Capítulo 15
Una canción me obligó a abrir los ojos. Cuando lo hice, una luz tenue y azulada se aclaró hasta convertirse en una potente fuente cegadora. Me llevé las manos a los ojos, adolorida, y traté de ponerme de pie. Sin embargo, mis piernas estaban hechas de agua, apodadas sobre un colchón duro y ajeno, donde era imposible levantarse.
—Mami... —jadeé—. Papá.
La canción continuó.
«Padre nuestro, que estás en el cielo...»
Un frío sudor extendió una capa sobre mi piel. Me destapé los ojos, aterrada, y busqué mi entorno. Estaba desorientada, asustada, confundida. Mi corazón latía desesperado dentro de mi pecho. El oxígeno quemaba, derretía, deshacía.
—¡Mami! —chillé, en busca de auxilio—. ¡Papi!
Pero otra escena tomó forma frente a mis ojos.
Hombres y mujeres estaban congregados en una sala sucia y antigua, dibujando una circunferencia con sus cuerpos huesudos. Vestían túnicas claras, y cruces. Cruces por todos lados. Todos cantaban, todos lloraban, todos miraban al hombre de rodilla entre ellos:
Reece, sangrante y moribundo, con una espada clavada en el pecho.
Mi espada.
«Padre, perdona a esta pecadora, asesina y traidora...»
Me senté de golpe, exhausta, y abrí los ojos.
Las personas habían desaparecido.
La pesadilla se había ido.
Volvía a estar en Abismo, sobre la cama acolchada y grande de Nate. Me llevé las manos al rostro, para limpiarme las lágrimas que había dejado salir en mi inconsciencia, e inhalé una bocanada de aire frío. Mis manos todavía estaban temblando. Mis piernas todavía estaban tiesas en la cama. Mi corazón trabajaba al mismo galope desenfrenado.
Una vez más la misma pesadilla, con las mismas personas y distinto desenlace.
Me aparté el cabello de la frente y miré la habitación. El lugar estaba oscuro, más oscuro que en cualquier otra ocasión. Tragué saliva y apoyé las manos a mis costados, sobre el colchón, no obstante, mi mano derecha estuvo lejos de tocar la suave tela del cobertor. Mis dedos tocaron piel, piel gélida y humana.
Sobresaltada, miré a mi lado y fruncí el ceño.
Tuve que parpadear muchas veces para creer lo que estaba viendo.
Nate.
Se encontraba dormido, con la espalda sobre la cama y las dos manos detrás de la cabeza. Arriba de su abdomen, como una bola peluda, se hallaba un gato gris atigrado. Su pecho se movía tranquilo, con calma, al compás del de su amo. Era como un cuadro o una fotografía. La belleza misteriosa de ambos resultaba irreal. Parecía que iba a evaporarse en cualquier segundo para desaparecer en el cielo, allí donde todo era más hermoso y oscuro.
Me llevé la mano al collar de mi madre e inspiré con fuerza. Observé el rostro de Nate, lívido e inmóvil, y me mordí el interior de la mejilla. La rabia volvió a brotar dentro de mi pecho, como una maleza rebelde e inmortal. Sentí que mis manos temblaban por agarrarle el cuello y asfixiarlo, por coger una daga y atravesarle las costillas, por arrancarle los ojos, la lengua y la nariz.
Pensé en lo fácil que habría sido matarlo.
Sólo tenía que acercarme y besarlo, arrancarle cada año de vida hasta que no quedara nada de él. No importaba si me volvía joven, o un bebé, porque todo lo malo habría acabado. La guerra habría acabado. Los murk se sentirían desprotegidos y no podrían volver a salir a la Tierra. Los glimmer obtendrían la Fuente y podrían volver a su hogar, cuando una nueva elegida naciera.
Era un futuro simple, y estaba en mis manos.
Sin embargo, mis manos eran egoístas y no sabían hacer sacrificios.
Jamás podría condenar a Reece a vivir su vida dentro de aquella lobreguez. Jamás podría permitir que mi madre se quedara a la deriva por siempre, encerrada en algún lugar sombrío y tenebroso, esperando una ayuda que nunca llegaría. Jamás podría dejar solo a mi padre. Jamás podría abandonar a las personas que amaba, aunque de eso dependiera la vida.
Mi corazón era egoísta, y nunca renunciaría a aquello que deseaba.
¿Eso me convertía en alguien igual a Nate?
Respiré profundo y volví a recostarme sobre la cama. De costado, frente a su rostro perfilado, observé la curva de su nariz respingada. Me pregunté qué hacía allí, en la que ahora era mi habitación, y por qué estaba dormido. No había ninguna razón por la que Nate tuviera que acompañarme, a menos que me estuviera vigilando o fuera una trampa.
De las dos opciones, la última era la más sensata.
Extendí el brazo y toqué el cuerpo del animal peludo. Un ronroneo se alzó en su tórax, al mismo tiempo en que mis ojos se cerraban para iniciar una vez más el viaje al mundo de las pesadillas.
—Vashyah... —oí que Nate susurraba, en un acento e idioma incomprensible.
Entonces me quedé dormida, y ya no tuve pesadillas.
[...]
Mierda.
Algo áspero me estaba lamiendo la barbilla.
Abrí los ojos, adormecida, y me encontré con la pequeña cabeza de un gato siberiano. Me senté apresurada, cogiendo el gato entre mis brazos y dejándolo a un lado. No sabía qué tenía la lengua de ese animal, pero sentía la carne ardiente, como si acabaran de rasparme con una virutilla metálica.
Gemí despacio y miré la otra mitad de la cama. Nate seguía recostado, con los ojos cerrados y las manos detrás de la cabeza. Lo único distinto era que el gato ya no estaba sobre él, estaba debajo de mis pies, ronroneando y lamiéndose el cuerpo. Parecía satisfecho, como si acabara de cumplir su objetivo: despertarme y dañarme.
Me llevé las manos al rostro e hice una mueca. La habitación seguía igual, pero más iluminada y viva. Era como si acabara de amanecer y el sol estuviera entrando a raudales por la ventana. Una completa ironía, porque en Abismo nunca era de día. La noche y la oscuridad eran crónicas, al igual que mi odio hacia Nate.
Me pasé los dedos por la barbilla y fruncí el ceño. Tenía pequeños pedazos de piel levantados, culpa del excesivo acicalamiento. A mi mente vino el recuerdo de mis días de depilación, y lo delicada que quedaba mi piel cuando me arrancaba los parches de cera. Entonces el recuerdo trajo a mi mente el recuerdo de otra cosa, y mis manos se posaron sobre la parte superior de mis labios de forma inconsciente.
—Hay, no —susurré aterrada—. Debo parecer un simio.
¿Cuántos días llevaba sin depilarme?
—Esto no pasa en las películas —agregué a punto de echarme a llorar.
¿Es que todo lo malo siempre me ocurría a mí?
—Sigues igual que siempre —habló Nate, sobresaltándome—. No te preocupes por eso.
Miré su rostro, que aún tenía los ojos cerrados, y separé la mandíbula. No sabía cómo tomarme su comentario, o cómo tomarme el hecho de que estuviera despierto. ¿Quería decir que siempre andaba peluda o que los vellos no se me notaban? Arqueé las cejas y tosí despacio.
Nate abrió un ojo.
—Quiero decir que te ves bien —aclaró.
Afilé la mirada.
—¿Estuviste despierto todo este tiempo?
—No, acabo de despertar —respondió, volviendo a cerrar los ojos—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso estuviste acosándome mientras dormía? Eso está mal, gatito.
No, quise matarte.
—Claro. —Seguí tanteándome la piel del rostro—. Dudo que sepas lo que significa para una mujer andar como simio. Necesito a Zora, ella sabrá ayudarme.
—Si eso hará que estés más tranquila, entonces la llamaré —comentó—. Pero dame tiempo para desperezarme.
Pasé las manos por las mantas, allí donde estaban mis piernas.
—¿Por qué decidiste dormir aquí? —interrogué—. Si quieres volver a utilizar tu habitación, puedes decirle a Zora que me asigne otro dormitorio. No tengo ningún problema con eso.
—No te estoy echando —replicó.
—¿Entonces?
—Extrañaba mi cama.
Solté una carcajada.
—¡Uy, qué sentimental! —Lo empujé despacio, pero apenas se movió—. ¡Nate y miss cama se aman! ¡Uy! ¡Puedo oler el amor!
Nate abrió los ojos, y esbozó una sonrisa. La ocultó lo más rápido que pudo, sentándose y poniéndose de pie. No me miró cuando se puso una chaqueta negra, y tampoco cuando cogió al gato rayado entre sus brazos.
—Prepárate, Zora vendrá enseguida —dijo, con más amabilidad de la que esperaba—. Recuerda que esta tarde se celebrará una fiesta en honor a tu llegada. No puedes faltar.
—No lo haré —aseguré, con tono militar.
Nate me dirigió una mirada divertida.
—Nos vemos, gatito.
Alcé la mano y, en ella, mis dedos índice y corazón.
—Hasta la vista, baby.
Nate salió de la habitación, y entonces me atreví a juntar las manos en la base de mi estómago.
Éstas temblaban, como las hojas de un árbol en otoño, deseosas por escaparse de mis brazos, deseosas por viajar hasta Nate y degollarlo. Respiré profundo y traté de tranquilizarme. Mi corazón se sentía apretado. Mi estómago rugía. Siempre que me encontraba frente a él era lo mismo. Mis deseos de matarlo eran incontrolables.
Pero no podía.
Tenía que ser cuerda y mantener la calma. Fingir normalidad. Tenía que ganarme su confianza y lograr que me revelara el paradero de mi madre. Tenía que estudiar su habilidad a fondo, verla de forma directa, y aprender a imitarla. Tenía que hacer reaccionar a Reece y lograr que volviera a ser el mismo de siempre, para que juntos pudiéramos regresar a la Tierra. Tenía que solucionar muchas cosas.
Sólo ahí podría matarlo, sólo ahí.
Mientras tanto debía ser buena y buscar una manera para volverme su confidente.
Nada más.
Inspirando con furia, metí las manos debajo de las almohadas y extraje la muñeca de trapo que me regaló Reece. Le alisé las trenzas con los dedos, ordenando las pelusillas que se habían descontrolado, y luego la aplasté contra mi pecho. Tener algo de Reece entre las manos siempre era reconfortante, al igual que el collar de mi madre.
Ellos eran los únicos que mantenían mi cordura a flote.
Los únicos.
[...]
—Tienes que calentarla —le dije a Zora—. Debes esperar que se derrita y, cuando esté tibia, aplicarla sobre el rostro.
Ella miró la olla de cera depilatoria como si se tratara de un rompecabezas.
—¿Calentarla?
—¿Nunca has usado cera depilatoria?
Zora meneó la cabeza hacia ambos lados.
—No.
Miré la olla entre sus manos con desconfianza.
—¿Y eso de quién es? —interrogué.
—Elvira, la cocinera —respondió—. Es una humana que rescatamos en la Tierra. Ahora vive con nosotros, y nos ayuda a cocinar, pero sigue comportándose como humana.
—¿Y tú cómo lo haces para lucir tan bien? —cuestioné—. ¿Usas tecnología más avanzada? ¿Métodos más costosos?
—Dashaah, un murk de Abismo, puede controlar el crecimiento capilar de todo el cuerpo —explicó Zora, ruborizada—. Muchas chicas recurren a él en situaciones como estas, pero Nate no lo sabe. Es un trabajo que hace a escondidas. Nate consideraría que es estúpido utilizar su habilidad en algo así. Lo bueno es que es un tratamiento permanente, y sólo tienes que verlo una vez.
Me llevé las manos al rostro para halar mi piel.
—¡Necesito esa habilidad en mi vida!
Zora comenzó a reír.
Se encontraba sentada a los pies de mi cama, con la cera entre las manos y una coleta alta que ataba su cabello. Se veía radiante. Vestía la misma ropa negra de siempre, pero arriba llevaba puesta una cazadora roja que se ajustaba en su cintura y le rozaba las rodillas. Parecía una cazadora de vampiros. Ya se lo había dicho una vez, puesto que esa era una de las prendas que más la caracterizaban, pero ella lo había negado y se había largado a reír.
Ahora, más que una cazadora de vampiros, parecía una modelo. Zora era hermosa. Tenía un cuerpo y rostro privilegiados. Toda la ropa que usaba combinaba con su cabello u ojos. Siempre sabía lucir bien, de forma casual. Imaginé que muchos hombres en Abismo debían estar enamorados de ella.
—Está bien, iré a buscar a Dashaah —dijo, poniéndose de pie—. Pero tiene que prometerme que no se lo contará a Nate. Será un secreto de las dos.
Sonreí.
—Por supuesto.
Zora me devolvió la sonrisa y salió de la habitación.
Veinte minutos después, estaba de vuelta con un hombre de cabello largo, espeso y castaño, que se vestía sólo con pantalones y tenía una barba que le rozaba el ombligo. Era como un gigante peludo. En cuanto entró, y me vio, comenzó a reír y a trenzarse el vello que colgaba de su pecho. Era escalofriante, pero tenía una sonrisa agradable. Era una mezcla extraña que no esperaba encontrar en Abismo. Sus dientes cariados y amarillentos lo hacían bestial, pero su mirada era sincera y compasiva.
—¿Querer habilidad? —preguntó en un gruñido—. ¿Niña querer habilidad?
Atrás de él, Zora me hizo señas para que dijera que sí.
—Eh, sí —susurré—. Yo querer habilidad.
Dashaah señaló la cama y con la otra mano se cogió la barba trenzada.
—Estirar.
Arqueé las cejas y Zora sonrió.
—Quiere decir que se acueste en la cama, señorita —explicó ella—. Así Dashaah hará un mejor trabajo.
—Vale —acepté.
Caminé hasta la cama y me acosté sobre ella, entre los cojines dispersados y mi nerviosismo severo. Sentía una sensación incómoda en el estómago, como de miles de gusanos creando túneles bajo mi piel. No sabía cómo funcionaba la habilidad de ese hombre, y eso me tenía a segundos de un colapso cerebral.
Él se acercó hasta donde me encontraba y recorrió mi complexión con la mirada. Era una vista observadora, analítica, crítica. Me pasó la punta de sus dedos por el mentón, y luego por las piernas.
Mis sentidos se aceleraron.
Nunca tuve tantos deseos de salir corriendo.
—Tranquila —murmuró Zora, poniéndose al otro lado de la cama para cogerme la mano—. Yo estoy aquí, y no dejaré que nada malo le suceda. Se lo prometo.
Contemplé sus ojos verdes en silencio, y tragué saliva.
—Gracias, Zora.
Dashaah gruñó algo incomprensible y me puso una de sus manazas en la cabeza. Entré en pánico, pero luché por controlarme y permanecer inmóvil. Zora, a mi lado, me acarició la mano y sonrió de forma alentadora. Traté de concentrarme en su rostro, en el brillo de sus ojos y los mechones rojizos que se escapaban de su moño, sin embargo, el gruñido de Dashaah no me pasó desapercibido.
De un segundo a otro, mi epidermis se volvió sensible y la tela de la ropa comenzó a rasgarme la piel. Fue como si me hubiesen arrancado tiras de carne viva. Grité. Me senté de forma brusca y llevé las manos a mis muslos. Luego, a mi parte íntima.
Una oleada de calor abrasador se deslizó por mis mejillas.
—¡No me jodas!
Dashaah rio.
Zora se lanzó a la cama y me rodeó con sus brazos delgados.
—¡Señorita! —exclamó—. ¿Qué le sucede?
Cerré los ojos y respiré profundo.
—Mi... chichi.
—¡Dashaah! —gritó Zora, sin comprender—. ¿Qué le hiciste? ¿Por qué está así? ¡Te dije que no la dañaras, simio!
Él continuó riendo y se llevó las manos al pecho con orgullo.
—No pelos —gruñó satisfecho—. No pelos. Nunca.
Zora comenzó a gritarle algo, y Dashaah empezó a reír. No le presté atención a ninguno de los dos. En medio del alboroto, me pasé las manos por el rostro, los brazos y las piernas. Sentía una sensación vibrante en mi cuerpo, pero el dolor había desaparecido. Me costó convencerme de que ya no tenía vellos, que el murk los había hecho desaparecer todos, y para siempre. Era un cambio demasiado brusco.
Incluso mi intimidad había sido trajinada.
Lo único a salvo eran mi cabello y mis cejas.
Estaba feliz y enojada.
Me pasé la yema de los dedos por la parte superior de mis labios y sonreí satisfecha; suave como una pluma. Intenté subirme las piernas de los pantalones, pero éstos eran muy ajustados como para dejar al descubierto mi piel, así que me rendí. Me limité a mirarme los brazos y buscar esos minúsculos vellitos que alguna vez habían existido.
Sin embargo, Zora me agarró de las mejillas y me obligó a mirarla.
—¿Qué le hizo? —indagó—. ¿Por qué gritó como si le doliera?
—Sólo fue la impresión —respondí, sonriendo tranquila—. Estoy bien. No te preocupes.
Dashaah me señaló con su dedo.
—Mujer fuerte.
—Iré a dejar a Dashaah, pero volveré enseguida —prometió Zora, acariciándome el cabello—. Tengo que prepararla para la fiesta que se aproxima. Nate compró ropa para usted, así que me encargaré de traérsela.
—Estoy conforme con la ropa que tengo —repliqué—. Es suficiente para mí.
—Es un vestido para la fiesta, señorita —insistió—. Lo necesitará.
Hice una mueca de asco, pero Zora me ignoró. Se puso de pie, agarró a Dashaah del brazo y lo arrastró hasta la salida. El grandulón me dirigió una mirada burlesca, pero no dijo nada más. Ambos desaparecieron por la puerta y yo me quedé tendida sobre la cama, como un bulto que acababa de ser trajinado.
Una vez más, me llevé las manos al colgante que reposaba en mi cuello y tragué saliva.
Cada vez que estaba sola, el recuerdo de todo lo malo se convertía en un lobo hambriento que atacaba mi seguridad. Fingir hacía que aceptar mi condición fuera más fácil. Hablar con Zora hacía que estar allí fuera más fácil. Sonaba horrible, pero ella me daba una tranquilidad que nada más me daba.
Era simple ignorar que mi madre estaba desaparecida.
Era simple ignorar que amar a Reece podría destruirlo.
Era simple ignorar que estaba secuestrada.
Era simple ignorar que residía en otra dimensión.
Todo era más simple cuando estaba ella, y eso me aterraba, porque Zora era un murk. Y los murk eran monstruos. Y los monstruos eran mis enemigos. Y a mis enemigos debía matarlos.
Me puse de pie y observé la oscuridad que había al otro lado de la ventana de la habitación. Era una negrura vacía, sin termino, infinita. Apoyé las manos en el cristal y soplé aire caliente. El vidrio se empañó producto del frío. Pasé mis dedos por encima y dibujé un pequeño diente de león, de pétalos deformes y tallo torcido.
Siempre había sido una pésima dibujante, me dije a mí misma. No era nada comparada a Reece. Él era frágil, y yo era grotesca. Los dibujos de Reece eran como fotografías vivas que dejaban ver todo lo que buscaban transmitir. Miedo, odio, rabia, anhelo, cariño. Reece hacía que los lápices parecieran bonitos, y que las hojas de papel no resultaran inútiles. Lograba que el olor de la pintura fuera dulce, y que las manos no fueran vistas como un instrumento que sólo servía para matar.
Me pregunté qué estaba haciendo, y si asistiría a la fiesta que se estaba realizando. Pensé en lo que me dijo Zora, sobre las reglas y prohibiciones de los glimmer, y fue como si un cuchillo me atravesara la espalda.
Una parte de mí le creía, y estaba convencida de que me decía la verdad. En cambio, otra parte, más testaruda, tenía la esperanza de que sólo fuera un método para convencerme de que los glimmer eran mis enemigos.
Aceptar que no podía amar a Reece era como tragar veneno. No porque amarlo fuera peligroso, sino porque no lo podía evitar. Era inútil intentar odiarlo, ignorarlo, olvidarlo. Reece estaba grabado en mi alma desde el primer día en que lo vi, y negarlo era absurdo. Creer en Zora era como atarme una soga al cuello y colgarme de una viga.
La única opción que me quedaba era tener fe y esperar a reencontrarme con el glimmer de la chaqueta negra. Sus ojos grises, misteriosos y extravagantes sólo derramaban verdad. Sabía que él no me mentiría. Mi corazón tenía la convicción de ello. Reunirme con él era mi última esperanza de descubrir que Zora mentía.
Pasé las manos por el dibujo mal trazado y respiré profundo. Mi mente siguió cavilando por un largo rato, pensando en mi padre, en Casper, en Owen y Scott, hasta que la puerta del dormitorio se abrió y por ella ingresó Zora.
—¿Se siente mal, señorita? —preguntó al verme de pie junto a la ventana—. ¿Está así por lo que le hizo Dashaah?
—Estoy bien, Zora —respondí—. Sólo tengo hambre.
—En la fiesta habrá mucha comida —aseguró, eliminando el espacio que nos separaba—. Podrá comer todo lo que desee. Pasteles, dulces, panes, frutas, verduras, salados. ¡La cocina está llena de preparativos!
—Sólo quiero un pan —murmuré.
Zora me puso una mano en la espalda.
—¿Qué le sucede? —insistió—. ¿Por qué tiene esa cara?
Clavé los ojos en el exterior, en el cielo negro manchado con un púrpura venenoso.
«Porque estoy secuestrada, y debo fingir que nada malo está pasando. No sé dónde está mi madre, o si sigue con vida. No sé cómo está mi padre, o Casper, u Owen, o Scott. Reece no me recuerda, y acabo de enterarme de que amarlo puede matarlo. Vi morir a decenas de mujeres, hombres y niños abrasados por el fuego. El olor a carne chamuscada y el sonido de sus gritos siguen en mi mente. Ethan, mi ex compañero, es el culpable de todo. Ya no sé en quien confiar. Todos me han traicionado, u olvidado. Incluso mis amigos. Mis padres desearían que estuviera muerta. Y, en cierto modo, yo también lo desearía. Las pesadillas me atacan todos los días. Ya no sé si son ilusiones, o si son reales. He estado más de tres veces tentada a clavarme una daga en el cuello, pero no he podido. Soy una cobarde. Siempre lo he sido...»
—Señorita —me llamó Zora—. ¿Qué pasa?
Entrecerré los ojos.
—Nada, todo está bien.
—¿Está segura?
—Sí.
Zora me pasó las manos por el cabello, como si me peinara.
—Entonces vaya a bañarse —ordenó—. Yo iré por su vestido y vendré a prepararla para la fiesta. Lucirá deslumbrante. Todos la envidiarán.
Doblé el cuello para mirarla.
—Preferiría quedarme con mi ropa de siempre.
—¡Por ningún motivo! —exclamó—. Vaya a bañarse. Hoy es su fiesta, y debe estar presentable.
—Pero...
—Pero nada —me cortó—. Usted es una princesa, y yo me encargaré de que luzca como tal.
[...]
Zora no mentía.
Contemplarme en el espejo nunca había sido mi predilección, pero después del trabajo de Zora era imposible no hacerlo.
Mientras más me miraba en el cristal, más me convencía de que la persona al otro lado no podía ser yo. Estaba acostumbrada a verme a mí misma con un aspecto grotesco, sucio, de guerrera. Con la maraña de pelo desordenada, los labios resecos y unas ojeras indiscutibles. Con la ropa negra de combate y manchas de sangre seca encima. Yo, una bestia sanguinaria.
Sin embargo, ahora nada de eso estaba presente.
Mi cabello azabache estaba recogido en mi nuca, con ondas naturales, de forma perfecta. Una diadema de diamantes decoraba el peinado, y unos aros idénticos colgaban de mis orejas. La piel de mi rostro lucía inmaculada, limpia, tersa, con color. Tanto mis ojos como mis labios estaban maquillados, con tonos oscuros, siniestros. Negro, gris y mora negra.
Abajo, un vestido largo y azul marino me cubría el cuerpo. Tenía las mangas cortas, y el pecho confeccionado con finas terminaciones que asemejaban las diminutas ramas de un árbol naciente. La tela delgada se ceñía a mi torso, de forma casi asfixiante, pero bajo mi cintura se abría en innumerables pliegues de tul que terminaban en cola.
Unos guantes del mismo color me cubrían los brazos desde los dedos hasta los codos, y en mis pies unos tacones de diamantes incrustados me alzaban varios centímetros del piso. Todo combinaba, todo iba a juego, incluso los pequeños brillantes zafiros que Zora esparció por mi cuello.
Jamás había llevado tanto dinero encima.
No podía terminar de convencerme de que eso era real.
Zora, a mi lado, tampoco podía dejar de observarme. Incluso ella sabía que eso estaba fuera de las expectativas. Mi aspecto era por completo distinto a lo que había sido. No había nada allí que me recordara a mí misma.
—¿Dónde aprendiste a hacer esto? —le pregunté, saliendo del estupor—. ¿Fuiste estilista?
Zora siguió mirándome anonadada a través del espejo. Me volteé y le puse las manos en los hombros para hacerla reaccionar.
—Zora —la llamé—. ¿Sigues aquí?
—Yo... —farfulló, parpadeando con frenesí—. Yo... investigué.
—¿Investigaste?
—Soy buena aprendiendo —explicó, y luego sonrió con ternura—. Se ve hermosa, señorita. Estoy segura de que todas la envidiarán.
Me pasé las manos por la tela del vestido. Aunque mi piel estaba cubierta, adornada con los guantes de encaje azul marino, era palpable la exquisita suavidad del vestido. Una mezcla de fineza y elegancia.
—No sé cómo lo voy a hacer para caminar con estos tacones —refuté—. Siento que mis pies van a enredarse en la tela hasta rasgarla. Jamás usé algo tan... sofisticado. Voy a salir rodando por las escaleras.
—Usted es una guerrera —dijo Zora, meneando la cabeza—. No le costará aprender a caminar con esos tacones. Será mucho más simple que utilizar una espada o dar volteretas en medio del aire.
—Pero yo no sé usar espadas, Zora... —susurré anonadada, fingiendo incomprensión—. Tampoco sé dar volteretas en medio del aire. Soy común y corriente.
Zora me miró el pecho con una extraña expresión de seriedad.
—No importa, usted es fuerte —insistió—. Camine por la habitación, hasta que su cuerpo se acostumbre, y luego bajemos a la fiesta. Ya debe haber comenzado la celebración.
—¿Tú no vas a cambiarte la ropa? —cuestioné—. Es injusto. Yo también quería usar mi ropa habitual, pero me lo prohibiste. Debería ser igual para ambas.
—Nadie espera algo de mí, señorita —respondió, acariciándome la mejilla con la palma de su mano—. De usted, en cambio, se espera mucho. Son situaciones distintas.
Iba a replicar, sin embargo, al ver su seguridad, preferí mantener la boca cerrada y comenzar a caminar por la habitación. Se suponía que la habilidad de Yet debía convertirme en alguien rencorosa, indiferente, rabiosa, no en una chica preocupada por el bienestar de un murk. No estaba interpretando bien mi papel, hace mucho que no estaba interpretando bien mi papel.
Observándola con indiferencia, seguí sus consejos al pie de la letra y comencé a comprender el arte de los tacones y los vestidos largos. Tenía que mantenerme erguida. Mirar siempre al frente. Dar pasos cortos. Pisar con el talón, y luego con la punta. Tantear la superficie. Y, por estúpido que sonara, patear el faldón cada vez que planeaba dar un paso.
Al principio, fueron movimientos torpes y nefastos. Se me enredaba el vestido, mis piernas se tambaleaban y mis ojos insistían en mirar hacia abajo. No obstante, Zora tenía razón en algo: andar con tacones y vestido largo era mucho más simple que aprender las artes del combate. A los pocos minutos, mi cuerpo aprendió la coordinación y los pliegues del vestido comenzaron a caer con una fina sucesión cada vez que caminaba.
Zora estaba orgullosa, y no paraba de aplaudir. Yo estaba horrorizada. Mientras niños morían en la Tierra a manos de los murk, yo me preocupaba de aprender a caminar con un vestido. ¿Cómo era posible que me encontrara en una situación tan absurda?
—Está lista, señorita —dijo Zora, sonriente, luego de una hora—. Es momento de bajar y sorprenderlos a todos.
La miré con duda, temor y angustia, pero terminé por asentir de todos modos. Era mejor terminar aquella tortura lo antes posible.
—Está bien, bajemos —acepté.
Zora volvió a sonreír y enredo su brazo con el mío, arrastrándome hasta la salida.
El exterior estaba más iluminado que la última vez, pero seguía igual de frío. Bajamos por la misma escalerilla es espiral, donde el mismo guardia seguía vigilando, y continuamos por una sucesión de pasillos que se hicieron interminables y desconocidos. Todo estaba vacío, pero delicadamente iluminado con luces blancas y azuladas. El aire estaba frío, gélido, cargado con aquel siniestro silencio sepulcral que alertaba mis sentidos.
Bajamos escaleras, doblamos por esquinas y atravesamos salas atestadas de sillones y artículos de ocio. Por último, Zora me cogió de la mano y me llevó hasta el final de un pasillo de paredes grises, donde una escalera de acero bajaba hasta un piso bañado en música y olor a comida.
No tuve que preguntar nada. Lo sabía: habíamos llegado a nuestro destino. Me detuve en la cima de la escalera, con los nervios a flor de piel, y apreté los dedos de Zora con fuerza.
—¿Es necesario? —pregunté.
Zora miró hacia abajo, el baile incansable y las luces que se percibían en la lejanía.
—Sí, es necesario —contestó—. Todos la están esperando.
Asentí, me relamí los labios y tragué saliva.
—Bien, hagámoslo.
Agarrándome los pliegues del vestido, descendí el primer escalón de la escalera y paseé mis ojos por la multitud. Fue como entrar en la escena de una película, y dejar toda la cotidianidad de lado.
Abajo, la sala estaba tan decorada como las galas que aparecían en la televisión. Había una alfombra roja que bajaba por la escalera y atravesaba la estancia, pero los murk la ignoraban como si no supieran qué hacía allí. En el techo, había luces rojas, verdes y amarillas, tonos que variaban de oscuro a claro, como un disco giratorio. La piel de los murk se volvía brillante y colorida bajo su poder. Había escarchas, lentejuelas y estrellas flotando en el aire, pero todos las pasaban por alto y seguían en lo suyo.
El aire olía a azúcar, a perfume y a limpio.
La mayoría de las personas permanecían acumuladas junto a las mesas del coctel o en la pista de baile. Algunos lucían vestidos de lujo, seda, smoking, terciopelo, medias de encaje, corbatas..., y otros habían optado por conservar su ropa de combate oscura. Los bailarines se congregaban en parejas y movían sus siluetas al son de la música, con armonía y pasión. Los hambrientos, por otra parte, donde estaría yo dentro de unos minutos, se llevaban platos de comida a la boca y se acercaban para hablar.
Todos parecían a gusto con la fiesta; nadie parecía fuera de lugar.
En medio del alboroto y el ruido, me detuve en el centro de la escalera y busqué el rostro de Reece. Mi corazón latía desesperado dentro de mi pecho, como si estuviera a punto de lanzarme por un precipicio. Anhelaba encontrarlo, verlo una vez más, asegurarme de que estuviera bien.
Mis ojos se toparon con una chica de cabello negro, con una mujer de pelo verde musgoso y con un chico que jugaba con una pelota pequeña en sus manos, pero no con él. Seguí buscando. Rubio, moreno, rubio, rubio, castaño..., pasé por todos, y, de pronto, como si una cuerda me hubiera halado desde aquella dirección, mi mirada se topó con unos ojos azules que dominaban el mundo.
Mi cuerpo se tensó, y mi universo se volvió diminuto.
Junto a una de las mesas de coctel, con una copa de agua en la mano derecha y la boca entreabierta, se encontraba Reece, mirándome a través de la multitud pululante. Tenía el cabello desordenado y la piel pálida manchada con una sustancia negra. Iba vestido con la misma ropa de siempre. Cazadora negra, pantalones negros y botas sucias. Atrás de la espalda, atadas con correas, estaban sus dos espadas cortas.
Tragué saliva, desorientada y aturdida, y traté salir del estupor. Zora, que caminaba a mi lado para asegurarse de que no saliera rodando por las escaleras, me tomó del brazo y me zamarreó con delicadeza.
—Señorita —me susurró—. No se quede detenida en medio de las escaleras. Siga caminando, abajo todos la están mirando.
Intenté hacerle caso, pero mis ojos se negaban a despegarse de Reece. Él pareció darse cuenta de mi confusión, porque tragó saliva y sacudió la cabeza. Antes de que pudiera reaccionar y correr hasta él, Reece se acercó a la joven que estaba a su lado y le dijo algo en el oído. Al segundo después, ambos se cogieron de las manos y comenzaron a bailar junto a los demás.
Una punzada dolorosa me golpeó por dentro.
Mi cuerpo se volvió ligero.
A mi lado, Zora me agarró de la cintura y me aferró a su hombro. Sólo ahí me di cuenta de que había estado cerca de caer por las escaleras, que mis piernas no me estaban sosteniendo, que mis manos estaban temblando. Intente enderezarme, y prestarle atención a Zora, pero mi mente seguía dando vueltas.
Mi mandíbula seguía tiritando.
Reece acababa de tocar a alguien más.
—¡Celeste! —una voz se adentró en mis oídos—. ¡Celeste, reacciona!
Parpadeé con rapidez, desorientada, y algo húmedo me rozó la mejilla. ¿Lágrimas? ¿Estaba llorando? ¿En qué minuto había pasado?
Dos manos me apretaron las mejillas y me hicieron reaccionar. Algo hizo clic en mi cerebro. Miré al frente, allí donde dos iris esmeraldas me recorrían con temor y desconsuelo, y me encontré con el rostro de Zora.
—¡Celeste! —gritó—. ¿Qué sucede? No me asustes, por favor.
Algo estaba roto dentro de mí, no obstante, una sensación desconocida me obligó a sonreír.
—Me has llamado por mi nombre —dije, mirando a Zora con fascinación—. Ya no me tratas con formalidades.
Ella amplió los ojos con sorpresa.
—¿Qué?
—Me has llamado por mi nombre. —Me incliné y le rodeé el cuello con mis brazos. Atrás de ella, gran parte de la multitud se había detenido para observarnos—. Gracias. Yo..., gracias.
Ni siquiera estaba segura de qué le agradecía.
—Si se siente mal, será mejor que volvamos a la habitación —propuso, sin soltarme—. Nate no puede obligarla a asistir a la fiesta después de lo que ha ocurrido. Esto es demasiado pronto. No debería ser expuesta a situaciones así. Mire, está temblando.
—Estoy bien —murmuré, acariciándole el cabello—. No dejaré que tu trabajo haya sido en vano.
—¡Pero acaba de quedarse paralizada!
—Fue el impacto —expliqué, tranquilizándola—. Estaré bien, no te preocupes. Tendré que adaptarme a los cambios, y entender que ya nada seguirá siendo igual.
—¿De qué habla?
Me separé e hice algo que jamás pensé que haría, le besé la mejilla. Zora se sonrojó y retrocedió, bajando un escalón con prisa y desesperación. Ahora era ella la que estaba temblando.
—Vamos —dije, endureciendo la mirada—. Dejemos el espectáculo y vamos a bailar.
Zora ladeó la cabeza.
—¿Bailar?
—Sí, Zora. —Sonreí—. Esta es mi fiesta, y nosotras vamos a disfrutarla.
*****
¡Gracias a todos por sus hermosos comentarios!
¡Los amodoro!
Linda semana, mis bellezas.
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