Capítulo 4, tercera parte

Los siete que quedaban de entre los elegidos se encontraban en un estado de forma bastante más que bueno. Trabajaban durante horas en la explanada que precedía a la entrada a las minas, picando piedra mediante martillos, picos, cinceles y pesadas porras de hierro. Después caminaban pendiente arriba con los pesados sacos en sus hombros, empujaban carretillas cargadas de piedras o bien debían tirar, entre varios hombres, de carretas de madera en las que se transportaban piezas de mayor tamaño. Así, su musculatura se había mantenido firme como la de un buey, y su corazón y pulmones fuertes y amplios como los de una yegua de carreras.





Había sido una orden directa del propietario de los Cazadores Negros, un antiquísimo Nocturno perteneciente a la clase más alta de la nobleza, que estos trabajaran exclusivamente en el exterior. Había pagado una fortuna por ellos y su mantenimiento era costoso, ya que no escatimaba en comida, bebida, paja para el suelo o cuero y pieles para confeccionar su ropa. Todo para mantenerlos lo más sanos que el estricto régimen de vida que llevaban pudiera permitir. Eran un bien demasiado preciado como para arriesgarse a perderlo en un derrumbamiento, la explosión de una nube de grisú, o cualquiera de los tipos comunes y frecuentes de accidentes que ocurrían en el interior de los estrechos y profundos túneles. Este hecho había protegido sus pulmones de la inmensa cantidad de polvo que se acumulaba en las galerías del interior de la mina, y que provocaba graves problemas respiratorios en los desdichados humanos que eran obligados a descender cada día a las profundidades de la tierra y extraer las riquezas que se acumulaban en ellas. Era por ello, además de por el constante ejercicio, que la capacidad pulmonar de los Cazadores Negros no había mermado un ápice desde que habían llegado allí. Paradójicamente, el duro cometido que los Nocturnos habían establecido para ellos,  había mantenido en un envidiable estado de forma física a los elegidos para la evasión. Además, habían sido alimentados por sus compañeros, y aún recordaban cómo era el frío y compacto tacto del acero de una espada.

Wíglaf, su gran amigo Benner, Híglac el arquero, el gigantesco Timor, Silas el Murio, Gleven el Mesenio, y el Sileno Gennar serían conducidos hacia el sur por su guía, en cuanto fuera dispuesto por Ódeon.

El paciente Cazador se había encargado personalmente de que jamás faltara comida ni agua al hombre en el que depositarían sus esperanzas, aquel cuya pericia sería la que iba a dirigir el destino de los fugados. Ódeon conocía a los hombres que tratarían de llegar al sur atravesando las tierras de los Nocturnos, eran como hijos para él, y estaba totalmente seguro de que no desfallecerían ni ante la mayor de las desgracias. Pero, hasta que lo conoció personalmente,  había tenido dudas de que el Hombre sin Lengua, que era el apodo que los Cazadores habían escogido para su guía, estuviera totalmente preparado para la realización de su cometido.

Sus dudas se disiparon en cuanto Quinn, quien caminaba tras Ódeon en la larga hilera que los conducía tanto en la ida como en la vuelta de las minas de oro, señaló al joven que dirigiría al grupo seleccionado hacia la libertad. Se trataba de un muchacho de no más de veinte o veintidós años, alto, de ancha espalda y porte atlético. Su caminar era ligero y orgulloso, su mirada la de un halcón, y jamás lo había visto bajar la cabeza cuando alguno de los guardas lo amenazaba o insultaba. Le recordaba tremendamente a Wíglaf, y quizá fue eso lo que le hizo saber, desde el primer momento, que Quinn había hecho una sabia elección. Lo único que podía objetar era que probablemente jamás habría manejado una espada o un arco, por lo que esperaba que luchar no fuera uno de sus cometidos.

El día señalado, una larga hilera de hombres era guiada por cuarenta guardas hacia su lugar de trabajo en la mina de oro. Solamente veinte de los odiosos que habían vendido su alma a los Nocturnos quedaban para vigilar el enorme recinto. El resto acompañaba a los humanos a los diferentes lugares de trabajo.  Los siervos iban armados con picas y largas espadas enfundadas en el cuero que colgaba de sus cintos, y formaban una desordenada y dispersa fila al lado de los prisioneros.

Salieron, como cada amanecer, a través de las puertas que cerraban la entrada al siniestro valle donde se ubicaba la granja prisión. Los captores humanos realizaban, también cada mañana, el ritual por el que trataban de mostrar a los Cazadores la supuesta superioridad que les confería el hecho que los llevaran de un lugar a otro como si se tratara de una manada de mulas. Los miraban de modo amenazador, proferían insultos y les amenazaban con sus armas, les escupían, se burlaban de que no fueran más peligrosos que ovejas encerradas en un redil, pero nunca jamás se les había ocurrido agredirles físicamente. Si lo hubieran hecho y los caciques que dirigían la custodia del ganado de los Nocturnos hubieran sido puestos sobre aviso, el castigo hubiera sido, como poco, pasar a formar parte de las filas de los reclusos.

Tanto los Cazadores Negros como sus aliados aguantaban estoicamente las provocaciones. Trataban de mirar siempre al frente y desfilar con orgullo, y solamente de modo muy esporádico uno de los humanos mascullaba una amenaza entre dientes.

Caminaron a través de la calzada pavimentada, hasta que llegaron a la orilla de un gran lago donde decenas de pequeñas barcas se dedicaban a la pesca. Allí continuaron a través del camino que se estrechaba y ascendía, a través de la falda de la montaña, al collado desde donde se divisaba la mina, el lugar al que a los hombres de Ódeon les gustaba llamar la Zona de Entrenamiento. Tres estadios abajo, el enorme lago recibía el agua de los cauces que lo alimentaban durante cada una de las cuatro estaciones del año.

Antes de coronar una pequeña cima que precedía al collado, Ódeon jugueteó con una corta varilla de hierro que escondía en su mano derecha, mientras observaba la disposición de los guardias. Se encontraban separados entre sí o bien en parejas dispersas, confiados, y hacía tiempo que habían demostrado ser demasiado estúpidos como para darse cuenta de que no era precisamente una manada de cabras la que conducían.

Hacía meses que Wíglaf había sorprendido a su capitán una noche cuando, tras tumbarse a su lado para dormir, puso algo en su mano. El joven Cazador, en una de las ocasiones en las que había sido requerido para recoger las cenizas de la hoguera de la cocina exterior, se fijó en que estas contenían algunos clavos de hierro. Provenían de los trozos de viga de roble que se usaban de vez en cuando para preparar las brasas, y que posiblemente habían formado parte de construcciones reformadas o caídas. Nunca antes había habido clavos entre las brasas, y el descuido no se volvió a repetir jamás. No importaba, el Cazador tenía lo que necesitaba.

Ódeon utilizó uno de los clavos, que habían sido enderezados en su celda y  mantuvieron escondidos en una oquedad, para abrir la sencilla cerradura que aseguraba sus grilletes, y simuló una caída fortuita. Se arrodilló tosiendo mientras esbozaba una mueca de dolor, e hizo que la línea de esclavos se detuviera justo antes del collado. Los guardas rieron, y uno de ellos se acercó al Cazador para burlarse de él y azuzarlo con la parte posterior de la pica. Llevaban dos años humillando a los temibles Cazadores, quienes parecían tan sumisos, tan faltos de pundonor.

Ódeon, que ya había abierto sus grilletes, asió el asta mientras se erguía e impactaba con su cabeza en el mentón del odioso siervo de los Oscuros. Este soltó el asta de madera, cayó de espaldas y fue ensartado por el Cazador Negro. Después Ódeon lanzó el arma con mortal eficacia y atravesó el hígado de otro de los vigilantes.

Otro de los siervos trató de herirlo con su pica, pero el veterano Cazador la esquivó, impactó con fuerza en el cuello del guarda haciéndolo caer, se hizo con su espada y acabó con él de forma limpia y rápida. Luego miró hacia los lados para ver cómo el resto de escoltas corría hacia él, y sonrió. Por fin, la libertad. La libertad que comenzaba haciendo pagar a sus captores por cada una de las humillaciones que había sufrido, por cada uno de los insultos, por cada uno de los escupitajos que había recibido.

Vio cómo más de una veintena de Cazadores y otros tantos soldados que habían pertenecido al ejército de Dorent se deshicieron de las cadenas que los apresaban utilizando los mismos elementos usados por él, y cayeron sobre los bravos pero poco avezados guardias. Estos eran valientes, pero no eran rival digno para sus hombres. Vio al gigante Timor coger a un siervo y aplastar su cabeza contra una gran roca. Después observó al titánico Cazador esquivar el mandoble que otro de los guardias le había dirigido, agarrar su brazo armado y romper los huesos mediante un rodillazo. Vio a Wíglaf atravesar a tres guardas tras hacerse con la pica del primero de ellos. Vio cómo Benner pateaba el pecho de uno de los captores para hacerlo caer a una profunda oquedad, a Higlac partir la rodilla de otro de los secuaces mediante una patada, y cómo varios hombres ayudaban a Cádlaw a eliminar a tres guardas más. Después vio cómo varios de los siervos, conscientes de su inmensa inferioridad, hacían gala de su cobardía tratando de escapar entre las rocas. No tenían nada que hacer. Fueron perseguidos por los Cazadores que tenían más cerca y atrapados en una corta distancia.

Muchos de los esclavos, entre los que se encontraba Quinn, rogaron ser liberados.

─ ¡Ódeon, vámonos! ─ gritó Cádlaw mientras corría hacia el lago.

Ódeon se giró hacia Quinn, quien lo miraba expectante.

─  Os matarán, amigo ─ expuso mientras abría la cerradura de sus grilletes, consciente de que pocas situaciones podían ser peores que la muerte en vida a la que habían sido condenados durante la estancia en la granja prisión.

─ Disfrutaré de cada bocanada de aire hasta entonces, Ódeon.

Tanto los Cazadores Negros como la mayoría del resto de los soldados, liberaron a cuantos se lo pidieron antes de correr cuesta abajo hacia los botes de pesca, portando las armas que habían adquirido de los siervos muertos. Otros esclavos corrieron montaña arriba, y muchos se quedaron sentados donde estaban. El tiempo transcurrido en aquel lugar horrendo, la debilidad física, y la flaqueza a la que la constante sumisión los había conducido hizo que no pudieran reaccionar de otro modo. Temían a la libertad, como la teme el pájaro que permanece encerrado en una jaula durante toda su existencia. Prefirieron dejar morir a la pequeña fracción de orgullo que aún podía sostener el andamiaje de sus almas, con tal de dejar al cuerpo vivir durante un tiempo más en aquella prisión.

En total casi setenta hombres, entre soldados y esclavos, subieron a bordo de los pequeños pesqueros, obligaron a sus tripulaciones a saltar y nadar hacia la orilla, y remaron con fuerza hasta que alcanzaron la salida al río.

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