Segundo suceso

1.

Supongo que ya se harán una idea de por dónde van los tiros en esta historia. Sin embargo, tuvo que pasar como un mes para que terminara por aceptar lo que me estaba sucediendo. Es comprensible. Era algo irrisorio, innatural, imposible en todo sentido. Llegué al extremo de creer que finalmente me había vuelto loco, que las migrañas y mi largo historial de conductas antisociales habían terminado por destruirme el cerebro. Debía estar alucinando, las jaquecas tenían que ser el síntoma de alguna enfermedad mental seria. No podía haber otra explicación.

Pero la había.

Era algo completamente irracional e imposible de creer, pero ahí estaba; algo que, incluso de tener gente cercana con quien hablarlo, jamás habría podido compartir. Algo que moriría conmigo.

Así que, durante ese mes, traté de no pensar en ello. Lo reprimí categóricamente. Intenté continuar adelante con mi monótona y miserable existencia sin pararme a buscar explicaciones.

Fue un período duro. Para cualquiera que lo viera desde afuera, simplemente podía parecer que me había obsesionado con el trabajo. Llegaba antes de las nueve y me iba a las ocho, o a las nueve y media, a veces más tarde. No paraba. Tuviera trabajo pendiente o no, estaba constantemente tratando de hacer algo. Anabela estaba encantada. Avancé con los proyectos que teníamos y armé más propuestas que en todo lo que llevábamos del año.

Pero el motivo de ese pico de productividad no era desinteresado en absoluto. Lo único que buscaba era mantenerme ocupado, cuanto más mejor. Si hacía cosas, si enfocaba mi mente en algo, en lo que fuera, podía evitarme pensar. Y aquello no se limitaba solo al trabajo. Podía llegar a las once de la noche al departamento y no irme a dormir hasta varias horas después. Mordisqueaba alguna porquería de la heladera y me quedaba hasta bien avanzada la madrugada volcándome en cualquiera de mis inútiles pasatiempos. 

Cada vez dormía y comía menos, y empezaba a notarse. Llegaba a la oficina desalineado, ojeroso y sin afeitar, creo que hasta llegué a perder algunos kilos. Iba a las reuniones así, hecho un desastre, ya fueran con clientes o internas.

Oh, sí, hablemos un poco de las reuniones.

En las de clientes no tenía más opción que ignorar el nudo en mi pecho, tragarme la ansiedad y exponer lo que hubiera que exponer. No puedo evitarlo. Hablar en público es una de las tantas cosas que me provocan pánico social, y el hecho de que se le dé más importancia a la oratoria, a mostrarse y a hacerse auto marketing que a si hacés o no un buen trabajo me parece asquerosamente injusto.

De hecho, para mí, las peores reuniones eran siempre las internas, sobre todo los "learning days" y aquellas otras en las que un equipo de proyecto busca presumir ante toda la firma lo bien que lo está haciendo. Ahí todos aprovechaban para llenarse la boca hablando de "ser flexibles", "robustecer procesos" o "generar valor", sin decir nunca un carajo en realidad. Pero sonaba lindo, y quienes exponían se paraban rectos, mantenían el contacto visual, sonreían y hablaban con fluidez y confianza, de suerte que todos compraban el humo y aplaudían como focas. 

Y yo sentado en el fondo, cruzado de brazos, masticando toda mi rabia, mi envidia y mi resentimiento, pues, pese a la repugnancia que me generan, desearía poder estar en su lugar; desearía tener todas esas capacidades que la gente tanto valora, la facilidad de habla, la seguridad, la convicción y el faroleo.

Fue en una de esas reuniones de mierda que Anabela me dijo que empezara a cuidar más de mi aspecto, que como parte de su equipo de seniors no podía mostrar semejante imagen, menos de cara a los clientes. Me limité a decirle que sí, asombrado de que, luego de casi un mes, alguien me hubiese prestado la suficiente atención como para darse cuenta de lo demacrado que iba. Antes había notado alguna que otra mirada de reojo, pero nada más. Anabela era la primera que se molestaba en decirme algo.

A excepción de Sabrina.

—Hey, ¿te sentís bien? —me preguntó una tarde a última hora, cuando todos comenzaban a retirarse—. Te noto un poco decaído últimamente.

Le sonreí, débil, notando como una agradable calidez se extendía por mi pecho. Hacía falta tan poco de su parte para hacerme sentir mejor.

—Sí, Sabri. Estoy bien.

—¿Seguro?

—Sí, son mis dolores de cabeza. Están un poco más frecuentes últimamente.

—Uh... ¿Querés algo para tomar? —Empezó a revolver en su cartera—. Creo que tengo una tira de ibuprofeno...

—No, de verdad, te agradezco. Ya tomé hace un rato. Estoy mejor.

Ella me sonrió, apoyando una mano sobre la mesa.

—¿Te quedás hasta tarde otra vez hoy?

—Eh... sí. Ana quiere que le tenga listo un presupuesto para mañana.

—¿No estás trabajando demasiado estos días? Capaz que sea eso lo que te da dolor de cabeza. Deberías tratar de descansar un poco más.

—Sí... puede ser.

—¿Querés que te de una mano con el presupuesto?

—¡No! No te preocupes.

—Bueno. Me voy a ir yendo entonces, hoy tengo inglés. —Se agachó y me dio un beso en la mejilla—. Te veo mañana, ¿ok? Cualquier cosa que necesites decime. ¡Nos vemos!

Muchas cosas necesitaba, demasiadas. Cosas que solo ella podría darme, pero nunca, jamás, me atrevería a decírselo.

—Chau, Sabri. Suerte.

Ese día también me quedé hasta tarde. Ya no había nadie en el piso cuando me di cuenta que no soportaba seguir allí. Bajé por el ascensor, a solas, observando mi propia cara en el espejo. Anabela tenía razón. Me veía como la mierda, pero ¿qué importaba? No es que cuidar de mi imagen me hubiera aportado algo bueno alguna vez. En mi opinión, esa clase de cosas solo le funcionan a la gente verdaderamente atractiva. Podés ser un imbécil o un hijo de puta, o las dos cosas, pero si sos grato a la vista y encima te arreglás, por defecto vas a tener las cosas mucho más fáciles en la vida. Como mínimo la gente va a querer acercarse a hablarte, o intentar caerte bien. Matías era el ejemplo viviente más cercano. No es justo (nada es justo) pero así es como funciona.

Afuera era de noche. Estaba muy oscuro, y la llovizna formaba una película resbaladiza sobre el concreto. Me alejé a paso apresurado por la vereda, sin prestar atención a nada. Los ojos me ardían por la falta de sueño y el estómago me rugía. Y lo peor de todo, empezaba a pensar. No veía ante mí la calle húmeda y envuelta en penumbra, ni el cielo encapotado. Volvía a estar en la estación terminal del subte, sintiendo como el ojo me estallaba, viendo como el fulano de las gafas de sol se reventaba los dientes contra las escaleras. Luego volvía a sentir el mismo latigazo imposible de dolor, y la bandeja de Matías, esa bandeja que tan fijamente había estado mirando, salía disparada por los aires.

Estaba terriblemente asustado.

Había sentido lo que había pasado en ese momento. En el fondo, muy en el fondo, creía saber lo que había hecho... y quería volver a intentarlo. Ardía en deseos de hacerlo. Pero el dolor... Temía tanto al dolor que el cuerpo se me paralizaba de solo pensar en ello.

Así iba, como un zombi, sin prestar atención adónde ponía los pies o siquiera pararme a mirar si pasaban autos. No me percataba de lo vacía que estaba la calle. La manzana contigua a la consultora está ocupada por un gran parque lleno de bancos, canteros y árboles. Detrás de uno de esos troncos salió el hijo de puta aquel. Ni siquiera lo vi hasta que lo tuve encima. Llevaba una campera oscura con capucha, y apuntaba el cañón oxidado de una pistola directo a mi cara.

—¡Eh! —me gritó con voz cascada por el alcohol, la droga o lo que fuera que llevaba encima—. ¡Dame el celular y la billetera ahora o te quemo! ¡Ahora!

Lo que sucedió a continuación me es bastante difuso, incluso hoy. Lo recuerdo por pedazos, como pasa con los sueños. Sé que estaba incrédulo y aterrado hasta un punto que no creía posible. No crecí en un barrio precisamente agradable, pero como no tenía amigos y jamás salía, nunca me había visto en una situación ni remotamente similar. 

Recuerdo que retrocedí uno o dos pasos, desbordado por el pavor, mientras el tipejo aquel me gritaba mil insultos a la cara. No podía apartar la mirada del hoyo oscuro de la pistola, y entonces, cuando gatilló, sucedió otra vez. La bala no salió; de haberlo hecho me habría partido el rostro a la mitad. Lo que si se partió fue su mano. 

De repente, ambos gritábamos, yo porque el mismo relámpago de dolor había vuelto atravesarme el cráneo, directo hasta el ojo; él porque los dedos con los que sostenía el arma se le habían volteado hacia atrás.

Eso sí lo recuerdo bien. Un segundo antes de largarme corriendo vi que tres de sus dedos, del anular al índice, estaban retorcidos y quebrados como ramas. Un hueso blanco y afilado brotaba hacia afuera, atravesando la piel del dedo medio en una repulsiva fractura expuesta. El arma cayó al suelo. Yo salí disparado hacia la lejana boca del subte, agarrándome la cara, presionando sobre un ojo que parecía querer saltar de su cuenca.

2.

Si esto fuese una película, esta sería la parte en la que ponen el montaje de entrenamiento. El joven héroe entra en un fabuloso (y rapidísimo) período de aprendizaje en el cual aprende sin problemas todo lo que necesita saber sobre su recién descubierta habilidad, a menudo acompañado por un sabio y anciano maestro que lo guía en su instrucción. 

La verdad, hubiese sido muy bueno poder contar con un Yoda o un Cuervo de Tres Ojos que me enseñara a hacer esto sin desmayarme de dolor, pero, primero, dudo que a alguna otra persona en el mundo le haya pasado lo que a mí, y segundo, me di cuenta que cuanto más lo intentaba mejor me salía. Con esto no quiero decir que el dolor se hubiera ido, pues siempre estaba ahí, en el ojo, cada vez que enfocaba mi mente, pero a medida que me iba acostumbrando el ataque era cada vez más tolerable.

Sé que antes dije que el dolor me aterraba, y es cierto. Cualquiera que haya sufrido migrañas puede confirmar que es algo que nunca, jamás, optarías por experimentar por decisión propia. Sin embargo, el intento de robo en el parque supuso un auténtico punto de inflexión para mí. Por un lado, por primera vez fue algo que hice en forma consciente. Las dos veces anteriores no había sido así. Tanto el subte como la cocina del estudio fueron episodios involuntarios, una especie de acto reflejo. 

Lo del parque fue diferente. Muy diferente. Pese a lo asustado que estaba, cuando vi que la pistola me apuntaba al rostro yo quise lastimar a aquel tipo, lo deseé con toda mi fuerza... y terminó sucediendo. No, en realidad, yo hice que sucediera. Aún no comprendía cómo, pero a la desesperada había terminado provocándolo.

Por otro lado, esa experiencia me convenció al fin de que no estaba volviéndome loco. Al día siguiente, de camino al trabajo, pasé por el lugar exacto en el parque. Había un charco de sangre en el suelo, y más tarde escuché a Mariela preguntar, escandalizada: "Ay, ¿vieron toda la sangre que había en la otra cuadra? ¿Qué habrá pasado?".

Recuerdo que experimenté una extraña y morbosa satisfacción al saberme responsable de aquello. Además, si la sangre estaba ahí y otras personas la habían visto no podía haber lugar a dudas: había pasado. No era algún tipo de alucinación. Había sucedido de verdad. La sola idea me provocó una euforia y una ansiedad desbordantes. Seguía aterrorizado, sí, pero a la vez estaba exultante, febril, fuera de mis casillas. ¿Podía ser cierto? ¿Podía ser que yo, nada menos que yo, el último escalafón de la pirámide social, fuera capaz de hacer algo con lo que el resto del mundo apenas sí podía soñar?

Poco más de una semana después lo puse a prueba. No tenía opción. Aún a sabiendas del sufrimiento que podía llegar a acarrearme, había alcanzado un punto en que simplemente tenía que intentarlo. Resultaba escalofriante. Es por lo que un asesino en serie debe pasar antes de matar por primera vez. Sentirse capaz de hacer algo, desearlo con vehemencia, pero no atreverse a dar el paso por puro temor a lo que pueda suceder.

Así me sentía yo. Y sin duda fue abrumador, ese primer intento. Es una de esas cosas que recuerdo casi como si la hubiera visto desde afuera, como si no me hubiese pasado a mí, sino a alguien más. Era un sábado por la noche, de madrugada. Había comenzado el día con una fuerte migraña, de esas que se desarrollan durante el sueño, y cuando despertás ya están ahí, en toda su gloria. Pero luego de cinco o seis comprimidos y horas enteras tumbado en la oscuridad, con una bolsa de hielo, me sentía lo suficientemente recuperado para intentarlo. No aguantaba más. Tenía que hacerlo.

De modo que ahí estaba, sentado en la cama, inclinado hacia adelante, con los codos descansando sobre las rodillas. Mis ojos estaban fijos en una vieja historieta tirada en el suelo. Pese a toda mi euforia y mi forzada convicción, fue duro dar ese paso. Debo haber estado una hora mirando el cómic, indeciso, anticipando la cuchillada que sabía que vendría. Sudaba y temblaba como un enfermo. Pero al final lo hice.

Nunca seré capaz de expresar con palabras qué es lo que hacía exactamente en esos momentos. Había algo en el interior de mi cabeza. Si no pensaba en ello, no lo notaba, era como si no estuviera ahí. Pero si me concentraba lo suficiente... lo sentía. Era algo flotando como una nube en el centro de mi cerebro. Entonces, con muchísimo trabajo, "movía" eso en mi cabeza, lo llevaba de a poco hacia el frente, hacia el objeto convertido en el foco de mi atención. Al moverlo, al arrojar aquello hacia fuera, escapaba de mi cráneo por la frente y por el ojo. Ahí era cuando el dolor se volvía insoportable. Era como una explosión, tan brusca y violenta que me dejaba paralizado.

Aquella primera vez, cuando al fin tomé el valor necesario, lo hice muy, muy lentamente. No aparté ni un instante la mirada de la tapa del cómic. "Agarré" la nube y la llevé con toda la delicadeza que pude hacia afuera. Funcionó a medias. La historieta no estalló, ni se partió a la mitad como la mano del ladrón, pero sí salió despedida con fuerza hacia un lado, estampándose contra la pared. Yo caí de rodillas al suelo, aullando de dolor, pero... enseguida se detuvo. Me levanté temblando, sujetándome la cara. El ojo me latía con marcadas pulsaciones, y sentía la cabeza espesa, embotada... pero no me dolía. Me hizo recordar a épocas anteriores, cuando era chico, y el acto reflejo de vomitar o desmayarme calmaba las migrañas. La sensación era muy similar.

Me senté en la cama, sintiendo que la boca se me torcía en una sonrisa incrédula. El destello de dolor había sido intolerable, pero breve. Mucho más breve, de hecho. Las veces anteriores fue como si alguien me hubiera hundido un puñal en el ojo para dejarlo allí, retorciéndose, durante varios minutos. En esa ocasión solo duró unos segundos.

«Puede controlarse...»

¿Podía controlarse?

¡Podía controlarse?

Solté una carcajada histérica, henchido de júbilo. Aún no lo sabía, pero la proyección hacia la historieta había sido lo más suave que podía lograr en ese entonces. Si aprendía a hacerlo con mayor fluidez y sutileza, regulándolo según la necesidad, ¿podría suprimir todavía más el dolor?

Lo intenté una segunda vez aquella noche, también con la revista, pero salió mucho peor que la primera. Apenas logré moverla unos centímetros, y el latigazo fue muchísimo más intenso. Me llevaría semanas enteras comprender que no solo se trataba de suavizar la fuerza de la proyección, sino también de canalizarla en forma "correcta".

 No pretendo lograr explicar algo que ya de por sí es contra natura, pero una forma sencilla de expresarlo sería la siguiente. Si quisiéramos pasar agua a través de un tubo, dependiendo la cantidad y presión de la misma, su salida sería más o menos potente. Ahora bien, si el tubo está lleno de agujeros, no importa cuánta agua echemos, o con cuanta presión, su salida se va a ver inevitablemente afectada por las múltiples pérdidas y desvíos. 

Aquí ocurría algo similar. No importaba con cuanta fuerza o suavidad proyectara aquello que estaba creciendo en mi cabeza, si no lo canalizaba correctamente hacia el exterior, los agujeros en el tubo harían que se desparramara hasta el último rincón de mi cráneo. Eso fue lo que pasó en el segundo intento. Poca intensidad, pero una mala canalización. El resultado estaba a la vista: la historieta apenas se movió y yo terminé en el suelo, retorciéndome como un gusano con ambas manos en el ojo.

No hubo más pruebas esa noche, pero las habría. Muchas. Y cada vez más frecuentes.

Llegados a este punto, quizás se pregunten por qué me molesto tanto en explicar cómo funcionaba esto, en lugar de enfocarme en lo que verdaderamente importa: estaba moviendo cosas con la mente. Con la puta mente. A lo Carrie, Once o la insufrible de Jean. Sí, sí, algo imposible, y sin embargo acá estoy, explicando sus vaivenes como si fuera lo más corriente del mundo. Ah, sí, no tengo ni novia ni amigos, todo el mundo me odia y yo odio a todo el mundo, la chica que me gusta no siente más que lástima por mí y no sirvo ni para hablar con la gente, pero, ¿saben qué? ¡Puedo mover cosas con la mente! Y funciona así y asá.

Es irracional, sí, pero ¿cómo debería haber reaccionado? Una persona normal hubiera estado tan aterrorizada que habría terminado por suprimir todo. Yo lo intenté por un tiempo, pero no funcionó. Estaba demasiado fascinado por la perspectiva como para sepultarlo así sin más. Otros tal vez habrían optado por contárselo a alguien, impulsados por el temor y la incredulidad. 

Yo no tenía a nadie con quien hablar, y mucho menos con quien compartir semejante locura. Estaba solo, total y completamente solo. Descubrir que era capaz de hacer algo así fue una verdadera epifanía. Me hizo sentir único, diferente. Por fin había algo que me hacía especial, algo que nadie salvo yo podía hacer, y encima era algo tan asombrosamente increíble que ni siquiera parecía real. 

¿Por qué podía hacerlo? ¿Por qué yo? ¿Qué tenía yo? ¿Acaso las migrañas que me habían atormentado durante toda mi vida eran en realidad un síntoma, el efecto colateral de algo que se venía desarrollando en mi cerebro desde hacía años? Millones de personas en el mundo sufren jaquecas tan graves como las mías... pero no todos son capaces de hacer lo que yo hago.

Estoy divagando. No importa. Lo importante es que, vencido el terror inicial, me volqué por completo en esto. Intenté aprenderlo, racionalizarlo, saber qué era y cómo funcionaba, cuáles eran sus límites y cómo podía utilizarlo.

Llevaba ya unas dos o tres semanas de práctica cuando decidí que debía ponerle un nombre. Esa parte fue divertida. Podría haberme limitado a llamarlo la "Fuerza", o el "Ki", o el "Resplandor", o cualquier otro término sacado de mis estúpidos hobbies, pero hasta a mí me sonaba idiota. Así que simplemente, de un día para el otro, lo bauticé como el Don.

En el transcurso de esas semanas de práctica me propuse ver hasta dónde era capaz de llegar en el uso del Don sin colapsar. Era aterrador y emocionante a la vez. Objetos livianos como una hoja de papel o una servilleta no suponían gran inconveniente. Podía moverlos de un lado a otro con apenas un pinchazo, muy doloroso, sí, pero que apenas duraba un segundo. Cuanto mayor fuera el peso, y cuanto más quisiera moverlo, más difícil y peligroso resultaba. 

En una ocasión traté de levantar una caja que me había quedado de la mudanza, llena de libros y porquerías, con resultados perturbadores. No estaba listo, no aún. La caja se puso a temblar como loca, y quizás logré elevarla unos dos o tres centímetros en el aire, pero el ojo me obligó a parar. El dolor fue tan agudo que por unos minutos perdí la visión de ese lado, y no se disipó del todo hasta varias horas después. Una tortura. ¿Por qué no podía simplemente sangrarme la nariz, como en tantas series y películas? ¿Tan cliché sería?

Resultados como el de ese intento me aterrorizaban, pues, pese a que he vivido con migrañas desde que tengo uso de razón, nunca había experimentado ataques como los que me golpeaban cuando me excedía con el Don. Pero no importaba, ya no podía parar. No pasaba un solo día sin que lo pusiera a prueba. Todas las tardes, siempre a la vuelta del trabajo, tonteaba durante dos horas, tres, cuatro. A veces me quedaba dormido tratando de mover tal cosa.

 Y es que no solo se trataba de mover algo. Podía empujar, golpear, apretar y hasta romper. Como siempre, cuanto más resistente o pesado fuera el objeto en cuestión más difícil se hacía. Pero estaba aprendiendo, y mucho más rápido de lo que me hubiese podido imaginar cuando acepté que esto era real.

Un punto álgido fue el del mazo de cartas. Era domingo, de noche, unos tres o cuatro meses después del intento de robo en el parque. Estaba sentado a la mesa, junto a los restos de una caja de pizza. Miraba fijamente un juego de cartas, metidas todas dentro de su envase de cartón. Era un mazo de póker nuevo, de cincuenta cartas, que nunca había usado antes. ¿Con quién iba a hacerlo?

Lo primero que hice fue levantarlo lentamente, empujando desde abajo hasta que quedó en posición vertical. Luego empecé a presionar justo en el medio, haciendo contrapresión por el lado contrario, a la vez, para evitar que el mazo simplemente saliera arrastrado hasta el borde de la mesa. El dolor en mi ojo aumentaba cada vez más. Notaba como el Don fluía desde el centro de mi cabeza hacia afuera, hacia el mazo, casi sin "pérdidas". Era mucha fuerza, más de la que me había animado a usar hasta entonces, pero lo estaba haciendo bien. 

Justo cuando el dolor comenzaba a volverse intolerable, lo conseguí. El mazo se dobló con un sonoro "crack". Cayó hacia atrás, volviendo a su posición horizontal sobre la mesa. Yo me puse de pie. Trastabillé un poco ante el terrible dolor, pero aun así me acerqué a mirar el resultado. Y era el que yo quería. El mazo de cartas tenía un agujero del tamaño de una canica en el centro, el cual lo atravesaba de lado a lado. Lo tomé con cautela y lo levanté. Miré a través del hoyo.

Casi parecía un balazo.

La sola idea me hizo sonreír.

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