Primer suceso
Todo lo anterior es pura mierda. Mi típico intento de desahogo y autocompasión. Ignórenlo.
Siendo sincero, para mí sería genial poder decir que la historia empezó con mi neurólogo negándose a prescribirme analgésicos, y yo yendo luego a grupos de autoayuda de enfermos terminales a descubrir lo que significa de verdad el sufrimiento, pero no, acá no hay reglas sectarias a seguir ni ningún alter ego malvado susurrándome al oído. Solo estoy yo, en pleno uso de mis facultades, tomando mis propias decisiones conscientes y moldeadas por años de miedo y resentimiento... lo que nos lleva a un comienzo mucho más mundano que el de esa película.
Es algo que recuerdo con espantosa claridad. Fue un viernes por la mañana, horrible y lluvioso. Estaba de camino al trabajo, en el subte, arrastrando todo el cansancio y el descontento de la semana encima. Hora pico. En cada estación subía el doble de gente que en la anterior, hasta ese punto en que ya no entra ni un alma, pero aun así todos siguen presionando para hacerse un hueco.
Yo estaba en el medio del vagón, con los auriculares puestos, masajeándome la frente con una mano. Sí, era uno de esos días. Todavía no sentía dolor, solo unos leves pinchazos que no auguraban nada bueno. La mejilla derecha se me había adormecido. En breve, el puñal empezaría a hundirse, y, si no lo atajaba antes, entonces nada, absolutamente nada lo detendría.
Podríamos decir que estaba un tanto apurado por bajarme del tren y correr al trabajo. Me había olvidado los analgésicos en el locker del estudio. Imperdonable. Dos comprimidos de ergotamina en ese momento, justo en la calma antes de la tormenta, podrían llegar a funcionar, pero tenía que apurarme.
Hacia la mitad del trayecto, el empuje de la gente que subía me llevó más hacia el centro del vagón, dejándome justo al lado de un tipo enorme. He de decir que soy bastante alto, pero el fulano este me sacaba casi una cabeza. Iba vestido con saco, camisa y unas completamente innecesarias gafas oscuras, moviendo el mentón al ritmo de una electrónica insufrible pulsando en un par de esos auriculares gigantes.
Nada más verlo lo odié, no solo por la barba y el corte de pelo clónico que todo el mundo usaba por esos días, sino porque, pese a lo hacinados que estábamos, el tipo iba sujeto a dos agarraderas a la vez. Se harán una idea de lo mucho que esto jodía a la gente parada a su izquierda y derecha. Encima que ya de por sí ocupaba bastante lugar, nos obligaba a mantener el equilibrio al no dejar libre una de las agarraderas.
Adorable. Siempre hay idiotas así en todos lados. Es el equivalente a los subnormales que viajan sentados y dejan su bolso o mochila en el asiento contiguo, o peor aún, esos que van por ahí escuchado música directamente por el altavoz, sin ponerse los auriculares.
Este iba incluso más lejos. Cada vez que la presión de la gente y los vaivenes del tren nos arrimaban, el tipo sacudía violentamente los brazos para sacarme de encima. La cosa no iba solo conmigo. Hacía exactamente lo mismo con la señora parada a su lado izquierdo, que apenas sí le llegaba al hombro. Me lo quedé mirando un par de veces, apretando la mandíbula, pero él seguía en la suya, moviendo la cabeza al redoble de su mierda de música.
«Pedazo de hijo de puta...»
Estación tras estación, cada vez más gente, más roces y más empujones. En un momento prácticamente me apartó dándome un codazo en el pecho. En mi cabeza, insultarlo era lo más amable que hacía. Empecé a imaginarme que era yo el que lo empujaba, o que le lanzaba una de esas trompadas de película que te rompen la nariz y te dejan lagrimeando y escupiendo sangre.
La jaqueca en progreso no lo hacía más fácil. Llevaba una pluma de hierro en la mochila, una de esas para firmar balances, regalo de una tía el día que me recibí. Empecé a imaginarme que la sacaba y se la hundía en el cuello a aquel imbécil. ¿Qué me lo impedía? Muy probablemente que se moriría, todo el mundo se pondría a gritar y a llorar en el vagón y terminarían metiéndome preso.
Dios... no sé cómo será para el resto del mundo, pero yo solía tener estos arrebatos en los que me sentía tan enfadado con alguien que literalmente me daban ganas de matarlo. Son todas cosas que se quedan en la mente de uno, claro. Si no tengo el valor para mantener una charla como una persona normal, ¿cómo iba a tenerlo para hacerle daño a alguien? Es ridículo.
En esa ocasión no hubo diferencias. Me quedé callado, masticando la bronca, tratando de no caerme, mientras el pinchazo en mi frente comenzaba a reptar lento pero seguro hacia mi ojo. La señora le dijo algo en un momento, pero el tipo ni reaccionó, porque no la escuchó, supongo, pero dudo que hubiera hecho algo de todas formas.
Apreté con más fuerza los dientes, centrándome en mi música, intentando ignorar lo que estaba a punto de estallar en mi cabeza. Pero no podía. Esta vez era grave. Por lo general suelo contar con algo de tiempo entre los primeros indicios y el episodio en sí, pero en ese instante, por algún motivo, la jaqueca escalaba con demasiada rapidez. La pupila empezaba a latirme dolorosamente cuando el tren alcanzó la estación terminal.
Las puertas se abrieron. La gente se derramó sobre el andén saltando casi a presión. El grandote miró distraídamente de un lado a otro y, por fin, soltó las agarraderas. Salí detrás de él, con los ojos entrecerrados y el cuello doblado. Caminaba lentamente, muy lentamente, pues los movimientos bruscos siempre son como cuchilladas en el globo ocular en momentos como ese. El tipo iba justo por delante, con sus enormes espaldas a menos de medio metro. Intentaba adelantarse a todo el mar humano que nos rodeaba para llegar primero a las escaleras. Ni siquiera pedía permiso, iba por ahí a los empujones como si nada. Hay gente para todo. Lo miré, experimentando un sombrío sentimiento de rencor e impotencia.
«Hijo de puta... ojalá te tropieces y te rompas la cara contra los escalones, tan apurado que estás.»
En ese momento, dos cosas ocurrieron al mismo tiempo. Primero fue el dolor. Una punzada terrible, bestial, me golpeó en el ojo. Fue algo tan potente y repentino que me tambaleé, apoyándome contra la pared para no caerme. Medio segundo después el tipo tropezó, como empujado, y se golpeó de cara contra una de las paredes de la escalera. Vi con toda claridad cómo se le reventaban los labios, dejando un reguero rojo y brillante sobre el muro.
La gente gritó. Algunos se adelantaron para ayudarlo a levantarse, tirando de los brazos. Él sacudía la cabeza y balbuceaba, salpicando sangre en todas direcciones. Vi como escupía un diente, una de las paletas, justo al lado de las gafas de sol destrozadas.
Yo estaba en shock. No tanto por el pequeño accidente, sino por la indescriptible agonía en mi ojo derecho. Se había disparado de golpe, arrolladora, pero... no solo era eso. Había sentido algo. Incluso ahora no sería capaz de describirlo con exactitud. Un dolor distinto al usual se había arrastrado desde el centro de mi cráneo hacia el ojo en una velocísima exhalación. Cuando estalló en aquella espantosa oleada fue como si el propio dolor escapara de mi interior hacia afuera. Pude sentir algo atravesándome la cabeza por dentro como una bala.
Me alejé apresurado del andén. Las cinco cuadras hasta la consultora las hice sujetándome con fuerza el ojo, sin siquiera molestarme en ponerme a cubierto de la lluvia.
Era bastante temprano aún, el tercer piso estaba casi vacío cuando salí del ascensor. Fui directo a mi locker y agarré la caja de ergotamina que había olvidado. Dos comprimidos, tres por las dudas. Los tomé ahí, en seco, y luego me encerré en el baño. Me senté y me sujeté con fuerza la frente. El dolor parecía haberse amortiguado un poco luego del súbito estallido en la estación. En ese momento no pensaba aún en el tipo alto y sus labios reventados contra el muro, ni en los huecos rojos en su boca. Simplemente se había tropezado. Tal vez esa misma tarde a mí me pasara lo mismo a la vuelta, ¿quién sabe? Mala suerte. Nada más.
En lo que pensaba, y mucho, era en el dolor. Las migrañas son paulatinas. Al menos en mi caso siempre he podido anticiparlas con cierto tiempo. La del subte parecía un poco más acelerada de lo común, pero nada que no me hubiera pasado antes. A veces, muy de vez en cuando, tenía ataques donde los síntomas se presentaban bastante de golpe, dejándome poco margen de acción. No era del todo usual, pero pasaba. Lo que sí nunca, jamás, me había sucedido, era una explosión tan brutal y repentina como esa.
Fuese lo que fuese, comenzaba a atenuarse. Quizás, por una vez, la ergotamina estaba teniendo el efecto que se supone debe tener.
Cargué las espaldas contra la pared y cerré los ojos, respirando hondamente. El dolor se apagaba poco a poco; a mi alrededor, el mundo bajaba de volumen. Que deliciosa sensación. Por un maravilloso instante me quedé total y complemente dormido.
Desperté cuando alguien abrió la puerta al otro lado. Miré el reloj. Desde luego no lo parecía, pero solo habían pasado quince minutos. Me palpé la frente con recelo, masajeando todo el lado derecho del rostro. Me sentía mucho mejor. Esperé a que la persona afuera se marchara y salí del baño.
Ese día no había hecho más que comenzar.
Afuera, los primeros en llegar a la oficina cruzaban las enormes puertas de vidrio que daban al hall de los ascensores. Me encaminé de vuelta hacia los lockers para sacar mi notebook. A cada paso una leve presión residual me recorría la frente y el ojo, pero ya casi había desaparecido. En ese momento, mientras buscaba mis llaves, Mariela se paró a mi lado. Abrió su casillero, que era el contiguo al mío, y empezó a sacar sus cosas. Yo la observé de reojo, esperando que dijera algo, pero ni siquiera me miró. Lo típico. Cuando nuestros ojos al fin se encontraron, me forcé a sonreír.
—Buen día, Maru. ¿Todo bien?
—Buen día —respondió en tono seco, mirándome de soslayo—. Sí, todo bien.
Y nada más.
Apreté los dientes, notando como el pulso se me aceleraba de pura rabia. La actitud de Mariela puede resumir la de la enorme mayoría de mis compañeros de trabajo. No recuerdo haber hecho nada en particular para ofenderla, pero siempre me trató como si alguna vez la hubiera escupido a la cara. Son cuestiones de cortesía básica. Yo tampoco la soportaba, pero hacía el esfuerzo de saludarla siempre que tenía la mala suerte de cruzármela. Ella ni eso. Reconocer que me hubiera encantado tener sexo con ella lo hacía aún peor. El desprecio de las mujeres en general, y las lindas en particular, es una de las cosas que peor me hacen, más cuando no existe una razón clara que lo justifique. Mariela no era precisamente linda, pero sí que estaba buena. Tenía el pecho enorme y un culo que apenas le entraba en los jeans. Una nariz demasiado grande y unas encías un tanto prominentes hacían que no fuera lo que se dice bonita, o al menos para mí.
Levantó esa narizota cuando se dio vuelta para irse, sin dignarse a dirigirme una segunda mirada. En el camino se detuvo a saludar a Esteban, que recién llegaba con el casco de la moto bajo el brazo. La muy hija de puta.
Cómo consultora flexible y ágil, y toda esa mierda, los puestos en la oficina eran libres cuando uno no estaba en un cliente. Me senté en una esquina, apartado del corro que empezaba a formarse en torno a Mariela, Esteban y los demás que iban llegando. Traté de no mirarlos mientras encendía mi notebook. Otro día cualquiera.
—Maru queridaaaaaa. ¿Cómo estás?
Y hablando de hijos de puta.
Matías atravesó el pasillo y fue directo a saludar a Mariela. En el camino pasó justo al lado mío. Ni me miró, por supuesto.
—¡Ay, Mati, hola! Todo bien, ¿vos?
Se dieron un abrazo con palmaditas, y un beso, como si no llevaran apenas un día sin verse. Matías es a la oficina lo que el deportista atractivo y popular es a una película yanqui de secundaria. Alto y con el cuerpo de un adicto al CrossFit, de piel bronceada, pelo rubio con el corte clónico (cómo no) y una mandíbula como un ladrillo. Usaba también esos anteojos de marco grueso y negro que parecían ser los únicos ofrecidos en las ópticas por aquel entonces. A diferencia de Mariela, solía saludarme cuando nos cruzábamos a solas en un pasillo, y a veces hasta intercambiábamos dos o tres palabras. El problema no era ese.
¿Han tenido alguna vez la sensación de que alguien se burla constantemente de ustedes cuando hablan? Yo no tenía la sensación, estaba seguro. Matías acostumbraba usar palabras e insinuaciones sutiles, nada directo, pero cuyo único fin era ponerme en ridículo. Lo hacía, sobre todo, cuando había alguien cerca. Sí, era ese tipo de persona, esos que buscan la complicidad de los demás para burlarse de quienes consideran más débiles. La gran mayoría en el estudio le seguían el juego, algo que nunca, jamás, les perdonaré.
Luego estaba la actitud de todas las mujeres de la oficina hacia él. De la primera a la última querían cogérselo, así que le sonreían, le daban charla y rompían a reír ante cualquier idiotez que vomitara. Eso me molestaba casi tanto como su trato burlón hacia mí. Simple y dolorosa envidia, claro. Yo anhelaba estar en su lugar, anhelaba que las chicas me miraran a mí, que me hablaran y buscaran mi compañía.
Bien podría haber deseado ser multimillonario o tener un sable láser de verdad. Algunas cosas simplemente no suceden.
—¡Hey, hola! ¿Cómo estás
Muchas veces he pensado que si hubiera un incendio en la oficina y solo pudiera salvar a una persona, solo una, esa sería Sabrina. Sin lugar a dudas. Me volví para mirarla.
—Buen día, Sabri. Todo bien por suerte.
—¡Me alegro!
Me dedicó una hermosa sonrisa antes de reunirse con el resto del grupo. Sentarse conmigo ya hubiera sido demasiado, pero a ella se lo perdono. Le perdonaría cualquier cosa. Era una chica preciosa. Bajita y muy delgada, de enormes ojos celestes y un pelo en algún punto entre el negro y el castaño. Tenía también unos pómulos y unas mejillas redondeadas, con hoyuelos, que le daban un aspecto simpático, como si siempre estuviera a punto de sonreír. Pero su apariencia no era lo más importante. Una vez vi una película en la que el protagonista se preguntaba: ¿por qué me enamoro de cada mujer que me presta un poquito de atención?
Pues bien, Sabrina fue la única persona que me mostró algo de humanidad en la consultora. Nos habíamos conocido unos tres años atrás, en un proyecto compartido en un cliente del exterior, cuando ambos llevábamos muy poco tiempo como empleados. Sabrina me saludaba siempre que nos veíamos, ella a mí, no yo a ella. A veces se acercaba para darme un poco de charla, por propia iniciativa, sin tener idea de lo mucho que un gesto como ese significaba para mí. Me preguntaba cómo iban mis cosas y me invitaba a ir a almorzar con ella y los demás. Dejó de intentarlo la segunda o tercera vez que le dije que no.
Pequeños detalles como ese eran suficiente para alegrarme el día.
Claro que luego veía como se sentaba con el resto del grupo, como empezaba a hablar con Matías y a reír sus estupideces. Entonces me ponía de un humor sombrío y no volvía a dirigirle la palabra nadie (menos si cabe).
Aquel día estuve unas buenas tres horas seguidas depurando una base de datos, separando la información que necesitaba para preparar un informe. Tenía que presentárselo a Anabela, mi jefa, esa misma tarde. No me quejaba. Ese tipo de trabajo se me daba bastante bien y hasta podría decir que apreciaba a Anabela.
Sin embargo, de un modo u otro, mis pensamientos terminaban volviendo al "incidente" en el subte. Ya he remarcado que nunca había tenido un episodio tan súbito y violento antes. La idea de que algo así de terrible pudiera empezar a pasarme con regularidad me aterraba. Le temo al dolor. Le temo muchísimo. Porque sé cómo es, sé lo que puede provocarme, a lo que puede dejarme reducido.
Y por otro lado estaba el tipo de las gafas de sol. ¿Le habrá sucedido a alguien alguna vez que justo luego de pensar "jodete" la persona en cuestión termina jodida, así, acción-reacción inmediata? ¿Y si encima ocurre en el momento en que una barra de hierro invisible te atraviesa el cráneo y te sale por el ojo? Era raro, muy raro, y si bien me decía que el tipo aquel solo se había caído y yo había tenido un principio de migraña, no podía evitar sentirme inquieto. Extrañamente inquieto.
Pero a Anabela le iba a importar muy poco mi preocupación, así que me limité a enfocarme en el reporte. Lo terminé una hora después del horario habitual de almuerzo. A propósito, claro. Para alguien como yo, siempre ha sido mejor comer o muy temprano o muy tarde. Con la excepción de Sabrina, nunca nadie me invitó a sumarme a un almuerzo, así que procuraba evitarme encuentros desagradables o silencios bochornosos en la cocina.
Ese día ni siquiera tenía hambre. Cerré la presentación y fui directo a prepararme una taza de café. Es otra cosa que siempre trato de hacer lo más rápido posible, para no cruzarme con nadie y verme obligado a forzar una charla. No tuve mucha suerte. Apenas estaba empezando cuando Matías entró en la cocina, pavoneándose como si todo el piso le perteneciera. Venía hablando a carcajadas con Javier, uno de los directores. Indeseable con indeseable.
Por suerte, Javier siguió de largo, pero Matías se fijó al instante en mí. Me saludó con un movimiento de cabeza, metiendo su almuerzo en el microondas. Yo le devolví el gesto, en silencio, y me apuré a terminar el café. Él, en cambio, me sonrió. Era una de esas sonrisas que sonrojaban a la platea femenina, pero que a mí me invitaban enseguida a la desconfianza.
—¿Todo bien, che?
—Sí, Mati, todo en orden.
—Nos toca finde largo.
—Sí, por suerte.
—¿Y te vas a algún lado?
Era una pregunta malintencionada, y yo lo sabía. Aun así, el hecho de que se tomara la molestia de hablarme me provocaba un estúpido sentimiento de simpatía. En el fondo, el deseo de pertenecer nunca se va.
—Mmm no... Voy a aprovechar para quedarme en casa y descansar un poco.
—¿Cómo que en casa? —Me volvió a sonreír, acomodándose los enormes lentes—. Hay que aprovechar. ¿No vas a irte de joda o a verte con alguna chica?
«¿Pero qué carajo te importa?»
—Yo voy a agarrar el TT y me voy a ir con los chicos a la costa —seguía él—. Mis viejos me dejan la casa de verano libre todo el fin de semana, así que me voy a encontrar con unos amigos allá. Tremenda fiesta vamos a armar, vamos a ser como treinta, la mitad minas. Tengo que aprovechar el coche además, ¿viste? En dos semanas lo cambio por el nuevo modelo, cero ka eme.
Matías y yo teníamos la misma categoría en la consultora. Es decir, cobrábamos lo mismo. Yo jamás en mi vida podría haberme costeado un Audi TT, cero kilómetro encima. Pero para él era fácil. Matías ni siquiera necesitaba trabajar. Su padre era un agropecuario dueño de varios campos en el interior, y toda su familia estaba podrida en plata. Tranquilamente podría haber renunciado esa misma tarde, no volver a poner un pie en una oficina, e igual habría tenido la vida resuelta. Todo se trataba de aparentar. El hijo estudia en una universidad privada y luego va a trabajar por cuenta propia a una reconocida consultora, para dejar bien en claro que no depende del dinero de mamá y papá. Me lo habría creído de no haberlo visto venir al estudio en un auto como ese todos los días, vestido con ropas que saldrían prácticamente la totalidad de mi sueldo y con un celular que tendría que ahorrar seis meses para poder comprármelo.
Esos amigos con los que se iba a reunir eran exactamente iguales. Una pelota de nenes de papá forrados en billetes, del primero al último. Algunos (como mi querido Ignacio, de quien ya hablaré más adelante) ni siquiera trabajaban. Y por si fuera poco, todas esas eran cosas que Matías adoraba presumir siempre que tenía oportunidad. Manejo un Audi, mi papi tiene propiedades en la costa y no pago alquiler, eso es para los giles, yo tengo mi propio departamento, mi ropa de marca y mi piso en Miami. Etcétera, etcétera. A mí me generaba una irreprimible repulsión. A las mujeres les encantaba.
Sonreí forzadamente.
—Ah, mirá que bien.
Era todo lo que podía decir.
—Sí, buenísimo.
—¿Qué cosa?
Sabrina entró en la cocina con una taza en la mano. Nos miraba de uno a otro, sonriente como siempre. Matías le devolvió el gesto mientras sacaba su bandeja del microondas. La dejó al borde de la mesa y me señaló con el pulgar.
—Nada, le decía que cómo va a desperdiciar un fin de semana largo jugando a los videojuegos, ahí, encerrado en la cueva. ¿No que hay que aprovechar para salir con los amigos, Sabri? Yo me voy los tres días a la costa en el TT.
—¿Sí? ¡Qué bien! —Sabrina amplió su sonrisa y me miró—. Pero bueno, dejalo si él quiere hacer otra cosa.
—Sí, obvio. Estaba jodiendo nomás.
La bandeja con el almuerzo de Matías quedó en equilibrio por un segundo, balanceándose en el borde de la mesa, y luego cayó al suelo con el escándalo de un escopetazo. Matías dio un saltito hacia atrás.
—¡Puta madre! ¡Ya me parecía que la había dejado mal apoyada!
Detrás de él, yo me agarré a la mesa para no caerme. Dejé mi taza sobre el dispenser de agua y me llevé la mano al ojo derecho. Apreté, luchando por no ponerme a gritar de dolor.
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