Capítulo 2. Segunda parte
Más de dos mil hombres llegaron al fondo del valle antes del anochecer. El resto acampó en lo alto de los prados y descendería durante la mañana siguiente.
Junto a las tropas de cabeza, los Cazadores Negros surcaron un ancho valle de paredes pétreas y verticales. Los quinientos hombres de Cádlaw habían establecido una improvisada empalizada que evitaría un posible ataque nocturno.
Antes de que oscureciera, el general de los Silenos se acercó a Ódeon y le pidió que lo acompañara junto a sus Cazadores.
─ Quisiera pedirte disculpas en público, Ódeon ─ dijo con sinceridad, o eso era lo que parecía, el general Cádlaw ─ Se me fue de las manos, pequé de exceso de confianza y no me importa reconocerlo. Venid conmigo, por favor, espero que lo que os voy a enseñar sea suficiente para obtener tu perdón y tu confianza.
Cádlaw los condujo por entre las tiendas de campaña hasta el fondo del valle. Allí, los múltiples orificios excavados a distintas alturas en las paredes de piedra de los laterales, recordaron a Ódeon las viviendas en las que las familias más pobres criaban a sus hijos en los tortuosos valles del sur del reino.
─Mis hombres acabaron con más de veinte de ellos ─dijo Cádlaw mientras acompañaba a Ódeon al interior de uno de los habitáculos ─ pero en este asentamiento podrían vivir entre cincuenta y sesenta. El resto, si es que había más, escapó.
La cueva excavada en la roca constaba de una sola estancia, en la que se habían instalado varios catres cubiertos de paja y pieles de diferentes animales. También había sillas y mesas. De la pared colgaban cadenas y grilletes, donde probablemente ataban a las presas que capturaban al sur de la cordillera, en las tierras de los hombres. No había restos de hogueras. No las necesitaban.
La primera vez que Wíglaf pudo tocar a uno de Ellos, tres años atrás, después de haberlo atravesado con la espada cuando protegían una aldea del ataque de los Nocturnos, quedó sorprendido por el frío tacto de su piel. Le recordó, extrañamente, a cuando de niño su hermano le enseñaba a pescar truchas con la mano. El tacto de la tez del Ser de la Oscuridad era tan gélido como el del pez recién salido del agua, y aunque era algo que conocía en la teoría, no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la espalda cuando lo comprobó personalmente. La piel pálida, los labios finos y perfilados, la nariz estrecha, y las orejas prácticamente pegadas a la cabeza. Los ojos, carentes de la blanca esclerótica que forma parte del ojo de los humanos, poseían un enorme iris de color totalmente negro, que permitía la apertura de una gran pupila perfectamente adaptada a la visión nocturna. Exploró su boca, abriéndola con un cuchillo con el objeto de mantener los dedos lejos de los largos, afilados y marfileños colmillos, para observar que toda la dentadura constituía una estructura parecida a la hoja de una sierra. También la lengua era negra, y su fétido aliento tenía un deje metálico que recordaba, de modo estremecedor, a la sangre.
Durante los siguientes tres días, el joven Cazador, junto al resto de sus compañeros, localizó varios asentamientos más. Todos estaban vacíos, y habían sido abandonados con bastante prisa, a juzgar por la cantidad de enseres dejados atrás. Cuando volvieron al campamento, encontró a Ódeon conversando con Cádlaw y Gladius. Los tres hombres lo miraban expectantes.
─ Hemos encontrado uno más, Ódeon ─ informó Wíglaf.
El comandante de los Cazadores Negros se acarició la barba entrecana, y pidió a los presentes que lo acompañaran. Caminaron hacia una de las oquedades, donde se habían coleccionado muchos de los objetos localizados. Por el camino, Cádlaw exponía su parecer mediante su habitual convicción.
─ Esto no hace más que reafirmar nuestros conocimientos sobre esos horribles monstruos. Viven en grupos pequeños que se ocultan del sol en oquedades excavadas en profundos valles, a este lado de la cordillera. No será fácil dar con todos sus asentamientos, pero conseguiremos aislarlos en los pocos lugares seguros que les queden y les daremos muerte, no os quepa ninguna duda. Tengo suficientes hombres como para peinar la Cordillera Gris.
En cuanto entraron a la cueva, Ódeon expuso sus conclusiones.
─ Decenas de enseres de viaje, caballeros. Eso es lo que hemos encontrado. No hay alfarerías, herrerías, minas para extraer el metal, telares o pozos de agua.
─ ¿Para qué necesitan un pozo, habiendo tantos riachuelos y fuentes naturales? ─ Cádlaw trató de hacerse dueño de la conversación ─ ¿Y alfarerías? Toman la sangre directamente de su recipiente original, ¡nuestros cuerpos!
Ódeon respiró hondo, y continuó su argumentación.
─ Los Nocturnos a los que llevo más de veinte años enfrentándome visten ropas de lino, cáñamo, lana y cuero, calzan botas de suela de esparto y lana, usan cotas de malla o lino cubierto de escamas de bronce, y os aseguro que van armados con algo más cortante que palos y piedras. Esto parece un lugar de paso o peregrinación, no creo que sea un asentamiento permanente.
─ Encontraremos todo eso, es solo cuestión de tiempo ─ expuso el general Gladius, quien compartía la opinión de Cádlaw respecto a la vida nómada y en pequeños grupos de los nocturnos.
─ Hay dos modos de razonar ─ continuó Ódeon ─ Uno, formulando conclusiones a partir de las pruebas que se obtienen; el otro, tratando de hacer cuadrar las pruebas de modo que confirmen la conclusión a la que queremos llegar de antemano.
Wíglaf carraspeó y llamó la atención de los generales.
─ Otra cosa. Hay un par de fuegos de pequeño tamaño al norte, en los valles inferiores, a unas tres jornadas de marcha rápida.
Cádlaw mostró una sonrisa de satisfacción.
─ Ahí tienes las fraguas, Ódeon.
Varios días después, cuando el sol había cedido ya su dominio a su hermana blanca, Wíglaf, cuyo traje se mimetizaba a la perfección entre el follaje que lo rodeaba durante las horas nocturnas, se asomó por entre los arbustos para poder observar el asentamiento, perfectamente visible a la luz de la luna. El poblado estaba constituido por algo más de treinta chozas, y se encontraba rodeado por una humilde empalizada de menos de tres codos de altura.
Localizó a cuatro vigías, cada uno de ellos apostado en uno de los ángulos de la estructura cuadrangular que formaba la aldea. Observó al que tenía a menos de un cuarto de estadio, era alto y muy delgado, poseía largas extremidades, vestía una modesta coraza de cuero y portaba una única pica. No estaban habituados a ser atacados.
Retrocedió entre la espesura e informó a Ódeon, quien aguardaba al frente de sus cincuenta hombres. Algo más atrás, Cádlaw esperaba junto a quinientos soldados.
La hueste avanzó con sigilo, mientras ocho Cazadores Negros se preparaban para acabar con la vida de los centinelas.
Wíglaf y Benner se arrastraron hasta llegar al pie de la cerca de madera, y la saltaron sin gran dificultad. Se ocultaron tras una de las cabañas, y avanzaron hasta encontrarse detrás del guarda. Entonces Wíglaf extrajo su afilado puñal y caminó sin apenas hacer ruido hasta que se encontró casi pegado al desgarbado ser. Para cuando sintió con extrañeza que la piel de su víctima no estaba tan fría como hubiera podido esperar, ya había cortado su cuello, pasando la afilada hoja por debajo del grueso collar de cuero que lo protegía. La sangre brotó caliente, salpicando la mano armada del Cazador, mientras el cuerpo caía al suelo. Cuando Wíglaf se agachó a su lado, pudo comprobar que el color de la sangre no era tan oscuro como de costumbre, y observó con horror que los ojos no eran los de un Nocturno.
Quiso hacer algo por avisar a tiempo a sus compañeros, aunque los cuernos de guerra y los gritos de los asaltantes sonaban demasiado cerca. Corrió hacia el lado por donde los soldados de Cádlaw habían comenzado ya a entrar en las casas, gritando que pararan, pero a esas alturas no había quien detuviera la matanza. Solo pudo desear que los Cazadores Negros se dieran cuenta de que estaban acabando con la vida de seres humanos.
Poco tiempo después, los Cazadores Negros formaban una sólida línea, con sus armas desenfundadas, ante los soldados Silenos. Protegían a dos decenas de escuálidos seres, de las ansias de sangre de los hombres de Cádlaw.
─ ¿Qué es lo que pretendes, bastardo? ─ gritaba el General, mientras blandía su hoja ensangrentada hacia Ódeon ─ ¡Dámelos o tendré que ir a buscarlos!
─ ¡Escúchame, maldito estúpido! ─ replicó el imponente Cazador Negro, armado con un hacha de combate de doble filo y un escudo de forma rectangular cubierto por una lámina de hierro batido ─ ¡No son Nocturnos, son tan humanos como tú o como yo!
─ ¿Pretendes decirme que estos puercos pálidos y larguiruchos son personas? ¡Apártate, escoria, o mis soldados os pasarán por encima!
Ante la amenaza, los hombres de Ódeon avanzaron varios pasos, haciendo retroceder a los Silenos. El propio comandante se adelantó hasta quedar prácticamente encima de Cádlaw.
─ Los Cazadores Negros protegemos a los humanos, sea donde sea que estos se encuentren. ¡Míralos, capullo! ¿Acaso no ves sus ojos? ¿Has tocado su piel? ¡Están calientes! ¡Mira los collares de cuero que portan, y la argolla que cuelga de cada uno de ellos! ¡Son ganado, el ganado de los putos Nocturnos!
Durante los siguientes instantes, lo único que rompió el silencio de la noche fue el jadeo de las centenares de gargantas que se hacinaban en torno a los famélicos seres que habitaban el poblado. Entonces Ódeon volvió a hablar.
─Te propongo un trato, Cádlaw. Esperaremos hasta el amanecer. Si son Nocturnos, dejaré que la luz del día haga su trabajo.
El Sileno, consciente de que quizá no contaba con suficientes hombres para hacer frente a cincuenta de los mejores guerreros del reino, aceptó a regañadientes.
Las horas pasaron, y nadie abandonó su posición. La luz del amanecer iluminó el poblado atestado de cadáveres, y no hizo sino confirmar las palabras de Ódeon.
Cádlaw enfundó su espada, y mediante ese gesto hizo que la tensión casi desapareciera. Caminó hacia los Cazadores, quienes le dejaron pasar, para observar de cerca a los asustados habitantes de la aldea. Estaban sentados, apretados los unos contra los otros, totalmente rígidos por el miedo. Se agachó ante una mujer que llevaba un bebé en brazos, quien se estremeció cuando el Sileno se quitó el guante y acarició su cara.
─ ¿Cómo te llamas? ─ preguntó Cádlaw con poca esperanza de que entendiera sus palabras.
─ No puede responderte ─ dijo Wíglaf mientras enfundaba la espada ─ No tienen lengua. Solo los lactantes la tienen, al resto se la han cortado. Así no pueden comunicarse tan fácilmente.
─Están tan delgados, en la oscuridad parecían...─ murmuró el Sileno, que comenzaba a darse cuenta del atroz derramamiento de sangre humana que había provocado.
─ Mirad sus brazos ─ pidió Wíglaf a los soldados que comenzaban ya a acercarse a observarlos de cerca ─ Observad las cicatrices, finos cortes realizados cada cierto tiempo sobre el recorrido de las venas principales. Algunos presentan cortes muy recientes, cubiertos por un emplasto cicatrizante.
Cádlaw se irguió con el semblante desencajado.
─ ¿Los sangran? ─ preguntó, sin ánimo de obtener respuesta a la cierta cuestión ─ Esos podridos bastardos sajan a estas personas, como si fueran reses...
Durante la mañana, Ódeon y Wíglaf ascendieron, junto a diez Cazadores más, a una pequeña loma desde donde podrían examinar el recorrido del amplio valle. Cádlaw llegó a su lado tras un corto período de tiempo. Lo que encontraron fue realmente estremecedor. Varios asentamientos, de características parecidas, aunque de tamaño bastante mayor, se encontraban esparcidos en la parte más baja de la cuenca. En menos de diez estadios, esta se abría a una inmensa llanura. Allí se podían ver leguas y leguas de tierras de cultivo de cereal y extensos pastos ocupados por centenares de cabezas de ganado.
─ Mierda, jodidos...─ exclamó boquiabierto el general.
─ Cereal y pastos para alimentar a las vacas y a las ovejas ─expuso Wíglaf.
─ Y los chupasangres, que sepamos, nunca han atacado a nuestro ganado ─ aclaró el propio Cádlaw, que sintió cómo se erizaba el vello de sus brazos.
─ Los humanos cultivan esas tierras y crían a los animales para su propio sustento ─ Ódeon habló secamente, mientras ordenaba a sus hombres que comenzaran el descenso ─ Los Nocturnos crían a los humanos en granjas como la que hemos atacado durante la noche. Y si hay mucho ganado, hay muchos seres que se alimentan de ellos.
Cádlaw asió del hombro al recio Cazador, obligándolo a parar.
─ Entonces, lo que hemos encontrado en las montañas...
─ No lo sé, Cádlaw. Quizá algunos de Ellos vivan en las montañas, como hacen muchos miembros de nuestra raza, o quizá se trate de puestos avanzados desde donde atacar nuestras tierras. Incluso un centro religioso. Lo único que me queda claro tras ver esto, es que las posibilidades de nuestro enemigo se multiplican.
Fue entonces cuando vieron la enorme humareda que ascendía hacia el cielo en el sur, aproximadamente a tres jornadas de distancia.
─ ¡Mi ejército...! ─ exclamó Cádlaw con los ojos casi fuera de sus órbitas.
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