Capítulo 3. Willy

―¡Dadme algo, joder!

«No lo aguanto», pensó Willy sin poder apartar sus ojos de aquellos dientes blancos y perfectos envueltos por unos labios en movimiento aún más perfectos.

―¡Fuera! ―gritó a Harold, el otro asociado― ¡Fuera! ―repitió a Martha, la auxiliar.

Willy se levantó.

―¡Tú no, tú te quedas! ―gruñó en su dirección.

Se alisó la falda dos veces para recomponerse —un tic nervioso cortesía del bufete que adquirió tras las primeras reprimendas— y volvió a sentarse.

—¿Cómo es posible que no hayáis encontrado nada? No he visto un equipo más inútil en toda mi vida. Jamás he perdido un caso y este no va a ser el primero.

Willy tragó saliva despacio, Marcus gesticulaba paseándose por la sala de reuniones y en un momento tenía ambas manos apoyadas sobre la mesa, frente a ella, y la miraba fijamente inclinado en su dirección.

El aire se enrareció de repente.

—¿Te intimido?

—Eeh... ¿Qué?

—Ya me has oído —susurró tan cerca que Willy casi pudo sentir su aliento en el rostro.

Volvió a tragar con dificultad y temió que su respuesta comprometiera su futuro en el bufete.

—No te entiendo, ¿sabes? Te escogí entre más de veinte candidatos de las mejores universidades —dijo en un tono distinto.

Luego se levantó y estiró los brazos para recolocarse la americana de su traje a medida.

—¿Me he equivocado contigo, señorita Winifred Gertrude Williams?

Willy enrojeció de vergüenza e ira. A partes iguales. Sus ojos se humedecieron y su labio inferior vibró sin que pudiera controlarlo.

—¿Va a llorar, señorita Williams? Por favor, ahórrenos el bochorno.

Willy apretó los puños y deseó ser capaz de medir bien sus palabras y a la vez controlar las lágrimas que pugnaban por salir.

Respiró hondo y se dispuso a contestar. Pero lo que de verdad deseaba hacer era besarlo y abofetearlo a la vez. Todo muy sano, adulto y normal.

—No m-me intimidas —consiguió articular.

—¿Qué? No te oigo.

—Que no me intimidas —afirmó más segura—, eres el típico matón.

Marcus rio, pero no consiguió disimular su enfado.

—Así que un matón. Creo que puedes hacerlo mejor, Willy, ¿o prefieres que te llame Winifred? ¿Qué tal Winnie? O mejor: Winnie-the-Pooh —pronunció en tono despectivo alargando la «o».

—Los he conocido peores, un apodo absurdo no es nada.

«Comparado con terminar con la cabeza en un retrete, y ni eso pudo conmigo».

Marcus la observó en silencio.

—De modo que no, no me intimidas porque además nadie puede hacerme daño sin mi permiso.

«Y tú no lo tienes».

Él siguió mirándola y Willy encontró un atisbo de algo en sus ojos que no supo descifrar.

—¿Qué es lo que no me cuentas del caso? —preguntó de manera suave.

Willy aguantó su mirada un poco desconcertada.

—Algo te ha llamado la atención, Winnie-Pooh, y no te has atrevido a contármelo.

—Necesito hablar con el cliente.

—¿Y por qué debería dejarte?

—Porque la Fiscalía tiene algo y nuestro cliente nos miente.

—¿En qué te basas?

—Sus libros son demasiado perfectos. Nunca he visto una contabilidad así, siempre hay asientos que tardas en cuadrar, facturas rectificativas o que se contabilizan fuera de fecha... Aquí no.

—Así que demasiado perfecto, entiendo.

—Inmaculado, diría yo. Al menos en los últimos ocho años.

—Has revisado ocho años de su contabilidad —murmuró abriendo mucho los ojos.

—Diez.

—Resulta que no eres lenta, menuda desilusión.

Willy parpadeó sin entender.

—Bien hecho, organizaré una reunión con el cliente. Prepárate.

Salió de la sala de reuniones como siempre hacía, sin despedirse. Pero Willy no podía dejar de pensar en que nunca antes habían estado tan cerca y en que ese «bien hecho» daba sentido a su existencia. Entonces supo que Marcus Haverfield conseguiría de ella lo que quisiera sin proponérselo.

Continuará...

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