C A P Í T U L O 58

Tendencia suicida.

Sonic.

Otra semana más sin resultado alguno.

Tomé su mano con suavidad y besé la parte dorsal de ésta. La extrañaba.

Amy me había reemplazado, ahora salía con el fotógrafo ese. Me enteré por Knuckles, tuvo una cita —O algo parecido.— con Rouge y ésta se lo comentó. Mi vida se había convertido en una desventurada pesadilla.

—Con permiso. —Pidió la enfermera entrando a la habitación.

El ambiente se hizo más pesado, siendo los aparatos y máquinas conectadas al cuerpo de mi progenitora los únicos causantes de evitar la inexistencia de la ausencia total del sonido.

—No va a despertar, ¿verdad? —Cuestioné a modo de murmuro.

La enfermera únicamente me dedicó una sonrisa sobreactuada. Siempre intentaba fingir una actitud positiva cuando realmente mi situación no le importaba.

Hay pacientes que despiertan incluso años después, ¡ánimo! —Prosiguió a irse.

Pero yo no quiero esperar años para verla despierta de nuevo. La quiero ahora, junto a mí.

Dentro de poco tiempo mi madre cumpliría años... ¿Qué se supone que celebraríamos? ¿A quién felicitaríamos?

—Me odio tanto por no haberte dedicado aún más tiempo, me odio por no permanecer a tu lado. Tal vez me habría percatado de lo que tenías.
—Lamenté empapando su suave piel con mis lágrimas.

Con los años había descubierto que el verdadero fin de amar era hacerte sentir vivo. Quien me juró amor eterno se ha ido con otro, ya no convivo con mis amigos, mis hermanos se han vuelto más distantes, sólo los veo en el hospital... Y mi madre... Bueno, está conmigo, pero a la vez me ha abandonado... Qué paradójico.

Si ya no tengo a quién amar, ¿realmente estoy viviendo o tan sólo estoy prolongando mi final?

—Ya estoy aquí. —Pronunció lentamente mi hermano desde la puerta blanca.

No contesté, me levanté de la silla y me marché exhasperado, frustrado y lloriqueando como un niño sin mostrarle la cara a Manic.

Recorrí el hospital mirando a todas aquellas familias rezumando agua salada en la sala de espera, escuchando tantos gritos desgarradores de dolor en urgencias, oír a una dama lamentándose en la recepción, virando a los paramédicos correr por los pasillos con una camilla sobre la que descansaba un sujeto sangrante. Era algo completamente inútil, seguramente ya estaría muerto.

Sentí las miradas juzgadoras de todos por mi indiferencia, me avergoncé y tapé mi cabeza con el gorro de mi sudadera, metí mis manos a los bolsillos y salí caminando del lugar en la oscura frialdad de la noche.

El sereno de la misma chocaba con mi rostro. De manera incomprensible, esa baladí razón me puso aún más furioso, a lo largo de estos meses me había vuelto alguien más irritable. Constantemente pensamientos negativos y cada que una palabra salía de mi boca solía ocasionar una pelea dolorosa, a veces me alegraba de estar tan aislado del resto, así no podría pelear con ellos.

Entré con brusquedad a mi casa, fui directo a la cocina puesto que la luz estaba encendida, Sonia estaba ahí, dormida con rastros de alcohol a los costados. Me debatí en si gritarle o dejarla tranquila. Siempre creí que el desahogarse con algo tan nocivo como el licor era una estupidez.

Sin embargo, viéndolo desde la otra cara de la moneda parecía tener mucho sentido, ambos temíamos el cómo nos vería el mundo, me apenaba comportarme así, no era algo para presumir ante los demás. Y si nadie me escuchaba —o más bien, no tenía las agallas suficientes para pedirle a alguien que me escuche—, tenía que buscar consuelo en otro lugar.

Le arrebaté la botella de la mesa, estaba por desecharla a la basura. Pero en su lugar, cometí el error de decidir quedármela. Subí hasta el cuarto de mi madre, busqué entre sus cajones el álbum que tenía de nuestra familia y me senté en el borde de su cama cubierta con un edredón blanco con toques vino.

Página por página, recuerdo tras recuerdo, todo quemaba; y sin embargo, seguía viendo cada fotografía, derramando gotas provenientes de mis ojos a cada segundo.

Empiné la botella en mi boca, humedeciendo mis labios y embriagándome con cada sorbo. Al terminar el contenido de ésta, simplemente me vi aún más desesperado, arrojándola con fuerza a la pared, mirando cómo los trozos de cristal y las gotas del brebaje salían disparadas por los aires.

Caminé hasta el balcón donde ella solía quedarse cuando debía de pensar o simplemente distraerse. Me senté en la silla de al lado, miré de manera atenta al asiento en el que acostumbraba posarse.

Oteé el jardín, las flores coloridas eran bañadas en llovizna, los grillos tocaban la sonata favorita de la noche y las luciérnagas adornaban mi vista. Sin control en mí mismo, las lágrimas volvieron a presentarse, simultáneamente mi mente divagaba en recuerdos.

     Un erizo azul de apenas once años se dibujó en mi memoria, saludaba desde el césped del patio hacia el balcón, mamá sonreía virándolo mientras la mano de papá abrigaba la suya en una simple muestra de cariño.

     Doce años después, el mismo mirador era habitado por una eriza de mediana edad quien sollozaba endeble a escondidas de sus hijos. El cuerpo de su marido había sido encontrado sin vida en un accidente automovilístico donde el culpable se había dado a la fuga.

     Setecientos treinta días más tarde, mi madre abrazaba a uno de sus hijos, el erizo azul de ojos verdes que según sus propias palabras "era el retrato en vida de lo que alguna vez fue su esposo". Vestía una toga negra con ornamentos dorados, su birrete estaba torpemente acomodado sobre sus púas, ladeándose continuamente a la izquierda.

     Meses después, una de las sillas era ocupada por la chica que logró encajarse profundamente en mi corazón, jamás supe de qué conversaron, pero a día de hoy sostengo que la presentación con mi madre fue por mucho, menos preocupante que el día que conocí a los que terminarían siendo mis suegros.

     Tiempo después, Aleena charlaba sobre los intereses amorosos de su hijo y lo motivó a declarársele a Amy en la fiesta de una amiga en común.

     Hoy, el asiento que la eriza violácea solía usar permanecía vacío desde hace ya unos meses, y el chico de orbes verdes se hundía en amargura y soledad.

Volteé a la silla deshabitada, no podía avanzar, pero tampoco devolverme, me había atascado. Mi madre estaba tan cerca que no me dejaba decirle adiós.

Mi vida ya no tenía sentido alguno. No hallaba lo que se supone debía ser mi propósito. ¿Pudrirme mientras el resto disfruta? ¿Atormentarme con ideas autodestructivas cada día?

Si ya no tengo alegría en mi vida, ¿por qué tendría seguir?

Me solté a llorar otra vez, me había roto completamente.

[...]

Desperté hasta la tarde del día siguiente, estaba alojado en la cama de mi madre, el edor a alcohol entraba bruscamente a mi nariz, me sentía pésimo. Mi cabeza dolía, me encontraba mareado y desorientado.

Me levanté con mis pies completamente desnudos. Al ir hacia la puerta en ausencia de mis cinco sentidos, pisé, por accidente, varios pedazos de cristal que terminaron incrustados en mis dos extremidades inferiores. El resto del camino hacia mi habitación fue marcado por un rastro de sangre brotante de las plantas de mis pies.

Al llegar a mi cuarto, seguí avanzando hasta mi baño personal, debía de atender mis heridas.

Encontré lo que necesitaba allí dentro, lavé las cortadas y vertí alcohol etílico sobre ellas. Debido a que eran más de una en cada pie, decidí cubrirlos con vendas.

Al dirigir la mirada al lavadero me percaté de algo más, el frasco que albergaba todas esas píldoras antidepresivas acompañadas de más medicamentos. No era la primera vez que me sentía tentado por provocarme una sobredosis. Sin embargo, temía por el estado de mi familia si es que lo llegaba a ejecutar.

—¡Sonic! ¡¿Estás bien?! —Oí a Sonia golpear fuertemente mi puerta.

—¡Sí!... Sí... Lo estoy. —Contesté aún adormilado.

—¡Ábreme! Hay sangre en el suelo.

—Eh, sí. Me corté la planta del pie accidentalmente. —Respondí yendo costosamente a abrir la puerta.

Obedecí, ella entró rápidamente comenzando a inspeccionarme de pies a cabeza.

—Sólo fueron unos cuantos cortes, nada de qué preocuparse. —Me abrazó.

—Idiota, me asustaste. —Se separó de mí.— Por cierto, ve a bañarte, hueles a burdel. —Sonrió levemente abandonando mi cuarto.

Curveé mis labios, era tan agobiante saber que fingía tranquilidad cuando estaba igual de destrozada que yo.

Cojeé de nueva cuenta hasta el baño, tomé entre mi mano aquella medicina y vacié el frasco en mi otra palma esperando tomar valor para consumirlas de una.

Me debatí en hacerle caso a Sonia o a mis instintos tan magníficamente primitivos. ¿Valía la pena hacer semejante idiotez? El suicidio nunca sería la manera correcta de solucionar las cosas, pero me encontraba desesperado por buscar otra opción.

No pude asimilarlo completamente y devolví las píldoras a su contenedor. Era un imbécil, pero no lo suficiente como para terminar mi vida de tal forma.

Me arrojé al colchón de mi cama, puse una alarma en mi celular y volví a dormirme, el apetito se me había ido, no pensaba bajar a comer.

Escrito: 11/03/2018.
Publicado: 16/08/2019.

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