Capítulo 7 Parte Final
Catemaco era un pueblo bastante popular fuera del estado de Veracruz, aunque no por su atractivo turístico. No era la selva ni sus construcciones lo que daba fama a este pueblo; eran sus brujas y brujos. Hombres y mujeres que dedicaban su vida entera a las artes místicas y a los rituales ocultos. Quizás la población de hechiceros más grande del país, todos reunidos en un mismo sitio. Catolicismo y brujería conviviendo lado a lado, no como enemigos mortales sino como complementos el uno del otro. Tradiciones arraigadas desde mucho antes de que la Serpiente Emplumada partiera en su balsa, tradiciones que aún vivían. Catemaco era sede de magia blanca y oscura a la vez. La magia blanca favorecida por la población en rituales como limpias y adivinación del futuro. Pero la magia negra era algo oculto, a lo cual muy pocos tenían acceso.
Catemaco estaba a las orillas de una enorme laguna. En uno de sus extremos, más allá del malecón, estaba la región de Nanciyaga. Una región oculta entre la selva, poblada tanto por casas como por temazcales. Atraía turistas de vez en cuando, a los cuales les gustaba llegar en balsa desde el malecón hasta un muelle. Lagartos pululaban en las aguas de los manglares de Nanciyaga y los monos se columpiaban sobre los árboles. Uno sentía como abandonaba la civilización para adentrarse al bosque húmedo.
Una mañana muy temprano, envuelta en un manto de neblina, llegó una lancha al muelle de Nanciyaga. A bordo un hombre y una mujer, conociendo la región por primera vez. Eran Xipe Tótec y Xilonen, decididos a hacer algo al respecto sobre la situación entre Tezcatlipoca y Tláloc. Xipe apareció vestido de guayabera y sombrero, con pantalones de vestir y zapatos bien lustrados. Xilonen lucía un huipil negro con bordados de flores de colores. En su rostro maquillaje moderno, con sombras en púrpura. Los recibió una anciana de vestido verde y collar de caracoles. Sonrió, mostrando su falta de dientes frontales.
—Sean bienvenidos, dioses—exclamó ella—los hemos estado esperando.
La mujer guío a la pareja prohibida a una choza con techo de lámina construida por encima del nivel del suelo, alzada con robustos troncos. Parecía una casita del árbol, a la cual se accedía subiendo unos escalones de madera que crujían cada vez que eran pisados. Al entrar los dioses observaron a una mujer joven con maquillaje blanco y vestido exquisito de algodón y bordado de guacamayas. A su lado una niña con ropa mucho más moderna, sosteniendo un lápiz. La pequeña dibujaba sobre una hoja de papel, sin que nadie presente pudiera interpretar sus garabatos.
—Xipe Tótec—exclamó la mujer de maquillaje pálido—el señor desollado. Xilonen, diosa del maíz tierno. Nanciyaga se regocija con su presencia. Tomen asiento.
Los dioses obedecieron y reposaron sobre sillas de madera.
—¿Su señora puede ayudarnos?—fue Xipe directo al grano.
—Mi señora es grande y poderosa. Trascendió la muerte y ahora existe sin la necesidad de un cuerpo físico. La hemos mantenido vigente a base de sacrificios.
—¿Es posible darle un cuerpo físico ahora?
—Señor desollado, lo que pide puede hacerse. Pero debemos de ofrecer un sacrificio de impacto. Algo que represente una pérdida grande para aquellos que llevan a cabo el ritual. Hablamos ya por teléfono hace unos días y como le indiqué nos encontramos en un apuro. Tláloc casi se acerca a ganar la apuesta, pero Tezcatlipoca se ha negado a aceptar su derrota. La celebración de navidad no fue suficiente para salvar este mundo. Siendo honesto, no creo que él pueda hacer algo al respecto. Cuando el día veinticinco de este mes se enteró que la apuesta sigue en pie y que no ha ganado, se deprimió bastante. Por lo tanto una victoria de Tláloc no es posible. Y ni usted ni yo queremos pensar en una victoria de Tezcatlipoca. Usted y yo podemos salvar este mundo, pero necesitamos de un sacrificio importante.
Xipe Tótec miró a la hija de la bruja. La mujer apretó el labio, entendiendo lo que debía de hacer. Una lágrima rodó por su mejilla, sus manos temblaron y con fuerza abrazó a su pequeña. La niña no entendía la tristeza de su madre. Le miró con desconcierto y preocupación. La bruja asintió con la mirada puesta sobre Xipe Tótec.
—¿Cuánto tiempo tengo para disfrutar a mi hija?—preguntó la humana.
—Tezcatlipoca recibirá el Espejo Humeante el treintaiuno de Diciembre. Ese día se lo arrebataremos. Tu señora, la Mariposa de Obsidiana, nos ayudará a conseguir ese espejo antes que nadie. Se lo mostraremos a Tezcatlipoca y entonces empezará su batalla final: la pelea contra sí mismo. Pero la Mariposa no vendrá sin un sacrificio significativo de nuestra parte. Tu hija será recordada por generaciones de brujas enteras como el sacrificio que salvó al mundo.
La bruja removía las lágrimas de su rostro usando sus propias manos. Su voluntad y su fe estaban guiadas por la Mariposa de Obsidiana, Itzpápalotl. Una deidad antigua que causó terror en el pasado. Diosa de la guerra y de sacrificio humanos. Diosa terrible, envuelta en caos y en muerte. Un monstruo legendario que hubo de ser flechado por los humanos antiguos, miles de ellos usando arcos divinos para deshacerse de la terrible criatura. Xipe Tótec escuchó de ella por primera vez en la zona del Anáhuac. Las tribus chichimecas, aquellas personas que vivían al norte y más allá del Anáhuac, narraron con horror lo que habían visto. Contaron leyendas sobre una mujer que bajó de los cielos, ataviada con una capa que le daba el don de la invisibilidad. Lucía como una mujer de la realeza, con maquillaje blanco y vestido llamativo adornado con piedras preciosas. Enseñó la magia a las primeras brujas y desató el caos entre los mortales.
Itzpápalotl, ese era el nombre que recibió la mujer que trajo la magia blanca y negra al mundo. La Mariposa de Obsidiana, su símbolo. Su reino fue una dictadura de terror que dividió a la población chichimeca en dos. La devastación fue tal que cientos de gentes huyeron en busca de mejores lugares, escapando de la furia de la Mariposa de Obsidiana. Vagaron los desertores por las tierras áridas, buscando los valles volcánicos que habían escuchado se encontraban en el sur. Siguieron a una deidad que les ayudó a escapar, Mixcoátl, dios de la cacería. Su pueblo elegido era llamado la Nación de los Mixcoas, y eran cuatrocientos guerreros versados en el arco y la flecha. Desertores y Mixcoas huían de las mariposas negras que aparecían de vez en cuando en el camino. Eran el símbolo de la llegada de Itzpápalotl, siguiendo sus pasos muy de cerca.
En un punto de la huida, la Mariposa de Obsidiana alcanzó a los desertores. Fue en un sendero rodeado de nopales, durante la noche. Los cuatrocientos mixcoas lucharon ferozmente con sus flechas, guiados por el dios Mixcoátl. En el calor de la batalla, la Mariposa de Obsidiana asesinó al dios, consumiendo su cuerpo entero. El pueblo de arqueros vengó a su líder caído, flechando a Itzpápalotl hasta la muerte. Su cuerpo quedó tendido sobre roca volcánica, dando un mensaje esperanzador al mundo. La era de terror había terminado.
La noticia de la muerte de Itzpápalotl dio la vuelta al mundo chichimeca. Al sitio de su muerte llegaron las brujas llorando la pérdida de su señora, la Mariposa de Obsidiana. Recogieron su cuerpo y la incineraron. Sus cenizas fueron usadas como maquillaje por las brujas y las chispas de la fogata en que fue quemada se elevaron al cielo. Una nueva estrella nació, cerca del sendero de luz conocido como la Vía Láctea. Xipe Tótec quedó maravillado por las vueltas que da la vida. Ese monstruo terrible del que escuchó hace siglos era ahora su esperanza, su aliado en su intento por destronar a su hermano Tezcatlipoca.
—¿Será prudente?—preguntó Xilonen a su amante prohibido, Xipe Tótec. Ambos regresaban al malecón de Catemaco en la misma lancha que los había llevado con las brujas.
—¿Traer a Iztpápalotl? No es prudente del todo, pero sí necesario. Obsidiana contra obsidiana, eso nos dará tiempo de obtener el espejo. La esposa de Tláloc ha puesto un sello mágico sobre la Laguna Encantada. Todo aquel que desee obtener el espejo antes de que la apuesta termine no podrá hacerlo. Eliminaremos a la mujer de Tláloc mientras la Mariposa de Obsidiana se encarga de Tezcatlipoca.
—¿Y qué hay de Quetzalcóatl?
—No se acercará al espejo. Le teme después de lo que sucedió hace siglos. Te prometo, mi amor, que seré el único de los cuatro Tezcatlipocas que quede en pie. Yo, símbolo de la regeneración. Tú, símbolo de la fertilidad. Las raíces de la vida como gobernantes de este mundo. En cualquier momento que queramos, podremos asesinar de nuevo a Itzpápalotl. No es tarea difícil para un Tezcatlipoca como yo. Después de todo, soy hijo del dios dual: el Tloque Nahuaque, amo de lo cercano y lo lejano. Inmanente, intangible. Soy heredero de su poder.
Xilonen recargó su cabeza contra el hombro de Xipe Tótec. Cerró sus ojos, pensativa.
—Ustedes son cuatro hermanos, los cuatro Tezcatlipocas. Tezcatlipoca Negro, Blanco, Rojo y Azul. Yaótl, Quetzalcóatl, Xipe Tótec y...
Antes de que Xilonen terminara, Xipe le interrumpió.
—Huitzilopochtli.
—¿Qué fue de él? Escuché que posee un arma legendaria, capaz de asesinar dioses por montones. Es dios de la guerra. ¿No será un problema para nosotros?
Xipe sonrió. Levantó su mirada hacia el horizonte, en donde se asomaba el pueblo de Catemaco.
—Si mi hermano intenta hacer algo en mi contra, le mataré.
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Tláloc no entendió la decisión de Tezcatlipoca. Intentó comprenderlo, pero le fue imposible. Se frustró casi de inmediato, justo después de la celebración de la navidad. Cuando estuvo de regreso en la Laguna Encantada, tras horas de limpieza por la celebración, Tezcatlipoca lo llamó a sentarse con él. Ambos estaban alrededor de una fogata por la mañana. El frío era un poco más intenso, tanto que el Espejo Humeante vestía bufanda y suéter de lana. Cuando hablaban, vapor de agua emanaba de sus bocas. Quetzalli estaba presente, pues fungía como parte importante de la apuesta por el destino del mundo. Xochiquetzal se acercó a los tres de peltre. Después, una de las esposas de Tezcatlipoca, Atlatonan, sirvió café de olla en las tazas. Xilonen, fingiendo que nada ocurría entre ella y Xipe Tótec, interpretando el falso papel de una esposa plenamente enamorada, ofreció pan. Tláloc tomó algo parecido a una concha de pan dulce en forma de tortuga. Tezcatlipoca sonrió en tono de burla, como quien ve a un niño actuar con inocencia.
—Más vale que ames a tu esposa y a tu hija—exclamó el Espejo Humeante después de probar su pan en forma de puerquito—¿no ves que el mundo se va acabar?
Quetzalli frunció el ceño. Tláloc no pudo creer lo que había escuchado.
—¿De qué hablas?—insistió el dios de la lluvia.
—Lo que hiciste fue demostrar que eres bueno organizando fiestas. Pero no has hecho gala de tu amor por este mundo. ¿Qué puedes hacer que sea considerado un sacrificio?
Tláloc dejó caer su pan al suelo. Las hormigas, ni tardas ni perezosas, se lanzaron sobre el alimento. El Señor de la Lluvia se puso de pie, sin decir ni una sola palabra. Caminó hasta la casa azul y cerró la puerta tras de sí. Sus pasos tristes fueron contemplados por Xochiquetzal, quien parecía compadecerse de él. Quetzalli no tardó en reaccionar. Dio una bofetada a Tezcatlipoca, haciendo que el dios también dejase caer su pan al suelo.
—¿Qué es necesario para que cambies de opinión?—preguntó la chica.
—Un sacrificio. Eso requiero.
La Gente de las Nubes estaba borracha después de la fiesta. Casa Tláloc parecía un hospital, en donde la gente se quejaba de dolencias. Todos recostados, bebiendo sueros orales y durmiendo más de la cuenta. Tláloc durmió durante las primeras horas de la mañana, al lado de Doña Ameyalli. Ella respiraba tranquila, con sus ojos cerrados, soñando con quien sabe qué cosas. No se imaginaba que la apuesta seguía en juego. Tláloc tuvo pesadillas esa noche, viendo a su esposa y a su hija en un ritual. Vestían hermosas prendas y coronas de flores en la cabeza. Las desposaba Tezcatlipoca, tomando a ambas de la mano para conducirlas hacia su choza, al lado de las demás mujeres de su harem. Por su mente figuraron cosas terribles, escenas del apuesto y musculoso Tezcatlipoca explorando los cuerpos de las mujeres que más amaba en el mundo.
Despertó a medio día, cuando la mayoría de la Gente de las Nubes ya estaba despierta. Entonces Tláloc realizó un sacrificio. El sacrificio de su destino entero, sabiendo que esa no era la clase de sacrificio que Tezcatlipoca quería, pero que sin duda sería el que le permitiría vivir en paz sus últimos cinco días. Convocó a una reunión a la que todos los presentes en Casa Tláloc asistieron. Lucían contentos por los eventos de la navidad. Muchos de ellos hablaban sobre repetir la celebración el año próximo, sin saber que al mundo sólo le quedaban cinco días para cambiar radicalmente.
—Señoras y señores del rayo—habló Tláloc trepado a un árbol para que la multitud pudiera verlo—hemos ganado la apuesta contra Tezcatlipoca.
La Gente de las Nubes engulló la mentira entre gritos de júbilo y aplausos. Algunos silbaron y cargaron a sus hijos sobre las espaldas para que pudiera saludar a Tláloc.
—Prepararemos una celebración mucho más íntima esta vez—explicó el Señor de la Lluvia—vamos a festejar el fin de año en esta Laguna. Tezcatlipoca ha decidido acompañarnos, como muestra de hermandad. No hay asperezas entre él y nosotros.
Sólo Tláloc, Quetzalli, Tezcatlipoca y sus esposas conocían la verdad. Xipe Tótec se enteró de lo ocurrido por Xilonen, quien la narró los acontecimientos con detalles. Fueron entonces los dos a Catemaco, en busca de las brujas. Tláloc por su parte dijo a su esposa que iría a la selva a buscar algunas cosas que necesitaba, pero en verdad fue al altar que había construido para Quetzalcóatl. Se perdió en sus memorias, recordando el tiempo en que anhelaba el regreso de la Serpiente Emplumada y nada más habitaba en su mente. Le parecieron tiempos más sencillos, queriendo ir de nuevo a ellos. No soportaba la idea de ver cómo el mundo que conocía quedaba poco a poco en manos de Tezcatlipoca. Quetzalli encontró a Tláloc en la selva, sentado sobre una enorme roca. Su rostro era terrible, el de un hombre derrotado y sin esperanza alguna. Ojos vacíos, mirada pérdida. La boca como una línea delgada y quebradiza. La postura encorvada, con las rodillas flexionadas, siendo sostenidas las piernas por los brazos, creando un refugio para el abdomen del dios. Posición de feto en el vientre, indefenso.
—Lo siento—miró Tláloc a Quetzalli.
Ella notó lágrimas asomándose por debajo de los anteojos del dios. No pudo recordar si le había visto llorar antes o no. Le pareció que el señor Tláloc era alguien que no lloraba, o que por lo menos lo había hecho hace muchos años atrás, quizás tras la pérdida de su primera esposa.
—¿Por qué te disculpas?—preguntó Quetzalli.
—No pude proteger este mundo que usted tanto adora. No pude proteger la comida que nos mostraste, la tecnología. La navidad. Nada de ello sobrevivirá bajo el reinado de Tezcatlipoca. Él llevará el mundo a un reinicio, a los tiempos del antiguo Anáhuac. Regirá con mano de hierro, castigará a justos y a malvados. Y Marina, ella no se casará contigo.
Quetzalli sintió dentro de sí un dolor en el pecho. Era su parte humana, esa en la que era una simple chica. Enamorada de Marina, de su encanto y personalidad curiosa. No soportaría verle al lado de alguien más. Pero esa otra parte de Quetzalli, la Serpiente Emplumada, le dio las fuerzas para no soltarse a llorar.
—Es probable que Tezcatlipoca no acepte su derrota bajo ninguna circunstancia—expuso Quetzalli—así es él. Soberbio y necio, odia perder. Debo hacerlo entrar en razón. Aun así me cueste milenios.
—¿Qué piensas hacer?
—Llevaré a Tezcatlipoca a un sitio en donde no pueda causar daños a este mundo. Allí, discutiremos sobre el destino. Sobre el papel que ambos tomaremos en esta transformación. Mi intención principal es hacerlo cambiar de parecer. Y si no lo logro, tomaré parte en la construcción del nuevo mundo. Buscaré que tú y tu familia estés a salvo, juntos. Ve y organiza la fiesta de fin de año. Yo me encargaré del resto.
La organización de la fiesta fue sencilla. Las mujeres decidieron sobre el banquete sin tomar en cuenta la opinión de sus esposos, pues argumentaron que ya que ellos nunca ayudaban en la cocina, no tenían derecho de opinar. Coyote Viejo organizó un baile nuevamente, y la música estuvo bajo su cargo. Tonatiuh escuchó a los habitantes de San Andrés hablar sobre una celebración del Año Viejo, en donde se creaba un muñeco de trapo en forma de anciano que sería quemado a media noche. Simbolizaba el año que se terminaba, quemando todas las vivencias malas para dejarlas atrás. Era la representación de que no se debe de cargar con el peso del año anterior, sólo mirando al futuro con ansias y esperanza. Tonatiuh quedó conmovido con la celebración, descubriendo incluso que había un canto que acompañaba la celebración, una canción pegajosa y alegre. Pidió a los lugareños que entonaran las notas de la melodía, tanto en voz como en jarana. Después Tonatiuh pidió a Coyote Viejo que entonara la canción y que la enseñara a sus músicos.
Ixtab ayudó en la elaboración del muñeco. Su conocimiento sobre textiles, gracias a su afición a las cuerdas, ayudó en el proceso. Tonatiuh había visto que los lugareños recreaban en sus muñecos rellenos de paja el personaje de un viejo gruñón, a veces acompañado de una botella de licor. El dios sol decidió entonces darle a su muñeco la forma de Tláloc. Le colocó una máscara similar a la de los Tlaloques, hecha de papel maché. En la mano del muñeco una botella de licor de nanche. La ropa era una guayabera a rayas, blanca y azul. Un pañuelo rojo sobre el cuello. Indumentaria jarocha que caracterizaba al dios. Aquellos que vieron el muñeco antes de tiempo rieron bastante, pero guardaron el secreto, pensando en la sorpresa que Tláloc se llevaría al verlo.
Los días transcurrieron. Nadie sabía que el fin podía estar tan cerca, haciendo que la celebración de fin de año no tuviera ni el más mínimo sentido. Se festejaría la llegada de un año que podría acabarlo con todo. La Gente de las Nubes conoció el ritual de comer doce uvas a media noche, con el fin de que cada una representara propósitos a cumplirse el año venidero. Propósitos que quizás jamás estarían dentro del reino de lo posible, alejándose cada vez que Tezcatlipoca se negaba a escuchar a la razón.
El día llegó. Quetzalli buscó a Tezcatlipoca desde muy temprano, llamando a su puerta a las tres de la mañana.
—¿Qué es lo que quieres?—preguntó el Espejo Humeante.
—Vamos a discutir a otro sitio. No estaremos presentes para el fin de año con el fin de que ninguno de los dos afecte el curso de los eventos. Tláloc aún tiene poco más de veinte horas para ganar la apuesta.
—¿A qué sitio quieres ir?
—A Metztli.
Antes de partir, Quetzalli fue a donde Tláloc estaba. No pudo dormir y estaba afinando su jarana sentado en la hamaca, contemplando el agua quieta de la laguna. La mujer se acercó a él y pasó su mano por el cabello del dios.
—Observa a Metztli, la luna—explicó ella—una mitad será blanca y la otra negra. Si a media noche la luna muestra su brillo de siempre, llena y contenta, habremos conseguido la victoria. Si por el contrario carece de brillo, oscura como el mismo espejo de obsidiana que humea, entonces Tezcatlipoca nos habrá vencido. Yo haré lo necesario para que eso no ocurra.
Tláloc abrazo a Quetzalli, sintiendo que esa sería la última vez que la vería. Nada apuntaba en esa dirección, ningún acontecimiento era pista de que Quetzalcóatl ya no regresaría. Tláloc lo pensó, pero no dijo palabra alguna al respecto. Tomó la mano de Quetzalli y besó el dorso de la misma.
—Gracias—fue lo único que el acongojado Tláloc pudo decir.
Quetzalli adoptó la forma de la Serpiente Emplumada. Tezcatlipoca, ataviado como un verdadero regente mexica, un Tlatoani, montó en la espalda de Quetzalcóatl. El Espejo Humeante llevaba capa de algodón, taparrabo, adornos en el rostro como aretes, perforaciones en nariz y barbilla. Pintura de guerra sobre el rostro cenizo. Una franja amarilla que iba de lado a lado en el área de los ojos, como un antifaz colorido. Una especie de sombrero alto, como un cono partido a la mitad sobre la cabeza de Tezcatlipoca. Era como ver al antiguo Tlatoani de la Gran Tenochtitlán.
Quetzalcóatl se elevó hacia el cielo aún nocturno. Subió tan alto que las nubes quedaron debajo de él y de su hermano. El continente fue visible en su magnitud. Ambos océanos, Pacifico y Atlántico, aparecieron frente a los ojos de ambos dioses. El cielo se llenó de estrellas. La Serpiente Emplumada esquivó al Morelos III, un satélite mexicano que orbitaba en las últimas capas de la estratósfera. Quetzalcóatl vio sobre el satélite la bandera mexicana, pensando en ella mientras volaba hacia la luna. Tláloc apenas había conocido la mezcla tan rica y variada de lo que era México. Pasado, presente y futuro a la vez. Historias tristes y alegres entrelazadas. No podía dejar que ese mundo maravilloso se esfumara apenas Tláloc comenzaba a conocerlo.
Ambos dioses alunizaron. Metztli era un terreno árido, con polvo blanquecino en su superficie. Montañas, cráteres y ni una pista de ser habitado, hasta que Tezcatlipoca levantó la vista y contempló lo que al principio creyó era un cerro. Un vistazo más profundo reveló una pirámide de cuatrocientos escalones. A su alrededor, cuatrocientos conejos blancos que caminaban como hombres sobre sus patas traseras. Algunos cargaban instrumentos musicales prehispánicos como tambores, flautas y silbatos de cerámica. Contemplaron a la Serpiente Emplumada y dirigieron su atención a ella. Le guiaron hasta la pirámide junto a Tezcatlipoca. Quetzalcóatl se transformó de nuevo en Quetzalli, observando con cierta nostalgia los conejos en la luna. Los animales le condujeron hasta una enorme olla de agua en la cima de la pirámide. Un conejo con un collar de cascabeles de serpiente, penacho de plumas y maquillaje en el pelaje les recibió. No hablaba y se comunicaba por medio de señas, con el rostro inexpresivo propio de un conejo. Mostró a ambos dioses la olla con agua, en la cual vertió pintura blanca. Se creó entonces en la olla un círculo perfectamente blanco, concordando con la luna llena que podía apreciarse en la Tierra. Entonces el conejo chamán tomó pintura negra y con una varita la mezcló hasta que esta tintura abarcó sólo la mitad de la olla. Entonces una luna a cuarto menguante se avistó en los cielos.
—Te escucho—se sentó Tezcatlipoca en un petate frente a la olla—dime, hermano. ¿Cómo piensas salvar a Tláloc y al mundo?
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Tláloc cortó algunas flores en el campo desde temprano. Doña Ameyalli despertó con la imagen de su esposo a los pies de la cama, ofreciéndole un ramo de flores. Haciendo uso de una grabadora que Quetzalli había llevado días atrás a Tláloc, el dios reprodujo algunas piezas de danzón que bailó con su esposa en la sala de la casa. Los Tlaloques se burlaron de ambos, pero después de un rato comenzaron a bailar también entre ellos para arremedar a sus padres. Marina desayunó en familia con ellos, ofreciéndose ella a preparar la comida. Todos fingieron que no había quedado salada, pero pidieron café extra para quitarse la sensación desagradable en la boca.
Las esposas de Tezcatlipoca vieron partir a Xilonen al lado de Xipe Tótec. Sospechaban que entre ambos algo ocurría, pero jamás dijeron algo. Se decidieron a disfrutar de las celebraciones, apoyando a Coyote Viejo a interpretar el baile zapateado de las piezas musicales que él había preparado. Las horas avanzaban y la vida seguía su ritmo normal. Tonatiuh reía y comía al lado de Ixtab, sin imaginarse de lo que estaba a punto de ocurrir. Tláloc observaba el cuarto menguante en el cielo, que no desapareció siquiera con lo azul del cenit. Cuando el sol comenzó a caer, la fiesta era visible. Música, comida, bebida, baila y juegos. Se jugó lotería en grupos grandes de gentes. Se rifó una motocicleta barata y pequeña que Tláloc consiguió de parte del alcalde. El ganador fue un joven de la Gente de las Nubes, quien de inmediato decidió estrenarla. Recorrió los senderos de terracería con los Tlaloques detrás, correteando emocionados al escuchar el rugir del motor.
El ambiente era festivo. Y por un momento, Tláloc olvidó lo terrible de la situación. Sonrió y sostuvo a su esposa de la cintura contra él.
—Te amo, Chalchiuhtlicue—le susurró a su mujer—La de la falda de jade, patrona de las aguas tranquilas. Gracias por ser parte de mi vida.
—Por muchos años más a tu lado—levantó Doña Ameyalli una copa de sidra.
Tláloc brindó con ella, con el corazón destrozado al saber que quizás ya no habría un año más a su lado.
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Xilonen y Xipe Tótec llegaron a Nanciyaga durante la noche. Las brujas se ataviaron con sus mejores prendas. Maquillajes finos con pigmentos naturales en sus caras. La mejor arreglada de todas era la niña, hija de la bruja líder: maquillaje amarillo, huipil totalmente blanco y puro, joyería de jade y perlas. La madre estaba devastada, sintiendo su propio corazón en la mano. Sostenía la mano de su hija con fuerza, como si no quisiera dejarla ir jamás. Recorría en la mente todas las vivencias a su lado. La culpa le atormentaba a tal grado que sus piernas no se movieron ni un centímetro cuando las demás brujas le informaron que era hora de ir al lago de los sacrificios. La selva entera esa noche parecía burlarse de la madre. Los monos aullaban con violencia, como si fuesen carcajadas. Los lagartos observaban con los ojos asomados por debajo del agua, esperando a que el sacrificio fuese arrojado a las aguas.
—Sólo un dios puede traer de vuelta a otro dios—explicó la bruja más anciana—Señor Xipe Tótec, por favor de inicio al ritual. Llame a la Mariposa de Obsidiana para que ésta nos honre con su presencia. Entonces el sacrificio mutará y adoptará la forma de la diosa. El sacrificio significativo, ese ha de ser el ingrediente final.
Xilonen observó a Xipe desvestirse de a poco. Quedó desnudo frente a todas las brujas. Una de ellas le entregó un cuchillo pequeño pero afilado. El dios hizo una incisión sobre su mano, una línea que iba desde el dedo medio hasta la muñeca. Con su otra mano comenzó a quitarse su propia piel como si fuese una funda en su mano. El músculo quedó expuesto. La niña presente cerró los ojos, implorando al hombre que detuviera lo que estaba haciendo. Xilonen desvió la vista para no ver la grotesca escena. Xipe Tótec se desvistió de su piel por completo, haciendo uso del cuchillo. Tardó varios minutos. Durante el proceso no hizo ningún gesto de desagrado ni de dolor. Para él era una tarea más, algo que había hecho durante años. El paso de los siglos había debilitado sus músculos, haciéndose delgados y descoloridos. La zona del cráneo parecía una calavera con poca masa muscular. Un esqueleto recubierto de rojo que recordaba que debajo de la piel, todos somos similares.
La bruja anciana recibió con gusto la piel de Xipe Tótec. Era para ella un objeto de mucho valor, por lo que la colocó dentro de un costal que designó para tal propósito. El dios caminó hasta la pequeña y posó su mano sobre la cabeza de la niña.
—La regeneración es maravillosa—explicó Xipe—yo mismo he visto el invierno transformarse en primavera. He visto al viejo morir para dar lugar al recién nacido. He visto al jaguar podrirse para dar alimento a la selva. Y ahora veré a una niña fallecer para dar sitio a Itzpápalotl, la Mariposa de Obsidiana.
La niña comprendió su destino. Forcejeó con las brujas que la sostenían. Gritó a los cuatro vientos, pero ninguno de ellos le respondió. La selva se tragó sus palabras, guardándolas como un secreto. Las lágrimas brotaron, recorriendo la faz de la pequeña. Xipe Tótec tomó entre sus manos una botella de licor y bebió de ella. Después las brujas obligaron a la niña a beber del mismo recipiente. La bebida era agria al contacto con la lengua, pero después de unos segundos se tornaba dulce.
—Ese es el sabor de la vida—añadió el desollado—es dulce y amarga a la vez. Es una sinfonía de música desagradable que culmina con la mejor composición que hayas escuchado jamás. Así morirás; primero dolor y sufrimiento. Luego, paz. Amor y una sensación de plenitud colmarán tu alma. Serás una con Itzpápalotl.
La selva cambió. Las flores se abrieron en plena noche. Los cadáveres de animales e insectos en el suelo dieron lugar a pastos y a hongos. Los huevos de lagarto eclosionaros y decenas de nuevos seres emergieron dando sus primeros pasos. Los peces desovaron y las arugas de las brujas desaparecieron. Lucían jóvenes de nuevo, como atrapadas en sus veintes. Sonrieron y se miraron las unas a las otras, dirigiéndose halagos y cumplidos. Incluso la madre que estaba a punto de sacrificar a su propia hija tocó su rostro, sintiendo la suavidad de sus pómulos.
—Si queremos que la Mariposa llegue antes de la medianoche—dijo la anciana—debemos darnos prisa.
Las brujas entonaron cantos en otra lengua. Amarraron a la niña de pies y manos. Pusieron una mordaza en su boca y le encaminaron a la orilla de la poza en donde se habían sacrificado a tantas personas durante años, sólo para mantener viva la esencia de Itzpápalotl. Su madre cerró los ojos, llorando sin consuelo. Xipe Tótec fue quien empujó a la pequeña al agua. El canto de las brujas se hizo más intenso. Los lagartos nadaron alrededor de la pequeña, analizando a su presa. Los ojos de la niña vieron la luna brillando en el cielo a medida que se hundía. Era blanca y negra, mitad y mitad. Entonces la oscuridad consumió por completo la luna. Los pulmones dejaron de llenarse de agua. Los lagartos le sostuvieron en sus lomos, llevándole de nuevo a la superficie. Las brujas aplaudían de emoción. Vieron la cabeza de la niña emerger del agua. Iba montada sobre un enorme lagarto que le sirvió como balsa, poniéndose de pie sobre él. El rostro de la niña era el mismo, pero la energía que habitaba en él parecía mucho mayor, dándole un semblante adulto. Era una mirada de odio.
Xipe Tótec vio los ojos de la niña. Eran oscuros en su totalidad y dentro de ellos le pareció que había humo blanco atrapado. Xipe buscó con la mirada a Xilonen, quien también estaba aterrada ante la mera idea de lo que aquello significaba.
—¿Quién eres?—preguntó el desollado a la pequeña, cuya balsa animal se acercaba a la orilla con lentitud.
La pequeña bajó del lagarto y sus pies caminaron sobre la orilla de la poza. Con una voz infantil cargada de rabia, ella anunció terribles infortunios sin importarle el entorno, sin ver a nadie más que a Xipe Tótec. Le señaló con el índice, haciendo muestra de una severidad tal que debía de provenir de otra parte, más no del corazón de una niña. Palabras en otra lengua, en náhuatl, recuerdo de tiempos muy lejanos.
—¿Tienes miedo?—preguntó la pequeña—deberías. Todos ustedes son malvados. ¿Se han dado cuenta de que morirán? El tiempo de su fin se acerca. Cuídense de la Mariposa de Obsidiana. Resurgirá de entre los muertos y traerá el caos como nunca antes lo han visto. Hará sufrir los cielos y la tierra. Arrasará con este mundo, lo hará cenizas. Consumirá los cuerpos, escupirá sus restos. Habrá llantos y odio.
La niña tomó el cuchillo con el que Xipe Tótec se había despellejado. Le miró con malicia.
—¡La criatura que nos destruirá, ya está aquí!—gritó ella.
—¡Tezcatlipoca, no por favor!—clamó Xilonen, pero la niña la ignoró.
El cuchillo flotó en el aire y se clavó sobre la frente de Xipe Tótec. Sangre brotó del sitio de la herida y recorrió el cráneo blanco creando líneas rojas en vertical. Las extremidades del dios se alargaron hasta niveles absurdos. Quedó en cuatro patas como las de un mono, todas con aspecto de manos. Su abdomen se hinchó más y más. Una bestia de proporciones gigantescas, como un edificio.
Una de sus patas pisó a la anciana. Las brujas corrieron en dirección a la selva. Sólo Xilonen y la madre seguían allí, al lado de la niña con ojos de espejo que humeaba. El cráneo de Xipe parecía el de un animal, un venado maligno con dientes afilados. Sus ojos enormes eran amarillos, con pupilas rojas. Le creció cabello que contenía miles de bocas pequeñas que chillaban como animales diversos en un caos sonoro. Dos alas negras y enormes hechas de millones de navajas de obsidiana negra emergieron de su espalda. Abrió las alas e intentó volar, pero su peso no se lo permitió. Vio en dirección al suelo, en donde estaba Xilonen. La diosa contempló el cuchillo en la frente de la bestia, encajado como el cuerno de un unicornio. Con una de sus patas el monstruo tomó a Xilonen y la llevó hacia su boca. Los dientes crujieron al contacto con la carne.
La bruja madre de la niña sostuvo a su pequeña por los hombros y la alejó de la escena. La niña sonreía al ver el caos desatado, susurrando cosas que sólo ella entendía.
—¡Ve por Tláloc!—ordenó la niña—¡No dañes a nadie más en tu camino!
Itzpápalotl acató la orden. Rugió y causó un estruendo tan grande que los árboles se menearon descontrolados, perdiendo ramas. Con pasos torpes subió por un cerro que le dio una vista de la región de los Tuxtlas. A lo lejos las luces de San Andrés brillaban. Algunos fuegos artificiales alcanzaban el cielo y explotaban en luces multicolores. La bestia avanzó con violencia hacia el pueblo. Una de sus patas golpeó una enorme torre de electricidad que cruzaba la selva. Chispas saltaron de los cables y la torre entera se derrumbó sobre uno de sus costados. Las luces de San Andrés se apagaron todas al unísono. Un último fuego artificial iluminó las calles antes de dejarlas en penumbra.
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—¡Te traje aquí para que no interfirieras!—regañó Quetzalli a Tezcatlipoca.
Ambos estaban sentados en un petate al lado de la olla de agua en la cima de la pirámide lunar. El Espejo Humeante guardó silencio, desviando la mirada hacia la Tierra en lo alto junto a las estrellas.
—Ha sido esa niña la que condenó a nuestro hermano Xipe Tótec. Yo le salvé la vida—se excusó Tezcatlipoca.
—Eres un cínico.
Ambos podían saber lo que ocurría en San Andrés Tuxtla con tan sólo ver la Tierra, como una pelota azul y lejana.
—Iré a solucionar esto—Quetzalli se levantó de su petate y caminó las escaleras cuesta abajo, con pasos firmes y decididos.
Tezcatlipoca la sostuvo del brazo con fuerza, impidiéndole su cometido. Su mirada lo decía todo, no la dejaría bajar. Ella no tuvo otra opción más que transformarse de nuevo en la Serpiente Emplumada, lista para emprender el vuelo. Tezcatlipoca hizo lo propio. Su cuerpo fue entonces el de un enorme jaguar con garras de obsidiana. Con sus poderosas mandíbulas apresó el cuerpo plumoso de Quetzalcóatl. Ambos dioses comenzaron el forcejeo sobre los últimos escalones de la pirámide. Primero ligeras mordidas, después empujones y al final sólo violencia. Los conejos bípedos en la luna no sabían qué hacer y se limitaron a observar la batalla de dioses. Quetzalcóatl mordió una de las patas de Tezcatlipoca, causando una herida tan tremenda que una ráfaga de sangre impactó contra la blanca pirámide, tiñéndola. El cuerpo de la Serpiente Emplumada se enrollaba alrededor del torso del jaguar gigantesco.
La violencia entre hermanos escaló. El conejo chamán decidió que había tenido suficiente. No dejaría que los dos Tezcatlipocas más poderosos se aniquilaran entre sí sin hacer algo al respecto. Llamó mediante señas al resto de los conejos. El movimiento de sus narices era como el habla, transmitiendo su mensaje al gremio. Los animales bajaron los cuatrocientos escalones y rodearon a las dos enormes bestias que peleaban ferozmente. Los conejos se tomaron de las manos y comenzaron a danzar en círculos alrededor de Quetzalcóatl y Tezcatlipoca. Ambos hermanos siguieron peleando hasta que el conejo chamán habló por primera vez. Su voz era gruesa, como la de un enorme guerrero. Sus palabras fueron:
Tloque Nahuaque
Ipalnemohuani
Moyocoyatzin
Tlazocamati
Otros conejos aparecieron tocando tambores de cuero. Otros hacían sonar caracoles de mar. Las sonajas estaban presentes también. Los demás conejos corearon las mismas palabras una y otra vez en el mismo orden. Cada vez parecían entonarlas con mayor rapidez. Los animales entraban en una especie de trance místico, con movimientos que empezaban agiles y terminaban flojos, como los de un borracho.
Los dos Tezcatlipocas dejaron su pelea a un lado para tratar de entender lo que estaba pasando. Los conejos miraban en dirección a los cielos. Cuando Quetzalcóatl lo hizo también observó dos luces poderosas entre las estrellas. Una era roja y la otra blanca. Danzaban de lado a lado, mezclándose entre sí sin perder su color original. Describieron órbitas giratorias, ambas entorno al mismo epicentro. Parecían una galaxia en donde ambas luces formaban una espiral; una que entraba al vórtice y otra que salía de él. Tezcatlipoca entendió la naturaleza de esa figura en el cielo mucho antes que su hermano.
—Mierda—dijo el jaguar enorme—no es posible.
Sólo entonces Quetzalcóatl comprendió lo que ocurría. Ambos dioses dejaron sus formas animales para regresar a sus formas humanas. Tezcatlipoca se arrodilló ante la enorme espiral. Quetzalli le imitó.
—Padre-Madre—exclamó el Espejo Humeante—no era nuestra intención enfadarle con nuestra pelea de hermanos. Les ruego que regresen a su letargo, pueden dormir en paz.
Los conejos cantaban cada vez más rápido. Sus palabras escapaban de la comprensión humana para ese punto, siendo meros susurros.
—Ometéotl—dijo Quetzalli con la mirada puesta sobre las dos luces que danzaban la una con la otra—Omecihuátl. Dios dual, madre y padre. El que se creó a sí mismo. Dios primigenio. Perdona la insolencia de estos tus dos hijos
Los conejos guardaron silencio. Cubrieron sus ojos usando sus largas orejas. No eran dignos de estar en presencia del dios dual, así que poco a poco avanzaron hacia atrás hasta romper el círculo, dejando a los dos dioses con el creador y la creadora. Dos voces, una de hombre y otra de mujer hablaron al unísono. Eran profundas, atravesando el universo entero. Sus palabras fueron de nuevo las mismas que los conejos entonaron:
Tloque Nahuaque
Ipalnemohuani
Moyocoyatzin
Tlazocamati
Entonces la voz masculina se sobrepuso a la femenina y comenzó un discurso para los dos hermanos. El dios dual no tenía forma física. Su única representación eran esas dos luces que giraban entre las estrellas a manera de galaxia.
—Tloque Nahuaque—dijo la voz en los cielos—Hunab Ku. Son dos de los nombres con los que ustedes se referirán a mí. No usarán el nombre de Ometéotl o el de Omecihuatl. Me encuentro más allá del entendimiento que alguna vez ambos tuvieron de mí. Soy mucho más de lo que pueden imaginar.
Tezcatlipoca no comprendía lo que el dios dual intentaba decir.
—Jamás he oído de Hunab Ku—se quejó el Espejo Humeante—¿y por qué de entre tus tantos nombres en náhuatl eliges el de Tloque Nahuaque?
La voz femenina tomó la discusión en los cielos.
—Tonantzin-Coatlicue, la diosa que prestó su vientre para que su hermano Huitzilopochtli apareciera entre los humanos, ella fue la primera en dar un paso adelante. Analizó la situación en la que los dioses nos encontrábamos y vaticinó la desolación espiritual de nuestra gente. Desapareceríamos tarde o temprano, así como lo hicieron muchos que sólo viven en nuestra memoria. Tonantzin-Coatlicue entendió que para seguir cuidando a su gente, ella debía de cambiar. Dejó atrás su aspecto de diosa serpiente y adoptó la forma de una mujer. Una mujer de tez morena, madre de Dios. Así nació la Virgen de Guadalupe, patrona y defensora del pueblo mexicano. Es un largo proceso, llamado sincretismo, en el que dos religiones encuentran la paz. Se mezclan y dejan de enemistarse, tal y como las gentes de Tenochtitlán se mezclaron con los Ibéricos. Nosotros, dios dual, hemos hecho lo mismo. Adoptamos el nombre de Tloque Nahuaque para los mexicas y el de Hunab Ku para los mayas.
—¿Qué son exactamente ahora?—preguntó Quetzalli.
La voz femenina respondió de nuevo.
—Fuimos la transición entre varios dioses a un dios único e irremplazable. Somos uno, somos solamente dios. Un concepto universal. Católicos, judíos, ortodoxos, protestantes, anglicanos y mormones. Todos ellas y muchos más creen en un dios único y verdadero. El mundo es un sitio cada vez más abierto, más accesible. Las culturas se mezclan y los dioses pierden esencia. Todos los dioses únicos, todos son uno mismo. Todas las religiones monoteístas terminarán por fundirse las unas con las otras. Nadie sabrá donde empieza Jehová y donde termina Mahoma o Mazda. Nosotros nos mezclaremos muy pronto con el dios único, pero antes de eso debemos de reprenderlos.
Quetzalli observó a Tezcatlipoca. Jamás lo había visto tan aterrado como hasta ese entonces. Sus piernas le temblaban y apretaba los labios con nerviosismo. No pronunció palabra alguna. Fue Quetzalli quien preguntó acerca de las intenciones del Tloque Nahuaque hacia ellos.
—Antes de fundirnos con el dios único—aseguró la voz masculina del dios dual—nos aseguraremos de dejar un mundo pacifico a cargo de un solo Tezcatlipoca. Xipe Tótec no fue digno y ahora ha muerto, dando su cuerpo para que la Mariposa de Obsidiana lo habite. Huitzilopochtli dijo que no quería estar involucrado con ser un dios, así que le transformamos en un ser humano más. Es mortal y por lo tanto ha decidido tener una vida lejos de la guerra. Su arma mítica ha sido confiscada y el mundo puede descansar en paz. Sólo quedan ustedes dos, Tezcatlipoca Negro y Tezcatlipoca Blanco. Y al ver las acciones de ambos, no nos queda más remedio que elegir entre uno de ustedes. Un Tezcatlipoca ha de transformarse en mortal el día de hoy.
El Espejo Humeante renegó de la decisión del dios dual. El Tloque Nahuaque ignoró a su hijo mayor y dio las instrucciones a seguir, usando ambas voces al mismo tiempo.
—En la cima de la pirámide he colocado un cáliz con pulque sagrado. Ese pulque ha de conferirle la condición de dios inmortal a uno sólo de ustedes. El primero en beberlo será un dios y el que pierda seguirá siendo un mortal.
—¿Seguirá siendo?—preguntó Quetzalli.
De inmediato, los dos Tezcatlipocas sintieron el peso de sus cuerpos cansados. Su fuerza se esfumó y los raspones en sus cuerpos no cicatrizaron. Ambos entendieron su condición mortal. Vieron hacia la pirámide, en donde el cáliz yacía esperando.
—Quetzalcóatl ha decidido tener un cuerpo femenino esta vez—habló el dios dual—por lo tanto competirán en igualdad de fuerza. Hemos decidido que Tezcatlipoca Negro porte la misma apariencia que Tezcatlipoca Blanco. Sólo así existirá justicia.
Tezcatlipoca sintió como su cuerpo cambiaba. Su apariencia era igual a la de Quetzalli. La única diferencia era la vestimenta. El Espejo Humeante llevaba un vestido tradicional de princesa mexica, con bordados, piedras preciosas, flores secas y conchas marinas. Tezcatlipoca fue el primero en correr en dirección a la estructura de piedra. Quetzalli le siguió muy de cerca. Ambos se encontraron cara a cara en los primeros escalones. Tezcatlipoca tomó a su hermana del cabello y con un fuerte jalón la hizo caer de espaldas. Ella alcanzó a sostenerse de una de las sandalias del Espejo Humeante y le hizo caer de cara contra el concreto lunar. El dios exhibía sangre brotando de su nariz. Estaba furioso y decidido a tomar el cáliz primero. Aprovechando que pudo ponerse de pie primero que su hermana, le propinó una patada en el rostro. Quetzalli perdió uno de sus dientes.
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Marina Atzín recibió una instrucción extraña por parte de su padre Tláloc. Le dijo que fuese a la Laguna Encantada y que la llenase de sal. En medio de la oscuridad del apagón la diosa obedeció. No vio a su padre partir a caballo con su espada en forma de serpiente de rayo. Tláloc seguía a Moán, quien le guiaba por encima de los árboles de la selva. El pájaro había visto a la terrible criatura avanzar hacia el pueblo de San Andrés, y el Señor de la Lluvia debía de comprobar por sí mismo la inmensidad de la Mariposa de Obsidiana. Cuando alcanzó la cima de un cerro comprendió la razón por la cual el pájaro estaba tan asustado. Tláloc llamó al ave con un silbido, para que esta se posara sobre su hombro.
—Dile a Coyote Viejo que lleve la fiesta a la plaza principal. Que no quede nadie en Casa Tláloc. ¿Entendido?
El ave graznó positivamente y emprendió el vuelo. Tláloc sabía lo que tenía que hacer. Cabalgó sin cesar hasta llegar a pocos metros de la criatura. Itzpápalotl reconoció a su objetivo en el hombre de anteojos subido al lomo de un caballo. Rugió e intentó lanzar una de sus manos sobre el dios, pero este anticipó sus movimientos. Tláloc le lanzó uno de sus rayos al animal. La acción no hizo más que enfurecer a la bestia, la cual extendió sus alas impregnadas de cuchillas de obsidiana. Rugió una vez más. En esta ocasión las cuchillas salieron proyectadas como flechas en todas direcciones. Alcanzaron troncos de árboles y partieron algunas rocas a la mitad. Tláloc logró salvarse porque un enorme tronco le había protegido de la mayoría de los proyectiles. Entendió, sin embargo, que no correría con la misma suerte una segunda ocasión. Ordenó a su caballo empezar la huida de regreso a la Laguna Encantada, usando un sendero mucho más largo para darle tiempo a Moán.
Marina Atzín cumplía con su misión de salar el agua de la laguna cuando vio llegar a Moán dando el aviso a Coyote Viejo. Los músicos emprendieron el viaje, llevando consigo al muñeco que quemarían a media noche. Doña Ameyalli tenía sus dudas al respecto. Logró llegar hasta donde estaba su hija. Le preguntó por Tláloc, pero Marina no pudo dar respuesta sobre su paradero. Sólo comunicó a su madre sobre salar el agua y la madre, astuta como siempre, supo que algo andaba mal.
—Tu padre necesita ayuda. Nos quedaremos aquí.
—¿Qué está pasando, mamá?
—La sal conduce mejor la electricidad en el agua. Él ha hecho esto varias veces a lo largo de nuestro matrimonio. Atraer al enemigo al agua con sal y electrocutarlo con su rayo.
—Me pregunto qué clase de enemigo será entonces.
—Tezcatlipoca no debe de estar jugando limpio.
En la selva, Tláloc cabalgaba con la bestia siguiéndole muy de cerca. Los cascos del caballo alertaban a la fauna, la cual abría paso. Incluso los árboles parecían moverse de su camino, todo con tal de darle la ventaja. Itzpápalotl era implacable y parecía no agotarse. Gruñía como un ejército de simios encolerizados. Lanzaba zarpazos que fallaban. En cierto momento, extendió sus alas tanto como pudo y dio un salto. Las alas le permitieron planear un poco. Tláloc giró la cabeza para ver la horrible escena: una bestia voladora detrás de él, descendiendo a una velocidad mayor que la del caballo. Le arrojó un rayo, pero este pareció hacerle muy poco daño. El caballo estaba cansado. Avanzaba cada vez más lento y respiraba con dificultad.
Las agujas de obsidiana en las alas de Itzpápalotl se erizaron como las púas de un puercoespín. Salieron disparadas y varias de ellas se clavaron en el cuerpo del caballo. El equino perdió el equilibrio y cayó sobre sus propias patas. Tláloc salió impulsado hacia el frente. Sus anteojos cayeron al suelo y se rompieron. El dios dio tres vueltas sobre el suelo antes de chocar contra una piedra. Alzó la cabeza y vio a su caballo muerto. Un espacio despejado en las copas de los árboles le permitió ver a la bestia voladora acercándose. Se levantó como pudo y echó a andar por la selva a pie. Las agujas de obsidiana caían a su alrededor, destrozando todo lo que podían. La madera de los árboles crujía. Cada vez que una aguja de obsidiana se clavaba en un tronco, astillas salían volando. Tláloc necesitó cerrar los ojos para que ninguna de ellas entrara en sus cuencas. Sobre la piel muchas astillas se clavaron, haciendo doloroso el andar. Recordó entonces palabras de antaño, palabras que anunciaron a un joven Tláloc el cómo sólo un dios puede asesinar a otro Dios.
Giró la cabeza. Detrás de él, a unos cuantos metros, Itzpápalotl establecía su reino del terror en los cielos. Una diosa, alguien temible. Alguien capaz de terminar con su vida. Una tanda de espinas de obsidiana salió proyectada de las alas de la Mariposa. Un enorme trozo de piedra negra y reluciente atravesó el abdomen de Tláloc. El dios se retorció de dolor. Otra navaja de obsidiana se le incrustó en la pierna, destrozando parte de su muslo. Tláloc cayó al suelo. Vio sangre caer al suelo. El frío de la selva le consumió. Sintió mucho miedo. Un par de garras le sostuvieron y lo levantaron por los aires. Cerró los ojos, esperando que la bestia le llevase hacia su boca. Escuchó un rugido, pero esta vez estaba lejano. Los ruidos de la bestia fueron eclipsados por el aleteo de un ave. Tláloc abrió los ojos y comprendió que las garras que lo sostenían eran las de un Moán gigante que le había rescatado.
—Espera—suplicó Tláloc—deja que nos siga hasta la laguna.
El dios aún llevaba consigo el rayo. Lanzaba ataques débiles contra la Mariposa de Obsidiana, haciéndola enfurecer a propósito. La bestia avanzó con pasos agigantados hasta que la Laguna Encantada fue visible. Marina y Doña Ameyalli vieron a su esposo malherido volando junto a Moán. La bestia emergió de entre los árboles. La esposa de Tláloc supo entonces lo que tenía que hacer para ayudar a su marido. Manipuló las aguas tranquilas y ahora saladas y un par de apéndices acuosos se asomaron de la laguna. Como tentáculos de agua sostuvieron a Itzpápalotl y le sumergieron en el agua. El monstruo chillaba presa del pánico, esperando escapar. Tláloc preparó su rayo desde las alturas, volando con Moán. La serpiente-rayo brilló como nunca lo había hecho. Se alimentó de la estática del aire. Múltiples rayos la alimentaron, decenas de tormentas en un solo punto. Tláloc desató su furia con tal energía que un destello de luz iluminó toda al área circundante. La noche se hizo día por unos instantes. Ameyalli, Marina y Moán quedaron cegados durante unos segundos. Cuando pudieron abrir los ojos, la Laguna Encantada se había teñido de rojo. Trozos de carne flotaban en ella, así como múltiples pedazos de obsidiana rota.
Moán dejó a Tláloc sobre el suelo. Lo recostó con cuidado, muy suavemente. Doña Ameyalli corrió a verlo y comprobó que su marido no estaba respirando. No se movía. Los ojos abiertos, vacíos y sin mirarle de frente. Marina contemplo la escena y fue la primera en ponerse a llorar. La esposa de Tláloc acarició su rostro, sin saber cómo reaccionar ante el suceso. No comprendía lo que la bestia ahora muerta era. Todo era perfecto, estaban a minutos del año nuevo. Pero algo destruyo el ambiente de perfección. Algo oculto que su marido no le había dicho.
—¿Por qué?—exclamó Ameyalli, entre sollozos y una especie de reclamo—tú sabías algo que no me dijiste. ¿Por qué te quedaste callado?
—Para protegernos—dijo Marina, limpiándose las lágrimas y la nariz.
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En Metztli, la luna, la pelea era intensa. A simple vista parecían dos Quetzallis, luchando a puño limpio. Sin embargo, la batalla entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca estaba casi decidida. El Espejo Humeante había golpeado tantas veces a Quetzalli que esta tenía que tener cuidado para no ahogarse con la sangre de su nariz y boca. Se puso de pie, viendo a Tezcatlipoca en su forma femenina escalando a toda prisa los cuatrocientos escalones. Quetzalli corrió con las pocas fuerzas que le quedaban. Se afianzó de las ropas de su hermano y lo jaló con ella. Ambos rodaron varios escalones abajo, hasta llegar de nuevo a la base de la pirámide.
—Ya basta—susurró Quetzalli—no tenemos que hacer esto.
—Siempre fuiste el favorito—se quejó Tezcatlipoca tirado en el suelo panza arriba—el Tloque Nahuaque quiere que ganes. Siempre ha sido así. Desde el día en que juntos derrotamos a Cipactli, esa bestia que habitaba antes que los humanos, fuiste su favorito. Yo perdí una pierna ese día. Y a pesar de ello, te felicitaron a ti.
—No hay favoritos. Observa tu ventaja ahora mismo. Vas a ganarme.
Tezcatlipoca se puso de pie. Subió lentamente los escalones. Quetzalli estaba tan malherida que simplemente se quedó observando el planeta Tierra por encima de ella. Ya no podía saber lo que ocurría allá abajo. Era una humana más. El Espejo Humeante caminaba en dirección al cáliz en la cima. Los últimos escalones eran cosa de nada. Pero entonces aparecieron más y más escalones. La pirámide se hacía más alta conforme Tezcatlipoca intentaba subir. El dios molesto observó la espiral en el cielo que representaba al dios dual. Le gritó con todas las fuerzas de sus pulmones.
—¡Siempre lo supe! ¡Quetzalcóatl es su favorito!
El silencio del dios dual le dio la razón. Atormentado por la realidad a la que estaba sujeto, Tezcatlipoca bajó los escalones de nuevo. Fue hasta donde estaba Quetzalli y la cargó en brazos. Subió de nueva cuenta hasta la cima, esta vez llevando a la chica consigo. Los escalones dejaron de aumentar en número y por fin pudo echar mano sobre el cáliz.
—Esto no tiene que ser así—tosió Quetzalli, apenas pudiendo abrir los ojos—el dios dual nos ha enemistado desde siempre. Nos hizo elementos contrarios: luz y oscuridad. Desde los albores de la humanidad somos enemigos. Pero eso puede cambiar. Bebamos ambos del cáliz y vivamos en paz. Ambos nos veremos reflejados en el Espejo Humeante y afrontaremos nuestras diferencias. Por favor, hermano.
Tezcatlipoca lloraba de rabia. Estaba a un paso de alcanzar el cáliz y sin embargo sabía que Quetzalcóatl había ganado. No había nada que él pudiese hacer. La injusticia del dios dual le dio el sitio del perdedor desde mucho antes de jugar.
—¿Por qué no puedo ser como tú?—lloró Tezcatlipoca.
—Porque tú eres perfecto como eres. Hermano, no importa lo que nuestros padres hayan establecido para nosotros. Podemos ser libres de ellos. Seamos independientes. Tloque Nahuaque se transformará en el dios único. Los seres humanos creen que este dios es todo amor. Seamos el ejemplo. Yo te amo, hermano.
Los labios de Quetzalli recibieron el pulque primero. Fue Tezcatlipoca quien le ayudó a beber, sosteniendo el recipiente y la cabeza de su hermana. Después siguió él. Al tomarlo, retomó su forma masculina. Quetzalcóatl abrazó al Espejo Humeante con todas sus fuerzas. Acarició su cabello y le besó la mejilla. La Serpiente Emplumada emprendió el vuelo de regreso a la Tierra con Tezcatlipoca aferrado de sus plumas. Trató de comportarse para que nadie le viese llorar en la Tierra. Sin embargo, allá la gente también lloraba. Pero lo hacía por una muerte.
Tláloc dio sus últimos respiros justo cuando el muñeco de trapo relleno de paja ardía en la plaza principal. Coyote Viejo y Tonatiuh habían bebido demasiado y festejaban junto a la sobria Ixtab la llegada del año nuevo. Los fuegos artificiales estallaron en lo alto. Fueron visibles incluso desde la Laguna Encantada. Los vecinos de las áreas cercanas a Casa Tláloc cantaban una canción, entonando la alegría de haber quemado a sus muñecos.
Ahí viene el viejo muriéndose de risa
Ahí viene el viejo muriéndose de risa
Porque a media noche
Porque a media noche
Lo vuelven ceniza
Doña Ameyalli lloraba con la cabeza recostada sobre el pecho de su esposo. Moán había regresado a su tamaño normal, parado sobre el hombro de Marina. Ambos lloraban tratando de no ver el cuerpo de aquel que había dirigido Casa Tláloc por tantos años. Los Tlaloques habían ido a la fiesta, por lo tanto no estaban enterados de lo ocurrido. Jugaban con otros niños, corriendo de un lado a otro con sus banderillas de bengala encendidas echando chispitas. Mientras Doña Ameyalli pensaba en cómo le diría a los pequeños sobre la muerte de su padre, escuchó unos pasos detrás de ella. Giró la cabeza con rapidez. Vio a Marina y a Moán en el mismo sitio, sabiendo entonces que ellos no habían ocasionado el ruido. Sus ojos buscaron en la oscuridad de la noche. La luna había vuelto a ser llena y brillante, iluminando mucho más. De entre los arbustos emergieron dos figuras. Era una mujer que llevaba consigo un niño de la mano. Cuando la luz les bañó, se descubrió que eran la monja Guadalupe y el pequeño Jesús.
La monja avanzó con pasos lentos hacia Doña Ameyalli. La mujer lloraba la pérdida de su marido. Esperaba que la monja se marchara para sufrir en la intimidad. La mano de Guadalupe acarició la mejilla de Doña Ameyalli, quien no tuvo más opción que mirarle.
—No hay por qué sufrir—exclamó Guadalupe—¿acaso no estoy yo aquí que soy tu madre?
El pequeño Jesús corrió hacia el cuerpo del señor Tláloc. Puso ambas manos sobre él, cerrando los ojos. Una tos seca hizo saber a todos que Tláloc había vuelto a la vida. Moán y Marina corrieron hacia el hombre. La hija abrazó a su padre y el ave graznó feliz. El Señor de la Lluvia aún estaba con vida. La fiesta se prolongó en la plaza hasta que la electricidad hizo presencia de nuevo. Sólo entonces los borrachos comprendieron la magnitud de su desorden. Habían quemado un árbol cerca del kiosco. Un taxi se hallaba volteado al revés. Los Tlaloques regaron granizo en el ayuntamiento, rompiendo algunas ventanas con las esferas gélidas de gran tamaño que crearon. Coyote Viejo estaba dormido dentro de un auto, encima de tres hombres a los cuales les había quitado la cartera. Tonatiuh tuvo una indigestión por comer tanto y ahora yacía en la banqueta esperando a Ixtab, que salió en busca de un té de manzanilla para su esposo. Tláloc apareció junto a su familia en medio del caos, en donde incluso el alcalde cantaba canciones rancheras abrazado de dos mujeres, y ninguna de ellas era su esposa.
Fue labor de Tláloc apoyar en la limpieza. Cuando Tezcatlipoca y Quetzalcóatl hicieron acto de presencia, lo hicieron en forma humana. El espejo Humeante no dijo ni una sola palabra. Iba vestido como un civil más, protegido del frío por una chamarra y un gorro sobre la cabeza. Se multiplicó en varios avatares que dejaron la plaza como nueva. Quetzalli se limitó a explicar a Tláloc lo ocurrido en pocas palabras, usando una mentira improvisada.
—Ganaste la apuesta. Yo fui quien envió a esa criatura para ponerte a prueba. Sabíamos que el pequeño Jesús te traería de vuelta.
—¿Qué se supone que era la cosa que me atacó?
—Un avatar de Tezcatlipoca.
Cuando la limpieza terminó a primeras horas de sol, Tezcatlipoca recorrió el pueblo con su hermana. Las calles estaban vacías, como sucedía casi siempre el primer día del año. De vez en cuando se escuchaban los quejidos de algún borracho con resaca, quejándose de la luz del sol que entraba por la ventana. Los dos Tezcatlipocas iban lado a lado, sin verse de frente. La mirada puesta sobre el límite de la calle. Llegaron a un parque en una zona llamada Chichipilco. Se sentaron en una banca, escuchando el canto de las aves. Quetzalli llevaba consigo una mochila, la cual llamó poderosamente la atención de su hermano. Sin embargo, no se atrevió a preguntar por el interior.
—Xipe Tótec está muerto, no queda nada de él—explicó Tezcatlipoca—no creo que sea posible traerlo de nuevo.
—Es el dios de la regeneración. Algún truco bajo la manga debe de tener.
Tezcatlipoca suspiró para sí mismo. Después dejó que sus pensamientos se plasmaran en palabras.
—No puedo ver a los demás a los ojos después de todo el daño que les he ocasionado—aseguró él—Xilonen tampoco está. Una de las brujas murió también. Los ahuizotes que transformé en ranas, deben de andar libres por ahí. Quizás debí de haberme quedado como un mortal.
Quetzalli abrió su mochila. Dentro estaba el espejo negro de obsidiana. Doña Ameyalli había retirado el encantamiento sobre la laguna. El espejo estaba disponible ahora para que Tezcatlipoca lo tomara.
—Hicimos una promesa—dijo Quetzalli—ambos miraríamos dentro del espejo.
Así lo hicieron. Se vieron a sí mismos jóvenes. Habían derrotado a la bestia Cipactli. El dios dual felicitaba a Quetzalcóatl por su hazaña. En el suelo yacía Tezcatlipoca con la pierna recién mutilada. Se arrastraba penosamente, exigiendo que reconocieran su sacrificio. El dios dual no lo hizo y en su lugar dotó a Quetzalcóatl de sabiduría. Quetzalli vio la escena hacer mella en Tezcatlipoca. Sostuvo su mano. Respiró profundo, buscando que la quietud de su ser se contagiara en su hermano. Poco a poco las visiones se hicieron borrosas hasta que sólo quedaron ellos dos dentro del humo del espejo.
—Gracias por ese sacrificio—dijo ella.
Después de siglos, el dios obtuvo su reconocimiento. Abrazó a su hermana, dejando que los sentimientos le consumieran. No más avatares, no más Espejo Humeante cara dura. Tezcatlipoca lucía tan joven como aquella vez. Un joven quizás de quince años humanos, dejándose llevar por las emociones. Cuando Quetzalli y él abandonaron la visión del espejo, Tezcatlipoca seguía siendo un muchacho joven. Regresaron a Casa Tláloc, en donde Tezcatlipoca buscó a Xochiquetzal y a Atlatonan. Se despidió de ellas, dejándolas ser libres. Al principio las mujeres no podían creerlo, pero después de pensarlo, se dieron cuenta de que era lo mejor. Atlatonan hizo sus maletas, partiendo al día siguiente en un autobús. Xochiquetzal preparó un pastel a manera de disculpa y lo entregó a Doña Ameyalli. La esposa de Tláloc terminando entregando el pastel a los pequeños Tlaloques, esperando que su esposo nunca se enterara que dicho pastel existió alguna vez.
La vida recuperó el mismo ritmo de siempre. Quetzalli comenzó a instruir en casa a los Tlaloques y a Jesús, dándoles clases de matemáticas y de español. Les enseñó tanto como pudo, pues la tarea resultó mucho más difícil de lo que pudo imaginar en un principio. Después de una clase en casa, Quetzalli salió a las orillas de la Laguna Encantada. Se encontró a Tezcatlipoca y a Tláloc fumando juntos un puro. El Espejo Humeante vestía de forma cómoda, acostumbrándose al uso de vestimenta actual. Tenía a su lado una maleta con ruedas. Quetzalli se acercó a ambos con curiosidad.
—¿Y esa maleta?—preguntó ella.
—Nos va a dejar—explicó Tláloc—dice que quiere ver el mundo con sus ojos.
—Y no lo culpo. Hay mucho que ver. Deberías hacer lo mismo un día.
Tláloc dio una calada a su cigarro.
—No lo creo—dijo el señor de la lluvia—la gente de este lugar me necesita.
Esa noche un taxi pasó a recoger a Tezcatlipoca. El vehículo realizó la hazaña de pasar el camino de terracería, el cual era difícil por el fango. El Espejo Humeante dio un último vistazo a las personas que dejaba atrás. Se despidió sin hacer contacto físico con nadie, levantando una mano y abordando.
No hubo tiempo de pensar mucho en la partida de Tezcatlipoca. Tláloc se comprometió para celebrar el Día de Reyes junto al alcalde. La Gente de las Nubes horneó la rosca de reyes más grande que el pueblo hubiese visto jamás. Se necesitaron varias mesas para sostenerla en la plaza principal del pueblo. En cada trozo de rosca que Tláloc comió apareció un muñequito de plástico, indicándole que debía de ser él quien trajera los tamales el Día de la Candelaria. Se quejó, haciendo reír a todos los presentes.
Marina Atzín comía un trozo de rosca de reyes, cuando sintió que sus dientes encontraron también algo oculto dentro del pan. Estaba a punto de hacer una mueca hasta que sostuvo con sus dedos el objeto. Era un anillo de plata con una piedra brillante que resplandecía con la luz del sol. Al principio no entendió de lo que se trataba. Estuvo a punto de preguntar "¿qué pasa si encuentro un anillo y no un muñeco?", hasta que Quetzalli le salvó de pasar un momento bochornoso. Tomó el anillo y lo colocó en el dedo anular de la mano izquierda de Marina.
Quetzalli se arrodilló ante Marina Atzín. Tláloc dejó de comer, percatándose de lo que estaba ocurriendo justo al lado de él. Sus ojos se clavaron sobre Quetzalli, esperando sus palabras con tanta ansía como Marina.
—Huixtocíhuatl, diosa de la sal—dijo Quetzalli—¿me harías el honor de ser mi esposa?
—¿Yo?
—¿Quién más, tonta?—regañó Tláloc entrometiéndose—ya dile que sí, para empezar a planear la boda lo más pronto posible. Ya le dije al alcalde que también voy a organizar el festejo de San Valentín. Me voy a volver loco.
Marina aceptó gustosa la propuesta de Quetzalli. Nadie lo sabía, pero dentro de menos de dos meses, San Andrés vería la boda más exótica en toda su existencia. Coyote Viejo hablaría durante mucho tiempo después del evento con sorpresa y cierto recelo, expresando que en toda su larga vida jamás había asistido a un evento así. Incluso hizo un juramento para no volver a tomar tequila en todo lo que restaba del siglo. Tonatiuh empezó a hacer dieta después de esa boda, en donde tragó un lechón entero él solo, sintiendo la culpa por varios días. Ixtab cantó en el karaoke como nadie hubiese imaginado, con una voz poderosa que recordaba a las cantantes de ópera. Los Tlaloques molestarían a su madre durante años venideros, pues tenían en su poder una grabación en donde su madre caminaba de forma graciosa por el alcohol, cayendo encima del pastel de bodas.
San Andrés Tuxtla contaría por generaciones la historia de un señor llamado Tláloc que organizó todas las fiestas del año en el pueblo. Un señor que parecía no envejecer, cuya fortuna nunca se explicó su procedencia. Un hombre feliz que nunca se perdía una misa, que siempre tenía tema de conversación. Un amante del son jarocho, enseñando incluso a jóvenes el arte de la jarana y el huapango. Se dice que recibió un premio por parte del gobierno una vez, por mantener vivas las tradiciones. Otros contaban que le vieron en televisión tocando la jarana. Algunos incluso narraron la vez en que habló sobre postularse para alcalde, pero su esposa lo detuvo antes de que la idea terminara su gestación en la cabeza del hombre.
Se dijeron muchas cosas sobre el señor Tláloc y en los tiempos venideros se dirán más sin duda alguna. Pero si algo debía de resaltarse, es que al señor Tláloc siempre se le vio con una sonrisa. Y razón más sencilla no podía haber: el hombre es feliz.
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