Capítulo 6 Parte 2

Un vendedor de mercancía pirata lo vio de pies a cabeza, tomándole tan sólo unos segundos para darse cuenta de que ese hombre no era de la capital. El vendedor ofreció algunos relojes parecidos a los famosos Rolex, mostrándolos al forastero como la crema y nata de los artículos personales.

—¿No necesitas un relojsito, mi valedor?—preguntó el vendedor—pos te traigo cosas más chidas si es que así quieres. Mira nomás, unos lentecitos oscuros así para verse bien mamey. Unos cien varos y te los llevas, mi valedor.

—No gracias—respondió Tláloc, abriéndose paso entre el mar de gente en la entrada de la central camionera.

El aire era diferente. Olía al smog de millones de autos, olía a tacos al pastor, olía a drenaje y también al sudor de cientos de viajeros que al igual que él, llegaban a la gran capital. Le tomó poco a Tláloc llegar a una avenida principal, en donde se dio cuenta de lo que sucedía cuando muchos autos se aglomeraban en el mismo sitio. Todos los conductores tocaban el claxon de sus autos, intentando abrirse camino para llegar primero. El tráfico era tan pesado que los vendedores ambulantes se movían entre los carriles, andando a pie y ofreciendo sus productos. El dios nunca había visto algo similar.

—Disculpe—se detuvo Tláloc frente a un hombre que lustraba zapatos a las afueras de una iglesia—¿cómo puedo llegar al Templo Mayor?

—Uuuuuuuy—alargó la expresión el lustrador, acompañando la acción con un gesto de mano cuya interpretación correcta debía de ser el concepto de lejanía—mira tienes que tomar la línea dos y después te bajas en la estación del zócalo, después le das como para el palacio y ya después jalas para la izquierda, y hay como una calle que vas a tomar para ir para arriba y desde allí vas derechiito derechiiito hasta que veas una librería y vas a ver que está el museo y que están las ruinas esas. ¿Me entendiste?

Tláloc fingió haber captado las instrucciones. El sitio le resultaba irreconocible después de tantos años. No dejaba de preguntarse a dónde se había ido el enorme lago que delimitaba la Gran Tenochtitlán. Todo estaba cubierto de concreto y las iglesias podían verse en cada esquina. No estaba acostumbrado a cruzar las calles por los puntos peatonales, pero empezó a hacerlo después de que un taxi casi lo atropellara. Después de vagar sin rumbo por calles aglomeradas de personas, dio con una estación del sistema de transporte del metro.

Una señora fue muy amable con él y le ayudó a pagar su cuota del transporte usando una máquina en la que debían depositarse monedas.

—¿De dónde vienes, hijo?—preguntó la mujer.

—De Veracruz.

—Ah, ya veo—sonrió ella—allá es puro monte, ¿verdad? Debe ser abrumador ver tanto carro y tanta gente.

Tláloc se sintió identificado con la mujer, asintiendo con la cabeza en silencio.

—Verás, hijo—agregó la mujer—yo tampoco soy de aquí. Vengo de Oaxaca, pero estoy aquí por necesidad. ¿A qué línea vas?

—A la dos.

—Bueno, deja que te guíe.

La mujer y Tláloc se despidieron cuando el dios estuvo en la plataforma, esperando la llegada de los vagones. Fue una odisea el entrar, pues tuvo que abrirse paso a empujones contra decenas de personas que iban camino al trabajo. Niños, mujeres y hombres como sardinas enlatadas en el interior, aumentando el calor humano de cuerpo a cuerpo. Después de unas estaciones el vagón se vacío un poco y pudo sentarse. Esperó a que el metro llegara a la estación del Zócalo, en donde se bajó tal y como el lustrador de zapatos le indicó. La enorme plaza estaba llena de gente y varias familias acudían a divertirse. Niños perseguían palomas, gente vendía globos y algodones de azúcar. Un grupo de personas disfrazadas de lo que ellos pensaban era un guerrero azteca danzaban al ritmo de música interpretada por instrumentos prehispánicos. Tláloc se detuvo un rato a verlos, echándose a reír por las inexactitudes históricas de la actividad, y uno de los danzantes estuvo a punto de entrar en una pelea con él.

—Tienes demasiadas plumas—dijo Tláloc—podrían ser más pequeñas quizás. ¿Qué danza se supone que están realizando?

—La danza de la lluvia. ¿Qué sabes tú sobre cultura azteca?

—Mexica—corrigió Tláloc—cultura mexica. Si lo que quieres es que llueva, debes de expresar mejor las emociones del agua. Observa.

Tláloc se puso en un solo pie y después llevó a cabo pasos que los danzantes jamás habían visto. Uno de los danzantes lo imitó para echarse unas risas juntos y un par de turistas alemanes aplaudían al lado de ellos. Tláloc dio instrucciones a los músicos para que cambiaran la tonada y después de un rato, todos los danzantes y el dios bailaban a la par. La primera gota de lluvia cayó sobre el asfalto del zócalo, seguida de algunas más.

—La danza me ha conmovido—dijo Tláloc satisfecho—es igual que en los viejos tiempos. Si me disculpan, debo de irme.

Los danzantes observaron al hombre alejarse de espaldas con la lluvia cayendo sobre él, como si lo siguiera a donde iba. Los hombres se vieron los unos a los otros, pensando todos lo mismo pero sin animarse a expresarlo por miedo a lo estúpida que sonaba la idea.

El Templo Mayor había visto mejores días. Ahora era una estructura de piedra destruida de unos cuantos niveles de altura que no representaba para nada la grandiosidad que Tláloc recordaba. Los colores de la estructura ya no estaban y en su lugar la roca grisácea era lo único que prevalecía. Tláloc hizo un esfuerzo para imaginar los restos faltantes, pero le fue bastante difícil, tanto que dejó de concentrarse en traer la lluvia consigo.

Se coló entre un grupo de turistas que caminaba en dirección a los senderos protegidos por cristal que el gobierno había construido para proteger la estructura. Un guía en el área hablaba sobre la maravillosa Tenochtitlán. El dios pudo ver el brillo en los ojos de aquel hombre. Era como si se transportara con la imaginación a una ciudad que sus ojos jamás vieron, pero que su corazón había idealizado.

La mirada del Señor de la Lluvia se posó sobre unas ranas de piedra que indicaban el camino al adoratorio en donde años atrás se ofrecían sacrificios en su honor, justo al lado del centro ceremonial de Huitzilopochtli. Una de las ranas de piedra se movió de su sitio, de forma tan lenta que sólo Tláloc fue capaz de verlo. Sus ancas le dieron movilidad suficiente para cambiar la dirección de su mirada. La rana observó a Tláloc desde su sitio. Levantó la cabeza a manera de saludo para dar unos cuantos saltos hasta perderse entre las rocas del recinto. El guía no notó la ausencia de la rana al pasar cerca del sitio y continuó con el recorrido hasta la entrada del museo, en donde invitó a los turistas a adentrarse. El recorrido por el templo había sido gratuito, pero el pago del museo era de ochenta pesos, cuota que Tláloc pagó gustoso.

Tan pronto entró al museo, pudo sentir un aura de quietud que le relajó bastante. Era un sitio diferente a la ciudad que le rodeaba. Era un lugar en donde no se escuchaba el ruido de los automóviles y en donde las personas guardaban silencio, escuchando las sabias palabras de la mujer que guiaba el recorrido. Ella también lucía apasionada al hablar sobre el tema. Transmitía esa misma energía a un grupo de niños que iba por parte de un viaje escolar. Los pequeños hacían toda clase de preguntas al contemplar la maqueta en el vestíbulo.

Construida en plástico, se veía la antigua Tenochtitlán sobre una mesa. Figuritas que representaban seres humanos comerciaban en el mercadito de Tlatelolco, navegaban los canales y atendían sus chinampas. Tláloc contempló gustoso la representación. Recordó la vista desde los montes que rodeaban el lago de Texcoco, reconociendo la exactitud de la maqueta. Observó la figura del antiguo Templo Mayor. Su mente se plagaba de imágenes de gente danzando, ofreciéndole maíz, tocando música y cantando sus alabanzas.

La guía del museo llamó a todos a la siguiente habitación y tan pronto cruzó el umbral, Tláloc pudo sentir su mente llenarse de más recuerdos. Diferentes artefactos encontrados en excavaciones pululaban en la sala. Ollas, instrumentos musicales, armas y objetos ceremoniales. Casi todo hecho en barro, habiendo sobrevivido el pasar de los años. Se sorprendió al ver que la guía sabía casi a la perfección la utilidad de los enseres. ¿Quién le había dicho toda esa información?—se preguntaba el dios.

La siguiente exposición estaba dedicada a las ceremonias religiosas. Sacrificios humanos, tributos en especie y muchos otros temas se tocaron. Tláloc levantó la mano en dos ocasiones para mencionar algunos datos que la guía había omitido, pues el tema no era precisamente algo que los niños pequeños deberían de escuchar. La guía hizo un gesto para pedirle a Tláloc que guardara silencio. El dios se percató de su error cuando contempló el gesto de horror de los niños. Quizás no había sido buena idea mencionar que los infantes también eran ofrecidos en sacrificio.

En la habitación contigua se habló del comercio y más adelante Huitzilopochtli tuvo su propia exposición. Tláloc se perdió en buenas memorias con el dios de la guerra. Después de cada guerra florida, Huitzilopochtli regresaba comandando a los guerreros que llevaban consigo prisioneros. Las mujeres y los niños se alegraban de ver regresar a sus soldados, obsequiándoles toda clase de objetos considerados preciosos. Tláloc entonces observaba desde su adoratorio la caravana guerrera, esperando ansioso las fiestas que se avecinaban. Coyote Viejo se encargaba de la música y el festejo se alargaba así por tres días. Las estatuas de Huitzilopochtli, las armas de los guerreros, todo en el museo estaba allí. Pero faltaba el alma del combate y el sabor de la victoria que Tláloc saboreaba con cada prisionero que antes de morir a manos de los sacerdotes, rogaban a Tláloc que los llevase al Tlalocan, que no los dejase ir al Mictlán.

—Huitzilopochtli podría ser considerado el dios más importante para los antiguos habitantes de Tenochtitlán—comentó la guía del museo, haciendo que Tláloc regresara a la realidad—pero existe otro dios que también fue igual de importante para esta ciudad. Díganme, ¿a ustedes les gusta la lluvia?

Los niños del recorrido respondieron de forma afirmativa.

—¡Me gusta brincar en los charcos!—dijo una pequeña.

—¡La lluvia es buena para las plantas!—secundó un niño.

La guía esbozó una sonrisa. Señaló con el índice la puerta de la siguiente exhibición y con ánimo comenzó a caminar en esa dirección.

—Allí está la habitación de mi dios favorito de todos—explicó la guía—la exposición sobre Tláloc.

Nada más al entrar, el dios quedó maravillado. Todo en ese lugar estaba dedicado a él, a sus historias, sus hazañas y su importancia. El dios, conmovido, se acercó a la vitrina en donde se exponía una olla de color azul con la máscara de Tláloc representada en ella. Después deleitó la mirada con la figura del Chaac Mool, recordando todos los ritos relacionados con ella. Una sonrisa genuina adornó el rostro del dios.

—Tenía tanto tiempo sin ver una de estas—dijo en voz alta sin importarle que los demás pudieran escucharle—sigo pensando que es una escultura hermosa.

La guía comenzó a sentirse interesada por el extraño personaje que acompañaba a los niños en su recorrido. Le vio maravillarse por el estado de conservación de varios objetos. Tláloc perdió la cabeza cuando vio dentro de una vitrina una máscara de jade con colmillos de oro que alguna vez fue parte de sus posesiones personales.

—Mi esposa no va a creer esto–exclamó—se la pasó buscando esta máscara por todos lados. Pensamos que se había perdido para siempre.

—Fue donada por un convento que la encontró bajo sus cimientos—informó la guía—¿puedo preguntar a qué se refiere con el hecho de que su esposa la estuvo buscando?

Tláloc se percató que había hablado de más. Sin embargo, la sonrisa de la mujer le inspiró confianza de alguna forma. Era joven, pero sabía muchísimo sobre la antigua Tenochtitlán. Para el dios eso era suficiente para considerar a alguien como digno de tener una plática con él.

—Si le contara la verdad, no me creería—dijo él.

La mujer notó sus extraños anteojos de color azul, que parecían dos serpientes enroscadas. También se dio cuenta de los colmillos de Tláloc, que parecían ser más grandes que el resto de sus dientes. Cuando una de las luces del museo bañó el cabello del hombre, la guía podría haber jurado ver cómo se tornaba azulado. La guía continuó con su recorrido y cuando éste llegó a su fin, Tláloc se acercó a ella para hacerle una pregunta. Lucía relajado, incluso secaba una lágrima pequeña que había escapado por mero sentimentalismo y nostalgia.

—¿Por qué la gente sigue recordando estas cosas?—preguntó él.

—Las cosas sorprendentes no deben olvidarse. Eso sería casi un pecado—le respondió ella.

—¿No es triste para ustedes recordar lo que tenían y lo que ya no está?

La mujer sonrió y señaló con delicadeza en dirección a su propio corazón.

—Aquí está el pasado y el tiempo no lo puede borrar.

Aquellas palabras quedaron en mente de Tláloc. El dios consiguió esa noche un hotel para dormir, y en los días siguientes repitió una rutina. Desayunó en el centro de la ciudad, abierto a las posibilidades de nueva comida. Se quejó cuando le dieron una quesadilla sin queso, quedó maravillado con la torta de tamal y sobrevivió a base de tacos de canasta. Visitó varios museos por las mañanas. No fueron únicamente de cultura prehispánica. Trató de entender la época de la Nueva España, visitando museos de la iglesia católica. Visitó las catedrales enormes que fueron construidas sobre los templos y quedó maravillado con tal arquitectura. Hizo preguntas sobre los santos a las ancianas que rezaban el rosario todas las mañanas dentro de los templos. Ellas le narraron los martirios de cada uno de ellos. Le pareció que su fe era digna de admirarse e imaginó que la Gente de las Nubes sería capaz de hacer lo mismo por él.

Tláloc siguió visitando el museo del Templo Mayor, conversando a diario con la guía del recorrido. Después de una semana de seguir esa rutina, la muchacha aceptó la invitación de Tláloc para verse fuera de su horario laboral. Él le hizo preguntas sobre la ciudad y ella le explicó con la misma paciencia que tenía con los niños. Ella lo llevó al Museo Nacional de Antropología, en donde se alzaba un enorme monolito de roca sólida que todos reconocían como Tláloc. Él vio la enorme piedra que estaba colocada sobre una fuente al aire libre en los jardines del museo y tras unos segundos de inspección, el dios informó su veredicto.

—No soy yo—dijo—perdón, no es Tláloc.

La guía se echó a reír y se cruzó de brazos.

—¿Entonces quién es?

—Es Chalchiuhtlicue. La esposa de Tláloc.

Tláloc se dispuso a comprar recuerdos de la ciudad para su familia. La guía le recomendó los mejores sitios para encontrar cosas a un buen precio, y después de dos días saliendo a recorrer la ciudad con ella, la guía le recomendó ir a un sitio en particular.

—Verá usted, señor Tláloc, parece interesado en todo lo que pasó después de la conquista. Le recomiendo que vaya a la Basílica de Guadalupe, allí obtendrá respuestas. En dos días vendrán millones de personas a visitar el lugar. Entonces verá con sus propios ojos lo que ha pasado con México-Tenochtitlán.

—¿Desde cuándo sabes lo que soy?

La guía se encogió de hombros.

—Intuición de pasante de antropología.

Tláloc jamás había visto tanta gente como ese día doce de diciembre. Personas cargando estatuillas de la Virgen de Guadalupe, llevando cruces al hombro tal y como lo hizo Jesucristo, ofrendando flores y muchas otras cosas más. Mariachis cantando las mañanitas, personas avanzando sobre las calles andando de rodillas como penitencia. Eran millones, acaparando las calles, danzando y cantando. Fue también una exposición gastronómica diversa en donde Tláloc pudo sentir su estómago llenarse hasta un punto que jamás había conocido. Dejó que la multitud lo llevase como un río humano, camino a la enorme Basílica. Fue presa fácil de los vendedores, que le ofrecieron un manto como el de Juan Diego, en donde la Virgen lucía estampada. Después le entregaron una veladora, la cual mantuvo encendida como símbolo de compromiso.

Analizó las miradas devotas de los peregrinos, pensando en lo mucho que Guadalupe-Tonantzin representaba para ellos. Era su mundo, su razón de existir. Era luz en medio de la oscuridad, alguien que velaba por ellos cuando la vida era difícil. Quedó conmovido por ese número de gente tan descomunal que ni en sus mejores sueños podría haber peregrinado al Monte Tláloc en la época de oro de Tenochtitlán. Habló con gente de la peregrinación y se percató que venían de lugares lejanos que él ni siquiera sabía que existían. Platicó con ellos y las personas le narraron los milagros que la Virgen había cumplido. Personas que se curaron de enfermedades que parecían fatales, sobrevivientes de accidentes, personas que tomaron el rumbo del crimen y que ahora caminaban de nuevo junto a los rectos. Tonantzin no era diosa de la naturaleza, era la madre de todos los mexicanos. Sanaba, protegía y orientaba.

Tláloc vio a los fieles llorar mientras entonaban las mañanitas. Señoras que gritaban a los cuatro vientos lo hermosa que era la vida al lado de Guadalupe, lo buena que era su "morenita". El río humano arrastró a Tláloc hasta la Basílica. Era enorme, mucho más de lo que el dios imaginaba. Quizás cien veces más grande que el adoratorio que él tenía en el Templo Mayor. El edificio era la representación perfecta de lo divino, con adornos exquisitos y un techo tan alto que parecía haber sido diseñado por gigantes. Y en el altar principal Tláloc pudo ver el manto sagrado, aquel que Juan Diego mostró al arzobispo y que sirvió como muestra de los milagros de Guadalupe. El dios halló en sus recuerdos la imagen de Juan Diego huyendo de él, bajando del cerro, apresurándose para hacer historia.

—Es hora de ir a casa, ¿no es así?—preguntó Guadalupe, disfrazada como una simple fiel con un niño en brazos entre la multitud. Llevaba un buen rato al lado de Tláloc, frente al altar del manto sagrado.

—¿Sabías que todo esto pasaría?—insistió el Señor de la Lluvia.

—Yo también esperaba que Quetzalcóatl regresaría algún día, pero no iba a esperar de brazos cruzados. Esta gente necesitaba ayuda, pues era obvio que se avecinaban tiempos oscuros. ¿Aprendiste algo de esta ciudad?

—Sí, así es.

Tláloc no necesitó de un camión para regresar hasta San Andrés, pues el poder Guadalupe fue suficiente para llevarle hasta otro sitio en donde la gente se reunía en peregrinaje. Su cuerpo se hizo ligero y le pareció flotar entre cielos imaginarios hasta aterrizar en Veracruz. El Señor de la Lluvia apareció entre una multitud que bailaba y cantaba en medio de la calle. Las personas lucían disfraces extraños, usando mantas para cubrirse el cuerpo y cabezas enormes de papel maché. Parecían gigantes de dos metros, representando monstruos, alegrijes, personajes famosos de caricaturas y hasta políticos. Los niños se maravillaban con los disfraces, llamados mojigangas, y gustaban de jugarles bromas. Muchachos bajo mojigangas se acercaban a las chicas de las que estaban enamorados y simulaban darles un pequeño beso con la cabeza de papel maché. Ellas entonces dirigían la mirada a los pies de los muchachos, tratando de adivinar quién era su admirador secreto al observar sus zapatos. Otros desvirtuaban la celebración y rellenaban las cabezas de las mojigangas con piedras y se dedicaban a repartir cabezazos a los transeúntes.

Aquella celebración parecía no tener nada que ver con la peregrinación de la basílica, pero ambos eventos tenían la misma finalidad. Tláloc se sintió abrumado por tanta gente correteando de un lado a otro, así que se alejó de las calles principales y vagó siguiendo el arroyo Tajalate. El ruido del agua le calmó. Pudo ver que el arroyo estaba más limpio que de costumbre. Supuso que Doña Ameyalli se había obsesionado con la limpieza de las aguas, como siempre lo hacía cada vez que él estaba ausente. Se puso de rodillas frente a la orilla del arroyo y tomó un poco de agua con ambas manos para lavar su rostro. El contacto del líquido con su piel fue igual que recibir un beso de su esposa; una sensación refrescante, que despertaba todos los sentidos.

Levantó la mirada y allí estaba Doña Ameyalli, con los pies dentro del arroyo. Llevaba consigo un arpa, tocando en ella notas dulces que no interrumpían la naturaleza, sino que parecían complementarla. Marido y mujer se vieron a los ojos, cada uno en el extremo del arroyo.

—Bienvenido a casa—dijo ella con una enorme sonrisa—bonito zarape nuevo.

Por encima de la cabeza de ambos voló el Pájaro Moán, cantando sones de amor que pusieron nervioso a Tláloc. El dios le suplicó que se detuviera, pero el ave siguió cantando los versos más melosos que conocía en su repertorio. Doña Ameyalli reía ante la escena de su esposo sonrojado al escuchar las palabras que expresaban a la perfección los sentimientos en su corazón. Recordó entonces su deber pendiente: proteger el mundo que aún no terminaba de entender, que era mucho más vasto de lo que alguna vez imaginó.

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