Capítulo 4

Wíglaf trató de acomodar su espalda del modo más descansado posible, algo que entrañaba cierto grado de dificultad, considerando que la superficie sobre la que se apoyaba eran los barrotes de una enorme jaula.

Posados sobre carros tirados por caballos o bueyes, los armazones de metal traquetearon hacia el norte  a través de una calzada de adoquín blanco. Treinta Cazadores Negros habían sido instalados en el mayor de los vehículos, y junto a ellos los Nocturnos habían encerrado a Gleven, Silas, y un maltrecho Cádlaw.

El general Sileno, a quien sus hombres habían entablillado el brazo, miraba con tez pálida a la larga línea de carretas que iba tras ellos. A plena luz del día, calculó que habría unos seiscientos hombres presos.

La caravana iba dirigida y flanqueada por humanos. Su porte era atlético, de formas delgadas y fibrosas, vestían ropajes ligeros de cuero, y se protegían del gélido viento mediante gruesas pieles. Llevaban el pelo cortado al ras, y una cresta de un par de dedos de altura surcaba la cabeza desde la frente hasta la nuca. Todos iban armados con una jabalina, y una espada corta de hoja curva colgaba de su cinto. El hecho de que se comunicaran mediante signos, hizo sospechar a Cádlaw que también a estos les habían cortado la lengua cuando dejaron de ser lactantes.


─La he cagado bien, ¿verdad? ─ preguntó a Ódeon, quien dormitaba a su lado apoyado sobre la pared de barrotes.


─ La responsabilidad es compartida, Cádlaw. No te tortures por ello, concéntrate en recuperar tus fuerzas cuanto antes. Esto aún no ha terminado.


El Sileno emitió una risa ahogada. Hubiera sido preferible haber caído en la lucha, antes de ser prisionero de los Seres de lo Oscuro.

Durante tres jornadas, surcaron extensas llanuras y profundos valles, hasta que llegaron a su destino, muy poco antes del anochecer. Los hombres miraron con estupor el asombroso espectáculo que tenían ante sus ojos.

Centenares de altos pináculos rocosos de forma cónica alzaban sus puntas hacia las grises nubes, y se esparcían de modo aleatorio en una inacabable llanura de roca viva. Alcanzaban más de cien codos de altura, y tendrían más de cincuenta  de diámetro en la base. Las formaciones naturales presentaban centenares de oquedades de forma rectangular, que servían de entrada y salida para sus habitantes. Docenas de escalas colgaban desde los orificios hasta el suelo.

Entre ellas, los Nocturnos habían construido tres pirámides escalonadas que triplicaban la altitud de las formaciones rocosas que las circundaban.

El sol no tardó mucho en ocultarse tras el llano horizonte, y un cruel siseo invadió la atmósfera. Miles de Nocturnos abandonaron las cúspides de roca a través de las perforaciones y descendieron hacia donde se encontraban presos los hombres, rodeando los carruajes y observando con ávida sed a sus atemorizados ocupantes. Los amenazaban mediante agudos silbidos que provenían de sus gargantas y mostrándoles sus puntiagudos colmillos. La inmensa mayoría parecían ser de género masculino, o así lo habían sido cuando fueron humanos, pero también había algunas mujeres altas, pálidas y tremendamente estilizadas. Todos, sin excepción, vestían ropajes oscuros.

Así permanecieron durante un tiempo, hasta que dos hileras formadas por los hombres de Maarwarth salieron desde la base de una de las ciclópeas pirámides y los apartó a base de empujones. Varios centenares de soldados formaron entre la excitada muchedumbre y los odiados humanos, comenzaron a sacar a los hombres de las carretas, y los guiaron en filas hacia las colosales construcciones.

Fue el propio Maarwarth el que abrió la puerta de la jaula que contenía a los Cazadores Negros, sin duda la que más expectación había causado entre los siniestros espectadores.

Ódeon se irguió sin que nadie se lo pidiera y descendió a través de la escalera que daba al rocoso suelo. Sus hombres lo siguieron, y también Cádlaw, Gleven y Silas. Después formaron una ordenada línea y fueron conducidos a la pirámide central.

Cuando entraron, observaron la delicadeza con la que estaban decorados los gruesos portones de madera oscura. El interior era prácticamente hueco, y la luz que se filtraba desde la gran abertura central de su cúspide, iluminaba la figura de una gran luna llena que había sido labrada en el suelo. Más adelante, un gran túnel se introducía en la tierra.

Toda la parte interna de la edificación se encontraba iluminada de forma tenue. Las antorchas colgaban de las paredes con una separación mucho mayor de la que lo harían si fuera frecuentada por humanos, pero la luz era más que suficiente para sus oscuros habitantes.

Descendieron hasta una sala de proporciones tales, que ni el techo ni el fondo eran visibles. De las paredes colgaban, pegadas las unas a las otras, construcciones de piedra cuyas formas imitaban a las densas gotas de sangre que cuelgan de una herida abierta. Cada una de las estructuras era tan grande como para albergar a cuatro o cinco de los Seres de la Noche, y había tantas que se perdían en la oscuridad del fondo y las alturas de la cámara.

A ras de suelo, se podían observar escenas que parecerían cotidianas en cualquier ciudad del reino de Dorent, a no ser por el lúgubre aspecto de algunos de sus protagonistas. Había herreros atizando las brasas de sus fraguas y golpeando el luminoso metal sobre los yunques, pálidos artesanos realizando ornamentos de cuero y metal con formas sinuosas y afiladas, talleres excavados en la roca donde se curtía el cuero y se fabricaban sogas, serrerías e incluso costurerías. Pero la inmensa mayoría de la clase trabajadora estaba constituida por seres humanos, demacrados, tristes, ojerosos, y que miraban a las hileras de prisioneros  sin expresar absolutamente ningún tipo de sentimiento.


─ ¿De dónde habrán sacado tantos esclavos? ─ preguntó Silas en voz alta, y fue golpeado en la espalda por la parte posterior de una pica, ordenándole que callara.


Tras caminar durante al menos un estadio, descendieron a través de anchos corredores donde se podía ver a muchos humanos puliendo las hojas de las cortantes armas de acero, cosiendo piezas de cuero o fabricando arreos para el ganado, forjando herramientas para la agricultura y la minería, e incluso produciendo ruedas de carro.

El descenso a través de los largos y sinuosos túneles fue tan prolongado que los hombres perdieron la noción del tiempo y la distancia. Parecía que circularan a través de un inmenso hormiguero.

En los laterales se abrían oscuros túneles por los que asomaban decenas de Nocturnos, quienes siseaban y babeaban al paso de los soldados. Oían latir sus corazones a toda prisa, olían su miedo, alguno llegó incluso a tratar de hacerse con alguno de los humanos, pero fue rechazado por los golpes de los guerreros de Maarwarth, quien avanzaba orgulloso a la cabeza del grupo.

Otro de los Nocturnos, ávido de sangre humana, caminó al lado de Wíglaf, con la cara pegada al lateral del rostro del Cazador, quien no se inmutó lo más mínimo y continuó caminando con la frente alta y mirando hacia adelante.

Llegaron a otra sala, no tan grande como la que habían atravesado al principio, y Maarwarth ordenó a sus hombres que se detuvieran. Unas grandes puertas de hierro se abrieron y los Cazadores fueron conducidos hacia una oquedad de forma totalmente circular e iluminada de modo muy tenue. Al fondo, varios de los Nocturnos más antiguos que hombre alguno hubiera visto jamás se sentaban tras una mesa ovalada de piedra gris. Sus caras eran alargadas, sus orejas puntiagudas, la nariz bastante más prominente que la de los miembros más jóvenes de la oscura raza, y la cantidad de arrugas que surcaba su tez era incontable. Lo que no variaba era el color nacarado de su suave piel, y el terrorífico contraste que sobre ella realizaban los oscuros ojos devoradores de almas.

Los Antiguos sisearon furiosos cuando vieron aparecer a los Cazadores, varios de ellos se retorcieron en sus sillas de altos respaldos, y alguno se irguió y golpeó con fuerza la mesa mientras gritaba negras palabras en su antiquísima lengua. Vestían elegantes prendas de cuero de color rojo oscuro, que acentuaban su delgada figura.

Maarwarth acudió ante ellos y los saludó mediante una educada reverencia. La presencia de sus prisioneros no parecía causar demasiada alegría entre los Antiguos, quienes increparon al poderoso guerrero a través de airadas formas. El alto y musculado general señaló a varios de los hombres, y habló en todo momento sin que una cruel sonrisa se borrara de su fina boca.

Entonces uno de los viejos seres se irguió, y se acercó a Maarwarth mediante un caminar tan ligero que parecía desplazarse por el aire a pocos dedos del suelo.

 Miró hacia los Cazadores abriendo sus ojos de modo exorbitante y con un poder tal, que estos sintieron a su corazón bombear sangre helada. El Antiguo extrajo un afilado estilete de detrás de su ceñido traje y lo pasó por delante del cuello, del que colgaban dos largos pellejos, teatralizando un degollamiento. Toda una declaración de intenciones.


─ ¡Rúk naz pòerden! ─ sonó el rasgado silbido del Antiguo, que se mostraba casi fuera de sí.


Maarwarth se acercó a Ódeon, lo asió del hombro y lo condujo frente al repulsivo Oscuro, quien lo miraba con la respiración sibilante y agitada.


─ Será tu sangre la que dicte si habréis de morir esta noche, o vuestro sufrimiento y vergüenza serán mantenidos durante más tiempo ─ espetó el engendro, asiendo los brazos del Cazador mediante unos larguísimos y huesudos dedos y extendiéndolos hacia adelante.


Entonces los dos Nocturnos acercaron varios estiletes al humano, que posaba orgulloso ante ellos. El punzón, de unos diez dedos de largo y hoja muy fina, mostraba una acanaladura en toda su longitud, y fue utilizado para introducir su punta en una de las prominentes venas del antebrazo de Ódeon y recoger una pequeña cantidad de sangre. Cada uno de los dos llenó el canal de tres puntas de acero.  Los Nocturnos ni siquiera necesitaron que el Cazador se desprendiera de su grueso uniforme de cuero para localizar el vaso sanguíneo. Sentían el correr de la sangre bajo la piel con sólo acercar sus dedos.

Cuando hubieron recolectado el preciado líquido, Maarwarth ordenó a dos de sus guerreros que devolvieran a Ódeon a su lugar, y otros dos aparecieron portando sendas dianas y colocándolas a una distancia de casi diez codos de sus superiores.

El silencio era sepulcral cuando el Antiguo, quien tenía una de las dianas a su espalda, giró de modo increíblemente ágil y lanzó uno de los estiletes, acertando muy cerca del centro. Después se agachó mientras lanzaba los dos restantes, uno con cada mano, clavándolos muy cerca del primero.

La sangre que portaban los proyectiles tiño de varias líneas de color escarlata el centro de la diana. Algunas gotas, debido a que el último de los punzones había vibrado al clavarse en la madera, se esparcieron hacia los laterales.

Ódeon comprendió. Vencía quien acertara más cerca del centro, como era obvio, pero parecía muy importante que la salpicadura se extendiera lo menos posible, señalando que la trayectoria del disparo había sido totalmente recta y el estilete no se había torcido en el aire. Aunque fuera en parte un sentimiento detestable, deseó que su captor resultara vencedor de la prueba, ya que parecía tener intereses más lucrativos sobre los Cazadores Negros que el más Antiguo, quien mostraba abiertamente el deseo de cercenar sus cuellos.

Maarwarth dio la espalda a su diana, y miró a Ódeon con su omnipresente y cínica sonrisa. Después, sin mirar a su objetivo ni girarse hacia él, lanzó los tres estiletes a la vez con una sola mano. Un murmullo se escuchó en el fondo ocupado por los Antiguos, y Maarwarth caminó con orgullo hacia el lugar que debía ocupar en la mesa sin siquiera interesarse por el resultado. Sus estiletes se habían clavado en el centro mismo, con las puntas apretadas en el interior de un único orificio, y la sangre que habían contenido formaba un pequeño y totalmente regular círculo a su alrededor.

Era el claro vencedor, y su oponente volvió hacia la mesa con la vista clavada en los hombres y mascullando algún tipo de maldición.

Entonces uno de los guerreros de Maarwarth, provisto aún de su armadura, prendió fuego al líquido presente en un pebetero. Se produjo una pequeña combustión de color violáceo, y una línea de fuego azul avanzó a través de un estrecho canalón de metal, que ascendía en espiral hacia la cúspide del profundo hueco en el que se encontraban.

Por la forma del interior de la altísima oquedad, los hombres intuyeron que debían encontrarse en la base de alguna de las otras dos pirámides de piedra. Las paredes describían salientes que se encontraban infestados de Seres de la Oscuridad, y que observaban a los humanos en un estado de perverso frenesí.

La razón de toda aquella planificación se hizo pronto evidente. Ante los ojos de los Cazadores Negros, grupos de soldados eran introducidos al interior de la construcción y subastados. Quien más oro ofrecía se llevaba el lote.

Lo mejor de la subasta se dejó para el final, y efectivamente, los hombres de Ódeon hicieron ganar muchísimo oro a Maarwarth. Solo alguien inmensamente poderoso y de estatus social muy alto entre los Nocturnos podía permitirse el lujo de pujar por el lote entero, como ocurrió.

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