Capítulo 14

Muchas historias narran las innumerables maravillas de Sonak. Los eruditos afirman que sus paredes estaban hechas de oro y que el palacio era un gigantesco diamante tallado. Son exageraciones, variantes que se producen con el paso del tiempo. No había minas de oro ni de diamante cerca de Sonak, sino de hierro celeste, con el que sus herreros forjaron las espadas del mejor acero que haya visto el hombre; las batallas más arduas no hacían mella en su filo ni se quebraban ante los embates de las armas enemigas. A base de tajos y cortes, los sonakis expulsaron a las demás gentes de las fértiles tierras elevadas y erigieron su capital entre los riscos empinados de Khut.

En pocos años se alzó la primera muralla en torno a su ciudad. Cuando esta creció, construyeron otra a dos kilómetros de la primera. Cuando ese espacio se llenó, erigieron otra más, dos kilómetros más allá de la segunda, y así hasta llegar a la novena. Nueve muros de sólido basalto negro que celaban las espléndidas casas de techos rojos y las magníficas torres que, cual agujas, atravesaban el cielo, así como los níveos templos cuyas campanas de bronce no dejaban de tañer en un maravilloso estrépito: campanadas con la suavidad del viento, campanadas con el clamor del trueno, campanadas con la gentileza de una caricia.

¡Ah, majestuosa Sonak, una joya entre las ciudades! Lo que daría por volver a verla, por subir a sus torres blancas, por beber de sus fuentes, por oír el imperecedero canto de sus campanas. ¡Y por ver el palacio! Una maravilla tallada en la montaña cuyo interior relucía con joyas incrustadas. 

El ignorante pensará que los sonakis eran solo unos despilfarradores con gustos hedonistas, pero eso es solo porque el verdadero ignorante no es más que un pobre diablo que no reconoce la verdadera belleza. La verdadera belleza no está en la obra, sino en el proceso que lleva a su creación. Y en eso los sonakis eran unos artistas. ¡Con qué empeño erigían sus edificios! ¡Con qué entusiasmo pintaban sus obras! ¡Con qué dedicación esculpían sus estatuas! 

No hay criatura, divina o mortal, que pueda siquiera pensar por un momento que los sonakis eran gente con suerte. Destacaban porque se esmeraban en lo que hacían, y cualquiera podría ver la belleza en ello. Hombres de Estado de otros lugares del mundo entraban a la ciudad y se hacían humildes al ver a los soldados marchando en las plazas, al oír a los músicos tocando en los templos y al beber del vino que brotaba de las fuentes. 

Maesltrom nació en esa ciudad bendita como el candidato favorito al trono. ¿Cómo no serlo, si su divina parentela le confería la fuerza de un toro bravío, una sonrisa luminosa y un encanto que no hacía más que crecer con cada sol que despuntaba del este? Y el rey acertó con el nombre que escogió para su hijo, pues los sonakis eran guerreros consumados y apreciaban la proeza en batalla. A los cinco años, el joven príncipe derribó un buey enardecido que había escapado del altar de sacrificios del templo. Dos años después, venció a diez hombres con su espada de madera en una lucha justa. 

Era todo un prodigio. Con semejante talento habría sido fácil caer en la arrogancia, pero no, no un sonaki. Era fuerte y disciplinado, y aunado a su portentoso talento natural, se hizo el individuo más amado de todos. Sus hazañas y virtudes no hacían más que enaltecerlo a los ojos de su padre y de la gente que pronto estaría bajo su poder.

Sin embargo, no solo era fuerte, sino también muy inteligente. Bajo la tutela de incontables eruditos, descubrió los secretos de la alquimia, la metalurgia, el runemal y muchas otras ciencias y artes. Estudió y se hizo sabio. A los diez años, se unió al consejo de guerra presidido por el rey Lut y, junto a su padre, ideó una estratagema para acorralar al ejército sidio y hacerse con sus minas de wolframio. Y así, en menos de un mes, Sonak era doblemente rica.

También era un compositor maravilloso y dominaba un instrumento tras otro, arrancando las notas más apasionadas de las cuerdas que rasgaban sus dedos, las más profundas de los tambores que golpeaban sus manos, las más alegres de las flautas que soplaban sus labios... Sin poder evitarlo, la gente lloraba y reía, aplaudía y bailaba.

—Semejante prodigio ha de ser un regalo de los dioses —se decían los cortesanos entre ellos. Tales eran las alabanzas que recibía el príncipe de Sonak, y su corazón se henchía de orgullo. 

Muy lejos de la ciudad, otro niño era alabado de la misma forma. 

***

Los nírides no eran maestros agricultores ni metalurgos ni mamposteros, pero no eran salvajes. En un pasado remoto, la diosa de la vida y la muerte, para ellos innombrable y para nosotros Fraer, había descendido también, se había apareado con un kasidhe e insuflado con su hálito divino a sus descendientes de manera tal que no sufrieran enfermedad alguna ni muerte precoz. Estos des-cendientes se dispersaron por el mundo y uno de ellos, Áldima, halló hogar entre los nírid, a quienes bendijo con fuerza y prosperidad. 

Así pues, los nírides no tenían que cultivar, ni trabajar el metal ni construir en piedra, puesto que la tierra les ofrecía sus frutos sin esfuerzo y sus enemigos caían aplastados bajo la fuerza de sus manos desnudas. Pasaban sus vidas celebrando la naturaleza, riendo y cantando.

¡Y qué maravillosa era su música! ¡No usaban otro instrumento que sus propios cuerpos! Pisotones poderosos como un temblor, voces límpidas como el agua, golpes expresivos como un tambor, siseos largos como una serpiente, chasquidos sonoros como un látigo, susurros sensuales como la caricia de un amante… 

Andaban semidesnudos y algunos de ellos no usaban ninguna ropa. Por su aspecto, no sería difícil declarar que eran salvajes y, como los sonakis, también hedonistas, pues no había tal cosa como el matrimonio y carecían de pudor con respecto al sexo. ¡Otra equivocación más producto de un juicio estrecho! Puede que no se casaran, pero existían entre ellos lazos duraderos de amor, igualdad y respeto. Iban desnudos, pero pintaban diseños intrincados sobre sus pieles cobrizas: hojas verde vivo, flores rojo ocaso, aves azul turquesa... Se perforaban las orejas con las plumas que caían de las aves y se adornaban los brazos y piernas con fibras vegetales multicolores. 

Rehusaban ingerir carne, ya que implicaba sufrimiento innecesario en una tierra que estaba colmada de dádivas. Los niños eran todos hermanos e hijos de todos, y jugaban con los ciervos, con los loros y con los jaguares. No había posesiones ni moneda de cambio, aunque sí posiciones sociales, bastante vagas y nada relevantes en la mayoría de los casos. 

Kiretach, hijo de Hakobach, nació con demasiadas bendiciones incluso para una gente tan bendita como aquella. Su alma era antigua y, por algún error, pensaba el chamán, había traído consigo los recuerdos de otras vidas y experiencias, por lo que a su edad ya sabía mucho más de lo que un anciano erudito podría aspirar a saber jamás. 

Los nírides no tenían por costumbre comerciar con otras gentes, pero sí recibían a quien entrara en los dominios de Áldima, siempre y cuando carecieran de segundas intenciones. Así fue como Kiretach conoció a trotamundos y artistas itinerantes que, asombrados por su belleza y sabiduría, no tardaron en esparcir la voz del pequeño prodigio. 

Cuando Kiretach tenía cinco años, acudió a él un consejero. Quizás por curiosidad o con el motivo de burlarse de las supuestas bendiciones del niño, le planteó un caso que atormentaba al rey: un hombre endeudado había abandonado a su mujer y a su hijo, y había vuelto tres años después. Según la ley, la ausencia de uno de los consortes por más de un año y un día era motivo de anulación. Él le endulzó los oídos, pero ella no quería recibirlo en su lecho ni permitirle siquiera la entrada a su casa, así que se presentó ante el rey y rogó quedarse con el niño, aunque fuera porque lo amaba profundamente.

El rey no sabía qué hacer, pues un hombre que abandonaba su morada no tenía derecho a nada, pero este lloraba arrepentido y aseguraba que no había tenido más alternativa que marcharse por unas deudas, que ya estaban saldadas. El consejo no podía decidirse.

Kiretach dio con la solución de inmediato.

—Venda al niño como esclavo. —El consejero lo miró con ojos desorbitados. Aquello iba más allá de lo tolerable. Cuando volvió a su país y volvió a tener a los padres ante sí, entendió las verdaderas intenciones de Kiretach y aconsejó al rey decretar que el niño fuera vendido por cuatro monedas de cobre. La madre le imploró que no lo hiciera, que la vendiera a ella, mientras que el padre exigió quedarse con dos monedas. Entonces quedó claro con quién debía permanecer el niño y el padre volvió a desaparecer.

A partir de ese momento, vinieron cada vez más hombres de poder a Nírida con la esperanza de consultar al niño. Muchos lo invitaron a sus propios reinos y le ofrecieron riquezas. Kiretach aceptaba por cortesía, pero siempre volvía con las manos vacías, pues él era un nírid y los nírid no tenían más posesión que sus propios cuerpos. Así, se ganó un nombre y la confianza entre los señores de la región.

Él los lideraría cuando llegara la guerra.

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