PRÓLOGO
Historia protegida por derechos de autor de Lorena Escudero. Copyright 2014.
SEGUNDA FINALISTA A LOS PREMIOS WATTY 2014, CATEGORÍA: ROMANCE EN ASCENSO.
Book trailer: , por @HctorSciitio
ESTA HISTORIA ESTÁ PUBLICADA EN AMAZON, SI QUIERES LEERLA COMPLETA PUEDES ENCONTRARLA EN: rxe.me/AYA7TB
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La sala estaba repleta.
No sabía para qué misterioso asunto el viejo y decrépito Zeus me había hecho llamar con tanta urgencia. ¡Estaba harto de él! Me había interrumpido justo en el momento en que más me divertía: me encontraba en el instituto, observando cómo después de tocar con la luz de mi láser del amor al pringao de la clase, este se tropezaba de repente con la Barbie de turno (véase la chica de estilismo pijo con abuso de los colores rosas, del maquillaje y una ligera obsesión por su melena rubio platino) que pasaba por su lado y se caía de bruces, aplastándose las gafas en el montón de libros que llevaba encima. Qué patético. ¡Chúpate esa, empollón de mierda!
El muy idiota no hacía más que mirarla embobado en lugar de sentir la vergüenza que debiera sentir cualquier persona normal. ¡Ja! ¡Le había tocado con la luz del láser justo en el momento más oportuno! Esos críos a veces eran de lo más divertido, pues reaccionaban de maneras impensables en las situaciones más comprometidas; sinceramente, tocarles los huevos era mi forma preferida de matar el tiempo.
Y así estaba, echándome unas carcajadas gracias al pringao al que le había tocado ser víctima de mi aburrimiento, justo cuando me sonó el whatsapp. Ahí estaba el mensaje del chupaculos de Zeus, Ganímedes:
"Mueve el culo YA. Zeus quiere verte de inmediato en la sala de audiencias. ¡Ni se te ocurra entretenerte!"
Con que el abuelito quería verme... ¿Estaba cerca mi cumpleaños? ¿Me iba a regalar otro coche? No, ¿un viaje a Ibiza? Ese último no me apetecía mucho, estaba harto de viajar allí con la corte del Olimpo... Las ninfas me hastiaban y no hacían más que pegárseme al cuello como las abejas a la miel y, sinceramente, ya estaba harto de dar palmaditas en culos que parecían una pelota de tenis. Un poquito de por favor, hombre, que si quiero una mujer de plástico me la compro.
A lo que iba: no me quedó más remedio que obedecer a la llamada y, ni cinco minutos más tarde, me encontraba en la sala de audiencias del Olimpo observando la cara alargada de Ganímedes. Se encontraba al lado de mi abuelo, pero el viejo, en lugar de mirarme a mí, miraba cabizbajo hacia el suelo.
Recorrí la estancia con los ojos, la cual, con sus antiguas columnas de mármol blanco y los grandes ventanales por donde entraba la luz del día a raudales, había sido modernizada; en vez de estatuas de mármol o granito esculpidas a mano ahora había imágenes digitales a tamaño real de los Doce Grandes del Olimpo. Así, a lo bestia.
Entre las imágenes digitales, alguno que otro bostezando aquí y allá, se encontraba toda la plebe olímpica siendo testigo de la reunión. ¿Por qué había tanta gente en la sala? ¡Si hasta estaba la bruja de Hera! Parecía estar pasándoselo en grande la muy rastrera, mirándome con una sonrisita sabidonga y los ojos entrecerrados. Que yo supiera no me había metido en ningún lío, al menos ninguno fuera de lo normal en mi carrera...
—¡¡¡EJEM!!!—carraspeó mi abuelito de pronto llamando al silencio a los presentes y sobresaltándonos a todos.
Di un respingo.
Zeus se recolocó con la espalda recta en su viejo sillón rojo de piel, apoyó los brazos en los reposabrazos y me miró por fin sin pestañear, la boca torcida en un gesto que no supe si de enfado o de tristeza.
Vale, la había cagado aunque aún no supiera en qué. Mi abuelo siempre me consentía todo, pero a veces yo me aprovechaba demasiado de esa circunstancia y Zeus debía tomar medidas para conducirme de nuevo por el "buen camino". Esa cara no traía nada bueno, seguro. Era la misma expresión, entre enfado y tristeza (ni en ese momento ni nunca lograba descifrarla) que ponía cuando me pasaba de la raya y planeaba un castigo para martirizarme (aunque sin conseguirlo, que más quisiera el infeliz).
—¡Silencio todo el mundo! ¡Va a comenzar la sesión!
¿Sesión? ¿Pero qué sesión? ¿De qué demonios estaba hablando el viejo? En ese momento decidí que, al menos, debía abrir mi bocaza incluso aunque no supiera de qué iba el asunto.
—Hola, abuelo Zeus. Me han mandado llamar y he venido de inmediato, estaba... —empecé mi discursito haciéndome el inocente.
—Cállate —me interrumpió él autoritariamente.
¿Cómo? ¿Que me callase? ¿Yo? Jamás me había tratado de semejante manera, humillándome delante de todos.
—Cupido... —empezó. Oh, oh, mal asunto, pensé. Nunca me llamaba por mi nombre, o mejor dicho, por el nombre que yo había elegido... Mi nombre original era Eros, hacía mucho, pero mucho tiempo atrás... Pero era tan soso y aburrido... Y además, estaréis de acuerdo conmigo, ¿no es Cupido más molón? En fin, sigamos, que me pierdo de nuevo. Tiendo a irme mucho por las ramas porque, como habréis adivinado, me gusta mucho hablar y ser el centro de atención... Pero sigo, sigo, tranquilos.
—Te he hecho llamar porque ya va siendo hora de que tome las riendas de tus arrebatos —interrumpió el viejo el hilo de mis pensamientos—. Llevo mucho tiempo recibiendo quejas interminables de todos los dioses, semidioses, ninfas y demás criaturas divinas e inmortales en general.
¿¡Qué!? ¿¡Cómo!?
—Abuelo...
—¡Estamos en una audiencia general, Cupido! ¡Muestra respeto al tribunal y no te dirijas así a mi persona!
—Perdón... su Señoría. No entiendo lo que está ocurriendo...
—Por supuesto que no lo entiendes. Si lo entendieras no habrías estado actuando así desde hace tanto tiempo. Tus caprichos han llegado a su fin. ¡Has sobrepasado todos los límites! No dedicas ni un solo minuto del día a tu verdadero trabajo, tu mezquindad se ha apoderado de todo lo que haces. Te aprovechas de tu belleza para conseguir todo lo que quieres, sin pensar en las consecuencias. Haces caso omiso de los consejos de tu madre, Afrodita, y de tu padre, Ares. Sé que no estás muy unido a ellos, pero a diferencia de ti, ellos sí saben hacer bien su trabajo y deberías seguir su ejemplo. Me han llegado todo tipo de informes y quejas sobre tus fechorías, y durante este último siglo no han hecho más que triplicarse. No haces que las personas se amen, ni te muestras interesado en ello. En su lugar, haces que se valgan las unas de las otras, se utilicen y se desechen, y nada persiste. Tan solo piensas en divertirte tú mismo observando cómo se hacen daño los unos a los otros —en ese momento hizo una pausa. Nunca me había echado una perorata tan larga, y sobre todo tan empapada en ira profunda. ¡Rayos y centellas!
No me había enterado de nada de su discursito. ¿Amor? Pues claro que sí, ¿o es que no había amor y deseo en las noches locas de pasión? Y con muchas personas distintas... Había amor repartido por todas partes, sobre todo entre las féminas y yo. ¿Qué sabía el viejo de eso, siempre acompañado del pegajoso de Ganímedes?
Zeus me clavó los ojos como dos puñales. Tierra, trágame.
—Cupido, ya no sabes hacer bien tu trabajo. Has perdido el norte. Tienes que volver a tus raíces, ser de nuevo el Dios del Amor —su tonillo de enfado había cambiado a uno más bajo, de decepción—. Tienes que recordar cuál es tu propósito, la tarea que se te otorgó en el Olimpo hace tantos siglos. Quedas relegado de tu puesto —miró hacia algún lugar detrás de mí—. Adonis, acércate.
Me di la vuelta y allí estaba el pimpollito, el favorito de mi madre, con una media sonrisa de satisfacción aplastada en su asquerosa cara. Claro que realmente no era asquerosa, pensándolo bien. Por mucho que me costara reconocerlo, cumplía con creces los cánones de belleza: Adonis era alto, fuerte, con piel morena y pelo castaño oscuro estudiadamente peinado a la moda y unos ojos verdes que hubiera arrancado de buena gana a la menor oportunidad. El tipo se acercó a nosotros en cuanto Zeus le mencionó, para detenerse a mi lado.
—Hola, "hermanito" —dijo inclinando la cabeza ligeramente y guiñándome un ojo.
No pude soportarlo más. Me abalancé sobre él con todas mis fuerzas, ¡el muy gilipollas! ¡Se atrevía a burlarse de mí delante de mi propio abuelo, Zeus, y de todos los demás presentes! Los soldados de mi abuelo reaccionaron rápidamente, tanto que no me dio tiempo ni a rozar esa nariz suya a la que tanto aprecio tenía. Lástima. Le habría venido bien el hueso roto, para no jactarse tanto de su asquerosa cara perfecta.
—¡Cupido! —volvió a gritar Zeus— ¡Si no te comportas, deberé acusarte además de desacato al tribunal!
Los soldados se lanzaron sobre mí y me inmovilizaron mientras yo luchaba por liberarme y lanzarme a por el maldito Don Perfecto. Pero por mucho que intentara zafarme de ellos, eran demasiados para mí; me tenían agarrado por los brazos y me tiraban del pelo con todas sus fuerzas. Estaba quedando todavía peor delante de mi abuelo por culpa de mi arrebato, así que decidí jugar "a ser el bueno", mi mejor carta, la que siempre había usado con él.
—Lo siento, Señoría. Me he dejado llevar por la ira, mi herencia paterna se ha apoderado de mí, discúlpeme —dije fingiendo haberme calmado y esperando que su corazón se ablandara.
—Disculpas aceptadas. Sé que como nieto mío tienes demasiada fuerza en tu interior, pero has de aprender a canalizarla. Como te he dicho antes, después de recibir todos los informes y de meditarlo durante bastante tiempo, he decidido relegarte de tu cargo para que puedas volver a aprender lo que este conlleva. Mientras tanto, Adonis ocupará tu lugar. Es muy buen cazador, como ya sabes, así que no tendrá problemas en utilizar tu láser o como quiera que llames a esa cosa tuya que usas. Sabe muy bien en qué consiste tu cometido, así que sin más dilaciones, te ordeno que le entregues tu arma en este mismo instante.
Cerré los puños con fuerza. La alegría de verme liberado de sus soldados se esfumó al instante. ¿Mi láser? ¿A él? ¡Pero si mi arma llevaba conmigo toda mi larga vida! ¡Nunca me había apartado de ella! Desde el principio, cuando tenía forma de arco, y cuando pasó a bayoneta, y luego a rifle, y luego a pistola, y en la actualidad a la mejor tecnología que podía existir: mi láser invisible. Mi adorada arma.
Apreté los puños con más fuerza y me tragué toda la rabia que sentía en ese momento. No podía revelarme. Si lo hacía, sabía lo que me ocurriría: los soldados me llevarían al calabozo de la audiencia, que no era más que un cuartucho lleno de ratas, con un colchón lleno de quién sabe cuántas cosas asquerosas que mi pulcro y perfumado cuerpo no quería ni imaginar, y sería relegado de mi poder mientras allí permaneciera. Sabía que no había escapatoria. No podía desafiar a mi abuelo.
Me consolé pensando que siempre había sido el preferido de Zeus. Seguro que el castigo sería leve y duraría muy poco tiempo. Así que metí la mano en la chaqueta de cuero y saqué del bolsillo interior mi pequeña arma. La sentí por última vez en mis manos, suave y peligrosa. Alargué un poco el momento de la despedida y después se la tendí a Adonis, sin siquiera mirarlo. Qué asco de tío.
—Bien, hijo, bien —susurró Zeus. Parecía agotado, triste.
Ja, estaba ablandando al viejo. Tres puntos, Cupido.
—Que todo el mundo abandone la sala menos mis soldados. Tú también, Ganímedes. Y tú, Afrodita.
Me di la vuelta, y allí, atrás a mi derecha, vi a mi madre. Como siempre impecable, con su cabello recogido en un peinado complicadísimo y ropa demasiado ajustada y provocativa para su edad. Nunca cambiaría. Su expresión al mirarme, durante un brevísimo instante, fue de pena. Vaya, mi madre se apenaba de mí, esto tenía que ser muy grande... En las otras ocasiones en que mi comportamiento se excedía me había logrado escapar de los castigos de Zeus mediante engañifas. ¡Acaso esta vez iba a ser diferente? ¿Sabía ella algo que yo no supiera?
Cuando todos se dieron la vuelta y salieron, incluido Adonis, con mi arma en el bolsillo trasero de sus vaqueros y silbando alegremente, miré a mi abuelo expectante.
—Cupido, no creas que este es todo tu castigo. Para que puedas volver a aprender en qué consiste el amor, el deseo y la pasión, debes quedar exento de todo poder. Serás relegado a un mero ser humano, un mortal que sufrirá, padecerá, llorará y se enamorará. Has de aprender en qué consiste el dolor del amor no correspondido. Y quizá, si te portas bien y haces todo lo que debes hacer, tengas la suerte de ser amado. Aunque lo dudo mucho, hijo, lo dudo. Llevas demasiados siglos repartiendo odio y desdicha entre los mortales, siendo la antítesis de lo que desde un principio te fue asignado. Quizá pase mucho tiempo hasta que siquiera llegues a comprender lo que la palabra amor significa...
Por todos los dioses. ¿Qué era toda esta charla pastelera? ¿Una película de sobremesa? ¿Iban a mandarme al palacio de Sissi Emperatriz para bailar un vals tras otro con esa loca anoréxica? ¿Y tomar té y pastel por las tardes? Venga ya...
—Sí, Señoría, entiendo lo que dice. Respeto su palabra. Acataré todas sus órdenes —dije agachando la cabeza.
Venga, Cupido, tú puedes. Sigue ablandando al abuelito.
—Me alegro de que no opongas demasiada resistencia. Pero no por ello seré menos estricto.
Mierda.
—Soldados, lleváoslo al portal. Despojadle de todas sus pertenencias y arrojadlo a través de él sin miramientos.
Que el abuelito Zeus ordenara que me lanzaran por un portal era ya de por sí significativo: aunque los dioses tenían el poder de teletransportarse, el Olimpo contaba con portales a través de los cuales devolvía de una patada a los mortales que los caprichosos dioses traían al Olimpo a escondidas. Si era cierto que Zeus quería despojarme de mis poderes, me sería imposible teletransportarme y llegar por propia iniciativa hasta mi nuevo destino... Un momento... ¿Qué? ¡Qué! ¿De verdad quería quitarme mis poderes?
—¿¡Qué!? Abuelo, no puedes hacerme esto, no puedes quitarme mis alas, mis armas y todo lo que es mío y arrojarme por el portal como si de cualquier mequetrefe se tratara... ¿Dónde iré? ¿Cómo viviré? ¿¡En qué me ganaré la vida!? ¡Sabes que no puedo trabajar como los mortales! —protesté perdiendo los nervios.
—Voy a hacer caso omiso de tu falta de respeto. Te vas a ganar la vida como un mortal, lucharás, te esforzarás e intentarás aprender todo lo que puedas. Te estaré observando. Debes redimir tus pecados, así que te sugiero que empieces a trabajar en ello lo antes posible o no volverás nunca más al Olimpo, ¿entendido?
—¡No! ¡De entendido nada! ¡Abuelo, no puedes hacerme esto! ¡Te arrepentirás! ¡Adonis no sabrá hacer mi trabajo! ¡Es un gilipollas aprovechado y lo sabes! ¡Causará el caos!
—¿Más de lo que tú lo has hecho? No lo creo, hijo, no lo creo. ¡Lleváoslo!
Y así, los soldados me llevaron a rastras mientras yo gritaba y pataleaba hasta el portal situado justo en el exterior de la sala de audiencias. Una vez delante de este, me despojaron de mi preciada armadura negra (diseñada especialmente para mí por los mejores estilistas), la destrozaron a base de hachazos y golpes de espada y... de un empujón, me lanzaron a través de él.
Fui a caer en un lugar desconocido que olía a rayos. Todavía con los ojos cerrados, noté una sustancia viscosa recubriéndome por todas partes. Me llevé la mano a la cara para limpiarme los ojos y poder ver dónde estaba.
—Mierda...
Nunca mejor dicho, en el sentido literal de la palabra. ¡Me habían tirado a un estercolero!
¡Ploff! Noté un golpe fuerte en la cabeza.
—¿Pero qué...?
Me llevé la mano a la zona del impacto y noté otro montón de la misma mierda mezclada con hebras de paja. Vaya, por lo menos no era un estercolero, era una cuadra. Y me acababan de cagar en toda la cabeza.
Gracias, abuelito de los cojones.
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