Capítulo 7

Selene se pasó una mano por el cabello, teñido de negro para no llamar la atención y húmedo por el sudor, y se apresuró a refugiarse bajo las sombras de los arces. Recorría las calles principales del distrito de Senthien, una palabra que significaba «extraño». El lugar debía su nombre a la gran cantidad de extranjeros acaudalados que lo habitaban. Eran, en su mayoría, comerciantes de otros países que habían ido a probar suerte y habían llegado a la cima, pero también había embajadores, cónsules y demás personas de presencia internacional. Si bien la zona carecía de la majestuosidad de Dansk, se veía más pintoresca: las casas eran todas diferentes, con toques traídos de naciones muy lejanas. Algunos de los que vivían ahí vestían ropas que destacaban, prendas coloridas de corte curioso que jamás había visto.

Realmente se había divertido más en Dansk, donde había presenciado una reunión de los congresistas, atestiguado un trato sucio en la Suprema Corte de Justicia y robado una estatuilla del Panteón. A Ēnor le encantaría el regalo, siempre y cuando no se enterara de cómo se había hecho con él. También había considerado tomar un modelo a escala del Museo de Aeronáutica para Sarket, pero él sabría su procedencia de inmediato. Tuvo que abstenerse. Ya le conseguiría otra cosa.

Se detuvo en un café para pedir una maravilla que había descubierto hacía unos días: el café helado mezclado con chocolate y con crema batida por encima. Era lo mejor que podía existir después de los sándwiches. 

—Hace un calor terrible afuera —comentó a la empleada—. Aún no me he acostumbrado. 

—Imagino… que habrá de ser difícil acostumbrarse —balbuceó la mujer.

—Espero que no lo sea tanto —replicó, y entonces esbozó una sonrisa tan cautivadora que la dependienta emitió una exclamación ahogada—. Me encantaría sentarme afuera para disfrutar del paisaje. ¿Sería mucha molestia que dejara la puerta abierta? Es cierto que el aire acondicionado podría trabajar de más si lo hiciera y podría meterse en problemas, pero hace tanto calor a pesar de ser un día tan bonito…

Las personas capaces de resistírsele eran muy escasas. Aquella mujer no era una de ellas y, como era natural, accedió a lo que pedía. De todos modos, dejó sobre el mesón una propina sustanciosa por las posibles molestias. Si el dueño aparecía y le armaba un lío, usaría sugestión en él también.

Se llevó el café helado al patio y se sentó en la mesa más cercana a la puerta, donde la corriente de aire frío y la sombrilla aplacaban la humedad. Se estiró como un gato y se relajó en su asiento. Sus ojos merodearon sin posarse en nada en concreto: se pasearon por el patrón que formaban los ladrillos de una fachada y en los bajorrelieves de una fuente junto a la cual tocaba un violinista, hasta detenerse en la figura de un niño. Sus ropas eran humildes y sus zapatos tenían agujeros. También estaba un poco sucio y muy despeinado. Se aproximaba a los transeúntes sin que estos se dieran cuenta, con el sigilo propio de los callejeros. 

Un oficial de policía se acercó despacio para no levantar sospechas. Percibiendo el peligro por instinto, el niño alzó la cabeza y miró en derredor. Puso pies en polvorosa con una agilidad sorprendente, pero era pequeño y sus pasos eran demasiado cortos en comparación con los del hombre. Vio que se escabullía por un callejón con la ley pisándole los talones y supo que no lograría escapar.

Selene dejó su café helado en la mesa y se encaminó al callejón con la mandíbula apretada. No le resultó difícil encontrarlos, puesto que el niño no había logrado llegar muy lejos: apenas había conseguido doblar en un recodo antes de ser alcanzado por el policía. Sollozaba contra una pared y mantenía sus manos contra el pecho. Estaban rotas. 

—Apártate de él —le ordenó en un siseo.

El hombre la miró por largo rato, idiotizado. La parte racional de su cerebro reconoció en ella el porte altivo del que ha nacido sabiéndose dueño del mundo. La irracional percibió otra cosa que nunca podría entender, un peligro que no debía tentar.

—¿Qué, no me escuchas? Apártate de él.

—Estaba robando —replicó con voz débil—, y tú estás obstruyendo la ley.

Las rodillas de Selene se doblaron y su expresión crispada se convirtió en una mueca; poco le faltaba para abalanzarse sobre él.

—Cada día se me hace más difícil perdonar la existencia de una especie en decadencia que tortura a sus propias crías. Esta es la tercera y última vez que te lo advierto: apártate del niño.

El oficial abrió la boca, pero de ella solo salió un chillido al advertir que los adoquines temblaban y crujían bajo sus pies. Sus ojos se encontraron con los de Selene por un breve momento y vieron una pesadilla reflejada en ellos, una pesadilla en la que ella satisfacía el deseo de romperle los tobillos para que no pudiera escapar, y luego las rodillas, los muslos y las caderas. Hecho esto, cortaría los dedos de cada mano, uno a uno; quebraría las muñecas, los codos y los antebrazos. Y las costillas, con delicadeza para que no atravesasen el corazón o los pulmones. No tocaría su espalda, porque podría insensibilizarlo al dolor, pero le destrozaría la cara sin dejar rastro de ella. Ah, menos los ojos y los oídos. ¡Sería una lástima imposibilitarle apreciar las expresiones de asco y los gritos de horror cuando la gente lo viera!

—¡AHHHHHHHHHH!

Selene oyó el grito y sintió que las sienes le palpitaban con ira redoblada, mas lo dejó huir como el cobarde que era aunque sus piernas estaban ansiosas por perseguirlo. Tomó una bocanada de aire para serenarse y se acercó a la figura sollozante con una sonrisa afable, si bien tensa.

—Shhh, shhhh. Estás bien, ya pasó —susurró con voz dulce—. Déjame ver tus manos, ¿sí? No tengas miedo, haré que el dolor se vaya.

Tomó las destrozadas manos del niño entre las suyas, finas y delicadas. Sus dedos se hundieron en la piel y se movieron; él no sintió dolor, solo presión, un extraño hormigueo y un calor reconfortante. Alzó la cabeza y miró, con ojos llorosos y maravillados, que la piel sobre la que pasaban sus dedos emergía sanada y sin rastro alguno de cicatrices. 

Tras un ligero apretón, dejó las diminutas manos sobre su regazo. El niño se las miró alelado, como si no pudiera creerlo a pesar de que sus dedos estaban derechos y ya no había dolor. Selene, en cambio, sufría. El corazón se le estrellaba contra el pecho y la cabeza le palpitaba con tal fuerza que apenas podía ver. Su cuerpo padecía dolorosas arcadas, aunque no llegó a vomitar. Apenas pudo mantener el equilibrio apoyándose en una pared.

El impulso cedió pasados unos minutos, dejándola cansada y vacía. «Ēnor me va a soltar una cantinela», se dijo. Usar magia tan exigente era perjudicial para su cuerpo, pero qué se le iba a hacer. Dio un suspiro para recomponerse y se peinó con las manos para aparentar normalidad antes de girarse. El niño la miraba con la cara pálida y los labios temblorosos.

—Estoy bien. —Intentó sonar firme, pero se le fue la voz en la última palabra. Se aclaró la garganta y se arrodilló frente a él. Lo miró con fijeza hasta que estuvo segura de que su mente estaba vacía de cualquier otra cosa que no fuera ella—. No le hables a nadie sobre mí, por favor. Es un secreto entre nosotros —dijo, guiñando un ojo y llevándose el dedo índice a los labios, que sonreían con picardía—. ¿Cómo te llamas?

—Jaxem.

—Jaxem —repitió en un tono dulce—, has tenido un mal día. ¿Tienes hambre?

El niño revolvió el suelo con un pie y se puso las manos atrás. No necesitó demasiada insistencia.

—Mucha, señora. 

—¿Señora? No, no, nada de eso: Selene. Ven, te llevaré a comer.

Selene lo llevó a una panadería cercana, donde se aseguró de que comiera bien; la calle no había sido mezquina con él, pero necesitaba algo más de carne en el cuerpo. Cuando estuvo lleno, comenzó a hablar. Jaxem no era de Senthien, obviamente, sino de Harac, un distrito muy pobre. Mendigar ahí no daba suficiente y la competencia era fiera. Había oído que en Senthien había gente con dinero y pocos policías, así que había decidido probar suerte. Selene escuchaba con una sonrisa tensa.

Subieron a un girobús. Jaxem no recordaba la última vez que se había subido a uno y miraba a través de la ventana, maravillado. Llegaron a Harac en menos de veinte minutos, algo que lo sorprendió porque había tenido que caminar durante más de una hora.

—Jaxem —lo llamó con suavidad, y el chico alzó la cabeza para verla con sus ojos grandes y oscuros; se aferraba a la bolsa de pastelitos que llevaba como si fuera un tesoro—. ¿Tienes padres?

El niño negó con la cabeza. Selene se inclinó para estar a su nivel y le puso las manos sobre los hombros. 

—Sé de un sitio en Mindarden llamado «el Refugio» donde vive un hombre que se hace llamar Drennie. Él te dará comida y un lugar en el que dormir, o conseguirá la forma de hacerlo si no puede. Debes ir tan pronto como te sea posible, ¿entendido?

—Sí, Selene. 

—Buen niño.

Le dio unas palmaditas en la cabeza y lo besó en la frente como despedida. Entonces lo miró a los ojos.

—Jaxem —dijo con voz melosa. Aunque el niño le sostuvo la mirada, sus párpados cayeron como si tuviera sueño—. Ahora debes irte sin mirar atrás. Debes olvidar todo sobre mí: mi voz, mi rostro, mis ojos. Todo. —Jaxem cerró los párpados. Se resistía porque no quería olvidarla, pero todo lo que tuvo que hacer Selene fue zarandearlo con suavidad para que los abriera de nuevo—. Olvídame, Jaxem.

Jaxem pestañeó y miró en derredor con expresión confusa. Selene estaba ahí, y él no la veía ya. Se dio la vuelta y siguió calle abajo, rascándose la cabeza con una mano mientras intentaba recordar cómo había conseguido esa bolsa de pastelitos. 

«Será mejor que vuelva a casa antes de que Ē…». — Sintió que una presencia se acercaba por detrás de ella con un sigilo característico—. «Ay…».

—Lo que hizo hoy fue imprudente, Tsai’kireh.

Cuando giró la cabeza, se encontró de lleno con Ēnor. Si bien su expresión era impávida, la miraba con los brazos cruzados, cosa que solo hacía cuando estaba muy molesta. 

—Ēnor —dijo Selene con una sonrisa, quizás esperando que su sugestión funcionara en ella—, era un pobre niño, no podía dejarlo solo…

—Sabe que no me refiero a eso. No puedo recriminarla por seguir su naturaleza. Después de todo, eso fue lo que me salvó. —Su semblante se suavizó y pasó a ser uno de preocupación—. No se tomó la medicina.

—No fue mi intención preocuparte —respondió con una leve inclinación de la cabeza; haría falta mucho más que contrición fingida para apaciguar a Ēnor—. Te conseguí un regalo…

—Entiendo que sus efectos sean desagradables, pero no puede dejar de tomarla. Por favor —añadió. 

Selene no contestó de inmediato. Se pusieron a caminar por la calle desierta. Transcurrida una distancia, vieron a un grupo de mujeres que tejían frente a una casa, riendo y bromeando a toda voz mientras un corro de niños, incluso más ruidosos que ellas, correteaban lanzando carcajadas. El ruido le resultaba dulce, si bien estridente. Era el sonido de la alegría, vibrante y maravilloso.

Sus sentidos captaban estímulos imperceptibles para la mayoría: cosas como la caricia sedosa de la luna sobre la piel, el canto de la tierra fértil bajo sus pies y la vibración de las hojas que renacen en el abrazo de la primavera. Aquello era normal para ella, teñía su mundo de infinidad de colores melodiosos. 

Sin embargo, cuando ingería la droga que hacía más tolerable el dolor de su enfermedad, el hilo que unía su cuerpo con sus sentidos se esfumaba, dejando atrás un mundo diáfano para internarse en otro de imágenes grises y sonidos amortiguados.

Odiaba esa supuesta medicina. 

—Por favor —repitió Ēnor a la vez que rebuscaba en su bolso de mensajero sin dejar de mirarla. Sacó un frasco de vidrio oscuro y Selene sintió de inmediato el sabor amargo y el toque gélido de aquel brebaje diluido en agua. Lanzó un suspiro de resignación, agarró la botella y la destapó. Pero cuando sus labios tocaron el pico, se detuvo. Apartó el recipiente muy despacio y miró a Ēnor con fijeza.

—La dosis es mayor —le dijo Selene con voz monocorde—. ¿Por qué? —Ēnor apartó la mirada con el rostro rojo de vergüenza. Rebuscó en su bolso de nuevo y sacó un sobre grueso que le ofreció con una reverencia. Supo de inmediato quién era el remitente.

—Una dosis alta entumece sus emociones también… Pensé que no se molestaría tanto al ver el mensaje si aumentaba la dosis, para reducir el riesgo de… 

—Entiendo —replicó Selene en un tono cortante. Respiró hondo para suavizar sus palabras—. Sé que tenías buenas intenciones, pero cuando se trata de esa mujer, prefiero estar lúcida. 

Desgarró el sobre y sacó una hoja de papel pesado. A falta de aguja, tuvo que morderse el dedo, y con la sangre escribió el carácter «halcón» sobre la superficie lisa. El papel absorbió el líquido rojo con avidez y su blancura se llenó de innumerables capilares, que dibujaron una figura en movimiento. Selene reconoció el rostro ovalado, sin arrugas de ningún tipo, cuyo punto de enfoque eran unos ojos agudos. 

«Saludos. Espero que tus peripecias hayan cesado desde tu asentamiento en Steinburg. Lo cierto es que me han llegado noticias extrañas y me preocupo por tu seguridad. En vista de la situación, te ofrezco enviar una partida de chievalieri con el fin de proteg…». 

La transmisión estalló en llamas. Selene sintió, no sin cierto placer por haber incinerado en su fantasía a aquella mujer, cómo las cenizas calientes caían en su mano. 

—Tsai'kireh, le tiemblan las manos —susurró Ēnor, acercándose con el frasco. Selene observó el temblor de sus dedos. Toda su satisfacción reemplazada por un sentimiento de impotencia—. Debe beberla, o será aún más doloroso. 

Pero Selene se metió las manos en los bolsillos para ocultar su temblor y se puso a andar a paso rápido. Ēnor la siguió; no tenía más remedio. 

—Dice que se preocupa por mí —dijo Selene con sorna—. Esa víbora ponzoñosa dice que se preocupa por mí. ¿Puedes creerlo?

—La medicina, Tsai'kireh —repitió Ēnor por enésima vez, girando la cabeza de lado a lado al percatarse de que las ventanas de las casas traqueteaban y las tablas crujían. Faltaba una gota para que Selene estallara hecha una furia, y sabían los dioses la clase de daño que podía causar cuando estaba molesta.

—La beberé, la beberé. Solo déjame pensar en algo para responderle de manera adecuada, no quiero ser descortés…

Ēnor la tomó del brazo, forzándola a detenerse. Aquella transgresión, dadas las circunstancias, no le importó. 

—Déjese de juegos. —Selene pestañeó. Ēnor no le dio la oportunidad de responder—. No necesitamos su ayuda, pero le recuerdo que nuestra situación es precaria. Hubo un infectado hace unas semanas. 

—Un infectado no: un merodeador. Y, a raíz de que no han aparecido más —Selene posó una mano temblorosa sobre la de Ēnor, solo a modo de reafirmación—, podemos asumir que las barreras funcionan y no han dado aún con nosotras.

—Tarde o temprano lo harán. —Ēnor apretó su mano—. Todo lo que le pido para garantizar su seguridad es que se tome la medicina todos los días y evite salir de casa tanto como le sea posible. 

—Estaremos bien…. En serio, Ēnor, estoy bien. — Ēnor suspiró—. ¿Dudas de mí? ¿Qué pasó con la niña que me seguía de arriba abajo y creía todo lo que yo le decía?

—Tuvo que crecer —replicó. Selene no pudo evitar pensar que era cierto. Al monasterio llegó una niña de mirada huidiza con el alma tan destrozada como su cuerpo. Ante sí tenía a una mujer de postura erguida que le mantenía la mirada—. Aprendió que aquellos que nos resguardan de nuestros peores miedos alardean para que creamos ciegamente en su fuerza. —Ēnor le apretó la mano—. Por favor, sabe lo que pasará si no la bebe ahora. 

Selene miró la botella por largo rato. Sus manos temblaban como si tuvieran vida propia y sus dedos se contraían y extendían de manera arrítmica. Ēnor le acercó el recipiente a los labios. Selene abrió la boca con renuencia, permitiendo que el amargo líquido viscoso tocara su lengua. Se le contrajo la glotis, pero consiguió beber. La medicina se adhirió a su garganta, deslizándose con pereza hacia su estómago, donde se asentó como un cubo de hielo.

Ya no oía el canto de la tierra fértil, ni tampoco sentiría la caricia de la luna aquella noche. Solo percibía lo común, lo normal, lo humano. Se sentía distanciada de su propio cuerpo, aislada en una pequeña burbuja fría desde la que podía mover aquella marioneta de carne con unos hilos invisibles.

—¿Se siente bien?

—Sí —dijo con voz pastosa. Ēnor la ayudó a beber agua. Poco hizo el líquido para quitarle el sabor desagradable de la medicina.

—Vayamos a casa. —Ēnor la tomó del brazo para sostenerla al caminar. El temblor de su cuerpo no cedería sino hasta transcurridos algunos minutos. Selene la siguió sin resistencia. Pasado un rato, ladeó la cabeza.

—Ēnor… ¿estaba molesta hace un momento?

—Sí. —Ēnor la ayudó a subir unos escalones—. ¿No lo recuerda?

—No… pero imagino que tiene que ver con Setanta. —Miró hacia arriba como si esperase hallar la respuesta en las nubes—. Y una transmisión… Una transmisión de Setanta. Sí. —Frunció el entrecejo, pero ya no estaba molesta; la llama de la ira se había apagado tan pronto como ingirió el hielo de la medicina. Solo intentaba recordar—. Sí, tiene que ser ella… Solo a ella le haría tal cosa…

—¿Qué planeaba hacer?

—Le iba a grabar una transmisión. Y a meter ántrax en el sobre.

Ēnor sonrió a medias. 

—¿Para qué? Ni siquiera las enfermedades querrían acercarse a esa mujer.

Selene no lanzó una de sus encantadoras carcajadas, y Ēnor apretó los labios. Cuando esa medicina entraba en su sistema, estaba más muerta que viva.

—¿Tsai'kireh? —Selene no dio muestras de haber oído—. Si Sarket se convirtiera en su nasciare, su condición mejoraría… 

Pero no hubo respuesta, y Ēnor siguió caminando sin darse cuenta de que tres mujeres, hija, madre y abuela, las veían alejarse con sus ojos verdes bien abiertos mientras comían palomitas de maíz. Quizás cabría añadir que las palomitas de maíz no habían sido inventadas aún.

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