Una muchedumbre se había acumulado en la plaza de armas de Ciudad Oníria, nadie quería perderse el gran acontecimiento que iba a tener lugar en las siguientes horas, y una inmensa cantidad de ciudadanos acudió con horas de antelación a reservar un lugar. El estupor, la indignación y la rabia eran los sentimientos mayoritarios, aunque también había quien esperaba el acto con regocijo.
Hacía más de tres siglos desde el último juicio a un Gran Maestre de la hermandad de los Cazadores Negros. En aquel entonces, Harald de Rim fue condenado a muerte por un delito de incitación a la rebeldía.
La acusación que pesaba contra Elenthal no era de menor calibre, ya que iba a ser juzgado por traición, desacato a las órdenes del senado, y también por la muerte de las decenas de seres humanos que habían caído durante los ataques de los Nocturnos en las últimas jornadas. El Senado consideraba que tales ataques habían ocurrido como consecuencia de la matanza de Sangalar.
Un amplio estrado de madera, cuyo fondo se apoyaba en la pared de la Torre de Lis, serviría como el escenario donde el acusado debería defender su honor ante varios miembros de la Asamblea de Ancianos. Ante la estructura de madera, tres hileras de soldados armados con escudos, picas y ballestas, ejercían un enorme efecto disuasorio ante cualquiera que tratara de llegar al estrado o a los Ancianos.
Los Senadores hicieron aparición a través de una estrecha portezuela que se abría desde la torre al tablado. Vestían sus mejores galas, dada la transcendencia del pleito. Los Ancianos caminaron lentamente hacia los mullidos tresillos que ocuparían tras la larga mesa de madera entre los gritos de desprecio y los insultos proferidos por la plebe.
Cuando el Gran Maestre Elenthal, acompañado por Wíglaf, fue escoltado hacia el estrado caminando a través de la muchedumbre, el griterío se convirtió en un respetuoso murmullo. Muchos de los asistentes cubrían con pétalos el suelo por donde caminaban, otros asentían a su paso, y algunos incluso se atrevían a proferir gritos a favor de los Cazadores Negros.
Elenthal caminaba orgulloso entre las dos columnas de Guardias Rojos. Portaba el uniforme completo de los Cazadores Negros, sin ningún artefacto ornamental que señalara su estatus. Lo mismo podía decirse de Wíglaf, quien se apoyaba en un grueso bastón de madera para caminar.
El silencio en la plaza fue total cuando Elenthal accedió a lo alto del estrado a través de la estrecha escalinata, y tendió su brazo para ayudar a Wíglaf a subir el último de los doce escalones que los separaba del suelo original. Después, los dos Cazadores avanzaron hasta quedar de pie a menos de diez codos de la mesa ante la que se sentaban los veinticinco Senadores, quienes ejercerían como jurado y dictarían la sentencia. Dos Guardias Rojos flanqueaban a los Cazadores, mientras La Voz de Oníria ocupaba un lugar privilegiado en un amplio balcón situado en el segundo piso de la Torre de Lis.
- Gran Maestre Elenthal - habló uno de los Ancianos, mientras extendía un pergamino sobre la mesa - ¿Acudís ante este tribunal con plena consciencia sobre cuáles son los hechos que se os imputan?
- Sí, Senador. Se me acusa de ordenar a mis hombres que defiendan la vida de los seres humanos, allí donde estos sean atacados por los Nocturnos.
- Sus hombres deso...
Las palabras del Senador fueron ahogadas por los gritos de muchas de las personas que ocupaban la plaza, y el Anciano tuvo que esperar a que estos callaran para poder continuar.
- Sus hombres desobedecieron la orden de esperar a que llegaran refuerzos de Ciudad Oníria. Alentaron a aquellos que incumplieron la ley durante la noche de la Celebración del Paso. Por ello, muchos de ellos encontraron la muerte en distintas escaramuzas frente a los Nocturnos. Mataron además, según sus propias palabras, a uno de los Antiguos- el Anciano apoyó ambas manos sobre la mesa y continuó con su disertación, mostrando airadamente su indignación - Ya que conoce usted tan bien las costumbres de los Nocturnos, ¿Explicará al pueblo al que dice defender, cuál será su reacción? ¡Las represalias ya han comenzado! ¡Varias aldeas han sido atacadas a lo largo de la frontera Norte! Sí, los Cazadores Negros salvaron a unos cuantos en varias acciones, ¿pero cuál será el precio en vidas que el pueblo pagará por ello?
"¿Estará Él aquí?" - se preguntaba Elenthal mientras dirigía furtivas miradas hacia los ventanales cubiertos por oscuras telas de la torre - "¿Asistirá a esta farsa, o se encontrará lejos iniciando su siguiente movimiento?
- Mis cazadores defendieron varias aldeas, y también una plaza donde sesenta soldados, catorce sacerdotes y cien jóvenes fueron atacados por los Nocturnos. Muchos de ellos hubieran muerto, y los supervivientes hubieran formado parte de los que atacaron las aldeas durante las siguientes noches - expuso Elenthal con serenidad - Las represalias de los Nocturnos, como las llama usted, no son nada diferente a los actos que ya cometen continuamente en los lugares fronterizos. ¿Creen ustedes que estas acciones serán más frecuentes a partir de ahora? Denme más hombres y enviaré hacia el Norte las cabezas de los chupasangres en una carreta, para que quienes las reciban calculen el precio que habrán de pagar si deciden pisar las tierras protegidas por los Cazadores Negros.
Una mayoría de los asistentes al juicio aplaudió las palabras de Elenthal, a quien alentaban mediante palabras de ánimo, mientras proferían insultos contra los Ancianos y La Voz.
Otro de los Senadores se irguió, y retomó la argumentación de la acusación.
- Tenemos a gran parte de la Guardia Roja en las tierras del Norte, Maestre Elenthal. Su hermandad debería ser integrada en el ejército y actuar a las órdenes del senado. Los Cazadores Negros son la causa de muchos de los ataques de los Nocturnos, al actuar sin ningún tipo de control. ¡Usted debería ser relegado de su cargo, y los Cazadores Negros que se nieguen a acatar las órdenes del Senado, encarcelados! ¿Cuáles serán las palabras de aliento que tengamos que ofrecer a las madres de los niños muertos, a las viudas, a quienes sufren pesadillas cada noche por vuestra culpa?
Aquello indignó profundamente al Gran Maestre, y sus siguientes palabras tronaron de modo que fueron escuchadas claramente por todos los presentes en la amplia plaza de armas.
- ¿Me habla usted de viudas, de niños muertos, de pesadillas? ¿Es que alguno de ustedes ha vivido alguna vez el cruel ataque de los seres de la noche? No, nunca han mirado directamente a sus negros ojos y han sentido cómo engullen el alma de los vivos. Nunca los han visto desgarrar la carne de los humanos con su afilada dentadura, nunca han escuchado su sibilante voz y nunca han sentido la infinita frialdad de su tacto - entonces se giró ligeramente hacia la muchedumbre y extendió el brazo hacia ella - Pero muchos de los presentes ahí abajo lo han hecho antes de poder viajar a Ciudad Oníria y asentarse tras sus muros, han visto cómo mataban a sus seres queridos y se llevaban a sus jóvenes y a sus niños. Algunos incluso han vivido en primera persona la conversión de sus hijos, y han tenido que acabar con ellos mediante sus propias manos. ¿Pesadillas, dice? ¿Qué creen ustedes que soñamos los Cazadores Negros cada noche de nuestras vidas? Cada vez que actuamos en una aldea, cada ocasión en la que después de la batalla tenemos que matar a los que han sido mordidos, muere un trozo de nuestra alma. ¿Alguna vez han tenido que mirar a los ojos a un niño al que tendrán que cortar la cabeza a traición, mientras juega en el suelo con sus juguetes más queridos, después de hacerle creer que el horror ha terminado?
Sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia mientras apretaba los puños y escuchaba los gritos de los ciudadanos a su espalda. Podría añadir más cosas, graves acusaciones sobre algunos de los miembros de la Asamblea, pero no podía sucumbir a la ira. No podía dejar que descubrieran que lo sabía, algo más importante que su propia vida estaba en juego. Aún lo turbaba la dulce fragancia del iris mezclada con el olor metálico de la sangre...
- ¿Dónde está la Guardia Roja cada vez que los Cazadores matamos y morimos para proteger a esa pobre gente? ¡Denme más hombres, maldita sea, y reduciré el número de ataques como en tiempos del rey Bálir, cuando tres mil Cazadores patrullaban la frontera Norte! ¡Y le recuerdo que solo el Concilio de los Cazadores Negros tiene el poder para relegarme de mi cargo!
Los gritos del pueblo sonaron con más fuerza aún, y los soldados encargados de mantenerlos lejos del estrado tuvieron que emplearse a fondo, incluso amenazar con sus picas, para que no se produjera una avalancha humana.
Tras el largo tiempo que tardó el orden en aplacar los ánimos de los presentes, los Senadores decidieron atacar por otros flancos, ya que perdían claramente la batalla dialéctica.
Tras una rápida mirada hacia el balcón donde La Voz de Oníria asistía con preocupación al espectáculo, un Senador tomó otro de los pergaminos y continuó con la acusación.
- Las rutas comerciales de toda la franja Norte del reino han dejado de ser seguras, Maestre Elenthal. Los comerciantes temen circular en las horas en las que el sol no ilumina los caminos, las posadas no dan abasto para alojar a todos ellos, y muchos prefieren dejar de vender sus bienes, perder dinero y ver cómo los productos perecederos se pudren, a arriesgarse a ser atacados por los Nocturnos. La economía del reino se está viendo muy perjudicada, y esta preocupante cuestión se ha dejado notar incluso en las calles de las principales ciudades del reino, donde ya faltan muchos de los productos de uso cotidiano para el pueblo. ¡Hay familias que comienzan a padecer hambre! - finalizó en un alarde de hipocresía y demagogia.
Elenthal sonrió con malicia, mientras Wíglaf se masajeaba las rodillas debido al dolor que comenzaba a sentir por el largo tiempo que había permanecido en pie.
- Quizá, si me permite la sugerencia, su señoría debería fundir alguno de los anillos que porta en su mano y utilizar el oro para dar de comer a tales familias - respondió con ironía el Gran maestre.
Los Ancianos lo miraron con perplejidad e indignación, pero Elenthal continuó hablando limpia y ordenadamente, volviendo a dirigirse hacia el pueblo.
- ¿Les han dicho cómo funcionan las leyes de su mercado? ¿Les han explicado alguna vez que los bienes que les compra el Consorcio Mercantil controlado por ustedes, bien productos del campo, bien productos artesanales o que provienen de la caza y pesca, alcanzan en el mercado exterior diez veces el valor del pago que el productor recibe? ¿Les han explicado que sus arcas siguen llenándose del oro que niegan al pueblo, a través de los tributos que cobran por el comercio en tierras de la ciudad o la explotación de las minas del Este?
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Una masa de gente comenzó a empujar hacia el estrado, y los Guardias Rojos tuvieron que emplearse a fondo. El pueblo tenía su veredicto, y lo expresaba con rabia.
- ¡Inocente! ¡Inocente! ¡Inocente! - jaleaba la muchedumbre.
- ¡Soltadlo! ¡Cobardes! ¡Dejadlo ir!
En el estrado, Elenthal permanecía erguido observando a los Ancianos. Estos asistían nerviosos a lo que acontecía a una distancia segura, pero quizá no del todo suficiente.
La expectación fue máxima cuando, tras el mástil central de la balconada donde se refugiaba La Voz de Oníria, un Guardia Rojo recibió la orden de desplegar el estandarte que exponía el veredicto.
Ni el viejo Wíglaf, ni siquiera el mismo Elenthal, se sorprendieron por el resultado. Un estandarte de color negro avanzó a través del mástil y comenzó a ondear al viento. Culpable.
Ahora sí, era el pueblo quien debería escoger entre la pena de muerte o la cadena perpetua en las mazmorras de la Torre de Lis.
- ¡Vida, vida! - tronaban los gritos desesperados mostrando la infantil inocencia de quienes los proferían. Nadie en su sano juicio preferiría una vida en las mazmorras a una muerte rápida por decapitación.
Sobre el estrado uno de los Ancianos avanzó hacia Elenthal, portando unos grilletes en una bandeja de plata. Wíglaf se puso tan derecho como pudo, mientras el Gran Maestre se arrodillaba a su lado.
- Ha sido un placer, viejo amigo - dijo Elenthal con una sonrisa en la boca.
- Lo va a ser, amigo, voy a disfrutar de lo lindo durante el tiempo en el que me queden fuerzas para estar de pie - respondió Wíglaf alzando ligeramente el grueso bastón y acercando su base hacia Elenthal, mientras se mecía la barba -. De todos modos, alguien tenía que iniciar el trabajo.
Los siguientes hechos ocurrieron a una velocidad que desconcertó totalmente tanto a la Guardia Roja presente en el escenario como a los Ancianos.
Wíglaf extrajo un afilado puñal y lo clavó en la garganta del guardia que se encontraba a su derecha. Mientras, Élenthal asió el bastón por su extremo inferior, tiró de él y desenfundó una larga y afilada hoja de acero gris. El Anciano que se encontraba ante él observó con horror cómo el Gran Maestre, ataviado con su uniforme de combate, atravesaba al guardia que tenía a su izquierda mientras erguía su alto y musculado cuerpo.
El viejo senador gritó y se giró para tratar de escapar, y los Ancianos sentados tras la mesa con los ojos abiertos hasta el máximo, pudieron ver cómo la espada de Élenthal salía a través de su boca.
Los Ancianos comenzaron a levantarse con la intención de huir a través de la estrecha portezuela que conducía al interior de la torre pero, al ver que ante ella ya se hacinaban varios de ellos, corrieron como pollos sin cabeza a través del amplio estrado.
Mientras, Wíglaf había desencajado la tapa cilíndrica de metal que cubría el extremo superior del bastón, liberando una afiladísima punta de hierro templado que brilló al ser bañada por los rayos del sol, y convirtiendo al báculo en una eficaz pica perfectamente diseñada para que la pérdida de peso acaecida al extraer la espada que ocultaba en el interior, fuera compensada mediante un recubrimiento de bronce en el centro del cuerpo.
Pudo escuchar a los guardias que habían permanecido al pie del estrado correr hacia los escalones de madera que conducían al mismo, pero eso no supuso para él ningún tipo de distracción ni la pérdida de la más absoluta concentración. Observó al senador Obermayr, el que con tanto orgullo había tratado de ridiculizar a Élenthal, intentando correr hacia el lateral del estrado, y armó el brazo para ejecutar su último disparo.
En su juventud, Wíglaf había sido uno de los más avezados lanzadores de picas de todo el reino. Aunque era verdad que la edad había mermado en gran proporción sus fuerzas, no era menos cierto que conservaba una técnica delicada. No podría ejecutar un lanzamiento de trayectoria recta, su brazo no poseía ya la suficiente potencia, por lo que de modo casi instintivo calculó un tiro parabólico. Giró la muñeca en el preciso momento en el que el arma abandonaba su mano, e imprimió a la misma un movimiento rotatorio con el cual aumentó su potencia de salida. El proyectil atravesó el vientre de Obermayr y clavó al senador en la plancha ornamental de madera que cubría el primer tramo de pared de la torre.
Después Wíglaf se giró hacia los guardias que accedían ya al estrado a través de la estrecha escalinata, y avanzó hacia ellos. Era anciano, estaba desarmado, pero su corazón seguía siendo el de un león, y latía con ardor guerrero. No en vano él era Wíglaf, el único que había conseguido volver con vida de entre los seres humanos que, muchos años atrás, habían viajado más allá de la Cordillera Gris adentrándose en las tierras de los Nocturnos. Le produjo regocijo el hecho de que, cuando los soldados vieron que se agachaba para coger la pica del escolta al que había clavado su cuchillo, mostraran un claro gesto de duda.
Mientras, los tres guardias que permanecían sobre el tablado se habían lanzado a por Élenthal, pero este ya había saltado sobre la mesa de madera y atravesó el pecho del Anciano que había permanecido sentado presa del terror. Más guardias subieron a través de la estrecha escalinata y corrieron hacia la mesa del fondo, alguno incluso apuntando con su ballesta, aunque ninguno se atrevió a disparar debido al miedo a acertar en uno de los Ancianos que corría e incluso reptaba a través del estrado.
Un soldado se enfrentó a Élenthal cuando este, moviéndose a una velocidad endiablada, llegó ante la cercana portezuela por donde tres Senadores se peleaban por escapar. Trató de alcanzarlo con su pica pero el veterano Cazador, quien mostraba un envidiable estado de forma pese a su edad, la esquivó fácilmente y seccionó su brazo mediante un corte limpio. Después el Maestre perforó el abdomen del Anciano que casi había conseguido huir, esparciendo sus tripas por el suelo, y ensartó por la espalda a otro que trataba de alejarse.
Una flecha, lanzada por un desafortunado Guardia Rojo, entró a través de la portezuela antes de que esta se cerrara, clavándose en la nuca de otro de los Senadores.
La mayoría de Ancianos, protegida por varios Guardias, había descendido ya a través de la escalinata. Allí pudieron ver cómo la triple hilera de Guardias Rojos conseguía a duras penas abrir un hueco entre la marabunta de gente que trataba de llegar hasta ellos con la firme intención de terminar con su vida. Su única vía de escape consistía en un estrecho corredor que llegaba a la Torre de Lis, recorriendo el lateral del estrado. Sobre él, varios soldados avanzaban hacia el fondo donde Élenthal había acabado con la vida de otro de los guardias, quien trataba de proteger a un senador que se había escondido bajo la mesa.
El Gran Maestre cogió al escuálido Anciano, que no llegaría a pesar más de ciento veinte o ciento treinta libras, y lo usó como escudo frente a las intenciones de disparo de los soldados que se acercaban a él desde la escalinata del frente del estrado. Corrió hacia el lateral por donde los senadores trataban de escapar, usando al anciano como elemento disuasorio frente a las picas de tres Guardias Rojos que cerraban su camino, y percutió contra ellos haciéndolos caer del tablado. La primera flecha que lo alcanzó se hundió en su hombro, causándole un agudo dolor. Élenthal cayó del estrado junto al Anciano, asegurándose de que el cráneo de este chocara contra el empedrado del suelo, y sintió el crujir de sus huesos.
A su alrededor, los asustados senadores observaron horrorizados cómo Élenthal se erguía rápidamente y los comenzaba a cortar y agujerear con su espada. Un soldado trató de perforar al Gran Maestre con su pica, pero Élenthal la esquivó mediante un plástico movimiento y el arma atravesó a otro de los Ancianos. El hábil Cazador eliminó de una certera estocada a su oponente, cogió su pica antes de que cayera al suelo, dio media vuelta y aprovechó la inercia de su cuerpo para lanzarla con fuerza y acabar con otro de los detestables senadores.
Varios soldados se le habían echado casi encima, pero las largas picas que portaban, tan disuasorias frente a los caldeados ánimos de la muchedumbre como poco manejables en una distancia tan corta como la que les separaba del Maestre, mostraron ser muy poco eficaces en el combate cuerpo a cuerpo frente al que sin duda era el mejor de los combatientes presentes en la ciudad. Élenthal apartó dos de las picas con la espada, avanzó hacia sus portadores y los hizo caer sobre el empedrado suelo.
En el gran hueco que se había formado ya en la plaza, gracias a que los soldados habían conseguido empujar a una masa de gente cada vez más asustada, y a que muchos de los ciudadanos abandonaron el lugar por miedo a convertirse en víctimas de los sangrientos acontecimientos, fueron más los Guardias Rojos que trataron de cercarlo, esta vez tras haber desenfundado sus espadas. Intentaban eliminar a aquel que hacía que el oscuro adoquinado que pisaban fuera cada vez más resbaladizo debido a la sangre que lo cubría, pero el Maestre se movía con tal fluidez entre los atacantes, su espada cortaba el aire y perforaba la carne con tal certeza, que no tuvieron otro remedio que retroceder.
Así, se formó un círculo de Guardias Rojos en torno a Élenthal, a una distancia de unos diez o doce codos. Nadie se atrevía a atacar al Maestre, quien permanecía quieto, relajado, con el brazo armado extendido hacia los atacantes, su hoja goteando la roja sangre de los caídos. Los cuerpos de más de quince soldados, además de los de ocho senadores más, mediaban entre el solitario Cazador y aquellos que le rodeaban. Entonces, los ballesteros comenzaron a ocupar la primera línea de Guardias, apuntando sus armas hacia el temerario hombre que no dejaba de amedrentarlos mediante su imponente mirada.
Élenthal observó el estrado por entre los soldados que le apuntaban con sus ballestas, y pudo ver a Wíglaf tumbado en medio de un charco de sangre. El viejo Cazador lo miraba sonriente con un brazo extendido hacia él, apretando el puño en señal de victoria. Élenthal devolvió la mirada a los Guardias Rojos, respiró hondo y se lanzó a la carrera a por ellos.
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