Capítulo 8

Se metió las manos en los bolsillos para aplacar el frío y asir el mango de su navaja. Era sabido que los tiempos que corrían no eran buenos, incluso con la cantidad de cerdos merodeando por las calles. Inútiles todos ellos, con sus placas relucientes y sus uniformes recién planchados. Preferían ver morir gente a despeinarse.

Continuó a paso rápido por la avenida, zigzagueando para evitar aquellos puntos a los que las luces de las farolas no llegaban. Se encontró con un borracho, un pobre imbécil con más alcohol que sangre en las venas, y con una puta que, por más que se esmeró por retenerlo, no hizo siquiera que aminorara la marcha. Era mejor no mezclarse con esa gentuza. 

Al pasar junto a un callejón, le pareció vislumbrar un resplandor que le hizo girar la cabeza. Se topó de lleno con unos ojos violáceos. Su mano, cuyos dedos yacían en torno a la navaja, no pudo sino crisparse y comenzar a temblar con violencia. Apartó la mirada y siguió por la avenida. Él estaba a salvo. Estaba en la luz. 

Pasado un momento, miró atrás y vio que ella estaba ahí y que lo seguía con sus horribles ojos bien abiertos. Sus pasos cobraron velocidad en respuesta a su deseo de acercarse a la siguiente farola lo más pronto posible. Cuando por fin lo llevaron al círculo de luz, se giró una vez más para verla. Ella se detuvo en seco.

—¿Se le ofrece algo? —le preguntó en un tono llano, cortés. En la seguridad ficticia de la luz, se sentía fuerte. Por fin logró asir la navaja con firmeza. 

—¿E le ofurece arugo? —repitió ella, y un escalofrío le trepó por la espalda como una araña. La mujer dio un paso adelante.

—Quédese ahí. —Resurgió el miedo. Algo andaba mal con ella, con eso: sus ojos, su rostro, su voz, o tal vez todo. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, oyó que olisqueaba el aire y vio que babeaba. O sangraba, pues su saliva era oscura y espesa como la brea—. No se acerque, se lo advierto…

Antes de que pudiera sacar la navaja, ella cerró el espacio que había entre ellos con movimientos cimbreantes, lo tomó de los hombros con gentileza y se inclinó para olerlo más de cerca. Su hedor, una insoportable mezcla de polvo, humedad y pescado podrido, le asaltó las fosas nasales con tal potencia que su glotis se contrajo y sintió una arcada. Entonces oyó el gruñido. Alzó la cabeza. Una criatura monstruosa le devolvió la mirada. 

—¿Ounde? —preguntó el monstruo, pero de él solo obtuvo un grito por respuesta. Le apretó los hombros—. ¿Dounde?

Consiguió zafarse con un alarido inhumano y rompió a correr. El hedor fue tras él. No se atrevía a mirar atrás, pues sabía que vería aquel cuerpo horrible de piel escamosa bamboleándose de una forma tan veloz como grotesca. Oía sus pasos, un interminable tacatacataca, y su aliento hediondo le golpeaba la nuca en violentas ráfagas.

De pronto, su rodilla se estrelló contra un banco que sobresalía y fue a parar al suelo cuan largo era. Se hizo un ovillo y dejó escapar un gemido de dolor y un sollozo, pero el miedo sirvió de anestésico y recordó la clase de demonio que lo perseguía. Se incorporó. O intentó incorporarse. Una pata se posó sobre su pierna herida y la criatura fue subiendo por su cuerpo, entre caminando y reptando. Pronto, su boca estuvo cubierta por un apéndice viscoso que no le dejó pedir ayuda. Lo envolvió y lo arrastró hacia el callejón, donde solo llegaba la luz de esos ojos violáceos. Hubo un gorgoteo, y nada más.

 

Sarket despertó de golpe, jadeando sin control y cubierto por una película de sudor frío. Una poderosa sensación de vértigo le provocó arcadas tan violentas que terminó en el suelo. Tomando una bocanada de aire, se encerró en sí mismo y se concentró solo en su respiración. Inhaló lentamente. Exhaló hasta vaciarse. Uno. Inhaló. Exhaló. Dos…

Llegó hasta diez antes de repetir el ejercicio. Para cuando empezó la tercera serie, su concentración flaqueó y el realismo macabro de la pesadilla lo forzó a mantener los ojos cerrados, pues temía ver a un engendro de ojos violáceos en la esquina oscura de su habitación. El sabor a bilis le inundó la boca. Se concentró en su respiración una vez más. Inhaló. Exhaló. Uno. Inhaló. Exhaló. Dos…

Se refugió en su interior, donde halló el lugar en el que su pesadilla había sido almacenada temporalmente. Haciendo uso de recuerdos agradables, rodeó las imágenes perturbadoras con gruesas paredes para evitar que pudiera revivirlas por accidente y contuvo el aliento hasta que estuvo seguro de haberlo logrado. Sabía que estaba ahí, en alguna parte, pero las imágenes habían adquirido la cualidad inconexa de los sueños. Se levantó y se dejó caer sobre la cama, tembloroso aún, aunque dispuesto a dormir. Con un vistazo al reloj se percató de que eran las tres de la mañana. Maldijo en voz alta y se hundió en el mullido colchón.

«Ah, el paraíso, maravilloso lecho de los dioses».

Tac.

Se arrebujó entre las sábanas, tan cómodo que deseó poder quedarse así por toda la eternidad. Quizá ese estado físico, el que hay justo antes del sueño, sea el más delicioso de todos. 

Tac. Tac.

Se dio la vuelta. Oh, dioses, que no acabara ese placentero reposo.

Tac. Tac. 

Apenas consciente de un golpeteo rítmico que no lo dejaba dormir en paz, despegó la cabeza de la almohada y miró hacia la ventana. Notó con un escalofrío sobrecogedor que había un mensaje en el vidrio. Estiró la mano hacia la mesita de noche, muy despacio, tanteando en busca de sus lentes.

«Sé que estás despierto», rezaba el cristal empañado. Tragó y retrocedió un poco en la cama. El mensaje se borró y otro comenzó a aparecer.

«Te asusté, ¿eh? No era mi intención. Ahora abre esta ventana o la vuelo en pedacitos. 

Selene».

Estuvo inmóvil un par de segundos antes de salir disparado de la cama para abrirle. Abajo, Selene lo saludó con la mano como si salir a una hora a la que toda persona respetable estaba en la cama fuera normal, tan casual que la primera reacción que tuvo fue molestarse. 

De día, la vida en la ciudad era bulliciosa, alegre y segura. La noche era para los borrachos y maleantes, para los que acechaban en las esquinas oscuras a la espera de una presa fácil. 

«Alguien pudo haberle hecho daño».

Ajena a su preocupación, Selene dobló las rodillas y, de un salto, logró asirse a un ladrillo que sobresalía de la pared. Se balanceó para tomar impulso y saltó hacia la rama baja de un árbol, cuyo tronco nudoso subió sin esfuerzo hasta alcanzar otra rama. Corrió hasta el extremo de esta y brincó al alféizar, donde permaneció acuclillada.

—¿Qué haces aquí? —inquirió él en un susurro hosco que ella pasó por alto. Sonrió con tal amplitud que aparecieron hoyuelos en sus mejillas. Metió la mano en su bolso de mensajero a la vez que entraba en la habitación y sacó una caja.

—Creo que se aplastó. Estaba caminando deprisa —dijo, destapándola. Contenía un trozo de pastel de chocolate. Se lo ofreció con una sonrisa—. Feliz cumpleaños.

Sarket la miró sin entender exactamente lo que ocurría, si era un sueño o realidad. Con el pasar del tiempo había descubierto que el comportamiento de Selene era, a falta de un calificativo mejor, errático. A veces estaba aletargada, mientras que en otras ocasiones hacía gala de una energía envidiable. En ocasiones, su sentido común decidía entregarse a largos paseos, y era entonces cuando Selene hacía lo inverosímil. Cuando se veían, ella le relataba algunas de sus aventuras por la ciudad; por supuesto, eran tan absurdas que Sarket las había tomado como bromas en un principio, pero un buen día, mirando a través de la ventana durante su clase de Cálculo III, descubrió que el campo estaba repleto de esculturas de hielo. Otro día, cuando estaba de visita en su casa, Sarket vio que tenía un cuadro nuevo: una copia de El vuelo de Aren. O, al menos, creyó que era una copia hasta que el periódico matinal publicó en primera plana que el famoso cuadro, patrimonio nacional, había sido robado. 

Fue directo a su casa.

—¡Selene! —exclamó, esgrimiendo el periódico y rojo de histeria—. ¡¿Te has vuelto lo-lo…?! 

Los dientes de Sarket decidieron entonces morder su lengua para evitar que saliera aquel insulto, pues era un crimen impensable atacar de manera tan directa a una mujer, aunque dicha mujer estuviera sonriendo como si el robo fuera la mayor hazaña que hubiera hecho en su vida.

—¿Por qué te comportas así? No me descubrieron.

—¡E-ese no es el punto! —prorrumpió con exagerados gestos—. ¡No puedes ir por ahí tomando lo que no es tuyo! 

Si Sarket hubiera visto a Ēnor en ese momento, se habría dado cuenta de que lo miraba como diciendo: «¡Gracias, llevo años intentando meterle eso en la cabeza!». Pero Selene seguía sonriendo. Sarket estaba tan indignado, tan nervioso, tan histérico, que no podía sino abrir y cerrar la boca como si le faltara el aire, incapaz de decidir qué debía decir primero.

—¡Robar es ilegal, Selene…! ¡Está mal! ¡Podrían enviarte a prisión…! ¡O peor, de vuelta a Accadia!

—Lo siento —respondió en un tono diplomático, aunque para nada arrepentido—. No estaba pensando con claridad.

—¡Creo que eso se nota!

—Lo siento —repitió, y aquella vez lo miró a los ojos de una forma extraña. Y, por alguna razón, Sarket se desinfló y soltó el periódico.

—Por favor, solo devuélvelo…

El cuadro volvió a su lugar de descanso y, desde aquel entonces, Sarket estuvo muy atento al comportamiento de Selene. Por suerte, sus constantes bromas y aventuras se mantuvieron dentro de lo razonable, aunque Sarket ya había llegado a la conclusión de que le sobraba tiempo libre y le faltaba un tornillo. 

Su voz lo sacó del ensimismamiento.

—¿Qué pasa? —preguntó con la cabeza ladeada. El gesto le hizo sentir culpable—. Leí que era costumbre en tu país celebrar el natalicio con pastel.

—Sí, gracias. No era necesario. —Tomó la caja y, como siempre, el corazón se le disparó con el mero roce de sus dedos. Miró aquel trozo de pastel aplastado como si fuera el mayor tesoro del mundo; tenía que aclarar algo primero. Dejó la caja en su escritorio—. De verdad aprecio esto, Selene, pero… —Se aclaró la garganta al ver que la mirada de ella cambiaba a una de fastidio—. No debiste salir tan tarde. Las calles son peligrosas. No, en serio…

—Lo sé, lo sé.

—No me vengas con eso. Sabes que tengo razón. 

—Quería verte.

—¿A las tres de la mañana? —inquirió en un intento de no dejarse vencer, y entonces pensó: «¿No podía dormir porque estaba pensando en mí?». Se inclinó sobre ella, y su aroma lo golpeó con contundencia: una fragancia dulce, como avainillada, con un sutil matiz picante. Se apartó para contenerse, pero entonces una voz en su cabeza le gritó: «¡Por los benditos, Sarket Brandt! ¿Qué más necesitas? ¿Una pista de aterrizaje con luces fluorescentes y flechas apuntando a su boca? ¡Bésala!».

La rodeó con los brazos con torpeza y la besó con toda la suavidad de la que fue capaz en su inexperiencia. Los labios de ella, ligeramente entreabiertos y húmedos, se sentían cálidos. Su cuerpo era suave, tibio al tacto, más pequeño que el suyo. Sarket halló con la mano la suave depresión de la cintura en un gesto instintivo y apretó con delicadeza cuando ella no lo rechazó. Se acercó más con el deseo de tocarla, pero tan pronto como su mano se posó sobre la cadera, ella se tensó, por lo que se apresuró a disculparse y se apartó, rojo de vergüenza.

—No te preocupes. No estoy molesta —dijo con una sonrisa. 

—Me alegro… —Entonces Sarket se dirigió a su escritorio y se sentó con un lápiz y un papel—. Su opinión es importante para nosotros. En escala del uno al diez, en la que uno sería repulsivo y diez sería sobresaliente, ¿cómo calificaría el beso que acaba de recibir?

Selene se echó a reír y se acercó para besarlo, primero en los labios, luego en la sien.

—Ha estado bastante bien —dijo con los ojos entrecerrados. Sarket podría mirarlos por horas.

—Por favor, conteste del uno al diez.

Selene lanzó una risita y estuvo a punto de contestar, mas justo en ese momento miró hacia arriba y paseó la mirada por los numerosos modelos a escala que pendían del techo.

—Oh, dioses… No bromeabas cuando dijiste que la aeronáutica te llamaba la atención. ¿Los hiciste tú todos?

Sarket se puso colorado hasta las orejas. Unos cuantos se habían burlado de su afición, pues era un poco raro encontrar aeroplanos en la habitación de un chico de su edad. Eso era de niños. De niños y de nerds. No es que le importaran mucho los comentarios de los demás, pero la opinión de ella sí.

—Los hago en mi tiempo libre —balbuceó.

—Reconozco el Frainn —dijo, para sorpresa de Sarket—. Y ese es un Langse.

Se fijó en un modelo que estaba en la esquina. Lo descolgó del techo y lo examinó, tocándolo delicadamente con la punta de los dedos y girándolo de un lado a otro para apreciarlo desde diferentes ángulos.

—Aunque el Langse es tu favorito, este es el primer modelo del que te sentiste orgulloso. 

—¿Cómo lo sabes?

—Por la forma en que está hecho. —Alzó la maqueta para verla mejor—. Los otros están hechos con habilidad. En cambio, este de aquí tiene algunos toques de torpeza, pero me parece demasiado bueno para que haya sido tu primero. Por eso sé que este no fue el primero que hiciste, sino el primero con el que quedaste satisfecho.

Volvió a colgar el aeroplano y descolgó otro, examinándolo con la misma minuciosidad que el anterior. Portaba una sonrisa críptica, complacida. Su interés terminó por deshacer la atmósfera de incomodidad y le soltó la lengua.

—Me parece que los biplanos de ala estrecha son muy elegantes —dijo mientras iba a encender la luz—. Son muy compactos y ostentan gran maniobrabilidad, aunque la sustentación no es muy buena. Y el rendimiento de los motores rotativos deja mucho que desear.

La llevó a su mesa de dibujo. Junto a ella reposaba un estuche lleno de sus propios diseños. Lo abrió y se puso a rebuscar.

—Se han hecho muchas mejoras en los últimos años. Los turborreactores son eficientes cuando alcanzan altas velocidades, pero por debajo del Mach 2 chupan combustible como sangre un vampiro, y el ruido es espantoso. Me propuse mejorarlo y, después de mucha investigación, se me ocurrió hacer esto. 

Sacó un anteproyecto y lo extendió sobre la mesa de dibujo. Procedió a explicar que su diseño también era un motor de turbina de gas, con la diferencia de que tenía un sistema de doble flujo que dividía el aire en dos corrientes: la primera era comprimida, calentada y expelida, y la segunda forzaba el aire a salir con mayor velocidad a través de una tobera estrecha.

Selene asentía de cuando en cuando, animándolo a continuar.

—Entiendo —dijo con las manos entrelazadas—. ¿Y se llama «el Sarket»?

—¿Qué? ¡Claro que no! —prorrumpió él—. No sé cómo llamarlo. Tenía pensado «MTGDF»: Motor de Turbina de Gas de Doble Flujo. 

Ella le lanzó una mirada de hastío.

—Por todos los dioses, Sarket. ¿Te pasas años estudiando, investigando y dibujando, y le vas a dar ese nombre? Un nombre no puede ser una descripción.

Él se sonrojó.

—Sí que puede, eso es lo de menos. ¿Qué opinas?

—No soy experta, pero lo que dices tiene sentido. ¿Qué piensas hacer? ¿Lo mostrarás cuando entres en la Universidad de Mansfer? Me dijiste que su programa de ingeniería aeronáutica es excelente.

—Eso tengo pensado. Podría usarlo para mi tesis de grado, que realmente no está tan lejos. Ya he cubierto un año de clases avanzadas en la academia y los de la universidad aprobaron la convalidación de los créditos. Tres años más de estudios… 

»¿Te imaginas que las pruebas funcionen y mi diseño realmente sea una mejora sustancial? Digo, ahora se ve todo muy bonito, pero ¿y si realmente funciona? ¡Sería fantástico! Con un motor más eficiente se podrían hacer aeroplanos más grandes, que volaran más alto y más rápido. ¡Podríamos cruzar el mundo en un día! —Se detuvo y tomó aire para controlar su entusiasmo. No era bueno dejarse llevar por esas cosas—. Claro, si funciona.

Ella sonrió.

—Creo que funcionará. Eres listo, creativo y le has puesto bastante empeño.

Debía de tener las orejas rojas. Eso era lo más bonito que jamás le había dicho. A veces, cuando practicaba bajo su supervisión, lo miraba como si no supiera por qué estaba perdiendo el tiempo con él.

—Se me olvidaba. —Rebuscó en su bolso—. También he venido a darte esto.

Con una floritura, extrajo una cajita negra. Reconoció su propósito de inmediato. Estaba hecha de un material aislante que impedía el escape de prana. Al abrirla, constató que dentro yacía una gema translúcida, cargada y lista para ser usada. Su entusiasmo debió de ser evidente, pues Selene añadió:

—Úsalo con cabeza. Ese es solo para asegurarnos de que no vuelvas a sufrir una recaída, no para ponerte a jugar.

Él le sonrió, agradecido. Ella le había explicado que su condición se debía a una insuficiencia poco común: su alma no podía producir suficiente prana, por lo que recaería si dejaba de recibir energía. Y Sarket temía a una recaída más que nada. Después de haber pasado la vida privado de placeres que muchos dan por sentados y haber gozado al fin de muchos de ellos, volver a su estado anterior sería más de lo que podría soportar.

—Gracias, Selene. —Depositó un beso en la comisura de sus labios y sintió que se curvaban hacia arriba.

—Debo irme —dijo con suavidad.

—¿Ahora? —Miró el reloj. Las manecillas apenas se habían movido y le preocupaba que en la vuelta Selene no tuviera la misma suerte que había tenido en la ida—. Por favor, quédate. Dormiré en el suelo para que te sientas más cómoda, pero quédate hasta que amanezca. Así al menos estarás segura.

—No, estaré bien —dijo de inmediato—. Ēnor está conmigo. 

—¿Ēnor?

—En el techo. —Señaló hacia arriba. Sarket agradeció su presencia por primera vez desde que la conocía—. Y si Alden te encontrara con dos mujeres… —Entornó los ojos—. Oh, dioses, qué iría a pensar el pobre señor.

El tono despectivo no le pasó desapercibido. Frederick y Hannes adoraban a Selene, y, por extensión, Ava también. Sin embargo, a Arthas le había bastado una mirada para odiarla. Selene debió de haber percibido aquello, pues no hizo nada por cambiar su percepción. Sarket pensaba que sus constantes roces se debían a que la mansión era demasiado pequeña para albergar el ego de ambos. 

—Insisto —dijo Sarket con firmeza—. Bastante se arriesgaron ya saliendo a estas horas. No deberían volver hasta el amanecer. Prometo que no haré nada —se apresuró a añadir, alzando las manos como un jugador acusado de una falta—. Dormiré en el suelo, ustedes pueden tomar la cama. 

Selene lo consideró por un instante antes de asomarse por la ventana y llamar a Ēnor con un leve susurro, tras el cual su sirvienta se asomó y entró a la habitación. Sarket apagó la luz y las dos se metieron bajo los cobertores sin mediar palabra. Él se acostó en el suelo, al pie de la cama. La alfombra era mullida y tenía una almohada, pero por más que lo intentó, no pudo conciliar el sueño. El corazón le golpeaba las costillas y le bombeaba en los oídos. 

En algún punto de la noche, oyó un frufrú que le hizo levantar la vista. Selene se había acercado y ahora lo miraba desde arriba con los ojos entrecerrados, como un felino perezoso. 

—¿No puedes dormir? —inquirió en un susurro. Sarket negó con la cabeza. Entonces ella le tocó la frente con los dedos en una caricia suave y él cerró los ojos para disfrutarla. Cuando los abrió, ya era de día y una sirvienta golpeaba histérica la puerta porque Sarket no había contestado.

—¡Estoy bien, estoy bien! —exclamó, y la criada dejó de golpear. Sarket se preguntó si de verdad la había convencido; siempre había bastado un toque sobre la madera, firme pero suave, para avisarle que ya era hora de levantarse. Por si acaso, añadió—: ¡No llamen a ningún médico!

Cuando los pasos se alejaron, estiró el cuerpo hasta que todas sus vértebras emitieron un placentero crujido y miró a su alrededor. Sobre el escritorio reposaba la caja con el trozo de pastel de chocolate, la prueba de que Selene había estado ahí anoche, con él.

«Me hechizó para que durmiera —se dijo, mirando hacia la ventana. Se sentía descansado a pesar de los acontecimientos de la noche anterior—. ¿Habrá llegado a salvo?».

Entonces miró el reloj y se levantó tan rápido que se mareó. ¡Era tarde! Se apresuró a arreglarse. Mientras se ajustaba la corbata comenzó a comerse el pastel, que luego regó con un vaso de leche. Salió disparado de casa a sabiendas de que ya era demasiado tarde para no recibir un regaño mañanero. Esos usualmente estaban reservados para Will. 

Supo que estaba perdido cuando se encontró con su mejor amigo en el portón, pues indicaba que las campanadas ya habían sonado.

—¡Hombre, feliz cumpleaños! —le dijo con una efusiva palmada en la espalda—. Por cierto, estás jodido.

—¡Mira quién habla!

Will se rio y aminoró el paso para acoplarse al de Sarket. Al atravesar el vestíbulo, el bedel, un hombre calvo y viejo que olía a talco, los detuvo y garabateó en dos trozos de papel grueso sus nombres, sus números de estudiante y la hora. Ocho y veintiuno. Sarket se puso a sudar frío al verlo. Will, por el contrario, sonrió al bedel y salió al jardín principal con la mano metida en el bolsillo de su blazer. No tardaron mucho en llegar al aula donde se impartía Literatura Épica. 

—Ah, nuestro jugador estrella nos honra con su presencia —dijo el profesor al verlos entrar—. Asumo que ha tenido que quedarse más tiempo del estipulado en las prácticas, ¿no, señor Clarke? Debió de pasarse toda la noche estudiando para compensar los veinticinco minutos de clase que acaba de perder. 

—Leí el pasaje, señor Waetcher —respondió Will con una sonrisa afable. El profesor asintió escuetamente y abrió su copia de El rey Hatzámacob. Pausando solo un instante para tomar aliento, recitó: 

«La noche trae mil lamentaciones
y caen sobre mí impulsos inefables.
Negros perros hincan sus dientes
donde otrora hubiera canciones de gloria». 

El profesor alzó la cabeza y miró a Will a través de los cristales gruesos de sus lentes. 

—Imagino que sabrá interpretar esa estrofa. 

Will contestó sin vacilar. 

—Hatzámacob tenía hambre. 

Se oyó un coro de sonoras carcajadas. Lejos de inmutarse, el profesor decidió limpiar sus lentes con un pañuelo blanco antes de provocar un silencio abrupto con una mirada. Los gestos de un hombre estricto suelen ser más poderosos que sus palabras.

—¿Hambre, señor Clarke? Elabore.

—Verá, estaba perdido en la selva, el pobre hombre. De día hace mucho ruido, pero de noche los sonidos deben de ser diferentes, ¿no? De noche todo susurra, como si la selva se estuviera lamentando. Los impulsos inefables hacen alusión al hambre y a la sed que siente. Para la noche, está tan desesperado que el dolor borra las canciones de gloria a las que está acostumbrado, una forma metafórica de referirse a sí mismo, por así decirlo.

—Una interpretación interesante —dijo, poniéndose los lentes—. Lástima que sea un disparate. A su asiento, Clarke. Señor Brandt, qué inusual. Tendrá alguna excusa. ¿Un problema de salud? ¿No? Al menos sabrá interpretar esa estrofa. Después de todo, es usted un estudiante de honor.

Sarket asintió, seguro de su respuesta.

—Estaba pensando en el suicidio. La noche hace referencia a un momento oscuro en su vida personal. Quizá remembraba los muchos hombres que mató, y de ahí las lamentaciones a pesar de las canciones de gloria. En cuanto a los perros negros, Kukorián, dios de las tentaciones, los engaños y las malas decisiones, usualmente era representado con dos perros negros a sus pies. El suicidio era inadmisible en su cultura, por lo que se decía que los guerreros que se suicidaban habían sido llevados por Kukorián. Hatzámacob estaba pensando en suicidarse hasta el punto de olvidar las proezas de su vida. 

—Muy bien, señor Brandt. Veo que hay alguien aquí que lee. —Agarró un bolígrafo y escribió algo en la lista de asistencia—. Una pena que por esto tenga que restarle cinco puntos a su nota final.

Sarket miró al profesor con incredulidad.

—¿Por un retraso?

—Sí, Brandt, por un retraso. Seguramente recordará haber firmado el acuerdo al inicio del curso. 

—Ahí decía que se restarían cinco puntos por mala conducta. Con el debido respeto, no me parece que un retraso amerite esa sanción.

—Su retraso interrumpió mi clase, Brandt, lo cual califica como mala conducta. A su sitio, ahora.

El profesor le dirigió una mirada fija y Sarket se la mantuvo. Esos cinco puntos le importaban un bledo. Él ya tenía una plaza en la universidad de su preferencia, pero seguía siendo una injusticia, un abuso de poder.

Apartó la mirada, murmurando una disculpa. Se desplomó en su asiento en la segunda fila y procedió a sacar sus útiles de forma metódica, con los hombros hundidos y la cabeza gacha en fingida señal de arrepentimiento. Los jóvenes a su alrededor tomaron aquello como la respuesta típica del cerebrito de la clase, que se pone a llorar por cinco puntos menos. 

Con esa misma actitud comenzó a copiar lo que había en la pizarra, intentando desviar la atención hacia cualquier cosa menos a él. «Todavía no, todavía no —se decía una y otra vez—, que todavía me está mirando». El profesor Waetcher parecía particularmente atento aquella mañana, como si no estuviera conforme con restar cinco puntos de la calificación de un estudiante de honor, pero Sarket sabía que, tarde o temprano, se daría la vuelta para garabatear en la pizarra las instrucciones de una tarea de proporciones casi imposibles. Era demasiado cabrón para perderse ese gusto.

Y así lo hizo. Faltando apenas unos pocos minutos para el fin de la clase, el profesor tomó una tiza nueva y comenzó a escribir las pautas para un ensayo de dos mil palabras sobre el quinto cántico de El rey Hatzámacob, con una fecha de entrega absurda.

Sarket copiaba eso con una parte de su cerebro mientras la otra se preparaba para actuar. Con calma, extrajo la cajita negra de su bolsillo y se metió el amplificador a la boca. No se sentía ansioso, pues nadie podría incriminarlo. Era el profesor el que tenía la mala costumbre de dejar las ventanas abiertas, y todo el mundo sabía lo fuerte que soplaba el viento a veces sin advertencia alguna. 

De improviso, una ráfaga atravesó la ventana con un ímpetu inusual, estrellándose contra el profesor y haciéndole tambalearse. Él se reajustó los lentes y caminó hacia la ventana, pero por más que lo intentaba no podía acercarse más de un metro. El viento lo forzaba a retroceder una y otra vez. 

Frustrado, se volvió hacia los alumnos.

—¡No se queden ahí sentados! ¡Cierren todas las ventanas!

Algunos se levantaron e intentaron cumplir el mandato, mas el viento no los dejaba acercarse tampoco. Discretamente, Sarket escupió el amplificador en un pañuelo, sin dejar de mirar a los pocos que inútilmente intentaban cerrar las ventanas y, sobre todo, al profesor, casi de puntillas contra el viento. Tenía bastante cabello para un hombre de su edad. Sonrió. ¿Quién podría acusarlo a él?

—¡Ah!

¿Por qué habrían de acusarlo a él, un estudiante de honor, si fue una ráfaga de viento la que se llevó la peluca del profesor? 

Will lanzó la primera risotada cuando vio que la peluca se despegaba de la cabeza del profesor. El hombre se estiró, asumió poses cada vez más indecorosas y luego salió hacia el pasillo en persecución de su cabello, donde resonaba el timbre que indicaba el fin del primer período. Aquel evento sería bautizado como «el amor del señor Waetcher», porque el profesor se veía como un hombre desesperado que una dama rechaza con desdén. Sarket no se sentiría tan satisfecho en el futuro, pero al menos ahora sí gozaba plenamente de la primera broma hecha por él.

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