Capítulo 5 Parte 3

Tláloc fue transformado de nuevo en un ser humano y tan pronto pudo ponerse de pie, volvió al suelo. Esta vez lo hizo de rodillas, alabando a la deidad que tenía frente a él, la Serpiente Emplumada a la que había esperado por tanto tiempo. Quetzalcóatl regresó a su forma bípeda, siendo Quetzalli otra vez. Los tlaloques atosigaron a su padre al intentar los cuatro contarle al mismo tiempo sobre el viaje por los cielos que habían emprendido. "Papá, vimos unos edificios grandototes que estaban hechos de piedra" "Papá, había unos balajúes de metal que no se hundían en el agua, bien enormes". El Señor de la Lluvia no paró de sostener la mano de Quetzalli entre la suya, besando ocasionalmente el dorso de la piel morena.

La lluvia arreció y todos fueron al interior de la casa, viendo como el viento movía las palmas y las tejas del techo se deslizaban por la humedad hasta caer al suelo. Los tlaloques corrían dentro de la casa, persiguiendo al pequeño Chuy entre gritos y risas. Quetzalli estaba sentada entre Marina y Tláloc, cada uno de ellos sosteniendo la mano de la mujer que tenían más próxima. La monja Lupita lucía pensativa, absorta en sus pensamientos. Después de un rato dando vueltas como un león dentro de una jaula diminuta, la monja resolvió lo que debía de hacer. Apareció entre sus manos un rosario, casi que por arte de magia, y con suma naturalidad sus labios pronunciaron oraciones a gran velocidad, moviéndose los dedos sobre las cuentas del rosario para saber cuántos padres nuestros ya había recitado.

Tláloc no pudo evitar fruncir el ceño al escuchar los rezos cristianos, pero se distrajo al ver que el patio se llenó de ranitas verdes que se aglomeraban alrededor de la fuente. Quetzalli regresó a la normalidad a cada una de las Gentes de las Nubes, quienes cansados y empapados aceptaron la propuesta de la dueña de la casa para tomar una ducha caliente. Cada uno puso una olla metálica sobre el fuego de una estufa de gas y cuando el agua hirvió vertieron el líquido caliente en una cubeta, para bañarse a jicarazos. Todos pasaron por el agua, agradeciendo mucho Quetzalli el contacto del agua con su piel. El viaje por el Mictlán, la resurrección y el vuelo por la capital del país resultaron extenuantes para un cuerpo que aún se afianzaba a su humanidad, temiendo la idea de considerarse una diosa totalmente. Recuerdos viajaban por su mente, ajenos para ella. Vio ciudades antiguas, contempló el esplendor de culturas extintas y se vio como un hombre ataviado de plumas y joyas preciosas. Vio más allá y sus recuerdos le llevaron al inicio de los tiempos, a la batalla con una terrible bestia primigenia que emergió del agua. Vio a Tezcatlipoca usar su propia pierna como señuelo para la criatura gigante. Recordó haber sido un árbol, recordó ser un quetzal y ser el mismo viento. Recordó sentirse avergonzada de sus actos, de beber pulque hasta embriagarse y tener que huir para siempre. Recordó cuando llevó el nombre de Kukulkán en tierras mayas. Y al final sintió de nuevo la tristeza de ver a los dioses y hombres despedirse de la Serpiente Emplumada, quien a bordo de una balsa abandonó el mundo terrenal.

—Todo estará bien—dijo Quetzalli, interrumpiendo la infinidad de procesos mentales en la cabeza de Tláloc—te vi, aquel día en que partí en la barca. Ya no sucederá otra vez, lo prometo.

El viento sopló tan fuerte cerca de la Laguna Encantada, que el techo de la casita azul de Tláloc se desprendió. Tezcatlipoca se despertó por el ruido de la lámina azotándose contra el suelo. Se levantó de la hamaca, sintiendo el agua caerle sobre el rostro. Alzó la mirada y vio como la tormenta había ahuyentado para ese entonces toda le neblina del pueblo. En su lugar estaba la humedad del terrible huracán que había llegado intacto a tierra y que había encontrado comodidad en la región, sin moverse del mismo sitio.

Los meteorólogos no habían visto jamás fenómeno parecido. El ojo del huracán se posó sobre la plaza principal, destrozando el kiosco y arrancando los árboles de las jardineras de raíz. En la plaza, contra todo pronóstico, un hombre estaba sentado en el interior de una camioneta vieja y destartalada que no se movía ni un centímetro pese a estar envuelta en ráfagas de viento que serían capaces de enviar volando una vaca. Doña Ameyalli había descendido ya del vehículo unas cuadras atrás, avanzando entre la espesa lluvia y los ríos artificiales que se crearon calle abajo. El río Tajalate estaba tan crecido que la diosa tuvo que calmar las aguas, susurrándole como si tratara que un niño durmiera en su cuna. El río entró en un sueño profundo y las aguas quedaron estáticas. No hubo corriente colina abajo, dando descanso a las piedras redondas de río por un rato, desgastadas por años de erosión. Doña Ameyalli caminó sobre el agua del río, como si de un sendero se tratase. Anduvo así dispuesta a seguir una presencia que le parecía familiar y que podía distinguir en cualquier sitio. Entre las gotas de lluvia ocasionadas por Tajín, algunas caían sobre el suelo emitiendo un olor característico. La lluvia del huracán no hacía que la tierra desprendiera su agradable aroma, y en cambio estas gotas producían el olor dulce de la tierra mojada. No había duda, su esposo Tláloc iba camino a la Laguna Encantada.

La Gente de las Nubes subió por una carretera vacía que iba hasta lo alto del cerro en donde se hallaba Casa Tláloc. Montados en sus caballos los hombres se mostraron molestos, siguiendo a su líder, el Señor de la Lluvia. El dios Tláloc ya no iba al frente con semblante de líder, pues lo hacía más bien como otro seguidor más. Hasta el frente iba Quetzalli montada en un equino, sosteniéndose de ella Marina Atzín, abrazada de la cintura de la mujer. La lluvia del huracán cesó, pues los Siete Truenos habían capturado finalmente a Tajín en la plaza principal, poniendo fin a la barbarie climática. La lluvia con aroma a hogar tomó el lugar de la violencia de las nubes en espiral, y la vida regresó a la flora y la fauna. Los caracoles salieron de sus escondites y subieron a las piedras para saludar a la comitiva de hombres decididos a recuperar sus esposas.

Las mujeres trabajaban bajo las órdenes de Tezcatlipoca, tratando de reparar el techo de la casita azul. El dios observaba sentado desde una silla metálica, con una botella de licor de nanche en la mano, la cual encontró entre las pertenencias de Tláloc. Se dispuso a abrirla, bebiendo el líquido que encontró agradable y dulce. Cuando bajó la botella y fijó la mirada en la lejanía observó a varias gentes a caballo acercándose hasta quedar frente a él.

—Ustedes no aprenden—exclamó Tezcatlipoca—no cabe la menor duda de que son sus propios enemigos. No importa cuántas personas más traigas, no dejan de ser simples mortales. Serán juzgados como tales.

Quetzalli desmontó de su caballo y dio una serie de pasos hacia el dios del Espejo Humeante. Tezcatlipoca vio detrás a Marina Atzín y con una sonrisa en el rostro habló a Tláloc.

—¡Haz cumplido, querido suegro!—reía—Ante mí está la preciosa diosa de la sal, Huixtocíhuatl. Ella es quien debe ser mi cuarta esposa, lo decidí hace mucho. Vi a tu nueva esposa, Chalchiuhtlicue. Es hermosa, pero no era mi tipo. Entonces lo pensé: cuando tuvieses tu primera hija, sería mía. Mírala, es tal y como una de mis esposas. Imagino la sazón de sus alimentos, condimentados con el polvo del mar.

—Lo siento—dijo Tláloc—Marina está comprometida ya.

—¿Quién es el hombre que se cree tan osado como para arrebatar una esposa a Tezcatlipoca?

Quetzalli continuó caminando hasta plantarse cara a cara a Tezcatlipoca. Hasta ese momento la mujer había sido casi invisible para el dios. Algo en el rostro de la muchacha le resultó familiar, pero no pudo dar con el por qué.

—Soy yo quien despose a la diosa de la sal—reafirmó Quetzalli—no serás tú, hermano.

Tezcatlipoca arqueó las cejas en visible confusión, sosteniendo aún en su mano la botella de licor de nanche. Para sorpresa de Tezcatlipoca, Quetzalli adoptó la forma de Serpiente Emplumada. Su cabello se transformó en plumas y su cuerpo se alargó hasta dar con la forma de una serpiente. Un destello de luz anunció cada escama que brillaba como el jade, y un rugido final puso fin a la transformación. Tezcatlipoca escupió el trago de licor que tenía en la boca, cayendo de espaldas sobre el suelo. Quetzalcóatl estaba allí, frente a él, después de tantos años. Sabía muy bien que el rencor debía de estar latente en el corazón de la Serpiente Emplumada, y aquello le preocupaba. Fingió recuperarse, poniéndose de pie y sonriendo con naturalidad. Sus blancos dientes no hicieron más que enfadar a Tláloc, depositando el Señor de la Lluvia su confianza en Quetzalli. Tezcatlipoca dio tres pasos al frente y vio a la Serpiente Emplumada a los ojos, sin la más mínima muestra de miedo.

—Disculpa, hermanito—sonrió Tezcatlipoca—no había reconocido a uno de los míos bajo esa imagen de mujer mortal. Es bueno verte después de tantos años fuera, ¿a dónde fuiste a parar? Todos te estábamos esperando con los brazos abiertos. Aunque creo que es un poco grosero de mi parte no preguntar primero por tu salud. ¿Ya no sufres los efectos del pulque que te dio aquel extraño hombre?

—Espejo Humeante, Príncipe de la Obsidiana, Dos Caña, El que se crea a Sí Mismo, De Quién somos esclavos—pronunció Quetzalcóatl—tantos nombres que posees, y ninguno de ellos es el de Traidor.

—Tranquilo, no te guardo rencor. Mi naturaleza es mi deber y siempre estará por encima de todas las cosas, incluso por encima de mi hermano. Es una gran responsabilidad demostrar a cada criatura en existencia la única verdad absoluta: cada individuo es su propio enemigo. Tú, querido hermanito, fuiste quien reaccionó de aquella forma tan patética cuando bebiste el pulque. La bebida no hizo más que revelar tus debilidades como hombre mortal, tus deseos y necesidades. Fuiste indigno por cuenta propia, no por mi mano. Yo sólo facilito que lo oscuro en cada individuo salga a flote de entre la máscara de bondad que cada quien ha construido para ser aceptado en sociedad.

Tláloc interrumpió, poniéndose de pie entre ambos hermanos. Lucía un ceño fruncido y sus colmillos blancos se mostraban como los de una serpiente.

—Devuelve a las esposas y mi casa—ordenó Tláloc—antes de que Quetzalcóatl se vea molesto.

—No escucharé a ningún dios que no esté a mi altura—rezongó Tezcatlipoca—tu insolencia es increíble. Sólo mi hermano puede hablarme como un igual. La audacia de este dios de la lluvia le ha condenado a ser objeto de mi ira. Hermano, escúchame con atención, si es que quieres de regreso este recinto deberás de negociar conmigo. Es menester que sepas que no dudaré en ponerte a prueba de nuevo, y también a todos los presentes. Establezcamos las condiciones para una paz.

Todos los presentes desconfiaban de las palabras de Tezcatlipoca. Él lo sabía, conociendo el miedo que habitaba dentro de los corazones. Gustaba de saborear ese miedo, un sabor salado en el paladar, que después se tornaba sanguíneo y amargo.

—Antes de negociar, deseo saber lo que planeas hacer—exclamó Quetzalcóatl.

—Explorar las razones por las cuales este mundo merece la pena ser conservado—dijo Tezcatlipoca con suma tranquilidad y aires de poeta, observando las nubes en el cielo—este es un lugar diferente a aquel que abandoné cuando me privaron de la sangre. Me encerraron los hombres de la iglesia en una cárcel, hasta que nuestro hermano Xipe Totec logró hacerme escapar de allí. Naturalmente deseo ver los cambios en esta tierra, y reconocer en ella la bondad y la maldad. Iniciar una nueva era de justicia, y de ser necesario, borrar este sol para comenzar con uno nuevo.

—Este mundo es maravilloso—respondió Quetzalcóatl—puedo mostrarte que nuestro pueblo logró levantarse de los tiempos de ultraje y por fin se enorgullece del choque de dos mundos que tuvo lugar hace quinientos años. Los guiaré a una época de paz, de la mano de la ciencia y las artes. Puedes ser parte de esta nueva época de paz, juntos haremos de este sitio un mejor lugar.

—No serás tú quien me muestre lo hermoso que es este mundo producto de la mezcla entre el imperio de los hijos de Aztlán y de los conquistadores. Eso sería demasiado fácil, y no habría diversión en ello. Será él quien me muestre las maravillas de este mundo—señaló Tezcatlipoca a Tláloc, quien abrió los ojos tan grandes como un par de platos, quedando boquiabierto.

Todos observaron al Señor de la Lluvia, al que no le gustó para nada ser el centro de atención. Quetzalcóatl echó una mirada a Tláloc, para después darse la vuelta y encarar a Tezcatlipoca.

—¿Por qué debe ser él?—preguntó la Serpiente Emplumada.

—Si aquel que vio morir a su pueblo a manos de los conquistadores, aquel que contiene una rabia de quinientos años en el corazón, puede perdonar y apreciar el mestizaje, entonces este mundo en verdad es digno de ser conservado. Tláloc es un hombre que se aleja del mundo mestizo, un hombre que repudia la nueva religión de los conquistadores. Es un líder, pero uno débil por sus propios miedos. Si Tláloc demuestra las maravillas de la mezcla de dos razas, la belleza de la tradición católica y los beneficios de estas nuevas tecnologías, entonces dejaré este mundo en manos de la Serpiente Emplumada y me limitaré a ser el que juzga a los malvados.

—¿Y si Tláloc no demuestra un cambio en su corazón?

—Entonces esta era será conocida como la Era del Espejo Humeante, el dios que todo lo ve. Tláloc entregará a su hija Huixtocíhuatl en matrimonio para que yo la despose, y tentaré a justos para que se transformen en malvados con mi espejo de obsidiana, el cual me entregarán. Y sólo aquel que haya combatido a su enemigo interno será quien quede en pie, en la cima de la pirámide de la moral.

Quetzalcóatl dejó su forma de serpiente emplumada, cayéndose sus plumas de quetzal para transformarse en grillos verdes que anduvieron por la tierra entonando su canción. Sus escamas se volvieron semillas de cacao que quedaron regadas por el suelo, siendo recogidas por los tlaloques pensando en el delicioso chocolate que podía hacerse con ellas. Quetzalli apareció de nuevo, extendiendo la mano a Tezcatlipoca. Ambos cerraron el trato ante el rostro de espanto de Tláloc, el cual sentía que el corazón se le salía del pecho por el estrés que le provocaba ser el método por el cual dioses superiores a él decidirían el destino del mundo que le rodeaba.

—¿Cuánto tiempo esperarás a ver los cambios en el corazón de Tláloc?—insistió Quetzalcóatl en el esclarecimiento de los términos.

—Cuando el sol termine este ciclo.

—Eso quiere decir que tenemos hasta el treintaiuno de Diciembre. Estamos en Noviembre. Te demostraremos lo hermoso que es este mundo en mucho menos tiempo. Mientras se cumple el plazo, estaremos en tregua. ¿Te parece?

Tezcatlipoca aceptó y la vida en Casa Tláloc pareció volver a la normalidad. El dios del Espejo Humeante dejó libres de su hechizo a las mujeres de la Gente de las Nubes, y las esposas avergonzadas pidieron perdón a sus maridos por caer a los pies de Tezcatlipoca. Los hombres decidieron dejar el tema de lado y regresaron a sus actividades cotidianas. Tláloc entró de nuevo a su casita azul, teniendo que arreglar los desperfectos causados por el huracán. Doña Ameyalli barrió todo el polvo que el viento había arrojado sobre la casa, y los tlaloques limpiaron la Laguna Encantada, pues mucha basura de plástico elevada por el viento terminó en el cuerpo de agua. Tonatiuh e Ixtab quedaron libres, y lo primero que hizo el dios del sol fue ir a increpar a Tezcatlipoca por sus acciones. El dios del Espejo de Obsidiana dejó que Tonatiuh le diese una bofetada como precio por sus acciones, y el sol no fue nada bondadoso con el golpe. Tezcatlipoca terminó con la marca de una mano roja en su rostro, una quemadura enorme que le duró casi una semana y que se fue después de aplicar aloe sobre la piel.

Coyote Viejo se encontró de nuevo con su versión masculina, y después de una noche de amor consigo mismo, regresó a ser el mismo de antes, dos almas en un solo cuerpo. Por más que Coyote Viejo intentó sembrar un ambiente festivo en Casa Tláloc, el aire llevaba una tensión perceptible. Tláloc no dejaba de morderse las uñas a escondidas y sentía un retortijón en el estómago cada que su paladar tocaba comida alguna, impidiéndole incluso atascarse de licor de nanche para olvidarse de sus problemas. Quetzalli le daba ánimos, teniendo una noche alrededor de la fogata con él, en donde platicaron sobre el plan a seguir.

—Sé lo mucho que has esperado el regreso de Quetzalcóatl—dijo Quetzalli—y ahora que estoy frente a ti, debes sentirte orgulloso de la confianza que tengo puesta en tu persona. Mis mes favorito es Diciembre, tiene tantas cosas buenas que sería imposible que no le demostremos a Tezcatlipoca lo hermoso que es el mundo en donde vivimos.

—No confió en él—quemaba Tláloc un bombón sobre la fogata, algo que hacía por primera vez—podría decir que no demostramos un cambio en mi corazón.

—Si así es, haré lo que debí de hacer hace mucho tiempo.

Las palabras de Quetzalli eran diferentes de las que normalmente salían de su boca. No eran suaves o inteligentes, era soberbia y rabia. Sus ojos se clavaron en el fuego, viendo consumirse el bombón de Tláloc, pues no lo había sacado a tiempo.

Tezcatlipoca habitaría desde entonces en una choza que él mismo construyó, acompañado de sus tres esposas. Cuando un banquete se sirvió por parte de Doña Ameyalli y la monja Guadalupe, Tezcatlipoca y sus mujeres fueron invitados a tomar los alimentos al lado de la Gente de las Nubes. La cena fue incómoda, sirviendo Coyote Viejo de bufón ante todos al realizar trucos de magia que maravillaron a los tlaloques, apareciendo monedas detrás de sus orejas y cambiando el color de pañuelos de cachemira. La tensión fue más presente que nunca cuando Xochiquétzal, la antigua esposa de Tláloc y ahora casada con Tezcatlipoca, se quedó a solas con Doña Ameyalli en la cocina cuando ambas fueron a buscar un vaso extra para servirse algo de alcohol.

—¿Y cómo te va con él?—preguntó Xochiquétzal, la diosa de la belleza y la sensualidad—¿sigue Tláloc roncando mucho por las noches?

—A ti qué te importa.

—No hay necesidad de tanta agresividad, mujer. Sólo quiero hablar de lo único que tú y yo tenemos en común.

—Tú y yo no tenemos nada en común. Una dama como yo no es igual a lo que tú eres.

—¿Qué es eso que soy?

—Una suripanta, cariño. Eso eres.

Quetzalli entró a la cocina justo a tiempo para separar a ambas mujeres que estaban ya agarradas de los cabellos. Prometieron no revelar su disputa a Tezcatlipoca, pues la promesa que se había hecho era la de sostener los tiempos de paz por el mayor tiempo posible. Doña Ameyalli no podía soportar la envidia que sentía cada vez que observaba a la siempre joven Xochiquétzal. En cada movimiento, palabra y mirada la diosa rezumaba sensualidad que captaba la mirada de cualquier hombre. Cubierta por los más elegantes vestidos que hubiese visto Tenochtitlán, maquillada en tonos amarillentos y con tocados elaborados en el cabello, era el centro de atención, sobresaliendo por encima de las otras dos esposas de Tezcatlipoca. Pero la razón más grande para odiarle no era el miedo de perder a Tláloc ante Xochiquétzal, sino el dolor que esa mujer había causado en el Señor de la Lluvia.

La monja Guadalupe hablaba a los tlaloques en la mesa sobre varias cosas que jamás habían escuchado, mencionando algo sobre un evento de nombre catecismo que sonaba como una actividad divertida según las experiencias del pequeño Chuy, quien también participaba en la labor de convencimiento. Tláloc observaba la escena lleno de ira, ahogando el sentimiento al comerse un bolillo seco a grandes bocados. No iba a dejar ganar a Tezcatlipoca, estaba decidido. La idea de que sus pequeños fueran al catecismo le ponía los pelos de punta y sus dientes rechinaban al imaginar a los tlaloques en su primera comunión, usando ropas blancas y recibiendo bendiciones de algún sacerdote. Sin que nadie lo supiera, por muchos años, Tláloc se enteró de las costumbres católicas. Primero lo hizo para conocer al enemigo, pero después continuó con sus investigaciones por mera curiosidad. Consiguió una biblia y la leía en lo alto del cerro, oculto de la Gente de las Nubes, tratando de entender las historias allí descritas. De vez en cuando se sorprendía del poder de ese dios descrito allí, y debía admitir que su parte favorita era el diluvio universal, imaginándose a sí mismo haciendo llover hasta destruir a la humanidad.

—A partir de mañana—interrumpió Guadalupe—agradeceremos por los alimentos antes de comer. ¿De acuerdo?

Tláloc asintió con la boca llena del migajón del bolillo, buscando atragantarse para que de su boca no saliera palabra profana. Tezcatlipoca reconocía el odio en las actitudes del Señor de la Lluvia, y sonrió para sí mismo, sabiendo que a ese paso ganaría la facultad de gobernar sobre la nueva era.

Tonatiuh hincó diente a cuanta comida se puso en su camino, comiendo más de lo que usualmente ingería, pues cuando estaba enojado necesitaba más combustible. Ixtab apenas y tocó sus alimentos, otorgando un poco de su pan al pájaro Moán, quien no dejaba de graznarle en el oído al contarle como se transformó en un ave gigante que voló sobre el Mictlán. Todos comieron esa noche, menos un dios rencoroso que lavaba sus manos el agua de la Laguna Encantada. Era Xipe Tótec, a quien había disgustado mucho la apuesta entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca. A su lado estaba Xilonen, una de las esposas del Espejo Humeante, intentando hacer que Xipe comiera aunque fuese una mazorca de maíz.

—Ese estúpido—murmuró Xipe Totec con su aspecto de un hombre viejo consumido por un trabajo de oficina—ha aceptado un trato que es posible que no vaya a ganar. Esa serpiente con plumas tiene muchos trucos bajo la manga, yo lo sé. Va a terminar ganando y veremos al idiota de Tezcatlipoca aceptando un trato que no tiene nada que ver con el futuro que me prometió. Me dijo que yo sería el nuevo sol, y que juntos haríamos que esta tierra renaciera.

El enojo de Xipe Totec ocasionó la pérdida de hojas a los árboles que se hallaban a su alrededor. Las ramas tristes y vacías se menearon con el viento frío de Noviembre, y el dios se percató de la consecuencia de sus emociones. Suspiró para relajarse y se concentró en el árbol, otorgándole la primavera de nuevo. De las ramas colgaban frutos de mamey, jugosos y listos para ser consumidos.

—De esto se trata mi existencia—explicó Xipe Totec a Xilonen—renacimiento, resurgir. Cambio constante. ¿Dejar las cosas tal y como están? Los mexicanos seguirán escogiendo gobernantes corruptos, seguirán más interesados en cosas tan banales como la televisión, y dejarán que cada extranjero que pise su tierra les vea la cara de estúpidos y se lleve las riquezas de esta tierra. Necesitamos un renacimiento, ver una nueva primavera. Y si Tezcatlipoca no la trae consigo, yo traeré el cambio necesario.

Xipe Totec se puso de pie y tomó la mano de Xilonen, viéndole directo a los ojos.

—Y cuando yo establezca la nueva primavera—continuó él—serás esposa mía y tendrás lo que desees.

Ocultos tras un arbusto, Xipe Totec y Xilonen celebraron su trato con un beso sobre los labios, y la luz de la luna fue su testigo, misma luz que bañaba el agua de la laguna. Y al fondo de las quietas aguas, se hallaba el Espejo Humeante, esperando a su destino, el cual se decidiría a finales de año, cuando el corazón de Tláloc fuera tan claro como la laguna. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top