Capítulo 15


Con el corazón estrellándose contra mis costillas y la respiración entrecortada, doy los primeros pasos hacia la pizarra para exponer el trabajo que he hecho con Gillian. Los nervios están ahí, pero ambos confiamos en sabernos la teoría como la palma de la mano gracias a las prácticas con las que hemos acompañado las lecciones. Solo queda cerrar el trabajo con un broche de oro.

Hablamos de todo cuanto hemos investigado con desenvoltura y cruzando miradas para darnos el ánimo necesario para continuar. Toda la clase está boquiabierta. Hay quienes no se separan de sus chuletas preparadas para que nada se les olvide. Sin embargo, a nosotros no nos supone ningún trabajo contar lo recabado como si fuese una historia apasionante.

El profesor nos da la enhorabuena y anota una puntuación en su cuaderno. Los demás alumnos van saliendo al frente. Hay quienes están más sueltos y otros, como Nate, que no deja de releer el papel que sostiene con una mano temblorosa. Tiene mucha presión sobre sus hombros. No solo está exponiendo junto al chico que le gusta, sino que además hoy tiene una cita a ciegas con Celestina.

Por la cara del docente, la puntuación será baja, quizás la suficiente para aprobar.

Vicenzo pasa al estrado y recita un poema de amor de Gustavo Adolfo Bécquer, sujetando las manos de Silma y hablándole con el alma reflejada en sus ojos. Su voz es suave y está cargada de sinceridad. Quizá esa verdad sea lo que provoca la sonrisa y el enmudecimiento en ella. Volver a la realidad después de ese cruce de miradas radiantes es muy complicado y ambos parecen tener dificultades para recordar cómo suelen comportarse.

Sam rompe con la dulzura del ambiente e impone el lado cruel y menos agraciado de la historia de la humanidad: cómo se ha ido tratando el tema de la muerte y de los castigos severos que no en pocas ocasiones acababan en tragedia. Invita a la clase entera a la reflexión a la par que la sume en la oscuridad que lleva consigo.

—Todos los trabajos han resultado muy interesantes. Espero que hayáis aprendido mucho sobre el tema y que podáis ahora valorar la realidad actual desde otra perspectiva. —Cierra la libreta que tiene sobre la mesa y da dos zancadas para situarse en el epicentro del estrado—. Ahora que habéis finalizado el trabajo, os merecéis un descanso y un poco de diversión. Así que me complace anunciaros que esta noche va a tener lugar una fiesta de temática medieval en el castillo Kilkenny.

La multitud aplaude la propuesta y vitorea.

Gillian me sujeta la mano y me sonríe con ternura.

—Estoy deseando abrir el baile contigo.

—Y cerrarlo con un beso.

Acaricio su cuello y beso su mejilla derecha. Sus hoyuelos se pronuncian más que nunca y sus dientes inmaculados asoman entre sus labios. Verle tan contento me pone realmente feliz. Que sus ojos estén llenos de brillo es la meta que persigo cada día. Fallaré el día que los haga llover. Sería, entonces, cuando dejara de ser merecedora de su amor.

Deposito la cabeza en su hombro, rezagándome, sintiendo cómo apoya su mejilla en mi oreja izquierda. En mi nuevo campo de visión entra el final de la clase y, entre la oleada de pupitres, mis ojos deciden ir a parar a la cara de Sam. Está algo serio, pensativo, jugando con un bolígrafo entre sus dedos.

Se percata de mi detenido y prolongado escrutinio y se niega por unos segundos a mirarme, aunque termina regalándome su atención. Con su bolígrafo señala la marca violácea de mi frente que he intentado, sin mucho éxito, ocultar bajo una generosa capa de maquillaje. Ríe al ver en mi expresión lo mucho que me ha molestado que se haya burlado de mi nuevo amigo.

Suena el timbre que anuncia el fin de clases.

—Ya podéis descansar de vuestro aburrido profesor—musita. Hace un gesto con la mano para que salgamos del aula.

—Nos vemos esta noche.

—Allí estaré sin falta—concluye una vez he separado mis labios de los suyos. Levanto mi trasero del asiento y él me deja pasar retirando su silla.

Nate está esperándome junto a la puerta. Silma está recogiendo sus cosas sin quitarle el ojo de encima a Sam, que mueve su cuello para hacerlo crujir. Vicenzo tiene solo ojos para la morena, aunque ella no lo sepa, y a pesar de que a él esa reacción propia le produce inquietud.

Salgo de clase.

—¿Qué tal el concierto ayer?

—No me quedé ronco porque no me sabía las canciones, pero desde anoche tengo el corazón en una montaña rusa.

—Las subidas son increíblemente dulces, pero las bajadas pueden ser amargamente peligrosas.

—Sin olvidar los interminables puntos muertos. El nudo que determina si la balanza se inclina hacia la felicidad o hacia la aflicción. —Llegamos hasta el final del pasillo y bajamos el ritmo de la marcha antes de cruzar la esquina que desemboca en el corredor principal—. Es una pena que la aventura de ser Celestina haya llegado a su fin.

—Este no es el final de la era de Celestina—aseguro con la cabeza bien alta y sin pestañear. El muro sigue sumido en un permanente vacío y salpicado por la nostalgia de aquellos corazones que pudieron ser salvados—. ¿Estás libre?

—¿En qué estás pensando?

—Sígueme y lo verás.

El aula de arte está a solas y su puerta está abierta, de forma que no nos cuesta colarnos en su interior y encerrarnos dentro gracias a una llave que está puesta en la ranura. Nate camina hacia el lugar donde estaba ayer la figura que había que retratar y espera a que me explique.

—Han prohibido fijar cualquier tipo de cartel. Un buzón escapa a esa regla.

—¿Quieres que hagamos un buzón?

—El buzón de Celestina.

—Estás completamente loca. Y yo estoy cortado por la misma tijera porque me sumo a cualquier cosa que se te ocurre. —De pie y apoyado en la pared hay unas láminas de madera. Nate se hace con una de ellas y la deja sobre una mesa alargada. Busca una caja de herramientas para hacerse con un serrucho. Se gira hacia mí y sonríe—. Hagámoslo.

Sostengo una lija en mis manos con la que espero alisar la madera. Vuelvo con mi mejor amigo y ambos nos enfrascamos en la tarea de darle forma al buzón, compartiendo ideas que se nos van ocurriendo acerca de la forma y el estilo a darle. Nate se las ingenia para cortar la madera todo lo recto que puede, mientras yo sujeto la lámina con mis manos para evitar que se mueva.

Creamos una pequeña caja con cinco láminas rectangulares de madera y le agregamos un tejado a dos aguas con una cuerda para colgar en la pared. Con un formador tallamos un corazón en el centro y diseñamos dos ventanas con barrotes a cada lado de este, de forma que las tres figuras permiten ver el interior. Una ranura más arriba del corazón permite introducir las cartas.

Voy a por la pintura para darle un toque de color y le enseño desde la distancia a Nate cuales son las opciones con las que contamos. Él opta por el blanco. Yo me decanto por el tono rosa para pintar el tejado del buzón. Con unas brochas húmedas en pintura le damos un bonito acabado.

El sol que se cuela a través de la ventana permite que el secado de la madera pintada sea más rápido. Así que la dejamos reposar sobre una fina sábana blanca. Nate va a un fregadero existente junto a la entrada de clase para lavar el material y no dudo en echarle una mano. Con sus dedos acaricia los pelos del pincel y envía una oleada en mi dirección, salpicándome de pintura.

—¡Eh! Te vas a enterar.

—¿Qué piensas hacer con ese rodillo?

Se lo paso por la camiseta blanca que lleva puesta, manchándola en color rosa. Nate abre la boca y mira su ropa echada a perder. Intento huir antes de que venga a por mí, llevándome el rodillo allá adonde voy y usándolo como arma para alejar a mi acechante. Aunque no consigo el objetivo.

Nate me abraza por detrás y hace que se me manche toda la parte trasera de la camiseta negra que llevo puesta, generando un borrón del tono de la nieve, con bordes irregulares, que rompe con la armonía y el diseño básico y discreto de mi ropa. Voy al fregadero y aprovecho que el agua corre para enviarle una oleada. Él viene hacia mí, me agarra la mano, haciendo que aguarde en mi posición, y toma mi ejemplo anterior.

Ladeo la cabeza para proteger mis ojos del agua y rompo a reír. Nate estalla en carcajadas y salpica un poco más antes de dar por terminado el juego.

El buzón sigue secándose y nosotros le hacemos compañía.

—¿Qué tal fue la cena con Gillian y tus padres?

—Horrible. No sé cómo llegué a la conclusión de que sería una buena idea meterle en esa casa de locos.

—Si está enamorado lo ignorará.

—Pues tendré que hacerle un amarre de por vida para que jamás recuerde esa desastrosa noche.

—Si encuentras un buen amarre, házmelo saber. A mí también me interesa hacer un potente hechizo de amor.

Cuando nos secamos, abrimos la puerta de clase, comprobamos que no hay nadie en el pasillo y salimos con el buzón entre las manos. Lo cargamos entre los dos. A pesar de ser pequeño, pesa. Nate se adelanta y mira de lado a lado antes de hacerme una seña para que pueda continuar con la marcha.

Pega unos ganchos con cinta adhesiva en la pared y entre los dos ponemos el buzón. Oímos pasos de estudiantes que se acercan. Tomo su mano y corremos a escondernos en el camino de la derecha de una intersección. Los estudiantes comentan, felices, que haya vuelto el valioso servicio prestado por Celestina.

Con el sudor bañando mi frente y el corazón sintiéndolo en los oídos, asciendo con mi mirar hacia el rostro algo manchado de pintura rosa de mi mejor amigo. Él está mirando la puerta de una estancia que hay justo al final del pasillo en el que nos hemos refugiado a las apuradas. Un letrero que reza capilla descansa sobre el marco de la puerta que está encajada.

—¿Preparada para meterte en la piel de Celestina?

—Nunca lo he estado tanto.

Le dejo atrás, emprendo una marcha hacia la capilla, empujo la puerta con una de mis manos y accedo al interior. Un haz de luz blanca me ilumina el semblante y, por un momento, me ciega. Trato de dejar que mis pupilas se acostumbren y después paso a mirar todo cuanto me rodea.

Hay bancos, algunos con pequeños desconchones y sumidos en las sombras. Otros iluminados por la luz blanca que se cuela a través de las vidrieras. A la izquierda, al fondo, hay una mesa con velas con la mecha encendida y que revelan deseos que han pedido quienes las han dejado allí con la esperanza de que sean oídos. Todos los bancos apuntan hacia un altar y un asombroso, reluciente y detallado retablo a sus espaldas.

Siguiendo un poco más allá del altar, haciéndose hacia el lado derecho, se erige el confesionario. Voy hacia allí, me acomodo en el asiento y echo la cortina, consiguiendo sentir gran comodidad por encontrarme a salvo de miradas curiosas.

Mi espalda se amolda a la pared y apenas me da tiempo a respirar cuando alguien se sitúa al otro lado del confesionario.

—Celestina, ¿eres tú?

—Sí. Estoy aquí.

—Soy una de las personas que te ha escrito. —Contemplo su cara a través de las rendijas y descubro el semblante dulce y cuadrado de Vicenzo. Él está lamiendo su labio inferior mientras tiene sus manos entrelazadas y depositadas sobre la madera—. Necesito confesarme y eres la única persona que puede ser objetiva. Quiero que seas completamente sincera conmigo y que me digas si, lo que estoy sintiendo, está mal.

—Te prometo que lo seré.

—Te escribí dejando constancia de un extraño sentimiento que tengo dentro y del que no logro deshacerme. Todavía no lo he identificado y ya está poniendo en jaque todas mis creencias. —Hace una pausa. Suspira y une su frente a sus manos entrelazadas en la madera, aparentemente agotado—. Tengo el imperioso deseo de besar a una chica.

A través de los huecos intenta encontrar mi mirada. Me aseguro de mantener cierta distancia para que mis llamativos ojos queden en la oscuridad y no pasen ningún tipo de escáner de reconocimiento.

—¿Por qué crees que es un problema?

—Estoy instruyéndome para ser cura. Se supone que a quien me debo y a quien debo amar por encima de todo es a Dios. Siento que me estoy fallando a mí mismo y, sobre todo, al Todopoderoso.

—El cuerpo tiene unos deseos y el alma puede o no compartirlos. Ansiar con todas tus fuerzas algo no es sinónimo de que vayas a dar el paso para hacer que suceda.

—¿Eso quiere decir que será algo pasajero?

—Pocas cosas suelen durar para siempre. —Me sorprendo a mí misma dándole esa contestación. Hago retrospección y la viva imagen de Gillian acude a mi mente. Una cuerda invisible me aprisiona el pecho y hace que mi corazón lata con fuerza y después guarde silencio, como dolorido—. Puede ser fruto del miedo. Estás a punto de tomar una decisión que va a marcar toda tu vida. Es normal que puedan aparecer sentimientos contrapuestos.

—Así que, simplemente, debería dejarlo pasar.

—Solo si estás seguro de la elección que vas a hacer con respecto al amor de tu vida. Elige con el corazón.

—Creo adivinar qué quiere mi corazón—dice feliz, esbozando una sonrisa. Se pone en pie, va hacia el altar, se santigua, y luego vuelve a las apuradas al confesionario—. Muchas gracias, Celestina. Que Dios te bendiga.

Vicenzo se marcha con pasos cortos y decididos. Sale por la puerta, cediéndole el paso a un chico que tiene intención de acceder a la capilla. Se hace el silencio. Hago tiempo silbando y mirando las uñas mordidas de mis dedos, un mal hábito que tengo que cambiar más pronto que tarde.

—¿Puede alguien infringirte terror mientras te libera? —Recuerdo aquella pregunta en la carta décima.

—El amor es la prueba de ello. A veces uno está tan aterrado por las emociones tan grandes y bonitas que están despertando en el corazón que se siente paralizado. Sacar las emociones a la luz supone exponerse.

—¿Es amor esto que siento?

—Intenta explicarme cómo te sientes.

—Cuando tengo a esa persona cerca siento como si el mundo se detuviera de golpe, el tiempo se ralentizase y solo tuviera ojos para ese alguien. Mi cabeza se nubla y no hay posibilidad de sacar algo racional de ella. Como si fuese incapaz de hilar mis pensamientos. —Me atrevo a mirarle al ser familiar su voz. Quien está al otro lado es Declan, con sus inconfundibles mechas azules que tanto desentonan con la decoración anticuada de la capilla—. El corazón me late tan rápido que me siento mareado. Mi cuerpo se inclina inconscientemente hacia donde esa persona está y, cuando le tengo cerca, se me entrecorta la respiración.

—Es amor eso que sientes.

Aprieta la mandíbula, esboza una sonrisa triste y mira hacia un lado. Suelta un bufido y deja que sus ojos vaguen por las filas de bancos que se extienden hacia la mesa con velas encendidas y ligero humo que asciende hacia el techo de la capilla, buscando la entrada al cielo para anotar los deseos en él con letras invisibles.

—Parece haberte disgustado que lo sea.

—Eso lo complica todo. Ya tengo bastante confundido el corazón como para estar enamorado de alguien.

—Esa confusión es más clara de lo que crees. Debes descubrir qué es lo que te hace feliz y soltar amarras de todo aquello que mantienes sin saber por qué.

—No puedo hacer algo así. ¿Te haces una idea de cómo se sentiría Estella si rompiese con ella y comenzara un noviazgo con un chico? Eso la haría polvo. Sentiría que ha estado viviendo en una mentira todo este tiempo y que nunca me ha importado.

—Seguir callando esto te hará polvo a ti. No puedes elegir cómo algo va a afectar a otra persona, pero sí puedes evitarle todo el daño posible.

—Me guardo esto para mí y miento sobre quién soy y sobre qué siento para no lastimarle.

—Si vas a herir a alguien, que sea con la verdad.

—La verdad es demasiado complicada de contar.

—Pero es la mejor apuesta que puedes hacer.

Declan medita sobre todo lo que hemos estado hablando y cabizbajo se pone en pie. Va hacia los escalones que permiten el acceso al altar, arrastrando los pies, y acariciándose la nuca para traer soluciones a su cabeza confundida. La puerta de la capilla se cierra y se oyen unos pasos.

Retiro un poco la cortina y me asomo.

Nate está a mitad de camino del altar, donde Declan se encuentra, quizá esperando a que un milagro ocurra y todo parezca más lúcido. La forma en la que se miran, con dulzura y deseo de acortar la distancia que les separa, hace que mi corazón se enternezca. Caminan en el mismo sentido, a riesgo de colisión, y aprietan el paso, como si supieran que de esa fusión solo pueden nacer estrellas.

Con una media sonrisa se saludan antes de que sus cuerpos se encuentren y pasen a una distancia muy pequeña. Sus cerebros, tal vez enfadados porque hayan ignorado el deseo que en sus pensamientos se manifestaba, envían una señal a sus manos para que reaccionen antes de que sea demasiado tarde. Sus manos se rozan una milésima de segundo, la suficiente para desatar el nerviosismo, causado de la repentina velocidad que ha ganado sus corazones.

Nate tropieza con un escalón por estar ensimismado mirando al chico que se aleja cada vez más de él y de no ser por la pileta, habría besado con muchas ganas el reluciente suelo de la capilla. Se escurre hasta llegar a mí, retirándose el pelo que le empaña la frente, y se arrodilla a mi lado algo nervioso.

—Me va a estallar el corazón.

—Lo hará sin duda. He podido ver chispas saltando en ese encuentro.

—Celestina, no sé si estoy volviéndome loco, pero estoy enamorándome y mi instinto me grita que es correspondido. —Rescata un recuerdo de su cabeza—. Ayer fui a un concierto con ese chico que has visto y en un momento de la noche nuestras manos se rozaron y acabaron entrelazándose.

—¿Qué pasó después?

—Bajo una lluvia de confeti me armé del valor necesario para besarle. Fue solo un momento, pero lo sentí como si durara toda una eternidad.

—¿Le gustó el beso?

—Fue rápido y me aparté. Él se me quedó mirando como si no fuese capaz de comprender los estímulos externos y los propios. —Esboza una sonrisa triste y arruga la nariz—. La situación le debió sobrepasar. No dijo nada. Simplemente desapareció sin decir nada. Y ahora todo es raro.

—Hay una cosa que debes entender y es que, para Declan, esto supone deconstruir todo lo que ha creído que era hasta ahora y descubrir quién es realmente. No es algo sencillo, pero con paciencia sé que llegaréis a entenderos mucho mejor.

Enarca sus cejas y suelta un pequeño suspiro. Desliza su dedo índice a lo largo de su labio inferior y mira hacia un lado sin ver.

—¿Y si cuando descubra quién es no le agrada?

—Es una posibilidad. Va a convivir el resto de su vida consigo mismo y lo mejor, en ese caso, es llevarse bien. —Encojo mis hombros y me acaricio un brazo con las yemas—. Las personas no cambian ni cómo queremos, ni cuando lo necesitamos. Cambian en lo que creen que deben mejorar y lo hacen cuando están preparadas.

—¿Qué puedo hacer entonces?

—Acompañarle en su transformación sin deseos de cómo quieres que sea el final. Estar ahí es lo mejor que puedes hacer por alguien que te importa.

—Tiempo al tiempo.

—Como las mariposas necesitan la crisálida para florecer.  

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