Capítulo 24

Sarket se incorporó, tomándose el tiempo incluso de sacudirse los pantalones. Sintió la espalda de Will contra la suya. Si el pelirrojo tenía miedo, lo ocultaba muy bien. Sus puños alzados y tensos denotaban fuerza. Sarket desearía tener su firmeza; el tubo le temblaba en las manos de manera tan evidente que ni siquiera un niño le tendría miedo.

Había seis criaturas en los tejados y posiblemente otras diez más muy cerca, en las calles. No había que ser un genio matemático para darse cuenta de que las probabilidades estaban en su contra. Uno de ellos, un hombre joven, alto y fornido, dio un paso adelante. 

—Suelta eso, niño —dijo con una voz suave que de igual modo resultó dolorosa para sus oídos—. Si cooperas, no te haremos daño.

Sarket apretó los dedos en torno al tubo, sintiéndose avergonzado por su temblequera y horrorizado al comprobar que eran lo suficientemente inteligentes para hablar. Como para burlarse de su patético intento, el hombre se acercó… y se transformó: su piel se tornó negra como el fondo de un pozo de agua estanca; su columna se elongó hasta formar una cola repleta de púas; su centro de gravedad se trasladó hacia delante, con lo que sus gruesos brazos se posaron en la techumbre convertidos en patas. Sarket oyó un gritito; quiso pensar que no había sido él.

¿Era una hiena o un huargo? Estaba hecho de una sustancia que parecía ser un gas negro, pues se movía con el viento, pero era pesado: las tejas crujían bajo sus patas terminadas en zarpas. Solo sus ojos se veían sólidos. Sus ojos, sus garras y las largas hileras de dientes enormes, de los que colgaban jirones de carne. 

El monstruo avanzó inmutable. Cuando estuvo tan cerca que ellos podían oler su fetidez, regresó a su forma humana. Sarket podía golpearlo con tan solo dar un paso; podía hacerlo y matarlo como al otro, pero entendió por su mirada un mensaje tácito: no temían morir. Y entendió otra cosa mucho más aterradora que la primera: comprendían el efecto del miedo.

—Mierda —murmuró Will. Esta vez, si se le notó temor en la voz —. Polio roja.

—¿Polio? —inquirió Sarket en voz muy baja. 

Entonces recordó que el peor miedo de Will era una epidemia que había atacado Bretania sin aviso, una enfermedad que se asemejaba a la polio en la atrofia muscular que producía. La nueva cepa, más agresiva, casi siempre paralizaba también el diafragma y desgastaba la piel, creando pústulas y heridas abiertas que supuraban. Tras unos pocos días, no se podía reconocer a un enfermo de otro: eran iguales en su deformidad y en su destino. Esa fue la enfermedad que acabó con los dos hermanos mayores de Will y con su madre, y la subsecuente guerra forzó a su padre a huir del país con el único hijo que le quedaba

—No es polio roja —le dijo. De pronto, sentía menos miedo. Miró al hombre a los ojos—. Solo es una ilusión barata. —El monstruo no pareció ofendido por la provocación—. ¿Qué quieres?

—Hablar.

—Podías hacer eso desde allá.

—Solo queríamos asegurarnos de que te comportarías de manera civilizada. —Sarket bufó sin poder evitarlo. ¿Cómo no reírse cuando un grupo de monstruos le pedía que se comportara de forma civilizada?—. Por lo que vemos, no funciona. 

—A decir verdad, no. —Era una bravuconada; su miedo seguía latente, pero era mejor hacerse el duro por ahora. Los krossis lo querían vivo e ileso, sin siquiera un pelo fuera de lugar. De otro modo, no podrían usarlo de carnada. Necesitaba saber cuánto entendían del comportamiento humano y qué tan diplomáticos eran. 

—¿Considerarías un trato?

«Gracias a los dioses».

—Tal vez sí, tal vez no —replicó como quien no quiere la cosa. 

—Tú sueltas eso y te quedas tranquilo, y nosotros dejamos ir a tu amigo en paz.

—No seas idiota —soltó Will de repente. El miedo había dado lugar al odio, y este era claramente visible en su rostro—. ¿Cómo te voy a dejar aquí con esas cosas?

—¿Nos das un momento? —Como el ser no se movió de su sitio, Sarket hizo un ademán con la mano para que se apartara, con lo que entendió el mensaje. No sabía qué tan agudo era su oído, por lo que bajó mucho la voz—. Will, esta es tu oportunidad. Escucha...

—No, tú escucha —replicó Will con una expresión frustrada en el rostro—. Has estado actuando raro desde el verano. No sé en qué rollo te metiste, pero sospecho que tiene algo que ver con esto y me molesta que no hayas dicho ni pío, coño. No tenías por qué haber armado el numerito en la plaza para que saliéramos de ahí. Si hubieras sido honesto, nos habríamos preparado mejor. Solo con decirnos…

—¿Solo con decirles qué, Will? —le cortó con un gesto casi furioso—. Ni yo mismo entiendo del todo en qué rollo estoy metido. ¿Quieres saber? Parece que en este momento estoy en medio de un conflicto entre dioses y diablos: Selene de un lado y estas cosas del otro. He estado desde el verano metido en su casa como su aprendiz de magia y he soñado con estos monstruos, que aparentemente son los causantes de los asesinatos. ¿Me habrías creído?

—Sí, porque tú nunca mientes. —Se cruzó de brazos y apartó la mirada—. O al menos eso creía. 

—Ahora no es el momento para… —Los ojos del chico estaban llenos de rabia. Sarket se detuvo y suspiró—. Tienes razón. Sí, tienes razón… —Suspiró de nuevo—. Han pasado tantas cosas en tan poco tiempo y ha sido todo tan extraño, tan irreal, que no supe manejarlo… Cuando te digo que no entiendo en qué rollo estoy metido, es cierto. —Juntó las manos—. Cuando termine todo esto, prometo soltar la lengua, pero tienes que irte. Ahora.

Will tardó en responder. Su semblante se había suavizado.

—¿Esto se va a poner feo? —le preguntó en voz baja. Sarket hizo un gesto ambiguo que no contaba como respuesta—. Ya...

El bretón permaneció quieto por largo rato. Entonces miró a su alrededor, deteniéndose en cada lobo disfrazado de oveja.

—Bueno, me voy —dijo, y acto seguido signó: Iré a buscar ayuda

Sarket no dudó que lo haría. Quizás, solo quizás, pudiera llegar a la estación de policía y convencerlos de acudir. Quizás.

—Sí, adiós. Nos vemos.

Sarket lo vio alejarse por los tejados con temor, pues tenía que franquear el paso entre dos de las bestias y estas podían matarlo con tan solo girarse y morder, pero ni siquiera lo miraron de soslayo. Will se colgó de una viga y bajó a la calle, donde la multitud ya no era tan densa. Cuando su cabeza pelirroja desapareció, Sarket se giró. El hombre se había acercado de nuevo y lo observaba sumergido en una quietud sobrenatural. Le mantuvo la mirada, aunque con gran esfuerzo.

—¿Hace cuánto se conocieron?

Sus oídos palpitaban con tal fuerza que le costó discernir sus palabras, por lo que le tomó un momento entender que hablaba de Selene. Su lengua, un apéndice inútil que reposaba en el de fondo de la boca, se retorció por unos instantes sin ser capaz de moverse de una manera que posibilitara el habla. Finalmente consiguió responder sin dejar demasiado en evidencia su lucha contra el miedo. 

—Cinco meses, más o menos —contestó con dificultad. Necesitaba que creyeran que sentía miedo, pues solo así estarían seguros de que cooperaría, pero se negaba a desmoronarse frente a ellos y rogar. No quería hacerles saber que, ahora que estaba solo, estaba aterrado.

—¿Y te ha estado preparando para ser su nasciare desde entonces? —Sarket tardó en contestar. «¿Cómo es que conoce ese término?».
—No, más bien por tres meses o algo así.
—¿Qué hay de la otra?
—No sé mucho de Ēnor.
—¿Dónde está?
—No lo sé. Ya dije que no sabía mucho de ella.
—¿Cuál es tu nombre?
—Ernest Reisson. —Había sido el primer nombre que se le había ocurrido. Se arrepintió inmediatamente. Esperaba que las palabras que acababa de pronunciar no hicieran sufrir a aquella familia—. Supongo que me quieren de carnada.
—Si cooperas, te dejaremos ir.
—¿Lo juran? —inquirió en un tono tembloroso. La criatura asintió.
—Bien. Tenemos un trato.

El demonio apartó la mirada y Sarket pensó que estaba de suerte. Tal vez entendieran el miedo, pero lo sobrevaloraban, ya que no parecían sospechar nada de su deseo de cooperación. Sarket aprovechó su oportunidad, se retrajo en sí mismo y estudió los alrededores con discreción. En total, había unas doce criaturas, de las cuales solo las tres que estaban en los tejados permanecían en su forma humana. Las demás, bien se mantenían ocultas entre las sombras, bien se acercaban por las calles circundantes. 

Su forma de moverse le resultó extraña, demasiado… coordinada. Todos marchaban de aquí para allá con un propósito claro y cambiaban de rumbo sin mediar palabra o sin siquiera mirarse. «¿Infrasonidos?».

Consideró la posibilidad de huir. En los caminos predeterminados que trazaban había pequeños espacios que él podía atravesar. Si usaba el amplificador, podría ganar suficiente terreno… y ¿entonces qué? La estación de policía estaba a tres cuadras. No era competencia si debía correr una distancia tan larga.

«O podría matarlos a todos», pensó. Estaba en una ciudad de piedra. Tenía suficiente munición sin necesidad de ninguna pistola. Pero tan pronto como metió la mano en su bolsillo para sacar el amplificador, uno de ellos se le acercó por detrás y lo agarró del brazo. Su toque le generó tal repulsión y rabia que se olvidó por completo del preciado objeto, cuya cajita había caído muy cerca de él. Esquivó el gancho que vino y usó el impulso para hacer girar el cuerpo del ente. Este lo soltó. Enraizándose en el suelo, empujó al krossis con las palmas abiertas y la criatura retrocedió unos pocos pasos. Logró asestar otro empujón, aunque esa vez la criatura se lo esperaba y apenas consiguió moverla. 

Sarket oyó una serie de crujidos; el krossis se transformó en bestia y se le lanzó encima. Logró apartarse y evitar la embestida, pero no la cola, una viga de acero que se estrelló contra su pecho. Cayó, sin aliento y ciego, y rodó hasta el borde del techo, donde el monstruo le puso su gigantesca pata encima para evitar que se precipitara hacia el suelo de la calle. Trató de levantarse con todas sus fuerzas unidas a una rabia frenética, irracional, pero el intento fue insuficiente y, cuando el krossis afincó más el peso, robándole la respiración, terminó por quedarse inmóvil. Solo entonces la presión cedió y pudo aspirar una bocanada de aire.

—Quieto —dijeron todos. Sarket apenas pudo entenderlos, pues su cerebro flotaba en bruma densa —. Se acerca.

Los krossis giraron la cabeza hacia la luna roja. Un rayo atravesó la noche dirigido a la cabeza del engendro que tenía preso a Sarket. Solo tuvo que agacharse para esquivarlo; el proyectil le pasó por encima y dejó una marca oscura en el tejado. Sarket intentó levantarse otra vez, pero un gruñido gutural lo convenció de lo contrario.

Oyó pasos sobre las tejas y logró alzar la cabeza lo suficiente para ver los ojos de Selene. Cómo ardían en ese momento...

—¿Entienden esta lengua? —les preguntó sin mirarlos—. ¿Pueden comunicarse?

—Sí.

Tardó en hablar, como si no pudiera creer que fuera cierto. Cuando lo hizo, su voz denotaba renuencia y repulsión.

—Tienen algo que me pertenece.

—Estamos dispuestos a un intercambio.

Sarket tuvo que reprimir una risa. Su comprensión de las emociones era aún menor de lo que había creído. ¿De verdad pensaban que el amor era tan irracional que Selene se arrojaría a sus fauces en aquellas circunstancias?

Para su sorpresa, ella dudó. 

—¿Por qué te resistes? —preguntaron ellos al unísono, y oírlos a todos hizo que se le helara la sangre. Entre ellos oía hombres, mujeres y niños. A veces había más fuerza en unas voces que en otras, y eso los hacía sonar como una única criatura que era tanto antigua como joven, una criatura conformada por cientos de seres—. Todo inicio tiene un fin. Lo sabes. Lo sientes. Sientes que tu tiempo se agota y que el nuestro se avecina, y sabes que para que nuestro tiempo pueda nacer, la muerte debe morir primero. 

—Silencio —exigió con voz temblorosa. Sarket no sabía si era miedo, rabia o ambos, pero de inmediato entendió que la intención de los monstruos no era realizar un intercambio, sino alterarla, volverla loca de ira para que perdiera los estribos y sucumbiera ante su enfermedad. Cuando Sarket intentó hablar, la pata del krossis se volvió a afincar sobre él y lo que salió fue más bien un gemido de dolor. El sonido hizo que Selene se alarmara aún más; la nieve comenzó a derretirse y las tejas crujieron. 

—¿Por qué te aferras a la vida como un mortal? ¿Qué te hace pensar que los dioses no mueren? ¿Que no deben morir? —Hicieron una breve pausa solo para observar su reacción—. Has cumplido tu labor. Tu búsqueda es inútil. Tu existencia es superflua. Ven. —Sus voces sonaron agudas, discordantes, hambrientas. De sus bocas comenzó a brotar baba negra—. Ven.

—¡CÁLLENSE!

Las ventanas estallaron y los adoquines se hicieron añicos. Sarket oyó otro ruido aún más estruendoso: el de un hueso quebrándose y un cuerpo cayendo al suelo. Al instante, los krossis se precipitaron hacia ella con las fauces abiertas y Sarket vio su oportunidad. Libre del agarre del engendro, extendió el brazo y agarró la cajita del amplificador. Se metió la joya en la boca y conjuró una esfera de luz incandescente, blanca y brillante como el magnesio ardiente, que los cegó a todos. Corrió hacia Selene en medio de la confusión y la encontró tan campante, salvo por el hecho de que también la había cegado a ella.

—¡Lo estabas fingiendo! —la acusó, indignado.

—¡Claro que estaba fingiendo! —replicó entre rápidos pestañeos—. ¡La idea era apartarlos de ti para que Ēnor y yo pudiéramos matarlos sin dañarte!

«¿Ēnor?», pensó a la vez que tiraba de la mano de Selene para que se pusiera en marcha. Alzó los ojos hacia la Torre del Reloj. Estaba demasiado lejos para ver nada en la cima, pero supo que Ēnor estaba apostada como un francotirador ahí arriba y que él acababa de cegarla también. «¡Mierda!».

Lograron bajar de los tejados antes de que los monstruos iniciaran la persecución; para ese entonces, Selene había recuperado la visión y daba pasos seguros. Desde la torre, Ēnor comenzó a disparar con una puntería mortal. Si lograban llegar adonde estaba ella, podrían subir las escaleras mientras ella los cubría y estarían a salvo.

—¡Vamos! —la apremió. Le parecía que los dedos de Selene temblaban en su mano y la vio dar un cabezazo. El ataque anterior había sido fingido, pero se avecinaba otro real. Giraron en una esquina, con lo que la Torre del Reloj quedó oculta, y luego se desviaron hacia una callejuela al ver a tres krossis corriendo con un grotesco bamboleo entre un salpicar de baba negra. 

El silbar de las flechas de Ēnor los alentó por un momento. Entonces, se detuvieron abruptamente y oyeron un rugido espantoso, indescriptible, uno que les obligó a taparse los oídos con las manos.

Sarket aminoró el paso, mareado, y miró atrás. Si hubo algo que lo mantuvo cuerdo fue la oscuridad, que no le permitió ver a los krossis del todo. Solo sus dientes, sus garras y sus ojos luminosos. 

—Ēnor… Ēnor… —murmuró Selene, y tiró de la mano de Sarket—. Son demasiados… han entrado a la torre… son demasiados…

Apuró el paso, urgida por un nuevo miedo, y giró a la derecha hacia otra calle aún más estrecha. 

—¿Están cerca ya? —preguntó Selene. Sarket la miró sin entender—. Mira atrás y dime, ¿están cerca?

«No puede verlos —pensó con horror—. No puede verlos en absoluto». Había un grupo tras ellos, pero la estrechez del pasaje no les permitía avanzar sino de uno en uno, e incluso así sus grandes cuerpos rozaban contra las paredes, frenando su carrera. 

—Unos diez o quince metros... creo. 

Selene asintió. El callejón desembocó en una plaza amplia cuya parte más septentrional acababa en un muro grueso y alto con una diminuta entrada. Más allá estaban unos jardines, y luego, la Torre del Reloj.

Apenas pudieron correr una distancia muy corta antes de que el primer krossis emergiera del callejón. Ahí, en terreno abierto, ellos tenían ventaja. Otros bajaron de los techos en cantidades monstruosas, y otros más salieron de calles adyacentes. Sarket creyó que vomitaría el corazón en cualquier momento y, aunque ya casi sentía el aliento fétido sobre su cuello, no se atrevió a mirar atrás. No podría seguir corriendo si los miraba, no en aquel estado mental.

Fue Selene la que se detuvo y se volteó. Sarket, quien estaba tan concentrado en correr que no paró hasta varios pasos después, lanzó un grito de alarma. Ella se inclinó, golpeó el suelo con las palmas de sus manos y este se sacudió entre crujidos y quejas. Los krossis, que hasta aquel momento habían estado corriendo hacia ellos, perdieron velocidad cuando la tierra se ablandó y comenzó a tragárselos. Una de esas cosas tropezó y su cabeza triangular se estrelló contra el suelo sin que pudiera evitar la caída de ninguna manera. 

Sarket observó, atónito, mientras una treintena de engendros desaparecía bajo la tierra. Aquellos que habían logrado detenerse antes de entrar a la plaza buscaban la forma de llegar a Selene, caminando ora hacia un lado, ora hacia el otro. Uno cobró forma humana y puso el pie sobre el suelo endeble. Se hundió incluso sin el exceso de peso. 

Selene se inclinó hacia delante y cayó de rodillas, tras lo cual sufrió una arcada violenta y vomitó sangre. Sarket evitó que se desplomara por completo y observó a su alrededor con alarma. Sin la influencia de Selene, la tierra había dejado de moverse y, aunque todavía estaba floja, las patas de los krossis que quedaban libres no se hundían lo suficiente como para detenerlos. Avanzaban hacia ellos, lenta pero inexorablemente. Desde la cima de la Torre del Reloj no llegó ninguna flecha. 

Sarket intentó inútilmente que Selene se incorporara. Se quedó quieto, mirando con aprensión los extraños movimientos, las siluetas que se hacían más claras a medida que se acercaban a las áreas tocadas por la luz de las lunas. Tragó en un intento de deshacer el nudo de su garganta, agarró a Selene por la cintura y retrocedió. Entonces se metió el amplificador a la boca y empezó a disparar piedras pequeñas. 

Los krossis cerraron los ojos y los focos de luz que emitían desaparecieron, con lo que al chico se le dificultó verlos. Aun así, las piedras, veloces como flechas, a veces conseguían matar a uno. En ese momento estallaba en partículas azules y Sarket aprovechaba la momentánea luz para apuntar con mayor certeza, pero apenas podía ver sin los lentes. «Cálmate. Cálmate. Ya casi hemos llegado». 

—Ēnor… —musitó Selene entre las brumas de la semiinconsciencia.

Cuando Sarket no pudo seguir imprimiendo tal velocidad a sus proyectiles, los krossis avanzaron. El amplificador se estaba quedando sin prana. Apretó la mano de Selene y ella correspondió; estaba volviendo en sí. Parpadeó… y recobró la consciencia en el momento en que una mano emergía de la tierra y la agarraba del tobillo. 

Haraeth salió de su vaina sin emitir sonido alguno, como un lobo negro y silencioso, y pronto su hoja estuvo manchada de sangre de monstruo. Selene sacudió la espada para deshacerse del líquido pestilente. 

Tan preocupados estaban por mantener a raya a los que avanzaban que no se percataron de que había una gárgola de más en el muro. Trepó pared abajo como un mortífero reptil y, cuando la presa se acercó a la puerta, saltó.

Sarket no supo con exactitud qué ocurrió. Selene estaba a su lado y, un segundo después, ya no estaba. Pensó que la había embestido, pues la fuerza del impacto había sido tan bestial que había perdido el equilibrio, pero luego se dio cuenta de que sus pies no tocaban el suelo; su cuerpo se mantenía en el aire porque las fauces del monstruo se habían cerrado en torno a su costado. No fue hasta que esa cosa la atrajo de un tirón y la sacudió en el aire cuando su grito agudo perforó la noche como una maldición.

—¡DÉJALA!

Recogió a Haraeth del suelo y descargó la hoja sobre el monstruo. Selene cayó, sangrando profusamente del costado. Cuando Sarket acudió a ella, se percató de que la herida no sanaba. Sus ojos se encontraron por un momento; en los de ella se había asentado un miedo tan profundo que ahora yacía enterrada en su propia desesperación. Selene miró en derredor con el rostro crispado y vio que las bestias se acercaban paso a paso. 

Sarket lo vio. Vio el preciso instante en que se resignó a morir y, poco después, tomó la decisión de no morir como un cerdo que tiembla de miedo en la oscuridad del matadero.

—Sarket…vete —le dijo en un murmullo, e intentó quitarle a Haraeth de las manos, pero él no lo permitió. La miró, incapaz de incorporarse siquiera, y no pudo sino sentir una impotencia tan grande que rechinó los dientes y apretó los puños. La impotencia trajo la ira, ardiente y primigenia, y sintió a Haraeth mucho más ligera en su mano. 

—No puedes contra todos ellos… —dijo con más fuerza. Aun así su voz apenas fue audible, un gorgoteo leve interrumpido por un sonido sibilante—. No puedo correr y… son demasiados. Vete. La herida sanará, pero tomará… tiempo. Estaré bien…

Sarket sabía que mentía. Le había bastado ver la decisión en sus ojos para percatarse de que planeaba acabar con todos ellos y, si se acercaban demasiado, matarse en un intento de que no la atraparan. 

Si habían transcurrido siglos antes de que pudiera hallar un cuerpo como aquel, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera habitar otro? 

Se plantó frente a los krossis con Selene a su espalda y blandió la espada con furia desafiante.

—¡¿Por qué nunca me escuchas?!

—¡Porque solo dices disparates!

Dos krossis llegaron a tiempo para aceptar su reto y se pusieron frente a él esgrimiendo dientes y garras. Sarket lanzó un tajo amplio que le hizo perder el equilibrio; el primero no tuvo tiempo de esquivar y la hoja atravesó su cabeza. El segundo se alzó sobre sus patas traseras, pero el terreno estaba demasiado flojo y Sarket tuvo tiempo de avanzar y atravesarlo. Le resultó satisfactorio, algo estremecedor. 

Al recuperar la espada miró más allá, hacia los tejados, donde la figura de un krossis mantenía cautiva a una persona. Sarket no necesitaba ver bien para saber que era Will, y su aplomo se desvaneció.

—Esperen… ¡Esperen! D-dijeron que…

Quiso protestar, recordarles su promesa, pero dejar libre a Will había sido una cláusula para comprar su cooperación, y él había anulado el trato al rebelarse. 

Incluso con Will debatiéndose con todas sus fuerzas, la criatura logró alzarlo en el aire como si no pesara nada y acercarlo a su boca abierta. Sarket lanzó un grito implorante y avanzó. Era consciente de que los krossis se acercaban. Selene lo llamaba a toda voz, mas no pudo arrancar la mirada de la escena y rogó de nuevo cuando la cabeza de Will estuvo rodeada por aquellos asquerosos dientes. Selene llegó a su lado con una mano presionando su herida y el índice de la otra apuntando a la bestia. Un rayo atronador emergió de su dedo y atravesó la mole negra antes de que sus mandíbulas pudieran cerrarse. El agarre de sus zarpas se deshizo en estrellas azules y el cuerpo de Will cayó desde una altura de tres metros. 

Sarket oyó algo que no pudo distinguir. Selene intentaba mantener a raya a las bestias y hacerlo retroceder, pero él no se movía. La escena entera había adquirido una cualidad confusa, onírica, y por un momento pensó que estaba teniendo una pesadilla. Quizás por eso no se defendió cuando un krossis lo separó de Selene y lo arrojó al suelo. Haraeth cayó. Alzó el brazo en un acto reflejo para protegerse y una puñalada de dolor lo atravesó cuando los pútridos dientes se cerraron en torno a su muñeca. Un líquido ardiente le atravesó las venas, quemándolas en su recorrido a través del cuerpo.

Volvió a la realidad con un grito desgarrador. Sus forcejeos activaron algún mecanismo de sujeción más intenso: la bestia apoyó su pata hasta hundirlo en el suelo, rompiendo con un chasquido algunas costillas, y tiró de su brazo como si esperara arrancarlo. No podía respirar. Solo veía, de manera borrosa y sobrenatural, la boca cerrada en torno a su codo y esa cabeza etérea.

Algo dentro de él despertó de nuevo. Su mano volvió a hallar el mango de la espada y hundió el filo en un ojo con fuerza desesperada. El krossis se sacudió con violencia y se retiró, presa de impetuosas convulsiones, hasta que una figura que Sarket no pudo distinguir lo hirió de muerte.

No sabría decir cuánto tiempo estuvo tendido. Aunque sintió que fue un instante, le dio la impresión de haberse desmayado, pues yacía en un charco de sangre que no estaba ahí segundos atrás. Intentó levantarse, pero su cuerpo maltrecho apenas podía aferrarse al último retazo de vida que le quedaba. Paladeaba un sabor a hierro y su pecho pugnaba por seguir subiendo y bajando, dejando escapar sonidos sibilantes. Se sintió furioso consigo mismo, completamente inútil, e intentó incorporarse por todos los medios. 

Apenas podía oír la voz urgente de Selene. Necesitaba ayuda... ¿Y esa otra voz? ¿Era Ēnor? ¿Estaba con ella? Entonces estaba bien, seguro. Ah, Ēnor había logrado llegar y las dos estaban a salvo. Todo estaría bien. Selene podía curarlo. 

Su cabeza se ladeó hacia la izquierda y vio su brazo en medio de una bruma densa, roto y con heridas profundas… 

«Me mordieron».

Sintió la presión de una mano cuidadosa sobre su pecho y una calidez tenue. Con los ojos anegados en lágrimas, intentó evitar que ella le curara.

«No me traigas de vuelta —trató de decir—. Prefiero morir, déjame morir. No me traigas de vuelta, por favor».

—No dejaré que te lleven —declaró Selene sin cejar en su labor—. No dejaré que lo hagan. 

Pretendía conferir un tono seguro a sus palabras, pero Sarket notó la duda y el miedo. La chica se abrió un corte en la mano y, con la sangre que brotaba, escribió caracteres en las frentes de ambos, en sus cuellos y sobre sus corazones. Seguidamente, hundió dos dedos en el charco en el que yacía él y se los llevó a la boca, tras lo cual reabrió su propia herida y le ofreció de la suya, susurrando palabras extrañas, desconocidas. 

Sarket dudó y rehusó abrir los labios. Selene lo miró suplicante y reabrió su herida por tercera vez, tras lo cual bebió ella misma. Entonces se dobló y, manteniendo su cabeza inclinada hacia arriba con una mano, posó sus labios sobre los de él. Sarket sintió que la sangre de ella entraba a su boca y, hallando imposible reprimir las contracciones de su garganta, se deslizaba viscosa por cada fibra de su ser. Por un breve momento, se sintió ligero y tranquilo, como si flotase en medio del aire.

Su brazo comenzó a palpitar entre llamaradas dolorosas. Su cuerpo se hundió en el suelo y las paredes de las casas se derritieron en una corriente de brea que le cayó encima, espesa y glutinosa, cubriéndole primero las piernas y brazos, luego el torso y, finalmente, la cabeza. Lo estaban sepultando vivo. No podía respirar. El último pensamiento que surgió de su mente agonizante fue un certero «voy a morir».

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