Capítulo 9. Fin

Llegaron tiempos de cambio para Ciudad Oníria.

La ciudadanía se encontraba sumida en una sensación de hartazgo generalizada. La urbe languidecía bajo el mandato de la Asamblea de Ancianos.

Las diferencias entre clases eran cada vez mayores, la usura campaba a sus anchas, la justicia favorecía al más poderoso. Los impuestos eran cada vez más altos, pero algunas partes de la ciudad se caían a pedazos y la miseria comenzaba a ser un invitado habitual en muchas casas, mientras los palacios de las familias más opulentas brillaban con esplendor.

El Consorcio Mercantil establecía pagos irrisorios por la materia prima y los productos manufacturados, mientras los beneficios de los distribuidores y los influyentes intermediarios aumentaban con cada primavera que pasaba.

Los agricultores abandonaban sus tierras. Los ganaderos se deshacían de sus animales. Muchos acudían a la ciudad en busca de un futuro mejor, y se establecían en las cada vez más pobladas y miserables barriadas del exterior de la muralla.

Los baños públicos comenzaban a ser inaccesibles para una parte amplia de la población, la entrada a algunos lugares públicos era denegada a quien no presentara buen aspecto, el impuesto por el uso de la sal y el agua potable se había triplicado, y el acceso a un médico estaba prácticamente vetado para muchos.

Las reclamaciones del pueblo llano eran pasadas por alto, y quien no viviera tras los muros de la ciudad ni siquiera contaba con ese derecho. El Senado era un pozo de corrupción.

Las alarmas saltaron la noche que prosiguió al juicio a Elenthal. Hubo graves incidentes y varios grupos de personas trataron de abordar la Torre de Lis, el Palacio Senatorial, e incluso algunas casas particulares. La Guardia Roja atacó a aquellos a los que en teoría había sido creada para defender.

Se escuchaban rumores de extraños pactos. Se decía que estaban exterminando a los Cazadores Negros y que los Nocturnos avanzaban desde el frío Norte. La gente cuchicheaba en tabernas, calles y plazas. Surgieron líderes que excitaron los ánimos de una cada vez más iracunda masa. Algo en lo que, por cierto, colaboraron activamente la treintena de Cazadores Negros que se habían mezclado entre la población.

La revolución comenzó la mañana en la que la Plaza de Armas apareció ornamentada mediante una macabra obra. La cabeza de Alasdair, junto a la de otros ciento ochenta y dos Nocturnos, uno por cada Cazador Negro caído en la batalla del Valle de Thrain, había sido clavada en una pica y erguida en mitad del espacio abierto en el centro mismo de la ciudad.

El pueblo se alzó en masa contra la Guardia Roja. Varios Senadores fueron sacados de sus palacios y linchados en las plazas de la ciudad. El Senador Wolfgger fue atrapado mientras trataba de huir disfrazado de mujer, y su cuerpo colgó durante varios días de una de las puertas principales de la muralla.

Curiosamente, Lorel Wolfgger consiguió evitar la muerte, tras hacer creer a los cabecillas de la rebelión que había tomado parte activa en los planes de Ýgrail. Demagogia, hipocresía, mentira, sesgo, tergiversación, todas esas armas que su padre le había enseñado a manejar de modo tan magistral, le llevaron incluso a ser elegido Senador en el nuevo parlamento, formado por representantes escogidos por votación popular en cada una de las barriadas que componían el núcleo urbano. Al fin y al cabo, se trataba del hermano de un héroe, lo había ayudado a urdir su estrategia. Para demostrarlo, financió con su propia fortuna personal, que no era más que el oro que su familia había expoliado de las arcas de la ciudad, la restauración y ampliación de la hermandad de los Cazadores Negros.

Una semilla podrida que florecía entre los nuevos brotes de un régimen más justo. El inicio de un nuevo ciclo.

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