanzando hacia nosotros—. Pero has desperdiciado tu poder, y eso te hace débil. ¿Quieres ser débil, Reece? ¿Quieres que los demás te pasen a llevar?

Reece sonrió.

—Por supuesto, es el sueño de todo ser viviente.

Nate ignoró su comentario.

—Yo puedo darte poder —aseguró—. Si es lo que quieres, yo puedo darte poder.

—En realidad, ahora mismo se me antoja un té chino —contestó Reece—. ¿También me lo puedes traer?

Nate frunció el ceño.

—¿De verdad vas a elegirla? —cuestionó—. ¿Acaso... la amas?

Reece se encogió de hombros.

—No, sólo tengo la estúpida obsesión por ponerme en peligro innecesariamente.

Nate bramó, furioso, y se acercó a mí. Mi cuerpo tembló de forma inconsciente ante su cercanía. Iba a dañarme, estaba segura. Su cuerpo se dobló para inclinarse sobre mí y sus manos me cogieron del cabello que quedaba sobre mi cabeza prácticamente calva. Sus ojos, dos manchas negras y sombrías, me contemplaron a escasos centímetros de distancia.

—Suéltala —oí decir a Reece—. Aléjate de ella. No la toques.

Nate, sin embargo, no me soltó.

Me rozó la nariz con su nariz, sin pestañear, y posó su sonrisa perversa sobre mis labios. Me besó. La fuerza que empleé para intentar alejar mi cabeza de su roce no fue suficiente. Los labios de Nate, fríos como el hielo, se movieron sobre los míos y ningún intento logró separarlo de mí. Me quedé tan gélida como su piel, cual iceberg estancado entre un montón de rocas, eterno y maldito, y Nate aprovechó ese instante para pasar su lengua por mis labios.

Mi primer pensamiento fue cerrar la boca, gruñir y retorcerme, pero no lo hice. Me quedé quieta, pensando en mil cosas a la vez, y entonces abrí la boca para permitirle el acceso. El sabor a sangre y muerte explotó en mi paladar al segundo. Nate clavó sus dedos en mi cabeza y estalló en un beso ardiente y furioso. Inexperto, dolorido y exigente. Novato. Sus manos bajaron a mi cintura, ignorando los cortes que le producían las espinas, y buscaron mis caderas.

Y en ese momento, comprendí dos cosas: Nate necesitaba una mujer, y necesitar a una mujer lo hacía ser ingenuo.

Su lengua entró en mi boca, ansiosa, y yo hice mi jugada.

Lo mordí. Atrapé su lengua entre mis dientes, como si se tratara de un trozo de hamburguesa, y lo mordí con la misma fuerza de un leopardo. No fue una mordida tierna, no, fue una mordida salvaje. Mis dientes se clavaron en su carne, y su lengua se partió por la mitad.

Por la mitad.

Sangre y carne quedaron dentro de mi boca cuando Nate retrocedió entre gemidos de dolor. Escupí el resto de su lengua, asqueada, y observé la manera en que se cubría la boca para detener el sangrado. Era inútil. La sangre brotaba entre sus dedos, como lava, y se escurría por la barbilla que conducía a su cuello sin control.

Satisfecha, esbocé una sonrisa de gratitud y me relamí los labios.

—Te lo advertí —susurré—. Te dije que no lo lastimaras, pero lo hiciste.

Nate se removió, buscando a una paralizada Green que nos miraba con asombro, y nos señaló con los dedos.

No tuvo que hacer más, Green hizo el resto.

Lo último que sentí antes de que ella se acercara a inyectarnos un somnífero, fue siniestra alegría en el fondo de mi pecho.

¿Qué me estaba pasando?

¿En qué me estaba convirtiendo? 


.....

¡Hola, mis muñecas y muñecos! ¡Feliz fin de semana!

¿Qué les pareció el capítulo? 

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