Capítulo 6
Durante unos días, los medios se volvieron locos con el asesinato de Agna Vatdn; las autoridades no podían esbozar una explicación coherente. Con el pasar de las semanas, los noticieros dejaron de ofrecer información nueva, leña para la paranoia de la gente, y pronto se agotaron las teorías de conspiración y los mensajes del fin del mundo. El tema no quedó en el olvido, pero fue relegado a un rincón oscuro de la mente donde se podía pretender que no existía.
El tiempo pasó deprisa para Sarket, como siempre hacen los días de solaz, hasta que una tarde las campanas del templo anunciaron con su tañido el fin del verano y el inicio del nuevo año escolar.
Para ese entonces, Sarket había dejado de ser un novato inútil para convertirse en un novato casi inútil en lo referente a las artes arcanas. Su entrenamiento formal comenzó no con magia elemental, pues Selene decidió que tal cosa lo condenaría a un suicidio no intencionado, sino con una tanda de ejercicios mentales diseñados para adiestrarlo en concentrarse en una cosa, en varias, o en ninguna. Lo instruyó en el arte del sseal, que Sarket definía como «el arte de los sinsentidos».
—¿En qué te pareces a un caballo?
—En que cuando pisamos el lodo, dejamos una huella.
—¿Adónde irás después de morir?
—Al lugar en el que estaba antes de nacer.
—¿Cuál es el significado de la vida?
—Cuarenta y dos.
Cuando Selene estuvo satisfecha con su velocidad y calidad de respuesta, le enseñó a sentir las conexiones de su propia mente y a reorganizarlas. Debía hacer que su cerebro trabajara de forma más eficiente si quería aprender magia más compleja.
Sarket se puso manos a la obra, y entonces vino el primer obstáculo: a diferencia de una máquina cuyos engranajes encajan y trabajan en armonía, la mente es un órgano flexible que aloja un cúmulo de ideas aparentemente inconexas. Para hacerla funcionar de forma eficiente tuvo que mover una cantidad de pensamientos casi inmensurable, algunos de los cuales no querían ser sometidos a tal tratamiento, lo cual lo obligó a arrastrarlos con gran esfuerzo de una esquina a otra. Luego tocaba afianzar los vínculos útiles, romper los innecesarios y formar nexos nuevos.
Llegado ese momento, su mente decidió rebelarse contra él. Hubo disputas que terminaron en guerras inventadas, con pensamientos encontrados en una infinidad de bandos opositores. Los recuerdos de su niñez querían expulsar todo lo relacionado con Grenfall, la institutriz más tediosa del mundo, a las memorias de una tienda de antigüedades que frecuentaba cuando tenía catorce años porque olía un poquito a ella. Esos recuerdos no querían a Grenfall, pero se morían por estar con los de Ava, porque una vez había hecho una sopa que se parecía mucho a la del restaurante de enfrente. Mientras tanto, las fantasías heroicas de su infancia tardía se confabulaban con sus recuerdos de Selene porque necesitaban a una damisela más bonita.
En fin, su propio cerebro lo estaba volviendo loco.
Justo cuando estaba a punto de sucumbir ante la desesperación, tuvo una epifanía súbita: lo estaba haciendo todo mal. ¿No sería mejor relacionar todo aunque fuera de forma indirecta? Es decir, dos pensamientos podían estar fuertemente vinculados entre sí, y al mismo tiempo uno de ellos podía estar vinculado a un tercero, y este a un cuarto. De esta manera, todos estarían conectados.
Dispuesto a intentar aquello, reorganizó todo de nuevo, afianzó los enlaces necesarios y por fin (¡por fin!) hubo paz. Para inicios de marzo, su cerebro era un amplio edificio de incontables habitaciones, todas ellas capaces de funcionar por sí solas, pero accesibles entre sí por sólidos pasillos.
Con la habilidad de asignar diferentes tareas a cada parte de su cerebro vino también la capacidad de producir imágenes mucho más claras y complejas. En ese preciso momento, Sarket se encontraba observando el reloj de pie que antes había reposado en la biblioteca. El péndulo dorado se movía, así como las elegantes manecillas. Sarket frunció el entrecejo y las tablas de madera comenzaron a separarse con leves crujidos, seguidas por una cantidad ingente de engranajes, palancas, ganchos y planchas metálicas. Observó la imagen del reloj desarmado antes de apretar los párpados. Con una exhalación larga, devolvió todo a su sitio sin mirar.
Selene se acercó a examinar su trabajo.
—Nada mal —dijo tras tocar la fachada y acercar el oído. Sarket sintió un leve atisbo de esperanza—. Me parece que el almuerzo está listo. Hemos terminado.
Asintió con un suspiro de decepción mal disimulada. Si bien había progresado mucho, Selene se negaba a mostrarle técnicas más avanzadas. Si acaso, le había enseñado el principio de resonancia, con el cual un objeto cargado de su propio prana podía ser usado para hacer magia a grandes distancias. No era nada complicado, pero sí un cambio bienvenido.
Se sentaron a la mesa. Ēnor había hecho berenjenas rellenas, arroz salvaje y otras cosas que Sarket no pudo identificar; en aquella casa nunca había probado un trozo de carne y, pese a eso, siempre se sorprendía con la variedad de sabores. Se llevó los nudillos a los labios y los besó, un gesto que los accadios hacían antes de comer.
Mientras se llenaba la boca con una ensalada dulce, reparó en un periódico que Ēnor había dejado a medio leer. Aunque cada vez tropezaba menos con los caracteres accadios, aún tenía dificultad con aquellos que tenían más de dieciocho trazos.
—El Clan del Zorro se une a Oriente —dijo, y dejó los cubiertos—. Parece que la guerra va a empeorar. — Alzó la mirada para encontrarse con la de Selene, fría y aguda. Levantó una mano en un gesto apaciguador—. Lo siento, es desagradable hablar de estas cosas en la mesa.
—No. No me molesta en absoluto —replicó ella a la vez que se limpiaba los dedos con una servilleta de tela—. No creo que tenga mayor impacto en la guerra.
—¿Y si los otros dos clanes se unen a Oriente?
—El Clan del Tigre no toma partido en ningún enfrentamiento y el Clan del Uro no cambiaría gran cosa.
Se levantó y fue a la biblioteca. Sarket le pidió que no se molestara, pero ella no le hizo caso y volvió con un mapa, el cual extendió sobre la porción de la mesa que permanecía sin usar. El papel lucía viejo y parecía haber sido confeccionado a mano. En los bordes, el cartógrafo había dibujado los animales de cada clan, y en la parte superior había escrito en tinta roja: Il Ametaris Kaissar di Accadia.
—El Sacro Imperio de Accadia —dijo Selene, y señaló el extremo oriental—. Aquí, la provincia de Erium, bajo la regencia del Clan del Tigre. —Su dedo se deslizó más a la derecha, cruzó el mar y se posó sobre un continente a la derecha de Accadia—. Y aquí, los enemigos más entrañables del imperio: la República de Maradie. Si los tigres abandonan sus puestos, Maradie viene con sus bonitos buques de guerra cargados de tropas y artefactos ultramodernos y causan estragos. Así que no, el Clan del Tigre no se unirá a la guerra. Siempre ha sido neutral.
»Y en cuanto al Clan del Uro, se trata de una familia grandiosa venida a menos, con pocas tropas y mucho menos dinero. No, la disputa sigue siendo entre la Casa del Loto y el Clan del Halcón. La primera tiene las tropas, la segunda tiene el dinero. —Quitó la mirada del mapa—. Y la verdad es que, con tanto tiempo en una guerra fría, no sé por cuál apostar.
Sarket contempló la vastedad del imperio, que abarcaba todo un continente; además de sus dos colonias. En comparación, Austreich era una isla diminuta. ¿Y querían separarse porque el emperador había abdicado en favor de su hija antes de morir?
—Su hija de catorce años —le recordó Selene—. Sin el entrenamiento y educación de un posible sucesor a la Corona.
—Entiendo. Pero antes de tener presidentes, tuvimos reyes. Cuando no había un varón en la línea de sucesión, se coronaba a una reina. —Con delicadeza, posó el dedo en la capital, Carienze—. Entiendo que la tradición accadia dicte que el sucesor deba ser varón, pero me cuesta asimilar que no puedan aceptar a una emperatriz. —Ella enarcó una ceja—. Tenía entendido que los accadios no hacían mayores distinciones con respecto al género. Si las mujeres pueden servir en el ejército, ¿por qué no pueden gobernar? —se apresuró a añadir. Selene tamborileó con los dedos sobre la mesa mientras consideraba su respuesta.
—Es una tradición que nació con el imperio. —Se adelantó en su silla, apoyando los codos sobre la mesa y ocultando la boca tras los dedos entrelazados—. ¿Conoces la leyenda de Maelstrom, rey de Sonak?
—Era una de mis historias favoritas cuando era niño. —Selene enarcó la ceja—. ¿Qué? Obviando el hecho de que se enamoró de su hermana, es un relato impresionante. Hay que ser muy osado para declarar la guerra a los dioses.
—O estar loco y lleno de odio —replicó con un gesto que a Sarket le pareció brusco, pero pronto recobró el dominio de sí misma y prosiguió—. Cuenta la leyenda que cuando Maelstrom blandió su espada contra los dioses y partió el mundo en dos, los sonakis huyeron al norte y hallaron refugio entre los espíritus del invierno. Dicen que los espíritus se apoderaban de sus hijos tan pronto como eran concebidos, que el hielo se les coló en los huesos, que les heló la sangre.
»Así fue como nacieron los dim sonne, la sangre del invierno, justo aquí. —Señaló la provincia de Norsia, la que estaba más al norte de todas—. Y ahí permanecieron hasta que vino un general maradí y secuestró a la compañera de uno de los jefes para ofrecérsela a su rey. Su secuestro impulsó a los dim sonne a salir de sus tierras en persecución del general. Aplastaron cuanto ejército osó interponerse en su camino con todo el poder del invierno y conquistaron sus tierras batalla tras batalla, forzando a los maradíes a retroceder… —El dedo de Selene se deslizaba cada vez más hacia el este—. Hasta que los expulsaron hacia el mar, de donde habían venido. Ahora eran ellos los señores del norte.
»Los dim sonne se dispersaron sobre las nuevas tierras, fundando así los trece reinos que conforman el imperio, y ascendieron a su jefe a emperador, pero quedaba el problema de la sucesión. Los dim sonne no querían emular el sistema de Maradie, basado en el orden de nacimiento. Por lo tanto, se decidió que el emperador habría de tomar doce esposas, una por cada clan salvo el suyo. Ellas le engendrarían tantos hijos como fuera posible y sus casas los criarían.
»El sistema tiene sus ventajas. Al estar el emperador distanciado de sus hijos, casi no se dan casos de favoritismo y, en lugar de ser el primogénito el heredero, se recurre a la meritocracia. Cuando el emperador está cercano a la muerte o desea abdicar, se realiza una especie de prueba que decide quién será el que tome el trono, independientemente de su clan de procedencia y edad.
»Supongamos que Aria se desposa con doce hombres —dijo con una inclinación de la cabeza—. ¿Cómo va a engendrar al menos un hijo por cada clan, siendo dim sonne? —Al ver que Sarket no comprendía, añadió—: Para las dim sonne, no hay menstruación, sino un celo que se da aproximadamente cada cinco años a partir del primero. Antes de los veintidós o veintitrés años, no existe la capacidad de llegar al orgasmo, ni excitación, ni siquiera atracción sexual. —Sarket se puso rojo. Estaba acostumbrado a la cháchara vulgar entre sus compañeros, pero no esperaba que Selene hablara de esas cosas sin siquiera un sonrojo. Y en lenguaje técnico, además—. Para dar un hijo a cada uno de sus esposos, la emperatriz tendría que dar a luz hasta la tierna edad de ochenta y cinco años, aproximadamente. —Su sonrisa se ensanchó—. Me parece que los números no dan.
—Se rompe el sistema.
—Se rompe hasta quedar hecho añicos. —Se apoyó de lleno en el respaldo y tamborileó con los dedos—. Antes, un emperador podía provenir de cualquier clan. Solo debía pasar la prueba y superar los resultados de sus hermanos. No obstante, con Aria no será así, y eso sin mencionar que, tras casi dos décadas de gobierno, aún no ha tomado a su primer esposo pese a que ha habido pretendientes de sobra.
Ēnor se acercó y se inclinó para susurrarle algo al oído. Selene escuchó con atención antes de asentir. Se incorporó y Sarket hizo lo propio.
—En realidad, la coronación de Aria no fue más que la gota que colmó el vaso —dijo mientras se dirigían a la biblioteca—. Podríamos pasar una semana entera hablando de los motivos de la guerra de Secesión, pero la verdad es que no tengo ánimos. Un buen libro de historia tendría más paciencia que yo para esto.
Buscó entre los gruesos volúmenes hasta dar con un tomo tan pesado que casi dejó caer al sacarlo. Sarket pensó, de esa manera incoherente y abrupta en la que a veces surgen los pensamientos sin sentido, en lo fácil que sería matar a alguien de un golpe en la cabeza con ese libro.
—Devuélvelo cuando quieras —dijo a la vez que se lo ofrecía—. No creo que se me antoje leerlo pronto.
Él lo aceptó, sintiendo que su corazón se aceleraba cuando sus dedos rozaron los de ella, y el calor ardiente de su toque permaneció incluso después de que el contacto cesara.
—Selene, estaba pensando, ¿te gustaría salir? —se atrevió a decir antes de que le diera tiempo de acobardarse—. Bueno, mejor dicho, ¿te gustaría cenar en mi casa? He pasado aquí todo el verano y no te he compensado por ello.
Desde el comedor, Ēnor le taladraba el cráneo con la mirada y un cuchillo en la mano.
—Por supuesto, Ēnor también está invitada.
Selene tardó un momento en contestar.
—Eso me gustaría —dijo con una sonrisa—. Solo hazme saber cuándo.
—Te avisaré. Y haré que el chófer te recoja —se apresuró a añadir—. Debo irme, te enviaré una carta con los detalles.
Selene se despidió de él con un asentimiento. El exterior lo recibió con una brisa fresca y un sol generoso en su brillo. Respiró hondo. Se había acostumbrado al frío excesivo de esa casa, pero el calor del sol le resultaba mucho más agradable y lo llenaba de vigor. Disfrutó de aquello un momento antes de subirse al automóvil y emprender el camino de regreso. Para su sorpresa, Alden bajaba las escaleras cuando entró a la casa.
—Bienvenido, Sarket —dijo con voz grave—. ¿Tienes un momento?
—Por supuesto.
Subieron al despacho, donde se sentaron frente a frente.
—Acaban de llegar los resultados de tu revisión general —dijo Alden. Su expresión era difícil de descifrar. ¿Temerosa? ¿Esperanzada? ¿Una mezcla de ambas? Le era imposible determinar eso. Nervioso, entrelazó las manos y las apretó con fuerza mientras Alden extraía los resultados de una carpeta amarilla.
Sarket tomó su reporte médico y, respirando hondo, comenzó a leerlo con minuciosidad. Actividad eléctrica cardíaca normal. Ninguna clase de inflamación pulmonar. Glóbulos blancos dentro de los valores medios. Niveles de urea en la sangre normales…
Dejó los papeles en el escritorio. Quiso hablar, pero tardó en encontrar las palabras.
—Se equivocaron de paciente.
Sí, se habían equivocado de paciente. Era una conclusión cruel, pero la única explicación lógica.
—Eso le dije al doctor, y afirmó que no era posible, que los resultados de cada análisis provenían de laboratorios diferentes y que él mismo los revisó una y otra vez y contactó a los responsables. Dijo que… —Tomó aliento—. Que nunca había visto algo así. Quería hacerte pruebas, pruebas invasivas, pero yo…
Se detuvo. Sarket nunca lo había visto tan alterado, tan aterrado, como si no quisiera creer en una esperanza tan imposible como aquella. La lógica dictaba que era un error, por lo que revisó los reportes de nuevo, tan temeroso como su hermano mayor. Ni taquicardia, ni insuficiencia pulmonar, ni inmunodepresión, ni insuficiencia renal. Absolutamente nada.
Era un milagro.
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