Capítulo 16
Selene había dejado de hablar y tenía una mirada de mil metros. Nervioso, Sarket le puso una mano en el hombro y presionó con delicadeza. Una mirada desenfocada y una crisis de ausencia eran los primeros síntomas de un ataque.
—Estoy bien. —Sacudió la cabeza a la vez que se masajeaba los párpados con los dedos—. No te preocupes por cada cosa, no estoy moribunda aún.
Apretó más la mano sobre su hombro para que viera que su agarre era firme. Él se relajó, pero tenía tantas preguntas que no podía estarse callado.
—Selene, ¿qué tiene que ver la historia con todo esto? —inquirió con cautela. Ella esbozó una sonrisa de complicidad.
—¿Dudas de mí? —Sarket negó con la cabeza, aunque fue un gesto poco convincente—. ¿Eres religioso?
—A decir verdad, no.
Ella se dirigió a una estantería que estaba a reventar de gruesos libros de cuero. Sacó un tomo viejo y lo hojeó un momento.
—A decir verdad, yo tampoco —dijo con una sonrisa torcida. Dio con la página que buscaba tan rápido que era evidente que se sabía su ubicación de memoria—. Pero resulta curioso la miríada de coincidencias que hay entre las miles de religiones, ¿no te parece? A ti te debió llamar la atención, cuando menos. —Sarket se limitó a asentir—. Siempre son cinco dioses creadores: el dios del sol, el del cielo, el de la tierra, el del tiempo y el de la vida, en ese orden. Y siempre hay dioses que descienden y se encarnan en seres mortales para engendrar hijos. —Depositó el libro sobre la mesa de tal modo que él también pudiera leer—. Orígenes, capítulo uno, versículos del diecisiete al diecinueve. Dice: «La vida se hundió en los mares, pobló la tierra y surcó los cielos. Así fue como nacieron las bestias y los hombres. Y, viendo los dioses que eran maravillosos, habitaron cuanto cuerpo desearon».
»Ah, pero ese es solo este libro. Este de acá es el libro sagrado de Zei. Dice: «Los divinos descendieron de la montaña sagrada y se juntaron con las bestias antiguas. Cobraron carne y sus hijos poblaron la tierra». ¿Ves? A más de dos mil kilómetros de aquí, una cultura completamente diferente cree lo mismo.
Siguió sacando libros y leyendo pasaje tras pasaje, traduciendo con soltura los que estaban en idiomas que él no conocía. Los dejaba en la mesa tan pronto como terminaba con ellos.
—Y esos son solo unos pocos libros sagrados de entre las miles de religiones del planeta, sin tomar en cuenta las sociedades que no tienen escritura. En los desiertos al este de aquí, los nómadas cantan las historias de al menos cuarenta moradores del cielo que tuvieron una numerosa descendencia. ¿Cómo explicas que incluso en las culturas más aisladas, descubiertas hace no más de cien años, se narren las mismas historias con ligeras variaciones?
Sarket miró los libros que Selene había apilado en la mesa de centro. Eran más de veinte, todos viejos y escritos en diferentes idiomas, pero no necesitaba entenderlos porque había leído y oído muchas de las historias que tanto gustan a los niños. E incluso de niño, inocente y crédulo, le resultaba muy extraño que las leyendas fueran siempre las mismas con pequeños cambios. Extraño porque hacía doscientos años, comunicarse con alguien más allá de los mares era casi imposible. Se decía que todo barco que se adentraba en altamar terminaba irremediablemente en El Ojo de Oríeme, una tormenta gigantesca en el centro del mundo, o iba a parar a los Confines, donde caía al vacío.
No fue sino hasta que se descubrieron las islas Disímidas cuando se pudo establecer una ruta de comercio segura entre el oeste y el sur, desde donde se podía tomar, a su vez, el estrecho de Valimer hacia el norte.
Por lo tanto, resultaba curioso que todas las civilizaciones, aisladas por milenios y con niveles de desarrollo distintos, tuvieran religiones diferentes pero compartieran el mismo concepto de dios y la adoración hacia cinco deidades principales y muchas más subordinadas. Curioso también que hubiera semidioses. Y en todas las leyendas había un gran evento que marcaba la ruptura del vínculo entre hombres y dioses, y siempre era causado por un rey con una espada, una daga o un martillo. Siempre un rey que le había declarado la guerra a los dioses por arrebatarle a su hermana y amante.
Miró a Selene, quien aguardaba al otro lado de la mesa de centro con una mirada expectante. Comenzaba a comprender su naturaleza y a creer en ella. Alden se lo había dicho también: no era humana, su alma era blanca como la nieve y brillaba como una estrella caída de la faz de la noche. Si ella le decía en ese preciso momento que era una moradora del cielo, tal vez la creería, solo que las historias de los dioses con cuerpos mortales terminaban con el Cataclismo.
—Si los dioses solían descender y habitar cuerpos mortales, ¿por qué no lo hacen ya? —le preguntó—. O al menos parece que no lo hacen tan a menudo, porque según las leyendas podía haber decenas de ellos en la tierra al mismo tiempo.
—Hay decenas de dioses, la mayoría sin nombre. Son los guardianes de los bosques, los protectores de los mares, los patrones de los huérfanos… Se les otorga muchos roles menores que las deidades mayores han desdeñado. —Volvió a sentarse junto a él—. Pero esos son dioses que descendieron antes del Cataclismo y que, por un motivo u otro, han logrado sobrevivir en el mismo cuerpo por milenios. Los demás no descienden, y esta leyenda explica por qué…
Antes de que pudiera continuar, Ēnor entró a la biblioteca con una segunda bandeja que, de alguna forma, logró balancear entre las dos pilas desiguales de libros. Tomó una taza de té humeante y aromático y se la ofreció a Selene, que la aceptó con una sonrisa. Como la primera vez, Sarket no tocó su taza. No era tan entusiasta del té como los accadios.
—Pensé que podría estar sedienta, Tsai’kireh. —El velo de su sugestión no era tan denso ahora que Sarket sabía del truco, y aunque no podía distinguir sus facciones con claridad, sí atisbó el afecto en sus ojos. Ēnor se sentó junto a Selene y se tumbó hasta tener la cabeza en el regazo de la joven a la que servía.
—Lo estoy. Gracias, Ēnor.
Sarket las observó cada vez más pasmado. Se percató de la gentileza de sus interacciones y la absoluta adoración que expresaban sus ojos grises. Sabía que las mujeres tenían permitido un trato mucho más cercano que los hombres, quienes solo debían tener contacto físico en los deportes más rudos, las peleas y la muy ocasional muestra de aprecio viril. Aquello, sin embargo, iba más allá de un trato cercano.
Selene percibió su incomodidad.
—Nuestro vínculo está completo —le dijo con una sonrisa taciturna—, por lo que siente la necesidad irreprimible de estar cerca de mí y además anticipa mis deseos. Así es la naturaleza del lazo que nos une.
Ēnor no le prestó atención, sino que gozaba de la proximidad. Sarket sabía que la atracción entre ellas no era de carácter sexual. Tal vez la de Ēnor sí, pero Selene no podía corresponderle: era demasiado joven aún, además de que su enfermedad había estancado su desarrollo. Al ser dim sonne, era incapaz de sentir deseo. No obstante, no pudo sino sentirse incómodo y, en un ataque de celos o de torpeza, decidió interrumpir.
—La joven de la que estabas a punto de hablarme era su hermana, ¿no?
—¿Hmm? —En ese momento estaba demasiado ocupada enredando sus dedos en el cabello de Ēnor—. Oh, sí. Media hermana, para ser más precisos, aunque también tenía buena parentela.
—¿Y realmente…?
Selene tardó un momento en entender el gesto.
—Sí. Es difícil explicar con palabras el efecto que tenía en los hombres. Más que hermosa, era irresistible.
—Pero era su hermana —dijo Sarket con una mueca, con lo que Selene hizo un ademán ambiguo. Se inclinó y murmuró una petición al oído de Ēnor. Ella se irguió, desvaneciéndose el velo brumoso que cubría su rostro. Aquella vez, Sarket no apartó la mirada; no quiso apartarla. Ante sí estaba una mujer de facciones absolutamente impecables, como si el artista más hábil de todos hubiera esculpido el óvalo perfecto de su rostro con suaves caricias de su cincel y eliminado cualquier aspereza con la lija más fina: cejas delgadas, ojos preciosos, nariz perfilada, labios… unos labios indescriptiblemente apetecibles.
Y un cuerpo que podría reducir a cualquier hombre a un mero charco de lujuria. En aquella postura, inclinada a un lado y apoyada en ambos brazos, la turgencia de sus senos se realzaba. La depresión de su cintura se invertía poco a poco hasta convertirse en la curva de su cadera, y de ahí se inclinaba hacia su muslo. Sarket se encontró deseando tocarla de pies a cabeza.
La voz de Selene sonaba distante.
—Es la bendición de Ivenne. Los hombres no pueden dejar de mirarla a menos que se oculte de sus ojos usando sugestión —dijo con voz queda—. Ya es suficiente, Ēnor. —Los contornos de su cuerpo y las facciones de su rostro se difuminaron de inmediato, quedando como único punto reconocible sus ojos grises. Sarket se percató de que la había estado mirando sin discreción y agachó la cabeza, abochornado.
—Al ser la hija de Ivenne, la princesa no podía usar sugestión como lo hace Ēnor, quien es apenas su descendiente lejana. En esos casos en los que la bendición obra con semejante fuerza, la tentación es tan grande que la línea entre lo moral y lo inmoral desaparece. —Selene dejó la taza en la bandeja—. Pero me atrevo a decir que Maelstrom no solo la deseaba, sino que se enamoró de ella como nunca antes se había enamorado de nadie.
Eso va más allá de los efectos de la bendición. —Se reclinó de nuevo y Ēnor volvió a posar la cabeza sobre su regazo—. Ya que estamos hablando de esto, será mejor que presente a la princesa como es debido.
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