Capítulo 2
Apago la alarma del despertador y me quedo en la cama unos minutos más. Papá llama a la puerta hasta en tres ocasiones y después irrumpe en mi habitación. Su cabello castaño claro con inconfundibles entradas es lo primero que veo al apartar la manta con la que cubro mi cabeza. Después su nariz curvada y algo desviada acercándose a mi cara para darme un beso en la mejilla de buenos días.
—Vas a llegar tarde el primer día de clase.
—Valdrá la pena por cinco minutos más.
—De eso nada, señorita. Tienes que levantarte, vestirte y...
—Y sonreír y posar para la foto de primer día de clase que cada año, sin falta, me hacéis junto a la entrada.
—Algún día las echarás de menos. Soy un fotógrafo genial.
Me siento en la cama y meneo la cabeza.
—Casi siempre te tengo que recordar que quites la tapa del objetivo.
—Por eso eres la niña de mis ojos.
David sale de la habitación después de apremiarme con la mirada. Salto de la cama, voy al armario, lo abro de par en par y reviso cada prenda que pende de las perchas en búsqueda del conjunto más cómodo con el que empezar el día. Me decanto por un vaquero ancho y con los bajos doblados hacia arriba, unos calcetines de colores y un jersey rosa con tres botones superiores abiertos, dejando al descubierto el cuello de una camiseta azul de mangas cortas que llevaré debajo.
El cabello me lo dejo tal y como está con la excepción de una trenza en el lateral derecho de mi cabeza. Mojo los cristales de las gafas bajo el grifo de agua del cuarto de baño y con un poco de papel higiénico los seco a sabiendas de que pueden acabar arañados y con un acabado imperfecto.
Sonrío al espejo y mis Brackets se ganan toda mi atención. Cubro con la mano el cristal, bufo y salgo del servicio y, unos segundos más tarde, de la habitación. El delicioso olor a tostadas recién hechas me lleva casi levitando hacia las escaleras que llevan a la entrada de casa.
Una vez abajo, a la derecha está el salón y al lado de la escalera un pasillo que conduce hacia la cocina. Grace está dejando unas tostadas en un plato que ya lleva un huevo revuelto, dos tiras de beicon, dos salchichas y un puñado de alubias blancas. Papá sirve zumo de naranja y deja un vaso donde normalmente suelo sentarme.
—Buenos días, cielo.
—Buenos días, mamá.
—Aquí tienes tu desayuno. Cómetelo entero. El cerebro necesita energía para poder rendir mejor en clases.
Miro la cantidad de comida que hay en el plato e intento calcular mentalmente la cantidad de calorías que voy a ingerir y que van a convertirse en unos gramos de más en el peso. Frunzo los labios y juego con el tenedor a mover el revuelto mientras mi mente echa a volar y vuelvo a la noche anterior.
Aquellos ojos verdes y fríos me persiguen. Es recordar su mirada y sentirme avergonzada ante la cantidad de ilusiones que fabriqué en tan poco tiempo.
—Nos han asignado una nueva casa para las labores de limpieza—empieza a decir mi progenitor mientras parte minuciosamente con ayuda de un tenedor y un cuchillo una salchicha—. El problema es que hoy tengo cita en el cardiólogo y no creo que pueda darme tiempo a ocuparme. Y mi ayudante está de baja por una torsión de tobillo.
—Puedo ir yo en tu lugar.
David y Grace se miran.
—Cariño, agradezco el gesto, pero no hace falta. Además, tendrás cosas que hacer del instituto por la tarde.
—No nos mandarán nada siendo el primer día. Puedo ocuparme. Solo dame la dirección e iré en tu lugar.
—¿Estás segura?
—Lo estoy.
Apunta la dirección a la que debo ir y me guía con sus manos en mis hombros.
—Ahora llegó la hora de la foto.
—Recuerda sonreír, cielo. Siempre que te sacamos una foto parece que estás a punta de pistola.
Me ubico junto a un jarrón de porcelana azul que está de pie en una mesita de madera. Saco la lengua y hago una uve con mis dedos. Papá me apunta con la cámara después de que le señale la tapa del objetivo y dispara más tarde.
—Sospecho que tiene que ver con los rulos.
—¿Qué les pasa a mis rulos? —pregunta Grace, acariciándose el cabello rubio, aplastando uno de sus rulos contra el casco de su cabeza. Levanta sus ojos azules hacia el techo y frunce sus labios hacia un lado—. Conociéndoos seguro que estáis pensado en que soy una especie de Medusa 2.0.
—Eres mucho mejor. Ya le gustaría a Medusa ser la mitad de lo hermosa y sexy que tú eres.
Grace sonríe con timidez y pestañea seguido. David deja la cámara, va hacia ella, envuelve su cintura y funde sus labios con los de ella en un beso dulce. Poco después las lenguas de ambos están bailando en la boca del otro mientras sus manos juegan a acariciar zonas del cuerpo olvidadas. Intento escabullirme entre ambos, agachándome ligeramente, para evitar ver el final de ese apasionado acercamiento.
—¡Hora de irse! ¡Nos vemos luego!
Salgo antes de oír la despedida que tienen para mí. Nate está caminando hacia la puerta de mi casa para llamar, pero al verme se detiene en la acera y espera a que me reúna con él. Lleva una mochila en uno de sus hombros y su cabello ondulado declarándose rebelde.
—Qué animada estás por ir al instituto.
—He estado cerca de revivir cómo me concibieron, así que ir al instituto me parece un planazo.
—Qué desenfreno. Ya me gustaría llegar a su edad con esa vitalidad.
Mis padres se conocieron con quince años en el instituto y, desde entonces, no se han vuelto a separar. Ahora, con cuarenta y dos años siguen tan enamorados como al principio y no pierden oportunidad para hacer las respectivas demostraciones. Son mi referente y, aunque tienen discusiones como cualquier otra pareja, siempre consiguen entenderse y encontrar la forma de hacer frente a cualquier situación juntos.
La fachada de ladrillos gris y crema del instituto se alza más allá de la pequeña plaza con bancos y árboles que tiene como delantera. La naturaleza ayuda a dar sombra a la zona acerada y, aunque en otoño e invierno es un engorro por las hojas de los árboles que se acumulan sobre ella y que tienden a humedecerse con la lluvia, en primavera e invierno es un punto a favor.
Algunos estudiantes están en el césped. Chicas divinamente vestidas y con sus ombligos al aire como consecuencia de las camisetas cortas que usan, charlan animadamente en una manta, mientras un grupo de chicos deportistas aprovechan el poco tiempo que les queda antes de entrar a clase para entrenar un poco o dar algunos toques a una pelota.
Una chica pasa por mi lado y la prisa que lleva hace que me vuele un poco el pelo. Lleva entre sus manos una carpeta de color turquesa. Lleva unas mallas rosas, una camiseta larga negra y con volantes con diseño de calavera de colores, tacones negros y una diadema rosada en su cabello moreno.
Por la cantidad de fuerza que emplea para soltar el aire y por su cara de pocos amigos todo parece indicar que no está teniendo un buen día. Masca un chicle. Un chico con camiseta de tirantas azul claro y un pantalón de chándal blanco se apresura a acercarse a la chica, con una sonrisita, y buscando la aprobación de sus amigos.
—¡Eh, Müller! —exclama para llamar su atención, llamándola por su apellido—. ¿Cuándo me harás un hueco en tu agenda?
—¿Qué te parece el día que te funcionen más de dos neuronas?
Entra en el instituto.
En el césped, entre el grupo de chicos que juegan al fútbol, reparo en un estudiante que está de espaldas a mí y cuyo cabello rubio ondea con cada patada que lanza al balón que trata de no dejar caer al suelo. Lleva una camiseta blanca de mangas cortas, sobre esta una camisa de tela celeste remangada hasta casi los hombros y un pantalón vaquero del color de la nieve. Ladea ligeramente la cabeza y una pequeña y deslumbrante sonrisa asoma en su boca, dejando al descubierto sus dientes inmaculados, aunque sus ojos continúan ocultos a causa del desplazamiento de algunos mechones de su cabellera hacia adelante.
Casi desayuno la puerta de entrada. Por suerte, Nate me agarra del brazo y tira de mí en la dirección correcta.
El pasillo está abarrotado de estudiantes que, principalmente, se concentran alrededor de un muro donde suelen dejar anuncios importantes. Las chicas que más pasiones levantan caminan hacia el salón de actos, llevándose unos piropos y silbidos por parte del sexo masculino, y repasan de arriba abajo a cada chica que no concuerda con ellas. Yo me convierto en objeto de observación.
—¿Sabes? Tengo la sensación de que será un buen curso y de que nunca olvidaremos este último año.
—Por suerte, conseguimos esquivar el asunto de Celestina.
¿O tal vez no?
En ese instante nos paramos justo detrás de la multitud aglomerada en torno a la pared. Como no podemos ver absolutamente nada, nos abrimos paso como podemos, y al alcanzar la primera fila podemos ver con todo lujo de detalles aquello que tanto acapara la atención. En el muro hay una copia exacta del texto que por error publiqué en el foro y hay varias respuestas de personas anónimas.
Nate, de piedra como yo, hace un gran esfuerzo por dejar de mirar la pared y depositar su mirada en mi rostro pálido y desencajado.
—Celest...
—¿Ajá?
—Te has vuelto famosa.
Bajo los hombros, mantengo la boca abierta sin tomar aire, y no pestañeo, así que mis ojos se secan y me duelen.
—Tenemos que deshacernos de todos esos papeles antes de que esto vaya a más.
—Creo que esa barrera ya ha sido rebasada—comenta al ver cómo un chico regordete, con cara redonda, ojos marrones y cabello caoba deja una carta para Celestina escrita por su puño y letra en la pared, con ayuda de un poco de cinta adhesiva—. Parece que te han salido seguidores.
—¿Qué espera toda esa gente de Celestina?
—Lo que a todos nos gustaría: ser escuchados y aconsejados.
La respuesta de Nate me deja pensativa. Los estudiantes van dispersándose hasta que en el corredor tan solo quedamos mi mejor amigo y yo, todavía perplejos, viendo las cartas que algunos estudiantes se han animado a escribir con la esperanza de recibir una respuesta que les ayude a hacer la elección más acertada para resolver su conflicto interior.
—Vamos al salón de actos. La presentación va a comenzar.
—Dame un segundo.
Arranco los papeles de la pared con ayuda de ambas manos y los amontono a mis pies. Cuando he despejado el muro, me pongo delante la mochila y la abro para introducir todas aquellas cartas en su interior con la esperanza de alejarlas del interés general. Apenas son cinco cartas, pero arrugadas ocupan algo más en mi mochila.
—Listo. Podemos irnos.
—¿Qué harás con todas esas cartas?
—Hacerlas desaparecer. Lo siento por todas esas personas que esperan una respuesta, pero yo no quiero y tampoco puede ser Celestina.
Nate encoge sus hombros y me hace un gesto con la cabeza para que retomemos la marcha y nos reunamos con el resto de los compañeros en el salón de actos. La estancia no es muy grande y, al estar tan llena, da la impresión de ser aún menos espaciosa. Sus paredes de un color anaranjado claro aportan algo de luminosidad que contrasta con la tonalidad burdeos de los asientos y el toldo del escenario.
En la tarima, junto a una mesa con mantel azul marino y decorada con un enorme jarrón con flores, hay un estrado donde el director del instituto, un hombre de cabello canoso y escaso peinado hacia atrás, barba puntiaguda, cuerpo encorvado y delgado, da la bienvenida al último curso.
—Bienvenidos al curso 88/89. Muchos ya me conocéis, así que nos ahorraremos las presentaciones. Como siempre os digo, no os metáis en muchos líos, estudiad mucho y dadle caña al curso para acabarlo con buenas notas y tener un maravilloso verano libre por delante—dice y algunos alumnos aplauden al hombre—. Dejad de verle la cara a este viejo decrépito y venga a clase.
Mueve sus manos y todo el mundo se pone en pie. Los tutores nombran a aquellos que están en su lista y nos vamos dividiendo al haber dos clases este último año. Tanto Nate como yo acabamos contando con la suerte de finalizar yendo a la misma aula. Así que no dudamos en sentarnos juntos, como los años anteriores, en la tercera fila.
La chica morena que pasó rápidamente por mi lado de camino al instituto entra y se gana la mirada de todos los presentes. Algunos hombres le instan a sentarse al final de la clase junto a ellos, pero ella hace oídos sordos y se ubica justo delante de mí. Se gira para coger de su mochila un bolígrafo y me mira.
Esbozo una sonrisa y se sorprende. Me la devuelve poco después.
—Soy Celest y él es Nate.
—Encantado
—Yo soy Silma.
—Oye, no les eches cuenta. Solo quieren su minuto de gloria.
Ella me sostiene la mirada. Tiene unos bonitos ojos color miel. Lleva mucho rímel y sombra rosada que hace juego con el gloss de sus labios.
—¿Sabéis una cosa? Sois las personas más amables que he conocido en lo que llevo de día. Y se me ha ocurrido que quizás os gustaría venir conmigo a una fiesta a la que me han invitado esta noche.
—¿Una fiesta?
—La organiza un amigo mío. Él debería estar hoy aquí, pero tiene tanto morro que hace pellas día sí y día también.
—¿Puede hacer eso sin que llamen a su casa?
Silma asiente ante la pregunta que ha formulado mi mejor amigo y se inclina ligeramente hacia adelante para explicarse.
—Ha repetido. Así que le da bastante igual perder el curso.
—¿Y por qué no deja el instituto? —pregunto, curiosa.
—Su madre insiste en que quiere que lo termine antes de abandonarlo y explorar otras vías para obtener el título.
—Pues si él no pone de su parte, tampoco existen los milagros—responde Nate contundentemente.
—Entonces, qué me decís, ¿os apuntáis a la fiesta de esta noche? Ya os adelanto que va a ser un fiestón y que va a ir todo el mundo. ¿Cuento con vosotros?
—Faltaría más.
—Cuenta conmigo—digo finalmente con una gran sonrisa.
Silma muestra sus dedos pulgares ascendentes y se vuelve hacia adelante después de guiñarnos un ojo. Miro a Nate y ambos sabemos lo que estamos pensando: escabullirnos para asistir a la fiesta será un reto muy arriesgado, pero realmente excitante de llevar a cabo.
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