Capítulo 21

Sarket decidió, en retrospectiva, que habría sido mucho mejor dejar de lado la negociación y provocar que los policías lo acribillaran a balas. Y ya que estaban, que lo quemaran también, qué rayos. 

Los investigadores llegaron a la Casa Brandt mientras hablaba con Alden del incidente. Tras su llegada, le hicieron un examen físico breve. No obstante, había pruebas que requerían equipo especializado, de modo que metieron a Sarket en una furgoneta blindada con el logo de la Agencia de Control de Desastres en ambos lados. Para su sorpresa, los gemelos y Will ya estaban ahí, sentados en la cabina acolchada destinada a los sujetos, por lo que al menos el viaje de ida no fue aburrido.

Los separaron para examinarlos. Sarket, quien ya estaba acostumbrado a que un médico lo viera desnudo y le hiciera toda clase de cosas, sintió un nivel desconocido de humillación cuando tuvo que pasar por diferentes máquinas y procedimientos que preferiría olvidar. Cuando por fin le dejaron ponerse una bata de hospital, un investigador le preguntó:

—¿Cómo se siente?

—Bien —contestó. «Gracias por traumatizarme de por vida».

Luego le enseñaron la habitación que usaría por el resto de su estadía, cuya duración era indefinida. En ese momento, Sarket pensó que, si bien era pequeña, resultaba una estancia agradable: contaba con una cama, un escritorio, un librero y hasta un pequeño tocadiscos. No estaba nada mal. 

Pero apenas hicieron falta dos días para que estuviera trepando por las paredes. Intentaba mantenerse tranquilo, pues tenía la impresión de que el amplio espejo en la pared del fondo era en realidad un vidrio a través del cual estaba siendo observado. En ese caso, le convenía aparentar calma.

Así que leyó, escuchó música y escribió cualquier tontería. ¡Lo que daría en ese momento por tener su guitarra! Con ella al menos podría hallar una verdadera distracción. Ya cuando estaba a punto de volverse loco de aburrimiento y angustia por los otros chicos, desactivó las áreas de su cerebro dedicadas a la emoción y se tendió en la cama, escuchando sin sentir la voz clara de Céline Pontbriant entonando las notas de Una vez soñé

Un sonido se mezcló con la melodía. Pasos. Debía de ser su imaginación, pues la puerta era gruesa y hasta el momento no la habían abierto salvo para traerle comida. No era la hora del almuerzo aún. Se hundió de lleno en su colchón. Poco a poco, sus músculos se relajaron; se sentía flotar...

—Sarket.

—¡AHH! 

La sorpresa fue tal que recobró toda su capacidad emotiva de sopetón. Se incorporó y giró la cabeza tan deprisa que su cuello protestó con una contracción dolorosa. La puerta estaba abierta, y junto a ella estaba…

—¿Ēnor?

Selene asomó la cabeza por el resquicio. 

—¿Qué fue ese grito? —le preguntó, a la vez que entraba a la habitación.

—¿¡Qué… qué… qué haces aquí!? —balbuceó Sarket con la mandíbula casi colgando—. ¿¡C-cómo entraste!?

—Pues por la puerta.

—No, al edificio.

—Ya te lo dije —respondió ella con la ceja enarcada—: por la puerta.

Sarket entendió entonces que Selene no tenía autorización para estar ahí, que había actuado por impulso siguiendo un mínimo de planificación, si es que la había habido. En ese preciso momento, quienes lo vigilaban detrás del espejo estarían mirando pasmados. Solo hacía falta que uno de ellos apretara un botón rojo con la palabra «emergencia», y al instante entraría un pelotón de hombres armados con trajes acorazados y munición infinita. Pero poco después se dio cuenta de que lo más probable era que trajeran tranquilizantes para tenerlas en cuarentena a ellas también, no balas. Eso lo calmó un poco. 

—¿Qué ocurre, Sarket? —Ella se acercó y le puso las manos a ambos lados de la cabeza—. ¿Te sientes mal?

—Estoy bien… ¿Cómo es que…? ¿Por qué…?

—Me llegó tu nota —dijo con suavidad, revolviéndole el cabello con cariño—, pero a la mañana siguiente no viniste ni me avisaste que faltarías. Pensé que quizás estuvieras pasando más tiempo con tus amigos. Cuando llegó el segundo día sin tener noticias tuyas, supe que había pasado algo. Fui a tu casa, Alden me contó lo que había ocurrido y me dio la dirección para que me infiltrara.

Sonrió, pues había pronunciado esa palabra en el mismo tono que había usado Alden, como si estuviera sucia, como si no pudiera creer lo que estaba diciendo. Y Sarket tampoco podía creerlo. ¿Acaso su hermano, un hombre que rezaría a la ley antes que a cualquier dios y que nunca había quebrantado una sola regla, le había dado la ubicación del laboratorio a Selene porque a través de ella podría recibir noticias de Sarket? Inverosímil.

—Está muy preocupado por ti. Intenta sacarte, pero debes esperar aquí al menos una semana más, al parecer.

Ahora sabía por qué el techo era liso: para que los prisioneros, hastiados de aburrimiento, no se colgaran.

—Sí, entiendo… No debiste haber venido. ¿Qué habría pasado si te hubieran visto?

Ella se encogió de hombros como si no fuera gran cosa.

—Hay algunos sistemas antimagia por aquí, pero solo en los niveles más profundos. Este es de baja seguridad. Ni siquiera hay trampas de detección de prana para alertar de la presencia de magos. Ni de las que emiten un sonido agudo cuando se activan ni de las que explotan… esas sí que son feas. Nos hicimos invisibles y llegamos aquí sin mayores contratiempos. Y, en este momento, no hay nadie observándote por allá. —Señaló el espejo, con lo que las sospechas de Sarket quedaron confirmadas—. Si vienen, nos ocultaremos bajo la cama hasta que se vayan. Nadie sabrá que estuvimos aquí.

»Antes de nada, contéstame, Sarket —dijo con cierto apremio en la voz, y le tomó de las manos—. ¿De verdad estás bien? Según Alden, parecías estar a punto de decirle algo importante cuando llegaron los investigadores. 

Sarket se quedó mirándola, como si verla a los ojos pudiera otorgarle coherencia a lo que estaba pensando, a lo que significaba tener esos sueños. Entonces comenzó a contarle todo, primero explicándole lo que había ocurrido el día en que fue atacado. Selene se sentó a su lado pasado un momento, mostrándose tensa pero tranquila. Fue al hablar de sus pesadillas y de sus suposiciones sobre ellas cuando se inquietó de verdad. Sarket ya no la miraba, por lo que no advirtió el cambio. Estaba demasiado ocupado intentando narrar todo de forma que resultara entendible, en un hilo que una mente racional pudiera seguir con facilidad. Cuando terminó y alzó la vista, la encontró pálida y temblorosa, respirando con dificultad. Temió que le fuera a dar un ataque, por lo que la tomó de los hombros en un gesto protector.

—¿Selene?

—¿Estás soñando con ellos?

Algo en su voz le hizo pensar que con «ellos» no se refería a los causantes de los tres incidentes, sino a los monstruos. Retiró las manos.

—¿Sabes qué son? —le preguntó. Ella se mantuvo en silencio—. Selene, ¿son reales?… ¿Sabes qué son?

Selene asintió, muy despacio. Sarket sintió que el calor se le subía al rostro. Detestaba sentirse ignorante, no conocer siquiera un atisbo de la situación. Con Selene, eso era algo que ocurría demasiado a menudo para su gusto. Entendía que ella no pudiera explicarle algunas cosas, pero no debió haberse guardado algo tan importante como aquello. 

—Mi hermano trabaja en esos casos —le dijo en un tono que sonó cortante. Se detuvo un momento para respirar hondo y conferir calma a su voz; no quería perder la cabeza. Selene debía de tener un motivo para mantener ese secreto—. Si hubieras cedido esa información, las autoridades habrían podido trazar un plan efectivo.

—No hay nada que la Policía pueda hacer.

—Al menos no estarían merodeando a ciegas mientras la población los acusa de incompetencia... ¿Cuándo planeabas decírmelo? ¿O no planeabas hacerlo?

—Por supuesto que planeaba decírtelo. Pronto. — Miró en derredor como si hasta las paredes le parecieran potenciales espías. Luego se acercó para evitar que oyeran—. Tenía la esperanza de que pudiera hacerlo después de la ceremonia de vinculación, y no antes. Contigo como mi nasciare, todo lo que tendría que hacer sería pestañear y caerían fulminados. —Le agarró la muñeca—. Pero no puedo, no ahora. Debo permanecer escondida.

Sarket pestañeó. Casi le pareció ver miedo en su mirada.

—¿Te están persiguiendo? —Ella asintió muy despacio—. ¿Pueden hacerte daño? —Asintió de nuevo—. ¿Qué son? ¿Cómo es que pueden lastimarte?

—Tú los conoces, aunque nunca hayan estado aquí antes —comenzó a decir, y le pareció que los dedos le temblaban—. En el norte los llamamos krossis. —Pronunció aquella palabra como si solo decirla le causara repulsión.

—¿Los demonios del miedo? —le preguntó. Había leído acerca de ellos en las historias. Seres que se cobijaban en la noche y aguardaban en silencio, indetectables, a que su presa se acercara. Entonces la miraban a los ojos, descubrían su miedo y adoptaban su forma. No se había escrito mucho sobre ellos; hacía más de un siglo que se había avistado al último. 

—Son seres extraños, Sarket. Horribles. Siempre al acecho, siempre hambrientos… y si te atrapan, no te dejan ir. Nadie que haya sido devorado por ellos ha ido al graeth o a ningún otro lado. Todos desaparecen. —Las pupilas de Selene estaban dilatadas de miedo—. Se los comen.

Sarket permaneció en silencio por largo rato, intentando asimilar la información. Los espíritus no desaparecían. Se perdían, merodeaban, pero siempre terminaban en el graeth, y desde ahí reencarnaban. 

Si todo espíritu que engullían aquellas bestias desaparecía, si realmente lo devoraban, Selene debía de parecerles un auténtico banquete de reyes.

—Pero ha de haber una forma de acabar con ellos…

—Si la hay, la desconozco —dijo con una mueca de frustración—. Hasta ahora, los hemos quemado, congelado, electrocutado, aplastado, empalado, agujereado... — enumeraba mientras contaba con los dedos—, y nada, vuelven a las pocas semanas. Nada funciona. No mueren.

—¿Son tantos? —inquirió, extrañado. No era posible que sus números fueran tan elevados cuando habían pasado desapercibidos durante más de cien años.

—No, no es que sean tantos. Es que no se quedan muertos —repitió, describiendo un arco pequeño con la mano—. Vuelven. Siempre vuelven. Y siempre son los mismos. Miras a uno a los ojos y sabes que ese es exactamente el mismo engendro que mataste hace tres semanas. ¿Cómo lo hacen? No estoy segura… aunque tengo una teoría, basada en lo poco que sé de ellos.

Sarket se adelantó un poco para apoyar los codos en las rodillas y verla mejor. Selene, por el contrario, mantenía su espalda recta y rígida, y tenía los puños apretados.

—Como un virus que no puede reproducirse por sus propios medios, usan el organismo humano para replicarse dentro de él. —Aflojó las manos para golpearse las rodillas con los dedos—. Cuando una persona es mordida, su cuerpo entero se vuelve negro y duro como el caparazón de un insecto. Al mismo tiempo, la infección corrompe el alma, carcomiéndola en un espacio de tiempo que puede durar unos pocos días o incluso semanas. Cuando ya no queda nada de la esencia, la coraza se rompe y de ahí sale uno de esos monstruos.

—Los monstruos que vi se transformaban y tenían ojos violáceos, pero... los asesinos eran humanos… y sus ojos eran normales…

—Tienen la habilidad de tomar forma humana. —Sarket abrió tanto los ojos que casi sintió dolor—. Pero esos dos hombres no formaban parte de ellos. Fueron mordidos y ya no quedaban sino retazos de sus espíritus. Sus cuerpos no pudieron adaptarse al cambio. Eran merodeadores. No tenían la misma fuerza ni la capacidad de transformarse. Tampoco podían contagiar la corrupción. Lo que me preocupa es que su presencia quiere decir que ellos estuvieron aquí hace poco… o que algunos siguen aquí. 

Sarket se sintió sobrecogido, mas no pasó por alto la oportunidad.

—¿Cuántos crees que hay?

—¿En la ciudad? Según los libros, siempre andan en grupos de tres o cuatro… salvo cuando hay mucha comida. Entonces forman una jauría que puede estar compuesta por cientos de engendros. 

»Olvídalo ya, Sarket. Siempre hay un infectado que se encarga de traer de vuelta a los demás. Si matas a cien de esas cosas, estás condenando a cien personas también. 

Sarket entendía eso, pero quizás había esperanza. Una idea extraña revoloteaba por su cabeza, y tenía un buen presentimiento al respecto. 

—¿Sería posible atrapar a uno, al menos? 

—¿Atrapar a uno? —repitió Selene. Por su expresión, entendió que lo que había dicho era tan inverosímil que se habría sorprendido menos de ver a Alden bailando en calzoncillos—. No. Se ha intentado, pero se suicida para poder saltar a otro cuerpo. 

—¿Y si restringimos sus movimientos lo suficiente para evitar que lo haga? Si atrapamos a uno y lo entregamos a los investigadores… quizás puedan hallar algo. No, escucha, sé que te parece una locura, pero ¿alguna vez se ha analizado a los demonios del miedo de cerca? —Selene negó con la cabeza—. No poder detectarlos por medios arcanos no quiere decir que su existencia sea tan paradójica y extraña que la ciencia no pueda desentrañar sus secretos. 

—Tienes demasiada fe en tu ciencia —aseveró Selene, recogiéndose el cabello tras la oreja—, aunque es cierto que no sería mala idea atraparlos de tal forma que ni siquiera pudieran moverse, si esto implica que no volverán a resurgir. Valdría la pena probar. —Entrecerró los ojos, pensativa—. Son pesados. Podríamos transmutar el suelo y convertirlo en terreno blando. No necesitan respirar, así que siempre y cuando no los entierre demasiado profundo, sobrevivirán. Son criaturas de cierta inteligencia, capaces de elaborar estrategias simples, como emboscadas, y también tienen gran coordinación. Sin embargo, se agitan con facilidad si hay algún estímulo demasiado potente, y entonces pierden cualquier iniciativa de planificación. — Sonrió a medias—. Será fácil atraerlos a una trampa. Podría funcionar.

Sarket sintió renovadas esperanzas. Entonces intervino Ēnor, quien había estado tan callada que se había olvidado por completo de ella.

Si me permite intervenir, Tsai'kireh, tal procedimiento sería demasiado arriesgado para un beneficio potencialmente inexistente.

Sarket quiso refutar, pero era cierto que era arriesgado, en particular para Selene. Implicaba dejar caer las barreras por un tiempo, quedando visible a cualquier demonio del miedo que estuviera en la ciudad o incluso en la prefectura entera, si sus sentidos eran realmente agudos. Si tenían suerte, solo serían dos o tres. Si no, cabía la posibilidad de que hubiera decenas de ellos y, en ese caso, el área que habría que transmutar sería mucho más grande: cientos de metros cuadrados si estaban dispersos. Sarket hizo un cálculo rápido y constató que, para convertir doscientos metros cuadrados de tierra en arenas movedizas, o algo similar, y transformarlo todo de nuevo una vez que los monstruos estuvieran dentro luchando por escapar, harían falta al menos diez mil pranios. Era más que suficiente para dejar a Selene al borde de un colapso y, si no los había atrapado a todos, quedaría muy vulnerable, incluso con Ēnor protegiéndola. 

—¿Y si tuviéramos más hechiceros? No los comunes, sino de los poderosos… como chievalieri —añadió. Ēnor le miró como si hubiera ofendido a su madre.

—¿Insinúas que deberíamos pedir ayuda del norte? ¿De Setanta? —le preguntó, y aunque no podía ver bien su expresión, supo que tenía la mandíbula apretada. Sarket no entendía qué tenía de malo. Si les enviaba dinero, podía disponer de tres o cuatro chievalieri. Al menos reducirían la carga sobre Selene y podrían protegerla mejor de sus enemigos.

Paz, Ēnor —dijo Selene con un ademán—. Está bien, él no lo sabe. —Se adelantó en su asiento. 

—Me comentaste que su relación era… tensa.

—Es una forma muy delicada de ponerlo. —Se acomodó el cabello, no con el gesto parsimonioso de siempre, sino con brusquedad, y permaneció en silencio por largo largo rato. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono muy bajo—. Cuando interactúo con una persona, usualmente puedo discernir si lo que dice es cierto o no, y distingo intenciones ocultas, pequeñas sutilezas… No con Setanta. Está en una burbuja y de ahí no sale absolutamente nada. No sé lo que piensa ni lo que planea hacer hasta que lo hace.

»Cuando era pequeña, no me importaba mucho. Pasaba la mayor parte del tiempo en mi habitación en la torre mayor del monasterio, leyendo y mirando a los monjes enseñar a los huérfanos de guerra los preceptos del senra’dei, el camino hacia la paz interior. Setanta era fría, pero velaba por mí cuando tenía un ataque, muy frecuentes en mi niñez, y me procuraba lo que necesitaba. Pagó una cuantiosa suma de dinero para que una alquimista talentosa desarrollara la medicina que hasta ahora me ha mantenido con vida. Parece amor de madre, ¿no? —Puso las manos en bandeja y sonrió amargamente—. Con esa medicina, los ataques se redujeron y pude salir de la torre a menudo. Fue entonces cuando me di cuenta de que lo que veía a través de la ventana no era más que un espejismo.

»Setanta había convertido el monasterio en un centro de adoctrinamiento, reemplazando a los auténticos monjes con hombres y mujeres leales a ella y obedientes como perros. Atizaban los miedos de los niños que habían llegado ahí en medio de una tragedia, y el miedo no tardaba mucho en convertirse en un odio férreo. —Respiró hondo para serenarse y retuvo el aire por un momento antes de dejarlo salir—. El senra’dei tiene como propósito hacer entender al discípulo que su cuerpo es un arma y, por lo tanto, ha de tener cuidado al usarlo. Setanta les enseñó que el único motivo por el que tenían un cuerpo era para convertirse en auténticas armas para así vengar las muertes que sus enemigos habían causado. 

»Hablé con ella, no sin estar molesta, pero fui respetuosa. ¿Sabes lo que me dijo? —Su mano describió un arco amplio que, por su velocidad, bien pudo haber sido un espasmo—. «El mejor ejército es el que se cría». Le dije que no consentiría tal cosa, y ella se limitó a asentir. —Selene apretó la tela de sus pantalones con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos—. Esa noche, puso cuatro veces la dosis normal de medicina en mi vaso de agua. Cuando desperté, tenía un inhibidor de prisionero al cuello. No podía siquiera levantar un guijarro en el aire.

Aflojó las manos cuando se dio cuenta de que el espejo vibraba. Respiró muy hondo. Aun así, le tomó varios minutos calmarse del todo.

—Lo siento —dijo Sarket con el semblante apenado. Un inhibidor de prisionero era muy diferente al de tipo terapéutico que necesitaba Selene, concebido por una mente perversa como instrumento de tortura siglos atrás. Su apariencia era la de un grillete pesado e indestructible. Tan pronto como se cerraba en torno al cuello, su tacto frío abrasaba la piel y la energía vital era contenida, acabando de forma efectiva con cualquier posibilidad de hacer magia. Para un hechicero, aquello era como ser mutilado. Sin embargo, lo peor venía después, cuando el uso prolongado del inhibidor provocaba la inflamación del sistema pránico. Hacía sentir como si cada nervio se hubiera transformado en una aguja de filo infinito.

Una madre que podía hacerle eso a su hija no merecía hacerse llamar madre.

—Yo era inútil para ella —murmuró. Su voz era desigual y mantenía la cabeza gacha—. ¿De qué le servía un dios si caía al suelo y se retorcía como un insecto con las patas hacia arriba cada dos por tres, si ni siquiera mostraba interés en su guerra y no la respaldaba? Sabía que si me mataba mi espíritu arrasaría con todo... así que me tuvo prisionera durante catorce años.

»Sarket. —Alzó la cabeza y vio la rabia en esos ojos, fría y calculadora. Faltaba poco para que estallara en una ira incontenible y abrasadora—. El único motivo por el que Setanta no ha enviado chievalieri es porque le advertí que si veía a uno rondando por aquí lo incineraría en el acto, tuviera el blasón del halcón o no, fuera suyo o no. No puede capturarme ahora, por lo que me mantiene cómoda y aguarda. Si pido protección, enviará a una decena de sus guerreros, y cuando baje la guardia o sucumba ante un ataque, nos doblegarán a Ēnor y a mí y nos enviarán de vuelta al monasterio. Setanta no nos dejaría escapar una segunda vez.

Sarket atinó a asentir. No podía imaginar lo doloroso y humillante que debió de haber sido estar en esa situación para Selene. Se avergonzaba de haberle pedido que considerara la ayuda de Setanta. Alzó la cabeza cuando sintió las manos de ella deslizarse entre las suyas y dar un ligero apretón. Esbozaba una de sus medias sonrisas melancólicas y encantadoras.

—No te sientas mal. —Apretó de nuevo y le besó en la sien, justo en ese punto que le producía cosquillas—. Debemos irnos ahora. Podremos seguir hablando cuando salgas de este lugar —dijo con suavidad. Ēnor y ella se miraron un instante de una manera que Sarket no pudo interpretar. 

Selene se despidió de él con un beso fugaz pero cariñoso y, al incorporarse, le mesó los cabellos de una forma casi juguetona. Él no pudo evitar atraerla hacia sí y rodearla con sus brazos. Poco después, la dejó ir. 

Debió haberlo sabido. Debió haber reconocido en esa mirada fugaz la decisión compartida, el camino que iban a tomar.

Cuando finalmente lo dejaron volver a casa, una semana después, había una cajita negra y una nota sobre su escritorio. Selene se había ido.

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