Capítulo 20
Seguir respondiendo las cartas que envían a Celestina me ayuda a mantener la cabeza ocupada y a no darle demasiadas vueltas al asunto de que no han encontrado a los agresores de Nate y Declan. Continúan en la calle, suponiendo un peligro público para cualquier hombre que demuestre afecto a otro hombre.
Como forma de repulsa, Silma y yo hacemos unas pancartas para mostrar nuestra inconformidad con la homofobia y las colgamos tanto en el instituto como por la calle. Lideramos pequeñas manifestaciones que nos llevan a acabar entre rejas alguna que otra noche, sin que eso nos frene en nuestro cometido: construir un mundo más humano y amoroso para todos.
Silma se convierte en una gran amiga, alguien con quien comparto todas mis confidencias, salvo aquellas que implican a Sam. Y, si lo hablo con ella, es enmascarando su nombre. Siempre está para aconsejarme y darme ánimos. Y eso me hace sentir mal, porque mientras ella está más alegre por estar cerca de Sam, con ilusiones incompatibles, yo por detrás sostengo el puñal que hiere su espalda.
En mi interior se está produciendo una lucha de sentimientos contrapuestos e inconexos que me agotan mental y físicamente. Estoy fuera de control. No soy capaz de manejar mis propias emociones y eso hace que me sienta constantemente como si estuviera en una montaña rusa. Es tan agotador que cada mañana debo hacer un gran esfuerzo para salir de la cama y afrontar el día.
Ese caos emocional se refleja en mis notas. Consigo algunos suspensos y mis padres frecuentan los toques de atención para que me ponga las pilas.
Mi día a día se resume en ir de casa al hospital y viceversa.
Nate está recuperándose lentamente, aunque aún no es capaz de hablar. Está el miedo anidado en sus carnes y el horror de tener que convivir el resto de su vida con la palabra «maricón» marcada con una hoja afilada sobre su piel ya cicatrizada, le mantiene desconectado del mundo.
Declan está postrado en una cama, recuperándose de las operaciones que han tenido que hacerle para reparar sus vértebras, y está sumido en la profunda tristeza de que tal vez no vuelva a caminar.
Pestañeo un par de veces y veo a Silma salir de la habitación donde está Nate e ir a ver a Declan en la que está justo al lado. Es mi turno, así que no me demoro y hago una visita a mi mejor amigo. Está acostado en la cama con un corsé inmovilizando su torso. Mira hacia la ventana con ojos vacíos.
La herida de su pecho está todavía cicatrizando y su cara está llena de hematomas. Su labio inferior está ya casi curado de una raja que tenía.
—¿Siempre será así?
—¿Cómo?
—¿Tendré que vivir eligiendo si quiero amar o continuar con vida?
—Eso cambiará. Estamos luchando mucho.
—Hasta que cambie el panorama podría sufrir mucho por mí la gente que me quiere.
—Todas las personas que te queremos formamos un círculo protector que no dejará que nunca te pase nada.
Acaricio su mano con ternura y beso su cabeza. Él cierra los ojos y una lágrima se escapa por uno de sus rabillos.
—No te haces una idea de lo horrible que me siento al saber que puede que Declan nunca más vuelva a caminar después de haber interferido para protegerme y llevarse todos los golpes que iban para mí.
—Él solo quería protegerte.
—Y puede que acabe en una silla de ruedas toda su vida. Eso es un mazazo muy gordo. Sé que va a costarle reponerse de ese golpe.
—Las secuelas están ahí, tanto físicas como emocionales, pero también debéis ser capaces de ver que estáis aquí, contando como os sentís, sin que os tengamos que imaginar en un punto indeterminado del cielo.
—Aquella noche sentía tanto dolor que deseaba morir. Pero ver a Declan tirado sobre el asfalto, a mi lado, tratando de sonreírme mientras le golpeaban, me dio la fuerza necesaria para aferrarme a la vida y luchar porque las cosas cambien. —La luz del sol le ilumina la cara y le es molesta, así que me encargo de bajar un poco la persiana y soltar la cortina—. Estoy muerto de miedo, pero, aunque tiemble de cabeza a pies, pelearé hasta el día en el que deje este mundo.
—Y nosotros pelearemos a tu lado.
Los padres de Nate entran en la habitación y me dedican una sonrisa.
—Papá, mamá—dice él con gran determinación—. Soy gay. Y no hay límites ni barreras que puedan frenar a mi verdadero yo.
—Y no hay más orgullo que el de tener un hijo gay.
—Espera, ¿ya lo sabíais?
—Siempre lo hemos sabido, hijo—dice, esta vez, el señor Fisher—. Y no hemos tenido ningún problema con ello. No hemos tratado el tema porque veíamos con total naturalidad que te gustasen los hombres.
—Para nosotros lo importante siempre ha sido que seas feliz. Y si eres feliz amando a un hombre, eso es todo lo relevante.
Dejo a la familia reunida y salgo de la habitación. Me dispongo a hacerle una visita a Declan, pero nada más abrir la puerta y verle postrado en la cama, llorando por no poder ser capaz de mover sus piernas como antes solía hacer, me sirve de señal para darle un poco de tiempo para acostumbrarse a la nueva realidad.
Alguien me silba desde la zona de las escaleras. Es Sam. Voy hacia allí. La sala de espera está a solas, así que nadie está al tanto de mis movimientos.
Me toma de la mano y me acorrala contra la pared. Pone sus manos a cada lado de mis hombros y mueve su cabeza en zigzag, buscando la forma de llegar a mi boca. Mantengo mis manos adheridas a su torso y trato de que el notar su corazón acelerado no me desvíe de mi cometido.
—Sam no podemos hacer esto. Recuerda lo que te pedí.
—No haces más que intentar alejarte de mí para que mi acercamiento hacia Silma sea tan fructífero como esperas. Pero no es con ella con quien quiero estar, sino contigo. Y no soporto la idea de estar lejos de ti cuando quiero permanecer a centímetros. —Su tono de voz suena como a súplica—. Todo lo que he hecho ha sido por ti. Pero no me pidas que lo mantenga por más tiempo, porque no puedo fingir que siento interés por ella cuando estoy enamorado de ti.
Sam acoge mi cara entre sus manos y me besa sin pudor.
En ese momento aparece en la planta inferior la chica morena que no puede pestañar siquiera. Cierra la boca y esboza una sonrisa triste.
—No tendrás que fingir más. Podréis estar juntos sin conteneros.
—Silma.
—Gracias por demostrarme que no eras la amiga de puta madre que creía que eras.
—Espera.
—Si vas a decir que no es lo que parece, ahórratelo. Estoy cansada de las mentiras. Me esperaba esto de cualquiera, menos de ti.
Silma se va.
Sacudo la cabeza y miro al chico que está a mi lado. En sus ojos brilla un arrepentimiento que no logro explicar hasta poco después. Una luz se ilumina en mi mente y todas las piezas del puzle parecen cobrar sentido.
—Tú...—Le señalo con el dedo y él agacha la cabeza.
—Tenía que saberlo.
—¡No de esta manera! Quería hablar con ella. Me has quitado ese derecho.
—Cuanto más esperaras para contárselo, mayor sería el impacto de la mentira. Aunque ahora no lo veas así, me lo agradecerás más adelante.
—Desaparece de mi vista.
—Celest.
—¡Vete!
Su cara palidece, sus ojos se anegan en lágrimas y su boca calla. Baja la cabeza, barre el suelo con la mirada y da media vuelta, esquivándome mientras suelta un fuerte bufido. Se marcha escaleras abajo, yéndose en la misma dirección por la que se fue la chica morena hace apenas unos minutos.
Me llevo la mano al pecho. El corazón parece llorar cada vez que respiro con dificultad por el llanto que me acompaña. Los ojos me escuecen y mis mejillas sienten el impacto de la sangre contra ellas, tiñéndolas de un rojo intenso. Doy los primeros pasos hacia la pared de enfrente, arrastrando los pies, sin fuerza para levantar las piernas.
Gillian ha llegado y está sentado en la sala de espera. Al verme tan compungida, inmediatamente se pone en pie y da un paso hacia el frente. Tiene sus ojos verdes empañados por una fina capa de tristeza. Meneo un poco la cabeza y le doy la espalda para darle a entender que quiero estar a solas.
Paso la esquina y estampo mi espalda contra la pared. Con mis manos cerradas en puño doy sendos golpes contra el muro, así como con la cabeza, hasta que acabo lo suficientemente exhausta como para deslizarme hasta el suelo, flexionar las piernas y enterrar mi cara entre mis manos.
Cuando estoy algo más calmada me pongo en pie y decido bajar a la planta baja para buscar a Silma. Hablar con ella será imposible ahora, pero no puedo contener mis ganas de hacerlo y esperar a que ella se digne a darme esa oportunidad. Nada se solucionará si no pongo de mi parte. Debo disculparme y hacer todo lo necesario para enmendar mi error y, en el mejor de los casos, obtener su perdón.
Miro en las salas de espera. No la encuentro. Recorro los largos y laberínticos pasillos, todos tan idénticos que siento que camino todo el tiempo por el mismo. Sigo sin tener noticias de ella, así que me queda como última baza mirar en los servicios. No la he visto subir a la planta de arriba, así que, en caso de estar en el hospital, debe hallarse en algún cuarto de baño.
Entro en el aseo más cercano que encuentro y no hay nadie. Decido buscar el otro que hay en la misma planta. Accedo y están todos los compartimentos abiertos, salvo uno. Estoy a punto de descartarlo cuando me fijo mejor y caigo en la cuenta de que por abajo sobresalen unos pies.
Aporreo la puerta.
—¿Silma?
Al otro lado se escucha un leve murmuro ininteligible. Golpeo la puerta. El pestillo está echado. Con toda mi fuerza pateo la puerta, pero esta no cede. Como último recurso voy hacia el compartimento de al lado, me pongo de pie en la taza del inodoro y me asomo por arriba, encontrando a una chica sentada en el retrete, con un brazo suspendido en el vacío y la mano opuesta sobre su zona íntima, que está sangrando.
Está desnuda de cintura para abajo y un gancho de percha está junto a uno de sus pies.
Subo mi pie sobre la cisterna y paso mi pierna por encima del muro, reptando. Me dejo caer dentro del compartimento de al lado, con cuidado de no hacer daño a la chica, y me arrodillo delante de ella después de quitar el pestillo y abrir la puerta.
Sostengo su cara empapada en sudor e inconsciente entre mis manos.
—¿Qué has hecho, Silma?
Grito con todas mis fuerzas para pedir ayuda y la cojo en mis brazos como puedo, asegurándome de que adopta una postura cómoda. Un celador trae una camilla y pongo sobre ella a la chica morena que sigue desangrándose. La cubren con una sábana de la cintura hacia abajo. Inmediatamente se la llevan. Corro detrás de la camilla, sin intención de dejarla sola.
La llevan a la zona de ginecología. La doctora es reacia a dejarme entrar, pero insisto tanto que no le queda más remedio que acceder. Le explico a la mujer cómo la he encontrado para que ella saque sus propias conclusiones y se dispone a hacerle una ecografía, aplicándole un gel en el vientre.
—El embrión se encuentra bien, pero tenemos que frenar la hemorragia cuando antes o podría morir desangrada.
—¿Embrión?
—Sí. Está embarazada de varias semanas.
A mi mente acude un flash. Es una carta dirigida a Celestina en la que una chica confiesa que está embarazada y que no sabe qué hacer.
—Eso es imposible—contesto muy segura de sí misma—. No mantiene relaciones desde hace algún tiempo. Tanto que el único candidato a ser nombrado padre sería...
Guardo silencio.
El estómago se me pliega sobre sí mismo y mis piernas dejan de tener fuerza. Me tambaleo un poco y busco soporte en un sillón cercano, agarrándome a su respaldo. Un único nombre se mece por mi mente ahora convertida en un mar de dudas y arrepentimiento: Sam Crawford.
Esa es la razón por la que Silma quería, incansablemente, estar cerca de Sam. No solo se trataba de un amor adolescente, sino por un motivo de peso. Un bebé estaba en camino y quería tener la mejor relación posible con el padre de su futuro hijo. La prohibición de abortar y la mentira que ha caído sobre ella como un jarro de agua fría, le han llevado a querer provocarse un aborto con el gancho de una percha.
Agarro el respaldo del sillón más cercano, hundiendo mis uñas, y siento cómo mi cuerpo se deja vencer por la gravedad. Acabo sentada, con las manos temblorosas en los reposabrazos y la boca seca, con la mirada clavada en la pantalla del monitor, donde puede verse un pequeño embrión sin una forma definida, con cabeza, tronco y cola rizada.
—Quédate ahí, pequeño. Salvaremos a mamá.
Esas palabras resuenan dentro de mí. Quedarse significa cambio. Un giro de los acontecimientos que, sin duda, cambiará para siempre la vida de Silma y quienes le rodean. El comienzo de las andaduras de ese pequeño trae consigo un inevitable final para mí que he de encajar con la mayor entereza.
Se llevan a Silma para tratar de urgencia su hemorragia. La doctora me hace entrega de una foto de la ecografía en blanco y negro del embrión dentro de un sobre marrón.
Va hacia la puerta, la abre y la mantiene así para indicarme la salida. Con su cabeza hace un gesto que no deja lugar a dudas. A pesar de encontrarme abatida y de tener las piernas temblorosas, me pongo en pie y camino hacia el corredor, con el sobre pegado al pecho, sin saber muy bien qué hacer.
A lo lejos veo a aparecer a Sam que se dispone a subir las escaleras con decisión. Sin embargo, cuando ha subido un par de peldaños repara en el personal sanitario que traslada a las apuradas a la chica en la camilla. Sus ojos enfocan la cara de Silma y, al reconocerla, se agarra al pasamanos y vuelve sobre sus pasos, dispuesto a seguir a los médicos. Sin embargo, le cierran la puerta en las narices y un segurata le indica que no puede pasar.
Se lleva las manos a la cabeza, patalea una papelera cercana y se disculpa con un gesto ante el segurata. Camina da un lado a otro delante de la puerta, mordiéndose el labio inferior, y dándose golpecitos en la frente con la mano cerrada en puño. Mi prolongado escrutinio surte efecto en él pues me mira y deja de moverse.
Aprieto la mandíbula para mantener las lágrimas en mis ojos y emprendo una marcha hasta su persona. Él se acerca a mí en búsqueda de respuestas. Su ansiedad me sobrecoge y me lleva a guardar silencio más tiempo del que me hubiese gustado. Debo escoger muy bien las palabras a decir.
—Celest, ¿qué le ha pasado a Silma?
—Ha intentado provocarse un aborto.
—¿Está embarazada?
—De hace algunas semanas, lo que te convierte en padre.
—Espera, ¿qué? Yo no sabía que estaba embarazada. De ser el padre, me lo habría dicho.
—Ni siquiera te dignabas a hablar con ella antes de que yo apareciese. ¿Cómo se supone que iba a contártelo?
—No puede ser.
Su negativa hace que la sangre me hierva.
—A Silma jamás se le podría tachar de mentirosa—le recuerdo y le miro a los ojos—. No ha mantenido relaciones con nadie más, si es lo que te preocupa. Así que las posibilidades se reducen y nuevamente apareces tú como único candidato.
—Puede tratarse de un error.
—¡No es ningún error! ¡Lo he visto con mis propios ojos! —Abro el sobre, saco la imagen de la ecografía y se la doy.
Guarda silencio y lo mira.
—Esto lo cambia todo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—No podemos seguir juntos, Sam. Se ha terminado. A partir de ahora cada uno seguirá su propio camino.
—No quiero que termine.
—Yo tampoco, pero así deber ser. —Las lágrimas que tanto reprimía escapan sin mi permiso y se deslizan frenéticamente por mis mejillas sonrojadas—. Nunca olvidaré lo que vivimos.
—Celest...
—Lo siento.
Hace por extender sus brazos hacia mí para impedir que me marche, pero pongo mis manos como escudo para quitarle esa idea antes de que sea demasiado tarde. Retrocedo un par de pasos, con el corazón latiéndome con mucha fuerza, y reparando en sus ojos encharcados.
Es tan doloroso verle tan triste que no tardo en dar la vuelta e irme.
El aire fresco acoge mi cara y seca mis lágrimas. El sol resalta el brillo inusual de mis ojos anegados. Aprieto los puños y los dientes, barriendo el suelo con la mirada. Voy hacia el banco de madera más cercano y me siento, enterrando mi cara entre mis manos para llorar desconsoladamente.
Alguien toma asiento a mi lado. Saco la cabeza de mi escondite improvisado y observo a la persona que me acompaña. Gillian alza una de sus manos y seca mis lágrimas, esbozando una sonrisa triste.
—Puede que las cosas entre nosotros no vuelvan a ser iguales, pero el amor que siento hacia ti no ha cambiado. Sigo preocupándome por ti y lo último que quiero es verte mal, así que, si puedo ayudarte, lo haré encantado. Puedes contar conmigo. —Pasa su brazo por encima de mis hombros—. Seré todo oídos si quieres compartir lo que te tiene tan triste.
—Tengo miedo de decirlo en voz alta porque aún tengo la vaga esperanza de que sea un mal sueño del que despertaré en algún momento.
—No sabes cómo te entiendo.—Su voz sale acompañada de un suspiro. Acaricia mi cabello con ternura y meinvita a acomodar la cabeza en su hombro—. Si algún día descubres que no es unmal sueño del que despertarás y te sobrecoge el miedo, aquí me tendrás. Juntoslo combatiremos.
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