XIII - Sombras


Una última calada. 


 Una última exhalación. 


 Un espiral de humo ascendiendo hasta volverse uno con el cielo y una colilla a medio consumir cayendo, impactando contra el frío suelo en un ruido sordo. Una figura que, recargada bajo la luz mortecina de una farola, veía el humo envolver su ser y luego perderse entre las nubes. Una brisa gélida de esas que calan hasta el alma. A lo lejos, un leve crujido. Casi inaudible. Un escalofrío que inició un recorrido desde su espina dorsal hasta los dedos de sus pies. Aquel individuo se estremeció, sin estar completamente seguro de que se debiera al frío. Hacía días que se sentía observado. Hacía días que tenía un terrible presentimiento. Escudriñó con la mirada cada recoveco y cada callejón de la desolada avenida. No se veía ni un alma. Como siempre, estaba solo. Después de todo, tal vez se había vuelto un poco paranoico. Tal vez fuese la edad, como decía su amigo Fermín. En un ademán que denotaba nerviosismo, pasó una mano por sus cabellos encanecidos, peinándolos hacia atrás y, no muy convencido, decidió ignorar sus instintos, al menos por esa vez, y volver a su casa.


La librería que su padre le había dejado como herencia siempre le pareció un lugar mágico. Pero esa noche, al atravesar el umbral de aquel lugar que desde niño le había hechizado, lo sintió vacío. Se sintió incompleto. Su encanto se le escapó de entre los dedos al intentar tomarlo con las manos, cual granos de arena. Ya no le parecía suficiente. Ya no era suficiente. Ahora, al entrar, veía únicamente la aglomeración de recuerdos que aquel viejo mostrador ocultaba. Los secretos que sus paredes escondían. Las miles de historias que guardaban. 


El horror. 

El odio. 

 El pecado.


El hombre seguía de pie junto a la puerta, tan quieto como si estuviese hecho de mármol; con el saco a medio quitar. Tan sumido en el mundo de los pensamientos, en la vorágine de sentimientos, que no escuchó los pequeños pasos que resonaban en la escalera de caracol, ni vio el pequeño par de orbes esmeraldas que lo miraban con curiosidad sino hasta que habló a sus espaldas. 

Estás pensando en ella, ¿verdad?—cuestionó la voz cristalina. Aparte de un respingo y un silencio que rozaba lo sepulcral, no obtuvo respuesta alguna—.Yo sé que sí. Siempre estás pensando en ella. Por eso siempre pareces triste.

 Un saco colgado en el perchero junto a la entrada. 

 —¿Qué haces despierto, Daniel? Es tardísimo.— El hombre lo levantó entre sus brazos— ¿No puedes dormir?

 El infante negó con la cabeza, aferrándose al cuello de su padre como si de ello dependiese su vida. 

 ¿Cómo era?

 ¿Qué?

 —Mamá, ¿cómo era?

 El hombre le dedicó una sonrisa tan triste que le hizo envejecer décadas de golpe. Y Daniel tuvo una epifanía. En ése momento supo que, de alguna forma que no entendía, su padre estaba muriendo; le abrazó con todas sus fuerza y hundió su carita en su cuello, sintiendo su calor al murmurar contra su piel: —Está bien. No tienes que responder si te pone muy mal.


Pero su padre negó con la cabeza, buscando dentro de sí una voz que creía extraviada. 

Tu madre... tu madre era increíble, Daniel.



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Dos cuerpos entrelazados dormitaban sobre un destartalado sofá individual. El más grande con la cabeza echada hacia atrás, apoyada en el espaldar del antiguo mueble, y los brazos colgando inertes a los lados; mientras que el pequeño, con la cabeza y las manos apoyadas en el pecho del mayor, se acurrucaba contra su cuerpo. 
La luz de la aurora los envolvía por completo, tiñendo sus mejillas de un arrebol similar al de las nubes más madrugadoras. Los somormujos píaban, presumiendo de una libertad exclusiva de aquel al que nunca le han cortado las alas. 

Una silueta robusta, enfundada en ropajes oscuros, observaba la escena desde afuera.


El hombre despertó. Abrió los ojos con pereza, y al hacerlo, lo primero que vio fue a su hijo. Sonrió, con autenticidad.
La noche anterior habían hablado por horas. Hablaron como nunca antes lo habían hecho. Recordando. Recordándola. Y entre anécdotas, sonrisas y una que otra lágrima, se habían rendido ante los brazos de morfeo.

Papá— Había dicho Daniel—, te quiero.

Al recordarlo, una ráfaga de sentimientos indescriptibles lo azotó con fuerza. La alegría que lo poseía de a ratos era grandísima, pero intermitente. La dicha de tener a su pequeño hijo con él era permanente. La dicha de poder despertar a su lado, verlo dormir y poder amarlo de la forma en que lo hacía. Al detallar cada parte de su rostro, un inmenso calor invadió su pecho, opacando la ansiedad, la tristeza, el odio y el miedo. Amaba a su hijo con toda su alma, y haría lo que fuera necesario para protegerlo. Sería capaz de cualquier cosa por él. Había tomado una decisión, pasara lo que pasara, lucharía. Por él. No dejaría que la dicha le fuese arrebatada. 

Había tomado una decisión, y la defendería con uñas y dientes. 

Pero el hombre que lo observaba también.













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