Mark

Mark tomó mi mano en una caricia y desplegó mis dedos sobre su palma para observar mi nuevo esmalte.

—Muy lindas, cariño.

—Gracias. —Mi voz se había apagado esta última semana  pero nunca me olvidaba de agradecer sus elogios. Siempre trataba de mostrar un poco interés y cuidado hacia mí misma y más porque a Mark le encantaba. Incluso el sugirió el color que terminé eligiendo: rojo. Tan tradicional como vívido.

—Ujum, este color me fascina —reiteró.

Yo trataba de complacerlo cuando sus ojos clamaban mi atención. Ya la sed pasional se había apagado entre nosotros, pero seguíamos siendo pareja, y aunque la propuesta de casamiento no llegaría por ahora, vivíamos juntos y Mark era muy atento y protector conmigo.

Le gustaba sugerir los vestidos que me pondría a la mañana siguiente, frotaba mi cabello rojizo entre sus dedos cuando llegaba del trabajo e incluso recalcaba lo sedoso que se insinuaba al tacto, y aunque nunca mencionaba los nudos que se encontraba, por la noche me ayudaba a cepillarlo.

Mark era profesor de psicología en la Universidad y aunque yo estaba graduada de servicio social nunca llegué a ejercerlo porque lo conocí antes. Era alto, de cabello castaño, mandíbula cuadrada, ojos pequeños y gafas de pasta. Me había cautivado su temple de simplicidad y pulcritud.

A él le aterraba que yo terminara cuidando a ancianos en casas desconocidas así que cuando formalizamos terminamos alquilando un departamento.

Yo siempre ostentaba una gran sonrisa y actuaba como si  fuera la misma de hace unos años pero en realidad no era del todo así. Las sombras negras bajo mis ojos habían apagado un poco la lozanía, mi cabello llegaba a mis omóplatos cuando antes me rozaba las caderas.

Estaba más enjuta y portaba pómulos más pronunciados pero Mark decía que parecía una modelo digna de ser mimada al máximo. A veces él me daba de comer solo por diversión, me cepillaba los dientes, me besaba en la mejilla antes de dormir, compraba mi loción,  mi ropa interior, maquillaje, libros, vestidos, pañuelos, horquillas, me advertía cuando hacía mal o bien e incluso fichaba las visitas a mis padres.

Hace un tiempo me regalaba pulseras y pendientes preciosos, todos con un perfume diferente, detalle que me sobrecogía. Nunca se me olvidaría esas mañanas plácidas de fines de semana, él estando enfrente mío, erguido sobre el umbral y mirándome, para darme los buenos días.

Era encantador.

Me llevó hasta la cocina y me sentó en una mesa de mantel orlado. Me acomodé en la silla y él extrajo de la alacena un cuchillo carnicero.

Mis nervios y cuerpo permanecían flácidos hasta que algo los hizo tensar.

—Hoy cenaremos carne, Ellen.

Tragué saliva. Se me estrujo el estómago y el mareo brotó de mi interior.

—¿Carne?

Arrugué el mantel de forma instintiva en un esfuerzo para fingir fortaleza. Mi novio asintió.

—¿De qué es?

De una bolsa azul extrajo otra más chica con las manchas interiores características de la sangre.

—De gato.

Me erguí y cuadré mis hombros. Mis dedos se entrelazaron y respiré con lentitud para evitar un ataque de pánico. Era muy susceptible a la ansiedad.

Mark resopló sin poder aguantar sus mejillas embotadas de aire y cuando abrió la boca las sonoras carcajadas hicieron eco en la cocina.

—Es de cordero. Trataré de hacer mi mejor esfuerzo para que esté deliciosa. —Asió la masa sangrante y la colocó en un bol.

—No creo que pueda comerla. Desde hace tiempo que me está dando náuseas la carne.

—Sé que esta te gustará.

—Esta vez creo pasar, amor.

El filo del cuchillo resplandecía entre sus manos. Después de lavarla, cortaba la carne deslizando la hoja por todo el músculo rojo, desmembrando sus fibras en una parsimonia minuciosa.  

—¿Mark?

Tuve el impulso de irme del asiento, estaba muy inquieta por esos días. Pero no serviría de nada evadir la situación.

—¿Mark?

Seguía sin responder. Parecía concentrado en su tarea, silencioso y ecuánime.

—Mark... voy a probarla y te diré si no me gusta. Creo que es mejor así.

Dio una última cercenada y colocó los pedacitos en otro bol. La precisión era robótica.

—Tienes los ojos muy bonitos, Ellen. Me encantan.

Yo sonreí con amplitud.

—Gracias. Siempre me lo dices.

—Y me gusta tu lunar.

Rocé la manchita izquierda con mi índice y repetí el agradecimiento que casi se me quebró entre los labios.

Con el paso de las horas, Mark me preparó el baño, cenamos —fue una gran dificultad engullir la mitad de mi porción de cordero— y me dirigí al dormitorio. Teníamos habitaciones individuales. Esta vez Mark no se presentó a darme el beso de buenas noches.

Tomé mis medicamentos neurolépticos con un sorbo de agua y me acurruqué en las sábanas, temblando. Hace seis meses Mark había dicho que le gustaba mi largo cabello después de haber tenido una discusión. La última. Hace cinco meses y tres semanas terminó cortado por encima de los hombros. Supe diferenciar los matices de sus palabras, cuando algo le encantaba estaba feliz, pero cuando decía que le gustaba, ocultaba su enojo.

No dormí bien esa noche.

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