Capítulo 10

           

Siempre creí que mentir estaba mal. Mi madre me enseñó que sólo los monstruos engañan a las personas, y que un monstruo jamás puede ser feliz.

Yo le creí. A pesar de que ella mentía de vez en cuando, al igual que lo hacía mi padre, le creí, y crecí pensando que no quería ser un monstruo también. Pero a mis ocho años, aquella idea se fue desvaneciendo poco a poco, y ahora parecía completamente olvidada.

¿En qué momento mentir se había hecho tan fácil?

De pie frente a la ventana de aquella habitación que no era mía, y nunca lo sería, observé la calle tras las persianas. El tránsito, a aquellas horas de la tarde, era denso y estresante. El pensar que iba a tener que pasar entre toda esa gente para llegar a la casa de Scott me causó comezón en la piel.

Casper, de pie detrás de mi espalda, me puso una mano en el hombro.

—¿Estás lista? —me preguntó—. ¿Necesitas que repasemos el plan?

—No —respondí, porque lo recordaba.

Casper le diría a Amber que nos dejaran solos, porque él me leería un cuento antiguo para aliviar mis temores. Luego, cerraríamos la puerta con llave y pondríamos un mueble detrás de ella. Con suerte, los guardianes tardarían en entrar a buscarnos. El siguiente punto era el más difícil de todos. Yo imitaría la habilidad de Casper y saldría por la ventana de la habitación. Él me seguiría desde atrás, para protegerme, y juntos atravesaríamos la calle hasta la casa de Scott.

Esa era la parte simple. Lo complicado era volver, pero ya se me ocurriría algo.

—¿Cuánto tardarán en darse cuenta de que no estamos y salir a buscarnos? —cuestioné, entrecerrando los ojos.

—Veinte minutos o menos.

Asentí con la cabeza y me giré para mirarlo.

—Entonces hagámoslo. 

Casper sonrió, aquel gesto que le achicaba los ojos, y luego se volteó para salir del dormitorio. De inmediato, me acerqué al bolso de mi ropa y busqué en el interior la tarjeta de memoria. Ésta estaba dentro de un cierre pequeño, en el mismo lugar donde la había dejado. La cogí entre mis dedos, con nerviosismo, y me la metí dentro de la chaqueta.

Ese artefacto era lo único que tenía para confirmar la verdad que sospechaba. Por más que había tratado de decirme a mí misma que no era necesario, que ya sabía todo lo que debía saber, la curiosidad me ganaba. Quería verlos..., los rostros de los seres que me habían dado la vida. Saber cómo los habían asesinado, y si habían luchado. Quería entender la reacción del gobierno.

¿Tanta era la codicia por poseer la Fuente?

Me pasé la mano por el cabello, apartándome los mechones de la frente, y me acerqué a la ventana para subir las persianas. Luego puse mis manos en el cristal y lo deslicé hacia arriba. La brisa del exterior entró y se deslizó entre mi cabello. La oscuridad de la noche cada vez estaba más cerca de nosotros.

—Listo —me informó Casper, cerrando la puerta de la habitación con un portazo. No me volteé a mirarlo, sólo oí cómo arrastraba un mueble con disimulo—. Debemos partir ahora.

No me giré. Tragué saliva y cerré los ojos.

En mi mente, la habilidad de Casper tomó forma y comenzó a girar como un espiral. Me sentí mareada, abrumada y fría, como si me hubieran metido dentro de una lavadora. Me llevé las manos al estómago, respirando profundo, y traté de cambiar. Mi cuerpo pasó del frío al calor de forma agobiante. El ambiente se sentía tóxico. Mi espalda crujió, y entonces mis huesos parecieron escapar de mi sistema.

La transformación fue peor de lo que imaginé.

Floté, rodé y caí. Frente a mí, la habitación creció hasta volverse inmensa. Mi interior tembló, experimentando la presencia de decenas de sentidos que antes no me pertenecían. En mis patas, mis bigotes, mis orejas, mi nariz y mi trasero. Grité, aterrada, y un maullido se alzó en el aire. Ya no podía hablar, mi garganta no me pertenecía. Mis ojos ya no eran los míos; mi mirada era una versión ampliada de lo que había sido.

—Tranquila, todo está bien —escuché decir a Casper—. Al principio te sentirás confundida, pero te adaptarás.

Su voz parecía provenir de un megáfono.

Mis bigotes acariciaron el aire, y yo me giré para buscar aquella voz. Los miembros que me componían se enredaron entre sí y la cadera se me fue hacia un costado, arrojándome al piso. Mantener el equilibrio era una misión titánica. Por más que intentaba adaptarme a aquella forma, mi interior la rechazaba.

—Ven aquí. —Dos piernas se acercaron, como monstruosos pilares, y dos manos me alzaron en el aire. De pronto, me encontré apretada y asfixiada en el pecho de Casper—. Usa tus bigotes para tantear el entorno. Las uñas te servirán para aferrarte a las superficies. No te desesperes, esto no es difícil, sólo tienes que concentrarte.

Quise responder a lo que me decía, pero sólo logré maullar otra vez. Él me besó la cabeza y me depositó en el marco de la ventana. Miré el exterior, la altura que me separaba del piso, y clavé las garras en la madera. La distancia se veía como si estuviera en un tercer piso. Ya había estado a esa altura antes, incluso a una mayor, pero nunca fue con esa desventaja. Me sentía desnuda y debilitada.

A mi lado, un enorme gato tabby aterrizó con elegancia. Casper. Sus pupilas verticales me observaron con atención, como si me estuvieran juzgando. La hermosura de su pelaje era difícil de ignorar. Era una mezcla de suavidad y locura. Salvaje y humano.

Di paso hacia él y alcé el mentón.   

El olor de su cuerpo fue potente y cegador. Mi instinto me dijo que me acercara y olfateara su pelaje, por todas partes, pero me rehusé a obedecerle. Estar dentro de aquella forma me estaba haciendo mal. Debía darme prisa o iba a enloquecer.

Casper maulló y se acercó para poner su barbilla sobre mi cabeza. ¿Por qué era tan grande? ¿No deberíamos estar a la misma altura? Me miré las patas, de pelaje negro y diminutas, y abrí la boca con horror. Mi grandiosidad se fue al piso en cuanto noté lo que había allí. Porque el problema no estaba en Casper, el problema estaba en mí. 

Yo no era un gato normal, era un gato cachorro.

No... me jodas.

Casper maulló, y entonces me mordió el pescuezo para alzarme en el aire. Cualquier otro pensamiento quedó anulado. Ni siquiera pude moverme. Lo único que sentí fue la vibración recorriéndome la piel y el incansable deseo de chillar. Casper me estaba cargando como un bebé, arrastrándome hacia la calle sin siquiera detenerse para devolverme un poco de dignidad.

En fin.

Desplazarme como felino no era lo mío, después de todo, y ya le había dado la dirección de la casa de Scott. Llevarme como un bulto era ahorrarse un problema innecesario, y sumar tiempo a nuestro reloj. No podía quejarme, era lo que tenía que hacer.

Respirando profundo, acomodé mis ojos y traté de observar lo que me rodeaba. No era fácil, debido al tirón que sentía en mi cuello, pero tampoco era imposible. Casper me estaba guiando por el césped recortado que había afuera de la casa. Se impulsaba con sus patas traseras, como un experto, y adquiría una velocidad exorbitante.   

Cuando llegó a la calle, ninguna de las personas que nos rodeaban le prestó atención. Se pegó a la orilla y siguió corriendo por el camino que le había indicado, sin detenerse en ningún momento. Las personas a nuestro lado pasaban a toda velocidad. El aire que colisionaba contra mis bigotes me provocaba una sensación adormecedora en la piel. Nunca me sentí tan ligera.

Si no fuera porque Casper me estaba mordiendo el cuello, incluso podría haber sido una experiencia divertida. Es decir, no todo el mundo podía presumir que había colgado como un paquete. Eso sólo podía pasarme a mí. Porque, como siempre, esas humillaciones sólo me ocurrían a mí.

Por suerte, el trayecto fue más corto de lo que habría sido si hubiésemos caminado en nuestra forma humana. Casper dobló hacia la izquierda y dentro de poco estuvimos afuera de la casa de Scott. La entrada era tal como la recordaba, y como la mayoría de las casas en nuestro pueblo. Las luces del interior estaban encendidas, saliendo por donde las cortinas aún no habían sido descorridas.

Casper se inclinó hacia abajo, con precisión, y saltó para llegar a la primera de las ventanas. Cuando me depositó en el umbral, no pude evitar sacudir mi pellejo. Me sentía tensa y adormecida, como si hubiera dormido en la peor cama del mundo. Casper pareció notarlo, porque se acercó y me acarició el cuerpo con su cabeza.

Un ronroneo se alzó dentro de su tórax.

Quise darle las gracias, o decirle algo, pero seguía siendo absurdo intentarlo. Le golpeé la mejilla con mi frente, y maullé de forma silenciosa. Casper respondió con un fogoso lametón en mis orejas, el cual me dejó noqueada. Eso se estaba poniendo raro, muy raro. Comportarme como animal no era lo mío, pero me gustaba. Mi instinto me suplicaba que lamiera a Casper.

Debía salir de aquella forma antes de que fuera demasiado tarde.

Miré el interior de la casa, sintiendo como Casper se restregaba en mi lomo, y agudicé la mirada. No me sorprendió ver personas en el interior, pero me sorprendió ver a Owen entre ellas. Al parecer, iba a ser inevitable seguir confiando en él. Si Owen se encontraba presente, iba a ser imposible apartarlo de aquel movimiento.

Recorrí la estancia con ojo crítico, y me detuve en los dos hombres que estaban situados al frente de mis amigos. Me llamó la atención que ninguno de ellos fuera el padre de Scott. Ambos vestían de negro, con unos ropajes deteriorados y mugrientos, y portaban armas en su espalda.

Por unos segundos, me costó encender la alarma dentro de mi sistema. 

—Largo —dijo Scott—. Si se quedan, ambos se arrepentirán.

Su voz era tensa, casi desesperada.

—Esa no es la respuesta que esperamos, muchacho —habló uno de los desconocidos, con un tono grave y monstruoso—. Dinos donde está el Asplendor. Si no lo haces, tus padres enfrentarán las consecuencias. 

—Los únicos que enfrentarán unas lamentables consecuencias serán ustedes —insistió Scott—. Lárguense. No quiero ensuciar mi casa cuando los asesine.

—Quizá tienes razón, muchacho. Puedes matarnos a nosotros, pero no podrás con los que vengan después. Dinos donde está y salva a tu familia.

Scott se cruzó de brazos, imponente.

—¿De qué sirve que les diga su paradero si está rodeado de guardianes? —cuestionó—. No podrán acercarse al Asplendor.

—Ese no es tu problema —dijo el extraño.

—Si fueran más inteligentes, irían allí cuando no esté presente —continuó Scott—. El Asplendor entrena los sábados y domingos en una residencia del gobierno. Suele estar acompañada por cuatro de sus guardianes. El quinto guardián siempre se queda vigilando a sus padres. Ahora, en realidad, a su padre.

—¿Qué tratas de decirnos? —cuestionó el de la voz monstruosa.

—Secuestren a su padre, será más fácil y efectivo —contestó Scott, y sus palabras me rompieron el alma en cuanto las pronunció—. Ella haría todo por él.  

—Tiene lógica —respondió el monstruo—. Pero para hacerlo necesitamos saber la ubicación.

—La casa 357 —confesó Scott—, de esta misma calle.

El murk, porque estaba claro que era uno de ellos, asintió y escribió algo en un aparato que tenía en las manos. Luego dijo algo, pero no lo escuché. No pude escucharlo. Mi corazón y mi estómago dolían, de la misma manera. Por más que intentaba comprender lo que Scott acababa de hacer, no podía. Mis sentidos estaban alterados.

Él podría haber inventado una dirección. Él podría haberlos asesinado y luego pedir nuestra ayuda. Él podría haber mentido. Él tenía muchas opciones. Sin embargo, decidió traicionarme y poner en riesgo la vida de mi padre.

Si me hubiese puesto en peligro a mí, no me habría importado, pero traicionó a mi padre, y eso jamás iba a perdonarlo.

Clavé las uñas en la madera, furiosa, y maullé con tristeza. Casper, a mi lado, seguía sin darse cuenta de lo que acababa de pasar. Estar tanto tiempo en esa forma debía estarle pasando la cuenta. Me lamía el lomo, adormecido, y ronroneaba. Cuando me volteé para saltar al piso exterior, bufó y se retiró con los ojos cargados de terror. ¿Por qué se estaba comportando tan extraño?

Ignoré su expresión y seguí con mi objetivo. Cuando salté al suelo, ya había regresado a mi forma humana.

—Casper —susurré—. Hay dos enemigos en el interior de la casa. Debes cambiar, ahora.

Sus ojos brillantes me observaron con atención. Antes de que pudiera repetirle la información, Casper aterrizó en el piso con los mismos pies de siempre. Su cabello oscuro, piel pálida y ojos marrones. Me sorprendió ver que regresar a su forma humana ya no le dificultaba como antes. Casper había mejorado.

—¿Dónde están? —interrogó con voz ronca—. ¿Estás segura de que son enemigos?

Lo tiré de la sudadera y lo forcé a agacharse. Él me miró confundido, con el rostro lívido y las mejillas teñidas de carmín. Parecía enfermo, desorientado, y me costó centrarme en el asunto importante. Era como si estuviera a punto de vomitar sobre mi ropa.

—Están dentro de la casa de Scott —le conté, arrugando la nariz—. Vinieron a averiguar mi dirección.

Mi voz pareció hacerlo reaccionar.

—¿Scott se la dijo?

—Sí, pero eso no es lo importante. —Señalé la ventana con mi dedo—. Tenemos que entrar allí y matarlos antes de que se vayan.

Demasiado tarde.

La puerta de la casa de Scott se abrió de golpe, y por ella emergieron los dos murk que vi anteriormente. Ambos estaban riendo, con una normalidad que me ponía los pelos de punta. No parecían monstruos..., parecían humanos. Y eso era lo peor de todo. Habría sido mucho más fácil detestarlos y matarlos si tuvieran la piel escamosa o los ojos rojos, pero no. Eran tan parecidos a nosotros como lo eran los glimmer.

Y no, no era lindo matar, a pesar de lo mucho que mi cuerpo demandaba venganza. Mi corazón se estaba envenenando, convirtiéndome en algo que nunca quise, y ya no había vuelta atrás. Ese era mi destino. Un futuro lleno de sangre y muerte. La guerra no era bonita, nunca lo fue y nunca lo sería. Mi corazón se encogió ante aquella realidad.

Casper se enderezó para mirar a los murk, y yo también lo hice. En cuanto nos volvimos hacia ellos, sus ojos se encontraron con los de nosotros. Fueron cinco segundos de pausa, duda y confusión. Cuando parecieron comprender lo que estaban viendo, giraron y comenzaron a correr en dirección contraria. Casper me agarró del brazo y habló con urgencia, sin darme tiempo para reaccionar.

—Ve a ver a tus amigos. Yo me haré cargo de ellos.

Su orden fue clara y precisa; no luché por desobedecer.

Lo observé alejarse y me llevé una mano al colgante de mi cuello. Pensé en lo que habría hecho antes, correr detrás de él de todos modos, y me estremecí. Había cambiado tanto que ya no podía estar tranquila conmigo misma. ¿Era para bien o para mal? ¿Me estaba resignando? ¿Estaba envejeciendo?

No importaba, no en ese momento. Me llevé la mano a la frente, para apartarme el cabello, y caminé hasta la entrada de la casa de Scott. Mis pasos eran fuertes y bruscos. En cuanto atravesé el umbral, la rabia invadió mi pecho, nublando mi juicio. La traición de Scott, y la indiferencia que mostró Owen ante ella, me provocó nauseas en el estómago. Sabía que sólo trataba de proteger a sus padres, pero lo había hecho a cambio de la vida del mío.

Nunca se lo perdonaría.

Nunca.

Apreté los puños de mis manos y avancé hasta el living. El crujir que crearon mis pasos no sorprendió a las dos personas que se encontraban en el. Scott estaba abrazando a Owen, al mismo tiempo que éste le daba pequeñas palmaditas en la espalda. «Hiciste lo correcto» oí que decía el rubio antes de mover sus brillantes pupilas hacia mí.

—Celeste. —La voz de Owen era sólo terror—. ¿Qué haces aquí?

—Hola —los saludé.

Scott se apartó de Owen, rápido, y se volteó para mirarme a mí. En cuanto lo hizo, su boca se abrió cargada de horror. La culpabilidad que sentía era evidente en sus ojos esmeraldas.

—Fenómeno, tú...

—Nunca esperé nada de ti, Scott —dije, deslizándome por la estancia como una serpiente—. Pero me sorprendiste, de verdad me sorprendiste. No creí que pudieras ser más mierda de lo que eras. Pero sí, tú no tienes límites. Eres increíblemente mierda.

—Celeste, cálmate —me pidió Owen.

Le dirigí una mirada rápida.

—Tú no me hables.

Owen se llevó las manos al pecho, ofendido, y luego bajó la mirada. No le presté atención a sus muestras de victimismo y me acerqué a Scott.

—Pusiste en peligro a mi padre —lo acusé, con la mandíbula tensa—. Tenías muchas opciones, pero elegiste la muerte de mi padre. ¿Pensabas decírmelo? ¿Pensabas admitir tu error y prevenirme? —Sonreí ante su expresión—. Oh, claro que no. Tú eres un cobarde, y los cobardes no tienen honor.

Scott se quedó en silencio durante unos segundos, sin verme a los ojos. Owen, en cambio, parecía tener muchas ganas de hablar, porque no dudó en responder a mis acusaciones.

—Hicimos lo correcto, Celeste. Eran sus padres o el tuyo, no teníamos más elección. He oído los pensamientos de tu padre, y no parece vivir en este mundo. Se la pasa pensando en fantasías y sueños. Él no está bien, no del todo, ni siquiera se daría cuenta si fuera secuestrado.

—¡¿Quién eres tú para decidir si mi padre merece vivir o no?! —exclamé furiosa—. ¡Eres un hijo de...!

Scott me puso una mano en el hombro.

—Fenómeno, no le grites a Owen.

Me volteé hacia él y lo agarré del cuello, asfixiándolo. Scott puso sus manos sobre la mía, intentando liberarse, pero era imposible que lo lograra en ese momento. Su fuerza no se comparaba a la mía. Apreté más los dedos, temblando de rabia, y lo escruté con mis ojos.

—Podría matarte ahora mismo —confesé.

—Sólo... quería protegerte —susurró Scott, ronco—. Era tu padre o tú..., y siempre serás tú.

—Mentir no te sirve de nada —repliqué—. Tú sólo buscas protegerte a ti mismo. No vales nada, Scott Taylor.

—Celeste, suéltalo —exigió Owen.

No lo miré, porque mi desprecio hacia Scott era más fuerte que la decepción que sentía hacia Owen. Le clavé las uñas en la piel, con brusquedad, y éste gimió adolorido. Sus inmensos ojos verdes parpadearon con tristeza, mirándome como si los papeles estuvieran invertidos y yo fuera la equivocada.

—Suéltame, Te —murmuró—. Esta... no eres tú.

—Te equivocas —repuse—. Esta soy yo desde que comenzaron a arrebatarme todo lo que tenía..., todo lo que amaba. Ya no hay vuelta atrás. 

—Celeste, basta —repitió Owen, sollozando—. Me estás asustando.  

—¡Cállate! —grité, y cerré los ojos—. ¡Tú eres un traidor también! ¡Siempre lo has sido! Confié en ti, Owen, te mostré cosas que no le mostré a nadie más, y aun así me traicionaste. Si no querías ser mi amigo, no tenías que serlo. Si me repudiabas, no tenías que fingir. ¡Jamás te lo pedí!

—No lo...culpes —escupió Scott—. Él no... tiene la culpa.

Una sonrisa se formó en mis labios. Abrí los ojos y los posé en el pelinegro frente a mí. Había dolor en su expresión, pero no más que en la mía. 

—Tienes razón, aquí el único culpable eres tú —dije, enseñando mis dientes—. Si no fuera por ti, nada de esto estaría pasando.

—Perdóname —musitó Scott—. Perdóname..., Celeste.

Fruncí el ceño.

—No, nunca voy a perdonarte.

—Celeste, yo...

No pude escucharlo.

Todo mi alrededor se volvió confuso en un sólo segundo. Una voz se metió en mi cabeza, como una nube de vapor ardiente, y amenazó con romperme los tímpanos. El chirrido era como estar recibiendo balas a dos centímetros de distancia.

Me llevé las manos a los oídos, en un acto reflejo, y abrí la boca para gritar. El ruido no disminuyó con el paso de los segundos. Di un paso hacia atrás, tambaleante, y traté de huir. No pude sostenerme de pie. Mis rodillas fallaron y besaron el piso. El dolor en mis órganos aumentó, al mismo tiempo en que mis pulmones comenzaron a fallar.

¿Qué estaba pasando?

Me apreté las orejas con las manos, en un intento por protegerme, y sentí la sangre del interior deslizándose por mi piel. Me sacudí desesperada, aterrada, y volví a gritar. Una oleada de calor me maceró los sesos. El dolor era indescriptible. Ni siquiera me di cuenta del momento en que me caí al suelo y dos manos me sacudieron de los hombros.

—¡Owen, detente! —oí a Scott, pero no pude reaccionar.

A mi mente acudieron recuerdos que no quería revivir. La explosión del cuerpo de Ethan; el fuego consumiéndolo todo; el cuerpo de mi madre siendo arrojado contra la pared de mi casa; los cadáveres de los estudiantes incinerados y ennegrecidos; el olor a humo y a carne achicharrada; Betty desapareciendo por el portal; mi madre arrebatada; la espada atravesando el pecho de Reece; manos ajenas sacudiéndome y golpeándome; la risa siniestra de muchos. No había un orden en mi memoria. Todos los flashes pasaban igual de rápido. 

Me acurruqué en posición fetal, en busca de defensa, y aplasté mis palmas contra mis oídos. Gemí, grité y gruñí, hasta que mi garganta sangró. Había experimentado muchos dolores en mi vida, pero ninguno se comparaba a este. Era como vivir todo lo malo otra vez, y no estaba exagerando. El silbato de Dave no era nada en comparación. Sollozando, supliqué por una ayuda que nunca llegaría.

—¡Basta! —Mi voz estaba rota—. ¡Basta!

Dos manos me tocaron las mejillas, pero fue como si me pusieran ácido en la carne. Grité, y luego grité más fuerte, exhausta. Sentí que iba a morir, o perder la conciencia, en cualquier momento. Ya no me quedaban fuerzas para luchar. No sólo estaba fallando mi mente, sino también mi corazón y mis pulmones. No podía respirar.

¿Iba a morir?

No..., sólo bastó un destello purpura para que todo se detuviera. 

—No cierres los ojos.

Dos manos me alzaron en el aire, y entonces todos los malos recuerdos se dispersaron, huyendo lejos de aquella voz. Me removí, adolorida, y luché por abrir los ojos. Mis parpados se rehusaron, pero aquella voz siguió halándome hacia la realidad.

—Quédate conmigo.

Desperté.

Frente a mí, dos ojos plateados me observaron con anhelo y angustia. El rostro fino, delicado y angelical al que pertenecían me desconcertó.  Nariz delgada y recta, labios finos impenetrables, mandíbula diminuta, piel blanquecina. No había ninguna mancha o defecto que lo hiciera humano, ni siquiera el cabello blanco con destellos grises que le cubría parte de la frente. Todo en él era mágico y fascinante. El Cuervo.

¿Seguía delirando?

—No cierres los ojos —dijo.

Y entonces reaccioné. Miré mi alrededor, apenas, sólo para darme cuenta que el glimmer me tenía alzada entre sus brazos. Seguíamos en el living de la casa de Scott. En el piso, Owen tosía herido y Scott lo rodeaba con sus brazos. Alguien lo había lastimado..., El Cuervo lo había lastimado. El sentimiento de preocupación que me invadió fue imposible de evitar.

Abrí la boca, tratando de hablar, pero mi garganta estaba inflamada y herida. Traté de alzar mis manos, para llevármelas al pecho, pero no podía moverme. El cansancio de mis músculos era evidente. Todo lo que quería era cerrar los ojos y dormir, pero mi instinto no me lo permitía. Necesitaba seguir despierta.

Tragué saliva, y gemí.

No me percaté del momento en el que pasamos de estar en el interior de la casa a estar en el exterior. Sólo sentí el aire fresco sobre mi piel, y luego vi el cielo oscuro detrás de su cabello blanco. Una estrella rebelde comenzaba a brillar con energía, dándole la bienvenida a la noche.

Una vez más, traté de llevarme la mano al pecho, pero fallé. Me sentía sudorosa y pesada, como plomo. La garganta me ardía, y no podía respirar bien. Tenía sangre en la nariz, en la boca y en los oídos. Era un desastre, un lamentable desastre.   

El glimmer frente a mí pareció notar mi debilidad, porque entrecerró los ojos y pegó su frente a la mía. El tacto de su piel era frío. Inhalé profundo, aterrada y sorprendida, y sentí como el aroma embriagante que desprendía su cuerpo me acariciaba la nariz. No era ni a colonia, ni a acondicionador, ni a pasta dental. Era una mezcla de fragancias salvajes, como el cedro, el jengibre y la tierra húmeda. Y también un sutil olor a hombre.

Abrí la boca, extasiada, y él se apartó para volver a mirar al frente. Su rostro severo; su mirada afilada. Todo en él emanaba misterio. Dos alas negras aparecieron detrás de su espalda, y ambos nos elevamos del piso. Mientras me arrastraba por un cielo cada vez más oscuro, no pude evitar fijarme en sus ojos.

Tenía una mirada plateada, intensa y enigmática. 

Luego de un par de minutos, me dejó en la azotea de un almacén. El lugar era alto, difícil distinguir la calle bajo nosotros. El Cuervo se sentó sobre un montón de cajas vacías y me acurrucó sobre su regazo, sin soltarme en ningún momento. Su mano enguantada me acarició el brazo, y sus ojos me analizaron con lentitud.

—Voy a disipar el dolor —habló; su voz aterciopelada y grave.

Se llevó la mano que tenía en mi brazo al bolsillo de su cazadora y extrajo un pequeño recipiente transparente. El líquido del interior era rojizo y espeso, como la sangre. No pude evitar fijarme en las uñas puntiagudas y negras de sus dedos. Los guantes que llevaba puestos sólo lo cubrían hasta los nudillos, dejando a la vista su piel blanca con matices purpuras.

—Bebe —dijo, poniendo el recipiente en la punta de mis labios.

Abrí la boca, y me tragué lo que me estaba entregando. No sabía a sangre, como pensé, sino a nada. En cuanto el líquido entró en mi sistema, los músculos de mi cuerpo se relajaron y comenzaron a funcionar. Intenté levantarme, pero él no me lo permitió. Me rodeó con sus brazos, de forma afectuosa, y puso su cabeza junto a la mía.

—Ya sé... la verdad —susurré, afónica—. Te creo, Cuervo.

Él no se movió.

—Mi nombre es Silas.

—Silas —articulé, con lentitud, probando la palabra.

—Sí, dilo una vez más.

—Silas.

Él me acarició el brazo con su mano y se separó para mirarme de frente. Había un destello brillante en sus ojos grises. Su boca, siempre tensa, estaba relajada.

—No debí dejarte con ellos —mencionó—. Tu destino era estar a mi lado.

Abrí más los ojos, con las cejas y la mandíbula tensa. Existían muchas cosas que me confundían en la vida, pero Silas era la mayor de ellas. Por más que intentaba meterme en su mente, no podía. Él parecía tener una armadura impenetrable que lo alejaba de los demás.

—Quiero saber por qué me está pasando todo esto —farfullé—. ¿Por qué a mí?

—Porque la Fuente te eligió para que la protegieras —respondió.

—¿Protegerla de qué?

—Del mal —contestó—. De los murk, y de cosas peores. Los humanos nunca han sido todo lo que existe. También existe el cielo y el infierno, y sus antepasados lo sabían.

El cielo y el infierno.

Sabía que había leído esa frase en varios de los libros antiguos. Eran textos creados mucho antes de que la Fuente llegara a nuestro planeta. Tenía que ver con la religión y las creencias de nuestro pasado. Era una teoría que hablaba acerca de la existencia de un ser superior causante todo lo que existía. Los astros, la tierra, la fauna y la flora. Todo creado con su bondad. Sí, me sabía esa historia. La había leído, muchas veces y en muchos textos. Era como un cuento para niños.

—¿Ángeles y demonios? —cuestioné apenas—. Eso no existe.

—No sé si llamarlo así —me explicó—. Nosotros, los glimmer, fuimos elegidos para mantener la continuidad de la existencia que creo Dios. Desde nuestro hogar, un lugar que reside en otra dimensión, nos encargábamos de mantener la paz en cada espacio creado por Dios. Planetas, universos, dimensiones. La Fuente nos brindaba el poder para hacerlo.

—¿Dimensiones? —cuestioné, parpadeando con rapidez—. No entiendo. ¿Vienes de otra dimensión?

—Lo que ves es sólo un fragmento de lo que existe en realidad —aclaró—. La existencia es algo mucho más grande, y tú estabas destinada a formar parte de ella. Lo que creo Dios es mucho más que este universo. Sin embargo, no es perfecto, porque significa poder, y el poder es difícil de controlar. Evoluciona, y cambia, así como lo hicieron los humanos y todo lo que te rodea.

—¿Entonces surgieron los murk?

—No, primero surgió el mal y lo que vive en él —declaró, y su mirada pareció viajar a un lugar mucho más allá de mí—. Dimensiones y universos oscuros. Monstruos y bestias. Los murk algún día también fueron buenos, pero se contaminaron con todo lo malo que existe en los universos. Por eso nuestra batalla es eterna, e infinita. Dios nos creó por una razón y debemos cumplirla.

—Dios —susurré, saboreando la palabra—. ¿Y eso qué edad tiene?

Silas hizo amago de sonreír, pero se contuvo.  

—Nadie lo sabe —contestó.

—Entonces no lo conoces, pero aun así haces lo que te ordena. —concluí—. ¿Por qué?

—Porque no quiero que todo lo que conozco deje de existir.

—¿Y por qué la Fuente está aquí? —interrogué, acomodándome mejor—. No se supone que esté aquí, ¿no? Los humanos se quieren apoderar de ella. No van a devolverla.  

—Hace más de un siglo atrás, los murk atacaron nuestro hogar para robarse la Fuente —me contó, entrecerrando los ojos—. Lo llamamos el Día Oscuro. Fue un episodio lleno de sangre y terror. Ese día, los murk viajaron a nuestro hogar causando muerte y dolor. Yo no estuve allí, pero sé que el caos fue un verdadero infierno. Niños, hombres y mujeres fueron asesinados, sólo por la codicia de nuestros enemigos. —Hizo una pausa—. Vaerys, la elegida de ese momento, no pudo soportar ver tanto sufrimiento y quiso desprenderse de la Fuente. Abandonó su deber. Por ello Heavenly desapareció, con muchos glimmer en su interior, y llegó a la Tierra.

—No puede ser —susurré.

—Nuestros ancestros esperaron mucho tiempo para que naciera un nuevo elegido —agregó—. Sólo tú puedes devolver la Fuente al lugar que pertenece, y salvar todo lo existe. Sin nuestra defensa, la oscuridad terminará apoderándose de todo.

—No lo entiendo —dije, meneando la cabeza—. ¿Por qué los murk querrían que eso pasara?

—Porque la naturaleza de las especies es querer imperar sobre las demás —respondió con tranquilidad—. Por eso los humanos quieren retener la Fuente. Si ellos pudieran adueñarse de lo que hay más allá de su mirada, también lo harían. Sólo nosotros podemos luchar para que eso no suceda. Es una batalla infinita entre la luz y la oscuridad, y tú eres parte de ella. 

Bajé la mirada, y solté el aire que había estado reteniendo. Las palabras de Silas eran claras, pero a la vez extrañas y difíciles de procesar. Me costaba creer que lo que acababa de decirme era cierto, sin embargo, el recuerdo constante de la Fuente y el poder que corría por mis venas era una clara muestra de que no podía estar equivocado.

Mi cabeza daba bruscos giros, como un ventilador. No podía concentrarme. La situación era demasiado confusa. Toda mi percepción del universo acababa de ser pisoteada por Silas y sus palabras cargadas de seguridad. La idea de un ser superior, llamado Dios, acababa de dejarme mareada.

—Sigo sin entender por qué estoy entre los humanos —mencioné—. Si soy un glimmer, debería estar con ustedes. ¿Por qué estoy aquí?

Silas puso la palma de su mano sobre mi mejilla.

—Esa es una historia que te contaré otro día —señaló—. Yo no debí dejarte tanto tiempo entre ellos. Creí que de ese modo los murk ignorarían tu identidad, y podrías vivir con normalidad hasta que tu niñez acabara. —Su mandíbula se tensó—. No fue así.

—Yo ya sé quién es el líder de los murk —confesé.

Su mirada se suavizó.

—Sí, yo también lo sé ahora. —Ladeó la cabeza—. Vamos a buscar a tu madre, princesa, y luego volveremos a nuestro hogar. No voy a dejarte sola otra vez. Mi deber es estar a tu lado, y eso es lo que haré.

Sus palabras trajeron a mí el recuerdo de Casper, y con ello la llamada de urgencia a mi cuerpo. Había olvidado por completo que dos murk se estaban enfrentando a Casper. Sabía que él tenía la capacidad para matarlos sin ningún problema, pero de todos modos el miedo crepitó en el fondo de mi corazón. No podía abandonarlo después de todo lo que había hecho por mí.

Desprendiéndome de los brazos de Silas, me removí y me puse de pie. El viento chocó contra mi cabello y mi rostro, refrescándome con el aroma dulce de la noche.

—Iré contigo —acepté, tragando saliva—. Pero primero necesito que ayudes a mi amigo. Él se está enfrentando a un grupo de murk ahora mismo, y necesito que vayas a ayudarlo. Él querrá venir con nosotros también, no puedo dejarlo atrás.

Silas, sentado sobre la caja en frente de mí, con la chaqueta colgando detrás de su espalda, frunció el ceño.

—¿Amigo?

—Sí, su nombre es Casper —le informé—. Fue en busca de dos murk que me estaban buscando. Es una buena persona. Puedes confiar en él.

Una extraña luz pasó por detrás de sus ojos, pero se fue tan rápido como apareció. Se levantó, con la brusquedad de un oso, y se posicionó delante de mí. La diferencia de nuestras estaturas era sorprendente. Todo en él intimidaba.

—Si quieres que vaya por él, lo haré —aceptó—. Pero tienes que quedarte aquí. No puedo arriesgarme a que te ocurra algo malo.

—No —negué—. Necesito ir a buscar a mi padre. No voy a dejarlo con el gobierno. Él tiene que venir con nosotros.

—Tus deseos son órdenes, y también mi juramento —sostuvo—. Ve por él, princesa, y regresa lo más pronto que puedas.  

Sus palabras me dejaron en shock por varios segundos. Cuando hablé, mi voz estaba temblando.

—Gracias, Silas. Así será.

Él pareció satisfecho. Extendiendo el brazo, me rozó la mejilla.

—Desde hoy, todo mejorará.

[...]

La entrada de nuestra nueva residencia, desde el exterior, se veía fúnebre y solitaria.

Me encontraba detenida frente a la pequeña casa que arrendaron los guardianes, con la carne de mi labio inferior entre los dientes y los brazos cruzados, y no podía dejar de pensar. El cielo sobre mi cabeza era cada vez más negro y brillante. El aire olía a comida chatarra, basura y humo de carro. Diez metros a mi derecha, un vecino de barba salvaje vendía patatas fritas en su carrito de metal.

Los transeúntes pasaban por mi lado, sin prestarme atención, y se dirigían al lugar en busca de las más deliciosas comidas. Todos se veían alegres, desinteresados, como si a esas alturas de la noche nada más importara. Yo también habría podido ir a comer, me dije a mi misma, pero no era el momento para satisfacer mis deseos.

Observando las ventanas de la casa y la oscuridad que se asomaba entre las cortinas, di un paso al frente y me dirigí a la puerta. Todo era silencio y armonía, tanto que llegaba a resultar espeluznante. Era imposible deducir si mi padre y los demás estaban presentes. El aspecto de la casa era el de un lugar abandonado hace mucho tiempo atrás.

Me llevé la mano al cinturón de mis armas y extraje una de las dagas que había cogido antes de salir. Eliminando los últimos centímetros que me quedaban, extendí mi mano y agarré el pomo de la puerta para abrirla. El frío del metal impactó contra mi piel. Ni siquiera tuve que hacer fuerza para abrirla; alguien ya lo había hecho desde el otro lado.

No se trataba de ninguno de los guardianes.

—Te estábamos esperando. 

Dos ojos azules me observaron con desprecio. Uno más oscuro, otro más claro. Cada uno más perfecto que el otro. Ambos portando el océano en su mirada.

Reece.


*****

Los amodoro, mis bellezas.

Gracias por cada comentario, voto o lectura.


Aclaración: El contenido del libro sólo es ficción. No pretendo pasar a llevar las creencias de nadie. Por favor, no te sientas ofendido.


¡Nos leemos, amores!

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