Capítulo 13
La confusión y el dolor no me permitieron fijarme en el entorno que me rodeaba mientras los murk me arrastraban hacia el laboratorio de Nate.
Sólo estaba consciente de las manos ajenas sosteniendo mis brazos, el cuerpo de Kum arrojado en el piso, y la enrome escalera al final del pasillo. Pasamos por habitaciones sombrías e iluminadas, por cuartos atestados con humo de cigarrillo, por lugares donde el metal golpeaba el metal, por puertas con llaves y ascensores. Los hombres me guiaron con brutalidad, sin detenerse en ningún momento, y, por último, me arrojaron a una camilla de hierro.
La persona que recibió mi cuerpo condujo la camilla con lentitud, sin forzar las ruedas, y me miró desde arriba como un médico miraría a su peor paciente. Con severidad y compasión. Sus ojos eran del color de las avellanas, al igual que su cabello, sin embargo, en su piel se notaba la carencia de sol e iluminación. Parecía de mi edad, pero su mirada portaba años de sabiduría y dolor.
Tragando saliva, intercalé la mirada entre él y el pasillo por el que me guiaba. Con cada centímetro avanzado, la vida que conocía se alejaba de mi cabeza. Sabía que ese camino tenía sólo un destino: el laboratorio, el lugar donde perdería mi memoria para siempre. Era un recorrido infernal.
—¿Qué me van a hacer? —interrogué, luchando contra la desesperación—. Basta. No quiero entrar ahí.
El chico frente a mí entrecerró los ojos.
—Van a inyectarte un suero, donde tienes tres posibilidades: pasar la conversión con éxito, a medias, o morir. —Detuvo la camilla e inclinó la cabeza para susurrar—: Sólo te daré un consejo: no te resistas. Será peor, y puede causarte la muerte. Si la inyección no funciona, entonces llamarán al portador del Splendor, y allí tus posibilidades de sobrevivir son... inexistentes. Deja que el suero haga su trabajo.
Abrí más los ojos, aterrada.
—No quiero olvidar —balbuceé—. No quiero olvidar a mi mamá. Ella está... en peligro. Debo salvarla. Yo debo salvarla.
Intenté sentarme, pero los músculos de mi cuerpo no respondieron al llamado. El sujeto sobre mí me miró con lastima y tensó la mandíbula.
—Me gustaría ayudarte, pero no tengo opción —respondió—. Esta es tu única oportunidad para sobrevivir.
Dicho eso, agarró la camilla con más fuerza y siguió arrastrándome por aquel pasillo tenebroso. Lo observé en silencio, con las lágrimas derramándose por los costados de mi rostro, y luego tragué saliva. Las luces detrás de su cabeza cambiaban de gris a amarillo.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté en un susurro.
—Agustín, mi nombre es Agustín —farfulló sin mirarme.
—Agustín, lo que haces no está bien —hablé—. Todos tenemos la opción de hacer lo correcto, pero tú no estás eligiendo esa opción. Te estás rindiendo ante los deseos de los demás. Estás eligiendo la oscuridad.
—Yo no elegí la oscuridad. Ella me eligió a mí.
—Ayúdame —supliqué—. Te prometo que los glimmer van a ser clementes contigo si me ayudas a escapar. Ellos te perdonarán la vida, y te acogerán entre sus tropas.
Los ojos de Agustín se posaron sobre mí.
—Nadie puede escapar de aquí.
—Por favor —rogué—. Sólo...
Me quedé en silencio cuando un rostro conocido se asomó por arriba de mi cabeza, con el ceño fruncido, y detuvo la camilla con sus manos delicadas. Sentí una pequeña punzada en el pecho cuando comprendí que se trataba de Reece. Tenía el cabello oscuro despeinado, la piel sin color y el contorno de los ojos ennegrecido, pero seguía siendo él. Con sus ángulos delicados, la nariz recta y el mentón delgado. Él, con su genuina curiosidad disfrazada de indiferencia.
—¿Te están trasladando? —preguntó—. ¿Tu antigua celda no era lo suficiente cómoda, muñeca?
—Nate pidió que la lleváramos al laboratorio —respondió Agustín, en un susurro.
—¿Por qué la estás llevando al laboratorio? —interrogó Reece—. La última vez que la vi no tenía ninguna cola de ratón escondida. Quizá te equivocaste de persona.
—No me equivoqué —contestó Agustín con timidez.
Observé el rostro de Reece con una sensación angustiosa dentro del pecho, y volví a tragar saliva. Era extraño oír sus comentarios familiares, irónicos o sarcásticos, y saber que en realidad ya no quedaba nada conocido dentro de él. Mi corazón quería seguir pensando que algún rincón dentro de su cabeza guardaba los momentos que habíamos vivido, su vida junto a los guardianes, el deseo de hacer el bien. Sin embargo, mi mente me repetía constantemente que lo único que Reece conservaba era el odio. El rencor.
Su sonrisa sincera era un sueño lejano, al igual que la preocupación que mostró algún día por mí. Todas las disculpas, promesas y juramentos estaban olvidados. Ya no quedaba nada, sólo mi testaruda esperanza de que algún día él pudiera ser feliz.
—Reece —balbuceé—. Diles que me liberen. No quiero olvidar. Yo... no puedo olvidar. No permitas que me hagan esto, por favor. —Intenté mover mis brazos, pero todo lo que logré fue dejarlos sobre mi pecho. Dos cascadas de lágrimas descendieron por mis mejillas, y fui incapaz de detenerlas. Cerré los ojos, frustrada, y me relamí los labios—. Sé que no pude ayudarte, sé que fui incapaz de salvarte, pero...
Una tela áspera y desconocida se posó sobre los dedos de mis manos. Abrí los ojos, con un parpadeo lento, y me fijé en los dos botones negros que me miraban desde el pecho.
Al principio, me costó identificar lo que veían mis ojos. Primero fueron los dos botones inmensos, luego la diminuta sonrisa cocida con hilo, le siguieron las dos trenzas negras de lana, los moños blancos, el vestido blanco manchado con tierra y, por último, sus zapatos negros de charol.
Me quedé en silencio, buscando una ruta de escape al estupor, hasta que la pequeña y delgada muñeca de trapo comenzó a moverse para hablar:
—Reece dice que lo disculpes por ser tan grosero.
Posé mi mirada en la mano que manejaba la muñeca, aquella que traspasaba el calor que necesitaba a mi piel, y enseguida la subí hasta los labios que eran dueños de aquella imitación.
Reece, el causante del catastrófico terremoto que estaba destrozando mi pecho, frunció el rostro en una mueca nerviosa. Los rizos que comenzaban a nacer bajo sus orejas y su cuello le rozaron la piel cuando sacudió la cabeza.
—Ah, eso ha sido lo más ridículo que he hecho —comentó—. Ten, es para ti. Creo que me comporté mal en el baño, demasiado mal. Pensé que un regalo podría compensarlo.
—Una muñeca de trapo —susurré.
—Tiene tus mismas pestañas. —Bajé la mirada hasta las pestañas espesas y negras de la muñeca, buscando la similitud—. Quería entregártelo la próxima vez que te viera, pero no pensé que sería de este modo. En una camilla, y llorando.
Las caricias de mis dedos envolvieron la muñeca en una cuna. La observé en silencio, como si se tratara del último trozo de pan que probaría en la vida, y la aplasté contra mi pecho. Toda la valentía que había adquirido durante los últimos meses no sirvió de nada. No tenía armadura que me defendiera de lo que me hacía sentir Reece. Podía haber pasado semanas disimulando frente a Dave, ocultando lo que sentía, pero con Reece todo era distinto.
Cerré los ojos, consciente de que dentro de pocos minutos todo aquello desaparecería, y me permití sonreír una última vez. Una mano me tocó el hombro, de forma reconfortante, al mismo tiempo en que mi último momento de debilidad comenzaba a esfumarse en el aire.
—No tengas miedo —susurró Reece.
Abrí los ojos y los posé en su mirada azulada, pero no dije nada.
—Muñeca —me llamó.
—Detén esto, Reece —pedí—. Si hay una parte de ti que cree recordarme, detén esto.
Los dedos de Reece se clavaron en mi piel, no supe si de rabia o de esfuerzo. Pude ver la ansiedad y la desesperación nublando sus ojos negros, el leve palpitar de sus labios, el titubeo de su voz..., la fragilidad que lo atacó de forma repentina. Sin embargo, lo siguiente que dijo anuló todo lo demás.
—No te conozco, niña. No hay nada en mí que te recuerde.
Clavé las uñas en el vestido de la muñeca, y tragué saliva. Una punzada de dolor se clavó en el espacio que estaba entre mi estómago y mi corazón, pero volví la cabeza hacia el otro lado para ocultarlo.
Agustín, detrás de mi cuerpo, se aclaró la garganta y volvió a mover la camilla. Dijo algo referente al retraso, mas mi mente no le prestó atención. Lo único que vieron mis ojos fue el punto vacío que se formó en el aire, como un agujero negro que se estaba robando todo lo que había vivido. Apoyé la mejilla izquierda en el género frío de la camilla y entrecerré los ojos.
Agustín continuó su rumbo, y Reece se alejó de mi lado. Por un momento, pensé que nos detendría e impediría lo que me estaban haciendo, pero eso no ocurrió. ¿Cómo interrumpir algo que creía que estaba bien? Si yo hubiese tenido la oportunidad de cambiar a Reece, para que volviera a ser el mismo de antes, también lo hubiera hecho. Esa era su realidad, y en su realidad no existían los humanos buenos. Obligarme a odiarlos era su ideal.
Agustín abrió una puerta metálica y me arrojó en el interior. Dos hombres con capas negras me recibieron y me llevaron a un rincón. Supuse que era el laboratorio, porque había máquinas y camillas acumuladas en el lugar. La luz era potente, más que en cualquier otra parte de Abismo. Había ampolletas blancas, amarillas, azuladas y, donde me dejaron, una tenue luz rojiza. Uno de los hombres que me recibió se quitó la capucha y dejó a la vista su horrible rostro desfigurado.
—Buenos días —habló, arrastrando cada letra con sumo cuidado—. Mi nombre es Phim, y estoy encargado de cambiarte para que te conviertas en un miembro de nosotros. Tú eres Celeste, ¿verdad?
—No, se equivocaron de persona.
Sonrió, lo que marcó todavía más sus cicatrices. Su mirada llena de maldad, como una serpiente.
—Tienes un muy buen carácter, lamento mucho que vaya a desaparecer dentro de poco.
Me obligué a sonreír y a tragarme el nudo de la garganta.
—Yo lamento mucho que tengas ese rostro —contesté—. Es una pena que vaya a estar así para siempre.
—Tu humor no impedirá que te cambiemos, así que déjalo de lado —gruñó con una sonrisa—. Nate nos dijo que te inyectáramos una pequeña cantidad del suero como prueba, ya que estabas débil. Sin embargo, estoy viendo todo lo contrario. ¡Eres la elegida! Un suero insignificante no te hará daño.
Apreté los dientes con fuerza. El murk se volteó hacia su compañero, sin borrar la mueca de diversión, y señaló un punto con la barbilla.
—Ve y trae a Yet para que se haga cargo de la elegida.
Su compañero asintió, sin hacer ningún comentario, y se alejó por el mismo camino que me habían llevado. Hubo una cadena de susurros que se extendieron por el laboratorio. Los murk a nuestro alrededor habían dejado sus quehaceres para concentrarse en nosotros. Al parecer, la última decisión de Phim había levantado una gruesa montaña de curiosidad.
—Me pregunto qué le pasó al último hombre que no obedeció a Nate —susurré, arqueando las cejas—. Imagino que no fue nada bonito.
—Si lo dices por mí, te informo que él no va a enterarse —contestó el murk con rapidez—. Mis camaradas no le dirán nada de esto. Cuando él regrese de la Tierra, tú ya estarás cambiada.
—¿La Tierra?
—Ese es el nombre de tu planeta, criatura —explicó—. Poco tiempo atrás, cuando Heavenly seguía con los glimmer, tu planeta era llamado Tierra. Era un habitad prohibido para todos nosotros. Los glimmer se encargaban de que ninguna otra especie intentara viajar hasta allá. Necesitaban mantener el orden que creó Dios.
—¿Poco tiempo atrás? —cuestioné—. ¿Qué clase de fósiles son ustedes? Siglos no es «poco tiempo atrás».
Phim ocultó una sonrisa con una mueca.
—Nuestras células envejecen mucho más lento que las de los humanos, criatura. Fuimos creados para luchar, pelear y defender, por ello nuestra durabilidad debía ser casi eterna. Cuando alcanzamos la madurez, a los dieciocho años, nuestro cuerpo detiene el crecimiento y envejecimiento. Mientras más poderoso sea el glimmer, más lento será.
—Entonces deben estar plagados —murmuré—. Plagados de ancianos.
—No es así —negó—. Para un glimmer y, por defecto, un murk, es muy difícil concebir hijos. Los cuerpos de las mujeres funcionan de forma diferente, y no siempre están preparados para crear un nuevo ser. Los hombres también tenemos nuestras carencias, pero eres demasiado pequeña como para explicártelo.
Rodé los ojos.
—¿En qué momento un glimmer se convierte en un murk?
—Cuando rompes las reglas injustas que te han impuesto desde pequeño —dijo con amargura—. Cuando dejas de ser un robot. Por eso estoy aquí, criatura, porque elegí la libertad.
Apreté la muñeca con mis dedos y fruncí el ceño.
Libertad. Todos ellos hablaban de lo mismo, liberad, pero no se veía como si la estuvieran implementando. Era ridículo creer que se podía conseguir libertad por medio de la esclavitud. Para hacer el bien, y hacer efectivo el sueño de crear un mundo mejor, ellos debían reparar las alas que estaban cortando.
Ningún ave puede ser libre si tienes una cuerda atada a sus patas para impedirle que vuele demasiado lejos de ti.
Ningún bien nace de la maldad.
—Tu significado de libertad es distinto al mío —comenté—. ¿Cuándo fue la última vez que consultaste un diccionario? En mi casa hay muchos, podría darte uno.
—A veces es necesario hacer sacrificios para conseguir algo mejor —respondió—. Todos debemos recorrer un camino lleno de espinas para llegar al paraíso. Eso no significa que no valga la pena intentarlo.
—Un paraíso construido a base de sufrimiento y dolor —repliqué, y eso hizo que Phim arrugara el rostro—. ¿De verdad vale la pena vivir sobre algo así?
Phim me miró pensativo, pero no contestó, pues su compañero había vuelto al lugar y, a su lado, una mujer de cabello negro lo acompañaba. Era alta, delgada, morena, y tenía unos enormes ojos verdes que brillaban bajo la luz carmesí. Me miró con ojo crítico, repasando los puntos de mi rostro, y luego meneó la cabeza.
—Pensé que la elegida de la Fuente sería más intimidante —comentó, con un suspiro—. ¿Están seguros de que era necesario traerme aquí?
Phim la miró con una sonrisa.
—Sí, no creo que el suero funcione en ella —le explicó—. Tú eres la única que puede cambiarla, Yet. Usar la habilidad de forma directa es la única solución.
—Podría morir o quedar con muchas secuelas —advirtió Yet.
Phim sonrió.
—Claro que no. Es la elegida.
Yet, la morena de ojos verdes, me observó en silencio durante unos segundos que se hicieron eternos. La compasión titiló en sus ojos salvajes, pero supuse que aquello sólo fue visible para mí. Cuando Phim se giró a mirarla, la capa de indiferencia había vuelto a cubrir el rostro de Yet.
—Bien, entonces hagámoslo rápido —replicó.
Clavé las uñas en el cuerpo de la muñeca y cerré los ojos. Intenté que el miedo y la desesperación que sentía no se me notaran, pero fallé de forma miserable. El recuerdo de mis padres, los guardianes, Reece, e incluso Owen y Scott, destrozaron mi fortaleza.
Mientras sentía cómo me ataban correas en los tobillos y la cintura, mi mente recordó las últimas palabras de Reece:
«No hay nada en mí que te recuerde».
Entonces pensé en mi madre, en mi padre, y supe que jamás volvería a abrazarlos. Nunca volvería a hablar con Owen y Scott. No podría salvar a Betty, y entender la extraña manía que tenía Amber de buscar la perfección. Ya no podría humillar a Ágata, y vengarme de sus burlas, o conocer a Janos, Shin, Ross...
Mis ojos se abrieron.
Ross.
Tragué saliva.
Ross, el anulador de poderes.
Mi corazón comenzó a latir desesperado, justo en el momento en que Yet me cogía de las manos y buscaba mis ojos. Estaba desorientada, perdida, pero ella actuaba veloz y segura.
—Esto te dolerá, pero será rápido —me informó.
La miré aterrada, pensando con rapidez, pero Yet miró hacia arriba y sus ojos se volvieron blancos al instante. No me dejó tiempo para procesar nada. Lo supe: me estaba cambiando. Pude sentir sus garras dentro de mi cerebro, detrás de mis ojos, rasgando mis recuerdos como si estuviesen escritos en papel. Sin embargo, aquella destrucción no duró el fragmento de tiempo que se necesitaba.
Porque lo impedí. Hice lo único que sabía hacer, a pesar de la debilidad e incapacidad que me atacaban en ese momento.
Imité la habilidad de Ross, como había hecho con muchas otras habilidades, y entonces el dolor abrasador se esfumó. Mi mente se liberó de aquella presencia extranjera, como un globo se libera del aire, y mi memoria se volvió gruesa y segura.
Yet no se percató de aquello, porque sus ojos siguieron con la rutina, y sus dedos continuaron apretando mis muñecas como cadenas de acero. Pero su efecto estaba lejos de mí. La observé en silencio, pasando de borroso a blanco y negro, de negro a azul y rojo, y experimenté la manera en que la última energía que me quedaba abandonaba mi cuerpo.
Mis ojos se cerraron. Mi estómago se revolvió. El contacto en mi piel se volvió etéreo. Todo me pareció irreal, incluso la voz angustiosa que oí después de eso.
—Está muriendo.
Dos manos me sacudieron de los hombros y, cuando volví a separar mis párpados, los ojos de Phim me observaron anhelantes.
—Resiste, por favor —suplicó—. No puedes morir.
Iba a sonreírle, pero alguien lo apartó desde atrás y lo eliminó de mi visión. Me costó identificar el nuevo rostro que me analizaba. Estaba adormecida, y no lo hice hasta que el dueño de esa nariz respingada desató las correas que me ataban las piernas y me alzó entre sus brazos fríos.
Nate, con su mirada perfecta manchada de preocupación.
—Mierda, no. —No había nada elegante en lo que acababa de decir, pero el aire de refinada elegancia que desprendía continuaba intacto—. Mierda, mierda, mierda. ¿Cómo osaron hacerte algo así?
Lo miré confundida, sin fijarme en el entorno extraño por el que me guiaba. Habíamos salido del laboratorio, y todos a nuestro alrededor habían desaparecido de un momento a otro. Los segundos transcurrían como la luz. Mis pensamientos pasaban de prisa, muy rápidos para capturarlos.
—Voy a matarlos —prometió Nate—. Voy a matarlos a todos.
¿Por qué iba a matarlos, si yo era la culpable de mi debilidad? Lo observé durante unos segundos, repasando lo que acababa de ocurrir, y tragué saliva. Había una sola respuesta para lo que estaba pasando: Nate creía que me habían cambiado, y que esa era la razón de mi repentina crisis. ¿Cómo decirle que estaba equivocado?
Mi mente sonrió.
No, no iba a decirle. Ese era el punto..., jamás iba a decirle.
—Maldición. —Me quedé inmóvil cuando me depositó sobre una superficie blanda y acolchada, y sus manos me cogieron de las mejillas—. No puedes morir, gatito. No puedes morir.
Permanecí en silencio, hasta que la silueta de Nate se alejó y sólo quedo el sucio metal del techo. No sé cuánto tiempo estuve así, mirando el cielo oscuro y tenebroso que me cubría. Después de un tiempo, mis ojos se volvieron flojos y mi consciencia se fracturó hasta desvanecerse en la negrura.
—Voy a matarlos —escuché antes de dormirme—. Voy a matarlos a todos.
[...]
«La música clásica que le gustaba oír a mi padre sonaba de fondo, en el equipo antiguo de música que todavía no podíamos renovar. Estábamos sentados en la mesa del comedor, devorándonos una ensalada de lechuga, aguacate y zanahoria, mientras mi madre canturreaba en la cocina.
—Celeste, ¿puedes ayudarme con algo después de la comida? —interrogó mi padre, agitando su tenedor—. Me gustaría conocer el grosor de las tripas, cariño.
Lo miré consternada, consciente de que estar comiendo junto a él era imposible. No obstante, mi lengua se negó a preguntarle cómo había aparecido allí. El deseo de estar con él, de forma normal y corriente, era más potente.
—Yo no sé cuál es el grosor de las tripas, papá —respondí, mordiendo un trozo de zanahoria—. Tienes que preguntarle a mamá. Ella es quien sabe todo.
—Oh, cariño —susurró papá—. Claro que lo sabes.
Lo miré sin comprender su seguridad, pero mi madre apareció con un plato de comida y me impidió hablar. La contemplé con añoranza, al borde de las lágrimas, y luego me fijé en el plato que había dejado sobre la mesa. Tenerla frente a mí era un sueño, lo sabía. No podía ser real.
—¿Qué cocinaste? —le pregunté, sollozando de repente.
Ella cogió la tapa de metal y sonrió, descubriendo el platillo con una emoción genuina.
—Tu cerebro, Celeste —respondió—. Tus recuerdos, bañados en la sangre de tu estupidez, son lo más asqueroso que he probado. Tienes que comerlos también, así aprenderás a ser una buena chica.
Me puse de pie, asqueada y atemorizada, pero las manos de mi padre me agarraron desde atrás y me impidieron retroceder.
—Espera, cariño —musitó—. Dijiste que me ayudarías después de la comida. Ven, déjame quitarte las tripas.
Quise llorar, correr y escapar, pero lo único que pude hacer mientras me acorralaban, fue gritar».
Cuando abrí los ojos, un rostro pálido, con los pómulos y la barbilla salpicados de sangre fresca, me estaba observando.
Me encontraba recostada sobre una inmensa cama de algodón, cubierta hasta el pecho con una manta delgada y gris, y Nate estaba sentado a mi lado. Me analizaba carente de expresión, vacío, imperturbable, con las manos aferradas a la muñeca que me había regalado Reece y un leve temblor de hombros.
Me costó conectar con la realidad. De hecho, todo lo que pensé mientras miraba esa habitación opaca e implementada, fue: «me duele el pecho». Tenía una punzada palpitante detrás de los ojos, y la extraña sensación de haber caído kilómetros de aire vacío.
Tragué saliva, aturdida, y me concentré en Nate. Su cara y su camiseta negra estaban manchadas de sangre.
—¿Dónde estoy? —interrogué con la voz rota.
Luego de un minuto exacto, él habló.
—Estás en Abismo, tu nuevo hogar. —Tenía la voz ronca, áspera, destrozada—. Mi nombre es Nate. ¿Me recuerdas?
Parpadeé con rapidez, sin saber cómo actuar.
Nate, como consecuencia de la lógica, creía que lo había olvidado todo. Lo entendía, yo también habría pensado lo mismo en su lugar, y también lo agradecía. Era lo que necesitaba para sobrevivir. No obstante, no sabía cómo reaccionar. Decirle la verdad habría sido lo más estúpido que podría haber hecho, pero no decirla también era complicado.
¿Cómo se suponía que debía reaccionar? ¿Qué debía decir? ¿Cómo actuar para que no se diera cuenta de que recordaba todo? Intenté repasar lo que me había dicho, y no verme tan asustada como me sentía.
—No, no creo —susurré—. Yo... ¿Qué es Abismo? ¿Por qué estoy aquí? Debería estar en mi casa.
Los ojos de Nate se entrecerraron.
—¿Recuerdas a tu familia?
Primer error.
—Ellos... —Apreté las sábanas con impotencia—. Son unos monstruos.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó con seriedad.
—Me desprecian... por lo que soy —contesté con la voz débil. Fingir se me daba más fácil de lo que habría imaginado—. Todos lo hacen. Todos... —Me detuve, y lo miré con odio—. ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué estoy aquí?
La mano derecha de Nate soltó la muñeca de trapo y se posó sobre mi estómago cubierto. Sentí un escalofrío, y unas increíbles ganas de arrancarle los dedos.
—Tranquila, yo no soy como ellos —dijo igual de taciturno.
—Todos son iguales —repliqué.
—Yo no soy un humano, y tú tampoco lo eres —me explicó, frunciendo el ceño—. Por eso estás aquí, porque somos mejores que ellos. Es nuestro deber salvar el mundo de sus garras injustas y crueles. Puede que ahora te sientas confundida, pero pronto lo entenderás.
—Quiero saber qué hago aquí —exigí.
—Ellos iban a destruirte, Celeste, pero yo te salvé —aseguró—. Ahora es nuestro deber salvar a los demás. El mundo está cubierto de maldad y egoísmo por culpa de los humanos y los seres que los acompañan. Es nuestro deber hacer algo para cambiarlo.
—¿Qué tengo que ver yo en todo esto? —cuestioné—. Yo sólo soy... una humana insignificante.
—No, no lo eres y nunca lo serás. —Subió su mano hasta mi rostro—. Te prometo que acabaré con todas las personas que te hicieron pensar eso, pero tú tienes que prometerme que te quedarás a mi lado para luchar. Sólo tú puedes cambiar el mundo, Celeste. Sólo tú puedes hacer que las cosas mejoren.
Lo observé en silencio, con los ojos entrecerrados y una mueca hacia abajo. Había muchas cosas que deseaba decirle, pero ninguna correspondía al papel que debía interpretar.
—Si yo te ayudo, ¿ellos pagarán todo lo que me han hecho?
Nate esbozó una sonrisa triste.
—Si eso es lo que quieres, sí, pagarán.
Sonreí conforme.
—Eso es lo único que me importa. —Miré mi entorno, y me encogí de hombros—. Pero necesitas explicarme muchas cosas.
—Tranquila, todo a su tiempo —susurró—. Ahora lo importante es que descanses.
Lo miré con atención, y luego ladeé la cabeza.
—¿Por qué hay sangre en tu rostro? —pregunté—. ¿Alguien te hirió?
—Mate a unas personas.
—¿Ellos lo merecían?
Sonrió.
—Lo merecían.
Solté una carcajada.
—Entonces está bien —dije—. Espero que hayan sufrido lo suficiente.
—Nada sería suficiente para su error.
Estuve a un paso de arrugar el rostro, pero logré contenerme. Tenía cientos de formas para agredirlo, de hecho, ya las había pensado todas, pero ninguna podía salir a flote en ese instante. Tenía que ganarme su confianza.
Lo que acababa de pasar era como una mina de oro. Debía sacar provecho de ella, antes de un terremoto nos golpeara y la derrumbara. Esa mentira no iba a durar para siempre. Tarde o temprano, Nate se daría cuenta de que lo recordaba todo.
Me acomodé mejor bajo las mantas, pero no me atreví a sentarme y quedar tan cerca de Nate.
—Antes dijiste que nosotros no éramos humanos —mencioné—. ¿Por qué?
Nate, sin eliminar la seriedad de su rostro, llevó las manos hasta la muñeca que estaba sobre sus piernas. Mis ojos viajaron a ella, sólo un segundo.
—Existen más seres aparte de los humanos, gatito —confesó—. El ser que creo la existencia, llamado por muchos como Dios, creo múltiples universos entrelazados entre sí. Uno de ellos lo habitan los humanos, pero los demás están habitados por otras criaturas. Los más conocidos son los glimmer, ya que fueron los guerreros que creo Dios para que mantuvieran el orden de su creación.
—Suena a locura.
—No, no lo es —negó—. La Fuente que le da poder a los humanos antiguamente perteneció a los glimmer. Ellos quieren recuperarla, y harán todo lo posible para conseguirla. Esa Fuente es la que les da el poder para luchar.
Me encogí de hombros.
—Mejor, los humanos no merecen tenerla.
—No, porque los glimmer son igual de codiciosos que los humanos. —Primera mentira—. Crean reglas estúpidas y las imponen como si fueran una verdad absoluta. Cometen abuso, traición, y torturan a sus propios compañeros para conseguir lo que desean. Ellos creen que por haber sido los elegidos de Dios tienen derecho a todo, pero no es así.
Esa descripción me recordaba a él, pero no lo mencioné.
—Eso suena horrible —farfullé.
—Lo es —admitió—. Por eso nosotros tenemos que detenerlos y restaurar la paz de los mundos. Ambos fuimos glimmer en nuestro pasado. Yo los abandoné porque me sacrificaron, y a ti te salvé porque te utilizaron. Ahora el destino de la creación está en tus manos.
Miré hacia el lado, la pared de metal, y tragué saliva.
—No lo sé, esto es muy confuso —repliqué—. Tengo que procesar esta información. Todavía hay muchas cosas que no entiendo.
—Las irás entendiendo de a poco —me tranquilizó, poniendo una mano sobre mi hombro—. Mientras tanto, descansa. Tienes que adaptarte a tu nuevo hogar y conocer a tus compañeros. Algunos te agradarán, pero a otros los odiarás.
—Como en todas partes —comenté con una sonrisa.
Nate asintió y se movió para depositar la muñeca de trapo sobre mi pecho. Por un momento, sentí que iba a deshacerme como el hielo sobre la cama. Ver la muñeca que me regaló Reece me provocó cientos de sensaciones, unas alegres y otras muy diferentes. Me obligué a actuar normal, a que mi voz no fallara, a que mis manos no temblaran.
—¿Qué es esto? —pregunté.
Nate me miró a través de sus pestañas oscuras con un imperceptible repudio.
—La llevabas contigo cuando te salvé —respondió—. Pensé que querrías conservarla.
—Gracias —dije en un susurro—. Yo no... la recuerdo.
Extraje los brazos del interior de las mantas y cerré mis dedos alrededor de la diminuta muñeca de trapo. Tenía el vestido sucio, manchado con la sangre que Nate llevaba en las manos.
—¿Te gusta? —quiso saber.
—Sí, es... bonita.
—Entonces quédatela.
Se puso de pie y caminó hasta una de las dos puertas que estaban en la habitación, sin mirar atrás. Entorné los ojos, con una profunda curiosidad, y apreté la muñeca contra mi cuerpo. Me pregunté a dónde llevaban esas pesadas puertas de hierro. ¿A la salida? ¿Al laboratorio? ¿A la prisión?
—Descansa, Celeste —dijo Nate con una especie de nostalgia en la voz—. Tengo asuntos que resolver, pero vendré a verte dentro de poco.
Quise preguntarle a dónde iría, pero él no me dejó tiempo para hacerlo. Traspasó la puerta que tenía en frente y me dejó con los labios separados. ¿Por qué había cambiado de actitud tan de repente?
No lo sabía, pero pronto podría averiguarlo.
Había llegado el momento de hacer mi jugada.
*****
¡Los amodoro, mis muñecos bellos!
Perdón por el retraso </3
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