Luz
Estaba de pie al frente del inmenso salón, recto y firme como una torre. Gesticulaba con las manos para marcar el ritmo de la exposición, sonriente, confiado, dejando que la compleja temática que tan bien dominaba fluyera por mis labios.
La multitud me escuchaba embelesada, sus ojos fijos en mi porte, en el fino traje Armani negro con corbata. Allí estaban Mariela y Anabela, en primera fila, exultantes, sus miradas llenas de aprobación. Vi a Matías y a Ignacio, a Javier y a Esteban, a mi padre y a mis compañeros de secundaria. Todos sonreían, todos asentían con la cabeza.
Terminé la exposición con un floreo, volviéndome hacia ellos, y la multitud estalló. Los aplausos, las exclamaciones y los vítores llenaron el auditorio, retumbaron entre sus muros dorados y la lejana cúpula pintada de estrellas. Esteban se acercó para darme la mano. Matías me dio una amistosa palmada en el hombro, sin rastro alguno de burla o malicia en su expresión. Mariela me envolvió en un fuerte abrazo y sonrió, radiante, mientras me besaba en cada mejilla.
—¡Felicitaciones!
—Felicitaciones.
—¡Excelente! ¡Felicitaciones!
Luego, todos se apartaron para dejarla pasar. Sabrina avanzó a través del largo pasillo abierto entre la multitud. Se detuvo frente a mí, me tomó por la mano.
—Felicitaciones.
Ella se puso en puntas de pie, yo me agaché un poco, recibiendo sus labios con los míos. Los aplausos crecieron, la algarabía me envolvió mientras la abrazaba, la atraía hacia mí y comprendía, finalmente comprendía.
Entonces abrí los ojos.
Uno, al menos.
El dolor sordo y familiar fue lo primero que noté. Entumecimiento genérico en la zona frontal del cráneo, hormigueos en la mejilla, el brazo y la pierna derecha, rigidez en la nuca. Puntos luminosos destellando en el aire como si fueran luciérnagas. Los precedentes típicos de una migraña. Hacía meses que no los sufría, no así de avanzados. Aquel simple hecho tendría que haber sido suficiente para aterrorizarme, porque sabía lo que vendría, pero estaba tan confundido que ni siquiera sentí miedo.
Eché un lento vistazo a mi alrededor, mareándome con solo hacerlo. Todo era blanco, un blanco frío y estéril. Estaba tumbado bocarriba en una cama de lo más incómoda, rodeado de muros y suelos opacos. Ni rastro del inmenso auditorio.
Notaba una sensación extraña en la cara, y enseguida supe por qué. Un apretado vendaje me cubría todo el lado derecho del rostro, dando una vuelta completa alrededor de la cabeza. Sentía como si tuviera una montaña de gasas y algodones allí donde debía estar el ojo. Lo entendí enseguida.
«Así que a esto hemos llegado...»
La misma noche en que empecé, a solas en mi departamento, mirando fijamente un tomo de historietas, una parte de mí ya sabía que las cosas podían terminar así. Las señales siempre habían estado a la vista, claras como el agua. Si presionaba más allá de lo que era capaz, el ojo derecho se quejaba. Era una advertencia. Y si bien con la práctica mejoraba, siempre había un límite, un punto en el que estaba obligado a parar.
Ese punto se había vuelto tan lejano que terminé por ignorarlo. Pero seguía ahí, siempre estaba presente. Y aquel día, en el estacionamiento, lo sobrepasé.
Apreté con fuerza las sábanas, mirando nuevamente de un lado a otro. Había una ventanucha a mi izquierda, cubierta con pesadas cortinas blancas. Parecía ser de madrugada. Enderecé la cabeza en dirección a la puerta, y el simple movimiento me provocó una ola de dolor que me recorrió todo el lado derecho del rostro, desde la barbilla hasta la frente. Era un dolor distinto al de la jaqueca que se avecinaba.
Me llevé una mano al ojo, palpando el vendaje. Pese a que lo intuía, el pulso se me aceleró al ver la sangre en mis dedos. Empecé a temblar, aferrándome a los lados de la camilla. «Tranquilo, tranquilo...» pensé, notando recién entonces que estaba empapado en sudor.
Centré la mirada en la bandeja a un costado de la cama, desesperado, y entonces lo supe. Antes de siquiera intentarlo lo supe con toda certeza. Traté de mover los utensilios médicos, hacerlos saltar en el aire, atraerlos hacia mí, lo que fuese. Pero no había caso. El íntimo y familiar desplazamiento del Don dentro de mi cráneo, su pujar a través del globo ocular hacia afuera, amoldándose a mis deseos, a mi voluntad, había desaparecido. No había nada. Solo el dolor persistente y mundano de la carne lacerada.
No solo había perdido un ojo.
Mi pulso se aceleró aún más. Los temblores se transformaron en sacudidas. Hiperventilaba, sentía náuseas. Me incliné hacia un costado y vomité con fuerza. La frente comenzó a palpitarme con un latido aterrador, arrastrándose hacia el hueco donde antes había estado mi ojo. El ataque era inminente. Volví a mirar la bandeja, histérico. Había tres píldoras junto a un vaso de agua. Las tomé de un manotazo, en seco, y entonces, oscuridad. Nada más que oscuridad.
Debí perder el conocimiento, porque cuando desperté ya había amanecido. Cerré fuertemente el ojo, anticipándome a la arremetida arrolladora de la migraña... pero no fue así. El ataque había menguado. ¿Las píldoras, quizás? ¿O la repentina inconsciencia? ¿Cuántas horas había dormido?
Que importaba.
Apoyé la nuca sobre los almohadones. Las sábanas estaban húmedas de sudor, y me sentía increíblemente débil, como si llevara dos o tres días sin comer. Notaba una punzada en el antebrazo. Alguien me había conectado un tubo plástico mientras dormía, directo a la vena. El suero goteaba con un repique que se me hacía ensordecedor. Abrí la boca para gritar, o para pedir ayuda, pero enseguida me detuve. ¿Qué sentido tenía? ¿Acaso alguien lo entendía? ¿Acaso alguien ahí sería capaz de devolverme la inmensidad de lo que había perdido?
Cerré el ojo y lloré en silencio, golpeando la cabeza contra la almohada.
Más tarde intenté levantarme, pero seguía tan débil que casi caigo de la cama. Me quedé allí tumbado, contemplando el blanco sucio del techo. Era lo único que podía hacer. Quedarme ahí tirado otro día, otra semana, meses, años. Por siempre quizás. ¿Qué diferencia había?
Ni siquiera reaccioné cuando, un tiempo indefinido después, los de bata entraron a cambiarme el suero y a hacerme preguntas. Un "raro fenómeno", o una "reacción insólita de los vasos sanguíneos oculares", algo que "nunca habían visto antes". Los ignoré. ¿Qué sabían ellos? ¿Qué podía saber nadie en este mundo pútrido?
Me preguntaron infinidad de cosas, pero no contesté. Ni siquiera recuerdo los interrogatorios. Me quedé inmóvil en la cama, la cabeza vuelta hacia las cortinas blancas del ventanal. Al cabo de un rato se rindieron y se marcharon, advirtiéndome que volverían. Al parecer, tenían que hacerme una segunda radiografía de cráneo. No respondí. Una de las enfermeras dejó una bandeja con otras tres píldoras y la insípida comida del hospital. Ni la toqué. No tenía deseo alguno de comer, y dudaba que alguna vez volviera a tenerlo.
Luego de aquello, los días se sucedieron con exasperante lentitud. Dos, tres, cuatro, cinco, quizás. Pasaba mucho tiempo dormido, lo que me dificultaba saber con exactitud cuánto llevaba allí. Las píldoras me ayudaban a hacerme una idea. Tres al día, dos blancas y una celeste. A veces las tomaba, aunque no servían de mucho. El dolor en el ojo herido no parecía querer irse, y las jaquecas, Dios me ayudara, comenzaban a retomar su habitualidad. La que había tenido al despertar la primera vez solo había sido el comienzo. Aquello me aterrorizaba más que cualquier otra cosa, pero no me sorprendía. Había perdido el Don.
Al sexto día de encierro dejé de contar. El suero y unos pocos bocados me mantenían con vida, pero cada vez me hundía más y más en un viejo y conocido sentimiento, uno que el Don me había ayudado a sepultar. Pero era una mentira, una ilusión.
Estaba solo.
Nadie vino a verme. Ni siquiera una sola visita. No me cabía la menor duda de que varias personas debían estar al tanto de mi situación, pero tampoco me sorprendía. Hasta resultaba lógico. ¿Quién iba a venir al fin y al cabo? ¿Mis amigos? No tenía ninguno. ¿Mis padres? Ya no los conocía. No tenía ni idea de dónde estaba papá, y seguramente él tampoco. No hablábamos hacía años; incluso de haber sabido que estaba allí, muriéndome, dudo que hubiera movido un pie para acercarse. Jamás le importé en lo más mínimo.
Con mamá quizás hubiera sido diferente, pero sabía que, en su nebulosa de alcohol, ni siquiera estaría en condiciones de enterarse de cuanto la rodeaba. La historia de mi vida.
Y qué decir de mis compañeros de trabajo. Del primero al último debían alegrarse de que estuviera ahí, si en verdad habían llegado a molestarse en indagar el porqué de mi ausencia. De seguro estaban demasiado ocupados llorando el Audi de Matías y las lesiones que esperaba haberle provocado. Sí, incluso en esos momentos mantenía la furiosa esperanza de haberlo herido. Que por lo menos hubiera salido tan mal parado como yo del estacionamiento, un par de huesos rotos y un trauma equivalente.
Que esperanza tan vana y egoísta...
Tenía lo que me merecía. Pese al enorme vacío que había dejado, pese a lo desesperadamente que aún me aferraba a él, era consciente de cómo el Don me había destruido. Ahora veía lo que era, lo que había hecho refugiado en la cobardía del anonimato.
Tenía lo que merecía.
Privado de aquello que por primera vez me había hecho sentir que tenía el control sobre mi vida. Desfigurado. Olvidado. Solo. Total y complemente solo.
La noche siguiente desconecté el suero. Ya no volvería a comer. Y quizás, con el tiempo, reuniría el valor suficiente para comenzar a acumular las pastillas, o haría una soga bien larga con las sábanas de la cama. Sería fácil, demasiado fácil. Solo necesitaba tiempo. Un mínimo de valentía. Había sido un cobarde durante toda la irrelevancia de mi existencia; ahora, debía ser capaz de reunir solo un poco del coraje que había reprimido durante veintiocho años. Sería suficiente para ponerle un fin a todo. Lento pero seguro, el día llegaría. Las lágrimas se acumularon en mi ojo izquierdo. Ya casi no podía esperar.
—Habitación trece —indicó alguien.
Volví bruscamente la cabeza. La clínica era tan silenciosa que las palabras me llegaron con claridad. Parecían provenir de algún punto del pasillo que, seguramente, debía extenderse más allá de la sólida puerta. Unos pasos lentos y suaves retumbaron entre los muros. La puerta se abrió con un gemido metálico. Y allí estaba ella.
—¿Sabri?
Abrí tanto el ojo que me dolió. Sabrina estaba sumamente pálida, pero sonrió al verme.
—Hola.
—¿Qué... qué haces acá?
—Vine a verte.
Me quedé en silencio. No sabía qué decir. Ella se acercó a la cama, mirando con cautela hacia los lados. Su expresión se tensó al ver más de cerca mi vendaje.
—¿Cómo estás? ¿Te duele mucho?
—No —mentí—. Estoy... estoy mejor.
—Perdón por no haber venido antes. El día después de tu... accidente fui a verte al hospital, pero te habían sedado. Después, cuando te cambiaron acá, se me complicó mucho venir.
—No te preocupes. —Sonreí—. Me alegra mucho verte.
Decir que me alegraba era poco. Ella quizás nunca lo supiera, pero su presencia allí era luz.
Era vida.
—¿Los... médicos dijeron si iban a darte de alta?
—Sí... ¡Sí! No es nada. Estimo que dentro de poco ya voy a estar afuera.
Era otra mentira. Nadie había dicho absolutamente nada sobre mi alta, y si lo hicieron, no lo escuché. Pero en un abrir y cerrar de ojos todo había cambiado. Sabrina había venido a verme. Tenía que salir de ahí, tenía que hacerlo cuanto antes. Empezaría a comer otra vez, y a tomar los medicamentos. No podía perder ni un minuto más. Me esforzaría en recuperarme y abandonar aquella horrible celda. Viviría. ¡Viviría! Sabrina me estaba esperado. Podía volver, tenía que hacerlo.
Luz.
Vida.
—Dentro de poco —repetí—. Voy a salir dentro de poco.
—Bien, bien, me alegro. —Se calló de repente—. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Al principio no entendí a qué se refería, pero de pronto me di cuenta de que estaba llorando. Lágrimas solitarias resbalaban por mi mejilla izquierda. Alcé la mano y me las limpié lentamente, avergonzado.
—No, nada... Es solo que de verdad estoy feliz de... de volver a verte. Pensé que no ibas a venir. «Que nadie iba a venir.»
—¿Cómo no iba a hacerlo? Nos vemos todos los días, te conozco desde hace años. Yo te... aprecio mucho. De verdad.
Nos quedamos completamente callados durante unos segundos. No sabía qué decir. Otra vez. El silencio se hacía cada vez más y más intolerable. Abrí y cerré las manos varias veces, inquieto.
—Matías —logré decir—. ¿Cómo está Matías?
—¿Matías? —La expresión de Sabrina cambió de repente—. Bien, él está bien. ¿Qué...? —Unas voces apagadas sonaron a nuestras espaldas, del otro lado de la habitación. Sabrina echó una rápida mirada por encima del hombro. Luego, para mi completo asombro, se acercó un paso más y me tomó de la mano—. Disculpame, pero tengo que irme ahora. No me puedo quedar mucho tiempo... pero voy a tratar de volver en cuanto pueda.
—Sí... no hay problema. —Acaricié lentamente sus dedos, tan alegre como turbado—. Y gracias. Muchas gracias. Por todo.
Sonrió y dio media vuelta. Cuando estaba a punto de abandonar la habitación la llamé.
—¿Sabri?
—¿Sí?
—Cuando... cuando salga. ¿Te gustaría ir a cenar conmigo al nuevo local de sushi?
Su sonrisa se amplió.
—Sí... cuando salgas.
La puerta se cerró con un estruendo metálico. Volví la cabeza hacia la bandeja con el almuerzo que ni había llegado a probar. Agarré un trozo de pan y me forcé a comer. Mientras masticaba, centré mi atención en las tres píldoras sobre la bandeja. Dos blancas y una celeste. Las observé durante diez, quince, veinte minutos. No había caso. No se movían.
Pero... de algún modo... ya no me parecía tan terrible.
Desvié la mirada hacia la ventana, hacia los barrotes tras las cortinas blancas. Afuera estaba soleado.
Sonreí.
.
Fin
.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top