Capítulo 3. Segunda parte
Cuando se hizo de día, los seres humanos pudieron observar
la absoluta debacle sufrida por su ejército. Miles de hombres yacían muertos
sobre el campo de batalla, sus cadáveres se contaban en un número inmensamente
superior a los del adversario, cuyos caídos emanaban un hediondo humo de color
parduzco al ser bañados por la luz del sol.
Gladius, cubriéndose la nariz y la boca con un pañuelo, se
acercó al cuerpo inerte de un Lobohombre, manteniendo total atención al pasear
entre los Nocturnos caídos. Aún tenía en mente lo ocurrido en el exterior del
santuario.
Observó aterrorizado los restos del licántropo. Sus garras
estaban afiladas como cuchillas, su musculatura era impresionante, y su
dentadura era lo más sobrecogedor que había visto jamás.
Pero lo peor estaba por llegar. Más de mil soldados estaban
heridos, la mayoría de ellos por
mordeduras. Muchos habían sido aislados en sus tiendas, y otros tantos se
negaban a aceptar su cruel destino.
Entre los Mesenios, los Murios, Lesos, Umbrios y algunos
otros representantes de las diferentes ciudades del reino de Dorent, los
heridos por mordedura de un Nocturno, o bien por la de un Licántropo, aceptaron
ser sacrificados por sus compañeros. Sus costumbres sociales y religiosas
aseguraban que la muerte era un simple paso a una vida eterna al lado de sus
seres queridos, en un mundo más allá de la vista de los humanos. Su muerte se
podía considerar más que digna, y no ofrecieron resistencia. Fueron decapitados
por sus propios amigos. Solo trescientos hombres sobrevivieron entre los
Mesenios, de los ochocientos que habían partido de la Torre de Fuego.
Los acontecimientos eran bien distintos entre los Silenos y
los Portenses. Muchos de estos trataban de convencerse a sí mismos y a los
demás de que sus heridas no se debían a mordeduras, y sus compañeros los mataban
a traición o atacándolos por varios flancos. Otros escaparon corriendo hacia el
bosque, y los arqueros no tuvieron la suficiente sangre fría como para
asaetearlos por la espalda. Centenares de soldados ocultaron sus heridas, con
la esperanza de que quizá ellos podrían no transformarse en Seres de la Noche.
Los guerreros de las restantes ciudades formaron en la
entrada del campamento y acabaron con los que seguían tratando de escapar, ante
los abucheos de los Silenos y los Portenses.
─ ¡Volverán a por nosotros durante la noche! ─ gritaba
Silas, armado con su espada y su escudo ─ ¿Es que no habéis aprendido lo
suficiente con lo ocurrido en la empalizada, hijos de perra?
El propio Gladius tuvo que interponerse entre sus tropas y
las de sus aliados para evitar el más denigrante de los finales, que los
hombres se mataran entre sí. Después habló a sus hombres y a los de la ciudad
de Silenia.
─ ¡No hay otro modo! ─ asió el cadáver humeante de uno de
los Nocturnos y, tras emitir varias arcadas, añadió ─ ¿Acaso queréis convertiros
en esto? ¡Morid ahora como valientes, no sufriréis, será rápido e indoloro!
Muchos soldados avanzaron al frente, y se arrodillaron
esperando el final. Otros fueron obligados a desnudarse, ya que algún compañero
había visto cómo había sido mordido durante la batalla. Un Portense se negó a
despojarse de su ropa y apuñaló a su acusador, provocando una sangrienta pelea
que se llevó la vida de varios soldados más.
─ ¡Espabila, Gladius! ─ espetó Gleven, el alto Mesenio,
adelantándose hacia los Portenses y los Silenos junto a varios de sus hombres ─
¡Hay que salir de aquí cuanto antes. Haz que tus hombres se desnuden, nosotros
los examinaremos!
Las armas volvieron a ser desenfundadas y tuvo que ser
Gladius quien, armando el brazo con su espada, hiciera frente al atlético
general.
─ No lo permitiré, Gleven. Marcharemos en cuanto recojamos
lo estrictamente necesario. Podéis acompañarnos o quedaros aquí. Escoged.
Entonces Silas se interpuso entre los dos hombres.
─ Calma, amigos, tranquilizaos, o de lo contrario estaremos
perdidos. La fiebre alta y el letargo preceden a la conversión de un hombre en
abominable Ser de la Oscuridad. Partamos en cuanto podamos. Durante la noche, cada
uno tendrá la labor de vigilar a los que le rodean, y hacer lo que sea
necesario tras avisar a los demás.
─ Sea pues ─ respondió Gleven, mientras retrocedía un solo
paso.
Gladius enfundó su espada y ordenó a sus hombres que
recogieran los enseres necesarios para la retirada. Decidió que no era posible
volver por sus propios pasos y ascender hacia la Cordillera Gris, ya que la
noche se les echaría encima en un lugar abrupto en el que la defensa sería muy
complicada. Solamente quedaban dos opciones. Buscar el escondrijo de los
Nocturnos era tentador, pero parecía harto imposible. Así, decidieron avanzar
hacia el norte a través del valle, tan rápido como pudieran. Los Nocturnos no
podrían caminar durante las horas de sol, y si los humanos recorrían la
distancia suficiente, obtendrían la ventaja necesaria como para que no pudieran
sufrir un ataque de características similares antes del amanecer en ninguno de los
siguientes días.
Además, más adelante se encontrarían con Cádlaw y Ódeon, si
es que estos seguían vivos.
El ejército, constituido por poco más de cuatro mil
hombres, corrió tan rápido como pudo a través del boscoso valle. Pararon a
descansar al lado de un estanque de azules aguas, y prosiguieron con su
acelerada marcha hasta que llegaron a una zona pedregosa cubierta totalmente
por matorral bajo y seco. Allí, vieron que algo se movía a lo lejos, en ambos
lados de la cuenca.
Silas envió a varios de sus hombres más rápidos a explorar,
mientras seguía corriendo a través del terreno rocoso cubierto por espinosos
setos. Cuando volvieron, los oteadores buscaron a su jefe con avidez.
─ ¡Son hombres! ¡Hombres con la cabeza rapada y una pequeña
cresta en el centro, cubiertos por pieles y armados con dos picas y un palo
corto!
─ ¿Un palo corto? ─ preguntó Silas instantes antes de darse
cuenta de lo que estaba sucediendo. Antorchas. ─ ¡Corred! ¡Corred como si el mismo diablo os
persiguiera! ¡Hay que alcanzar el bosque!
Entonces el intenso fuego comenzó a cercar al casi exhausto
ejército, empujado velozmente por el viento que soplaba de espaldas a los
hombres. La extensa y verde arboleda que simbolizaba la momentánea salvación se
encontraba demasiado alejada para las posibilidades de la mayoría de los
soldados. Cada uno de ellos era, ahora, responsable de su salvación. Nadie
podía detenerse a ayudar a los heridos o a los que sucumbían al extremo
cansancio. El rugido de las altas llamas devorando la maleza bien podía
asemejarse al de un fiero dragón, que con tremendos fogonazos escupidos a través
de su negra boca comenzaba a calcinar los cuerpos y las almas de los hombres.
Silas llegó al tupido bosque y observó con cierta esperanza
la fresca humedad de su suelo. Ralentizaría el avance del fuego. Cuando se
giró, vio que más de la mitad de los hombres habían sido tragados por el
mismísimo infierno. Corrió hasta la vaguada del río, donde comprobó que sería
fácil cruzar las aguas que llegaban poco más arriba de su cintura. Quienes
pasaran al otro lado estarían salvados.
Casi mil quinientos soldados cruzaron el río en la
siguiente fracción de tiempo. Gleven fue de los primeros en surcarlo,
acompañado por varios de sus hombres más fuertes.
Gladius llegó al cauce empujado por varios soldados. La
edad comenzaba a hacer mella en el duro Portense. El pelo había prendido en la
mitad de su cabeza, pero no parecía malherido. Fue ayudado mientras cruzaba las
aguas y llegó agotado y tosiendo a la orilla que significaba que viviría al
menos durante un día más.
Silas llegó a su lado y le ofreció un cuenco lleno de agua.
─ Vamos, amigo, tenemos que salir de aquí. Hay que
localizar un lugar alto y fácil de proteger para pasar la noche.
Antes de que el sol se ocultara tras los altos picos del
oeste, los hombres se apostaron sobre una colina desprovista de vegetación.
Establecieron turnos de vigilancia, y fueron agrupados de modo que cada dos
soldados vigilarían a diez de los compañeros que dormían. Ante la menor
sospecha de que algún miembro del grupo padeciera fiebre, respiración agitada,
o excesivo letargo, deberían avisar a sus mandos.
Cuando anocheció, Gladius se apoyó sobre una roca de
superficie lisa. La coraza le había producido roces en los hombros, y aprovechó
que uno de los hombres parecía despertar para pedirle que le ayudara a
despojarse de ella.
─ Treygen, acércate y desata las correas de mi coraza, por
favor ─pidió la cansada voz del general.
Treygen, o lo que una vez se había llamado así, se irguió y
caminó con lentitud hacia el humano. Recordaba vagamente haber visto a los
Nocturnos atacar su posición durante la lucha en el campamento. El clamor de la
batalla parecía pertenecer a un mundo lejano, más cerca de los sueños que de la
realidad. Nada recordaba de la mordedura que había sufrido en el antebrazo, y
que con tanto ahínco trató de ocultar a sus compañeros. Ya no sentía su frente
arder por la fiebre ni el cansancio en sus músculos. Al contrario, se sentía ligero
como un ave. Los sentidos parecían multiplicados. Escuchaba la respiración de
los hombres que le rodeaban, y el latir de su corazón. Olía su sudor, su miedo,
y sobre todo su sangre. La visión era nítida, como si en vez de en la oscuridad
se encontrara únicamente en la penumbra. Estaba rodeado de humanos, debía
escapar, pero la sed era inaguantable...
Gladius escuchó a Treygen agacharse tras él, y notó cómo
este asía una de las correas de su coraza. Uno de los dedos del soldado rozó la
piel de su cuello, y el general sintió el gélido tacto del apéndice. Para
cuando trató de erguirse, el Nocturno lo había agarrado con fuerza y desgarraba
su cuello mediante la dentadura que aún no era tan afilada. Esto dio tiempo al
General para zafarse del vil ser, desenfundar un largo puñal y hundírselo en
una de sus oscuras cuencas. La sangre salía a borbotones de su profunda herida,
y comenzó a sentirse mareado mientras los gritos de los hombres que le rodeaban
sonaban cada vez más apagados. Después cayó con las extremidades fláccidas.
El horror volvió a hacerse dueño del lugar que ocupaban los
hombres. Decenas de los recién convertidos atacaban a cuantos tenían al lado,
mordiéndolos y apuñalándolos sin mostrar un atisbo de compasión. En medio de la
confusión y el horror, los soldados utilizaban sus armas sobre cualquiera que
se acercara lo más mínimo, sin preguntar si se trataba de un Nocturno o no.
Gleven se irguió blandiendo su larga espada, y se hizo
rodear de sus hombres.
─ ¡Hablad! ─ ordenó a gritos ─ ¡Decid lo que sea, pero
hablad constantemente! ¡Solo así sabremos quiénes son humanos!
Miró a un lado y vio a Silas. El Murio había conseguido
unir a más de cien soldados, que también rugían pidiendo a los hombres que
hablaran o gritaran, y mataban sin compasión a quien no lo hiciera bien porque
su condición de Nocturno lo incapacitaba para ello, o bien porque lo había
paralizado el terror. Muchos fueron los Seres de lo Oscuro que escaparon, pero
muchos más los que murieron.
Durante toda la noche, los cuernos de guerra del ejército
de la oscuridad sonaron amenazadores, y preocupantemente más cerca a medida que
se acercaba el amanecer. Los perseguían. Con la primera luz del alba, se volvió
a proceder al sacrificio de los que habían sido mordidos, pero los soldados
desconfiaban los unos de los otros. Uno de ellos fue degollado antes del
amanecer debido a que presentaba una deformante cicatriz en un lado de su cara,
la cual había portado desde hacía más de diez primaveras, pero que en aquella
situación asustaba demasiado a sus compañeros.
Durante el día, los restos del otrora formidable ejército
vagaron por los bosques sin apenas detenerse a descansar. Pocos fueron los que
pegaron ojo durante la siguiente noche, y aunque al menos veinte de ellos
trataron de atacar a los que habían sido sus compañeros antes de pasar a
engrosar las filas de los Nocturnos, fueron reducidos casi sin que crearan
víctimas.
Cuando fueron localizados por Wíglaf, menos de mil hombres
observaban temerosos a los diez Cazadores Negros que asomaban entre los
árboles.
Ódeon no tardó en aparecer junto al resto de sus hombres.
Gleven y Silas se unieron a él y lo informaron sobre lo acaecido en las últimas
dos jornadas.
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