XVI - Arsonist Lullabye

Estoy acostada en mi cama cuando pasa. Sin importar lo que haga, no me siento cómoda. El cuerpo me duele, el alma pesa tanto que actúa como fuerza gravitacional.
La musica, siempre estridente, rebota en mi cerebro y martillea contra mis sentidos, entumeciéndolos como si de un bálsamo se tratase. El ritmo es pesado, irreverente. La letra hace pensar demasiado, la voz invita a dejarse llevar.
Me da la impresión de que quizás la música buscar llenarlo todo. El bajo me marea y la risa que emito es más similar a una tos seca.
Entre un marco de pestañas, el techo se vuelve humo y la habitación entera estalla en fuegos de mil colores. Debería maravillarme, mas no lo hace. Cuando respiro lo hago rápido, superficial y fuerte, como un animal. Casi resoplando.
De la nada todo mi cuerpo comienza a danzar con aquellos movimientos que conozco a la perfección, sumergiéndose en un frenesí dramático y carente de gracia. La lengua se tiñe de rojo en medio del éxtasis.
Mi mano se abre sin yo quererlo, lánguida, y el plástico resuena contra la loza helada. Mi último recurso ha caído.

Funcionó.

Por fin.

No más ojalás, no más "y sí".

No más.

Cuando me levanto lo hago sin esfuerzo alguno. Al principio mi espalda forma un arco precioso, tan imposible que ya no puedo ver el techo; mi cabeza, vuelta hacia atrás, hace que mi pelo caiga en una cascada oscura sobre mi cuerpo que, con ojos vidriosos, yace aún sobre el colchón. He acabado como la imagen de la decadencia.
Incómodos, mis ojos se clavan en la pared despintada; entonces, con un solo movimiento antinatural, estoy de pie. A centímetros del suelo. Levitando.

Para cuando las puntas de mis dedos tocan el piso, todo comienza a vibrar al ritmo de la última canción que puse en la radio. Intento estabilizarme, pero el mundo se sacude con ímpetu -lento, rápido, lento, rápido- hasta que caigo. Estando de rodillas, solo noto el zumbido en el fondo de mi cabeza cuando avanzo a gatas. Me incorporo ayudada por el marco de la puerta. A partir de ahí solo voy dando tumbos.
Choco bruscamente contra las paredes a medida que camino. Izquierda, derecha, izquierda de nuevo. Trato de aferrarme a algo con desesperación, lo que sea... no lo logro.
Avanzo pegada al muro más cercano, arrastrando la mejilla y palpando con las manos, hasta que todo en derredor comienza a girar con rapidez al ritmo de la percusión y me desplomo cada vez, como en un baile sombrío.

Un giro. Izquierda.

Tres giros. Mi cabeza toca el techo.

En mi ultima caída, paro. Apoyo mi frente contra mis rodillas y me rodeo el cuerpo con los brazos. Las sienes me laten, hilillos de escarcha brotan de mis ojos y bailan en el aire. Nada cambia.

Por un rato, cruzando el final de un pasillo que se me hace interminable, no me queda otra que arrastrarme.

Cuando llego a la cocina y logro levantarme de nuevo, tiemblo. La melodía y el mundo se han calmado -por ahora.
Alzo la cabeza y veo a mamá contra la encimera, tan ensimismada en sus tareas como siempre. La abrazo por detrás, y una disculpa implícita comienza a rondar el aire. En la mesa mis hermanos juegan, él ríe en brazos de ella, que lo mira con adoración. Yo los beso a ambos en la mejilla, pero solo él me mira. Un ardor indescriptible se instala en mi pecho. Parpadeo, apartándome de forma instintiva. Mi boca se tuerce hacia abajo en una mueca de dolor cuando un amago de anhelo ronda su diminuto rostro.

Debes seguir, escucho. La voz proviene de mí, mas no me pertenece.

«Pero... voy a extrañarlos».

Debes. Seguir. Repite.

En el momento en que llego al salón, mi gato se retuerce contra mis piernas, sus ojos me transmiten algo que no sé ni quiero descifrar y yo me agacho para acariciarle, pero no puedo. En cambio, solo llego a doblarme sobre mí misma. A pesar de que resulta molesto, lo intento un par de veces más. No puedo.

DEBES SEGUIR.

Lo hago. No me muevo por voluntad, sin embargo. No del todo. Desde el principio he avanzado con una determinación impropia. Una muñeca rota, manipulada por hilos invisibles.

Al darme cuenta, tengo frente a mí la salida.

La puerta, y ante ella dos figuras masculinas: un anciano y un adolescente. Ambos me observan, expectantes. Voy hacia ellos y es el anciano quien da el primer paso. Me toma por los hombros para besarme la frente, yo cierro los ojos, evocando la nostalgia, y cuando los abro ya no está ante a mi si no a mi lado, sonriendo, empujándome con suavidad. Entonces el chico se acerca en un silencio que parece contener cada secreto del universo y me abraza. Finalmente. Me sostiene con firmeza contra sí.

Sus labios se mueven cerca de mi oído. Pero el tiempo es inclemente y no se detiene. Lo que sea que haya dicho, no lo escucho.

Con una mano aún extendida hacia ellos, y una estela de escarcha que baja hasta mi mentón, soy nuevamente empujada -o halada, o ambas cosas. Y enajenada, continúo mi travesía.

Ante mí se despliega un cielo nocturno que parece no tener fin y carece de estrellas, y nubes, y todo excepto una luna llena que, orgullosa, se yergue en el centro de todo. A mis pies, como si de un espejo se tratase, el mismo cielo se refleja en un mar que carece de profundidad. Contemplo el paisaje durante un segundo. Todo es infinito y oscuro. Un mundo vacío.

Me encuentro de cuclillas, tan ensimismada contemplando mi reflejo en el agua, que cuando noto que no estoy sola, es demasiado tarde. Desde todas partes, incontables figuras vienen andando hacia mí desde los confines de este lugar, o surgen desde lo más hondo de la tierra. A la izquierda, muy cerca, uno de ellos se levanta atravesando el agua cristalina. No se moja, y su traje, que consiste en una capa larguísima - tanto que le tapa el rostro y los pies-, tampoco. Al ponerse de pie se agarra de mi pantorrilla y siento el pánico reptar por mi espalda.

De pronto me veo rodeada por tres círculos inmensos de estas personas vestidas solo con capas color sangre coagulada. La música sigue sonando a lo lejos. Una cacofonía que proviene de todas partes y ninguna a la vez.

Los cuerpos, como títeres humanos, se mueven hacia mí al unísono.

Abren sus bocas en un solo movimiento y en un coro infernal, aullan aquella canción que no termina.

Yo intento echar a correr entre ellos, y al esquivarlos terminamos en medio de una coreografía un tanto siniestra. Todos nos movemos como impulsados por un algo más grande, una presencia opresora que no hace más que juguetear con nosotros.

Corro y corro pero no avanzo. Ellos se ciernen sobre mí pero no me atrapan, yo me agacho, me levanto, doy vueltas. Ruedo por el suelo, me ahogo.

Y me tienen.

Cierro los ojos. No pasa nada. Si cierro los ojos no pasa nada.

Terror.

Unos dedos larguísimos se ciñen a mi muñeca y tiran. Un grito busca emerger desde lo más hondo de mi ser -nada sale, solo la expresión queda, y como en un concierto de rock, la multitud me levanta por sobre sus cabezas; soy pasada de mano en mano siguiendo el movimiento de las olas, voy y vengo, vengo y voy. Siento dedos huesudos por todas partes, clavándose, rozando, perforando. No puedo hacer mas que retorcerme.

Entonces me sostienen con más firmeza, justo antes de lanzarme hacia la noche.

Por un instante, vuelo. Y todo rastro de miedo se evapora. Los brazos extendidos como alas, los ojos bien abiertos, la escarcha brotando de estos. Esto debe ser la libertad.

Ellos repiten la acción una, dos, tres veces: me sostienen y me lanzan. Cada vez que lo hacen, mi pecho convulsiona. Sube y baja con extrema violencia. Yo suelto una risa extraña. Cuando acabo de caer no siento nada. Soy infinitesimal.

Y no me importa.

Al ponerme de pie veo que siguen a mi alrededor, pero ahora no son más que un amasijo de cuerpos inertes yaciendo, unos sobre otros, en el pequeño océano creciente.
El líquido, ahora más parecido al alquitrán que a otra cosa, me llega ya hasta los tobillos, por lo que, al vislumbrar una gran pila de cuerpos, subo sin dudar. Al hacerlo piso cabezas, piernas, torsos, y un par de manos me ayudan a subir cuando resbalo y me veo a punto de caer. Y ahí, de pie en la cima de una torre tambaleante de personas. Sobre una negrura avasallante, con todo moviéndose, pienso en lo que he hecho y en lo que no. No soy quien vive la paz, soy el caos y quien lo siembra. La bandera negra de la anarquía ondeando sobre el blanco pisoteado, la manzana de la discordia a medio comer.

No respiro.

No puedo.

No quiero.

Los cuerpos se mueven, la pila se abre justo a la mitad en forma de túnel y mis huesos impactan contra el suelo antes de volver a ser alzada por los encapuchados. Vuelvo a volar hacia la noche, ojalá pudiera quedarme así siempre. O llegar hasta la luna y cogerla por un cachito. Pero sé que mi destino está más allá. Más abajo -o arriba, depende de como lo veas.

No conozco mi destino, pero está más allá.

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