Capítulo 4 Parte 3
El glaciar estaba frente a sus ojos, y cada uno de los presentes entrecerró los ojos para que el radiante sol que rebotaba sobre la nieve no les cegara. Marina Atzín observó en la lejanía el horizonte, y casi le parecía que la curvatura del planeta le era visible. A los lejos otras montañas, nubes y bosques enteros esperando ser explorados. La diosa se sostuvo del brazo de la mujer que tenía a su lado, aquella que era su prometida y que ni siquiera lo sabía. Al Este el estado de Puebla, tierras que Marina no había visto en siglos. Abrió muy bien los ojos para buscar en el horizonte los enormes edificios que le había descrito Quetzalli, pero por más esfuerzo que hizo no dio con las altas torres de concreto que tanto ansiaba contemplar.
La Gente de las Nubes tuvo que subir a pie algunas provisiones, pues los caballos no pudieron subir a partir de un sendero complicado, así que les dejaron amarrados en un sitio mucho más abajo. Tláloc llevaba consigo el rifle con forma de serpiente dorada, y con tan sólo desearlo, el objeto se transformó en un bastón alargado con el que se ayudó para llegar hasta el borde del cráter del volcán en el que estaban. Al fondo de la precipitación de roca estaba la roca volcánica seca, pues el gigante de roca llevaba dormido muchos años y ya no representaba un peligro para la población. Tláloc alzó su bastón al cielo y comenzó a darle vueltas, como si batiera con él los vientos. Las nubes se arremolinaron entorno al volcán y el cielo entero se tornó gris. El viento frío hizo lo suyo, y el agua que estaba dentro de las nubes no pudo soportar más su propio peso, cayendo en forma de gotas de lluvia sobre el cráter, llenándolo como si fuera un charco.
El nivel del agua subió y subió, creando una laguna en la cima del volcán. Cuando Tláloc estuvo satisfecho con su creación, ordenó a la lluvia que parase. Fue el primero de la expedición que comenzó a bajar por la ladera del cráter, decidido a sumergirse en el agua del lago recién formado. La Gente de las Nubes, los Tlaloques y Coyote Viejo le siguieron, con la misma seriedad y naturalidad en cada paso, como aquel que cruza el umbral de una puerta cualquiera. Marina Atzín estaba acostumbrada también a usar el agua como portal hacia sitios lejanos, por lo que Quetzalli fue la única que jamás había contemplado semejante cosa. Marina le extendió la mano y juntas caminaron hasta la orilla del lago, en donde Tláloc entró caminando, sumergiéndose en el agua hasta que esta lo cubrió por completo, y siguió caminando sin el temor de ahogarse hasta dar con la parte más profunda.
El agua mojó los tobillos de Quetzalli, era fría y le hizo tiritar tan pronto la tocó. Marina insistió en llevarla más profundo, sosteniendo su mano con fuerza e indicándole que no tuviera miedo. Quetzalli sostuvo la respiración en cuanto sintió que el agua estaba llegando a su cuello. Abrió los ojos una vez estuvo sumergida y allí descubrió que el agua era cálida y que podía respirar debajo de ella. No soltó la mano de Marina Atzín, siguiéndola como un cordero perdido y asustado, con la mirada fija en lo más profundo del lago, en donde una luz brillaba con intensidad. Tláloc desapareció justo allí, seguido por los Tlaloques que iban jugando y empujándose mientras bajaban hasta lo más profundo. Uno de los hombres de la Gente de las Nubes incluso llevaba una olla con tamales sumergida bajo el agua, e iba platicando con su compadre utilizando palabras altisonantes tras cada tres palabras de una forma jocosa y con ingenio.
La luz al centro del lago calentó el cuerpo de Quetzalli y le reconfortó después de una caminata por el glaciar. Era tan intensa que tuvo que cerrar los ojos cuando estuvo frente a ella, confiando en que Marina le guiaba por el rumbo correcto. La diosa le indicó que podía abrir los ojos, y cuando el Tlalocan estuvo frente a los ojos de la humana, necesitó darse un respiro para no irse de espaldas por la impresión. Había emergido de una pequeña laguna en lo alto de una montaña, desde la cual podía observarse el reino entero de Tláloc. De la montaña bajaba un río de aguas cristalinas en donde los peces y las jaibas azules jugaban. El río se transformaba en varias cascadas que caían a un mar infinito, en donde una lluvia eterna muy fina, cálida y agradable bañaba la ciudad que aparecía como un espejismo ante los ojos de los expedicionarios de Casa Tláloc.
La ciudad estaba construida sobre el mar infinito, el cual resultó tener pocos metros de profundidad, y en él los peces eran tan abundantes que en cuanto Quetzalli remojó sus pies, tuvo que tener cuidado para no pisarlos. Las casas sobresalían, flotantes y construidas en piedra volcánica de color blanco, tan ligeras que no se hundían. Eran como barcos, sostenidas por un ancla de piedra que las ataba a su sitio para que no erraran por las aguas eternas. La gente usaba balsas para transportarse, balsas de madera en donde movilizaban flores y animales que canjeaban por otros bienes y servicios. El dinero no existía como tal, y la ropa de los habitantes se había estancado en los años mil quinientos. Mujeres, hombres y niños llevaban una franja azul pintada sobre sus rostros, pasando por debajo de cada ojo y pintando el tabique de la nariz.
—Todas estas personas están muertas—explicó Marina Atzín a Quetzalli—son personas devotas de Tláloc, que murieron a causa de él. Ahogados, personas que murieron en inundaciones o quizás alcanzados por un rayo. Aquí vienen también todas las Gentes de las Nubes al morir, por lo que probablemente este será el sitio de tu descanso eterno.
Quetzalli observó el cielo del Tlalocan, y vio que en lugar de un solo allí había una enorme vasija azul en cielo, con la misma forma que la máscara que llevaban puesta los Tlaloques. En su mente había una sola cosa, un pensamiento que le abrumaba y que dejó escapar de su pecho.
—¿Aquí están todos los que siguieron a Tláloc en vida?—preguntó Quetzalli—¿estará también mi madre?
Marina no tuvo oportunidad de responder la inquietud de la chica, pues Tláloc llamó a toda su comitiva para que le siguiera hasta una nube que descendió a nivel del suelo. Era blanca y esponjosa, llamando la atención de Quetzalli al grado de que corrió hacia ella para verla mejor, con la curiosidad de una niña pequeña o un gato. Tocó la nube con sus manos y se sentía tal y como lo imaginó, como un colchón esponjoso pero firme. Tláloc ordenó a la comitiva subir a la nube, la cual volaba pocos metros por encima del mar infinito, entre las casas flotantes. Los habitantes del Tlalocan saludaban a su dios con entusiasmo, y él con su bastón hacía que se manifestaran toda clase de bendiciones sobre las viviendas. Algunas parejas que murieron sin hijos recibieron un pequeño Tlaloque propio, que no tenía problemas en aceptar a los difuntos como sus padres. Las chinampas de varios difuntos florecieron y dieron frutos exquisitos, creciendo alrededor en el agua orquídeas valiosísimas de todos los colores. Los guajolotes de varios habitantes del Tlalocan se multiplicaron, y los hombres que murieron solteros recibieron Tlaloques adultas a manera de esposas.
—Tláloc conserva todos sus poderes en este lugar—murmuró Marina a Quetzalli.
—¿Y por qué no viven todos ustedes aquí?
—Para que el Tlalocan siga existiendo, la gente del mundo de los vivos debe de seguir creyendo en él. Es por eso que papá se esfuerza tanto en mantener el culto de la Gente de las Nubes. Sin ellos, desapareceríamos por completo, como pasó con muchos dioses cuyos nombres no quedaron en ningún códice.
Coyote Viejo saludaba desde la nube a las mujeres del Tlalocan, las cuales le lanzaban miradas coquetas y le arrojaban flores como obsequio. Los Tlaloques jugaban con resorteras, lanzando piedras al cielo, destrozando las nubes y creando el sonido de los truenos antes de la tormenta. Tláloc les ayudó creando los relámpagos con su bastón, riendo los cinco al desatar centellas que corretearon por la superficie del mar.
Marina demostró el uso completo de sus poderes para impresionar a Quetzalli. Con la sal del mar infinito creó delfines blancos como estatuas líquidas y espumosas que se movían con gracia. Imitaban a la perfección a sus contrapartes reales, acercándose incluso a Quetzalli para hacer algunas gracias frente a ella, agitando sus aletas y dando varios saltos por encima del agua. Después los delfines se transformaron en caballos que avanzaban sobre las olas del mar, relinchando antes de transformarse en sal de nuevo.
Después de las demostraciones juguetonas de poder, los dioses y los humanos llegaron a un enorme templo, una pirámide de trescientos sesenta y cinco peldaños de color blanca con franjas azules en los bordes, simulando ser cataratas de agua. Cientos de antorchas encendidas daban luz eterna al templo, en donde una sacerdotisa les esperaba en lo más alto. Vestida con huipil bordado, con aretes de oro enormes y un tocado en el cabello que aparentaba ser un águila emprendiendo el vuelo. Quetzalli observó a aquella mujer en lo más alto de la pirámide y reconoció de inmediato la silueta de su madre, a pesar de que le notaba rejuvenecida, al grado de que podía caminar sin la necesidad de la andadera que usaba en vida. La franja azul de todo difunto estaba pintada sobre su rostro, el de una mujer serie y decidida.
Varios súbditos de la sacerdotisa se arrodillaron ante la llegada de la comitiva, ofreciendo diversos regalos tan pronto como la nube tocó tierra y pudieron desembarcar los dioses y los humanos. Los Tlaloques recibieron juguetes de madera y barro, Coyote Viejo instrumentos de viento artesanales y Tláloc una corona hecha con plumas de Quetzal. El hombre de la olla de tamales entregó el alimento a los súbditos de la mujer, y ésta hizo que los llevaran hasta lo alto de la pirámide. Un hombre envuelto en telas exquisitas guío a la comitiva a lo alto del templo, en donde la sacerdotisa ignoró por completo a Tláloc, arrodillándose frente a quien fue su hija en vida.
—Ahora es más evidente que nunca—dijo la mujer—estamos frente a la Serpiente Emplumada, de eso no hay duda. Puedo verlo en los ojos de esta muchacha, puedo sentirlo. Señor Tláloc, ¿me permite demostrar mi punto?
El Señor de la Lluvia vio a la mujer con severidad.
—Sólo el espejo humeante puede demostrar su verdadera naturaleza—regañó el dios—no dejaré que dañes a una sierva mía sólo por tus desvaríos. Ten un poco de decencia y saluda a tu hija como lo haría una mujer normal.
—Yo sólo fui el vientre prestado para que Quetzalcóatl regresara a nosotros. No es hija mía, es tan sólo prestada. Es una verdad que me ha dolido arrastrar todos estos años, pero no hay nada que pueda yo hacer. Además, Señor Tláloc: ¿está seguro de que desea que Quetzalcóatl se vea en el espejo? ¿Recuerda lo que sucedió la última vez que la Serpiente Emplumada contempló su forma humana en la obsidiana? Se percató de lo débil y marchito que estaba, y sintió vergüenza. No deje que Quetzalcóatl se vea en ese espejo, por lo que más quiera. O lo perderemos de nuevo.
—¿Y qué propone usted que hagamos para demostrar que su loca teoría es cierta?—comenzaba Tláloc a impacientarse.
—¿Recuerda usted aquella vez en que Quetzalcóatl descendió al Mictlán para ir a buscar unos huesos mágicos? Sólo la Serpiente Emplumada puede salir con vida del inframundo.
Quetzalli escuchaba la conversación sin entender nada de lo que se decía, ansiando poder abrazar a su madre como lo haría cualquier persona que veía a un familiar muerto. Marina Atzín en cambio sintió miedo por la pérdida de la humana, a quien abrazó con fuerza, recargando su rostro sobre el pecho de Quetzalli. La diosa de la sal tenía miedo, y su padre no supo exactamente lo que debía de hacer. Entonces una voz familiar habló en aquel templo, una voz chillona que provenía desde la esquina. Allá en lo más alto del marco de madera que sostenía una hamaca. Tláloc contempló las plumas negras de un ave que le había seguido hasta el Tlalocan, un ave que debía de estar en Casa Tláloc en ese momento. Era el ave Moán, con un mensaje importante. La sacerdotisa, Marina, Coyote Viejo, los Tlaloques, Tláloc y la Gente de las Nubes escucharon la molestia que provenía del pico del ave.
—¡Si esa niña es Quetzalcóatl decídanlo de una vez!–graznó Moán—¡Ahora mismo necesitamos a la Serpiente Emplumada si es que aún existe!
—¡No blasfemes de esa forma!—regañó Tláloc—¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que haces aquí?
—La Laguna Encantada, allá está Tezcatlipoca en este momento. Y está molesto, me ha enviado a darte un mensaje. Está furioso porque Marina Atzín no está allí, y dice que si no se la entregas en cinco días, se casará con Doña Ameyalli.
El Señor de la Lluvia se llevó las manos al rostro, estropeándose los anteojos y rompiéndolos en el proceso. Estos cayeron al suelo, transformándose en dos serpientes pequeñas de color azul, las cuales se arrastraron en busca de las escaleras del templo.
—¡No otra vez!—gritó Tláloc—¡Lleven a Quetzalli al pozo que conecta el Tlalocan con el Mictlán! ¡Y todos los demás vamos de regreso a San Andrés! ¡Voy a matar a ese desgraciado!
La lluvia arreció en el mar infinito y los truenos cayeron en todas direcciones, iluminando el cielo y asustando a los habitantes del Tlalocan que jamás habían visto tanta violencia en la lluvia de aquel sitio. Dos hombres corpulentos que servían a la sacerdotisa del templo tomaron a Quetzalli por ambos brazos, alejándola de Marina. La llevaron con los pies a rastras, pues la muchacha no se dejó tan fácilmente, dando pelea con miedo. Quetzalli suplicó a su madre que pensará las cosas dos veces, pero la voluntad de Tláloc ya estaba decidida.
El pozo era sencillo, construido con piedra rectangular que estaba apilada la una sobre la otra, ubicado justo al interior del templo. Parecía no tener fondo, y a pesar del llanto de la muchacha, los grandulones que servían a la sacerdotisa arrojaron a la muchacha por el agujero. El grito de Quetzalli dejó de escucharse tras estar haciéndose más y más tenue conforme caía, como si el pozo no tuviera fondo. Marina Atzín logró zafarse de los brazos de su padre, quien estaba comandando a la Gente de las Nubes para regresar a San Andrés. La Diosa de la Sal saltó hacia el pozo, sintiendo Tláloc que el mundo mismo se le venía abajo. Coyote Viejo se ofreció para arrojarse él también al pozo, pero Tláloc se lo negó.
—Marina es una diosa, saldrá de allí con vida—explicó el Señor de la Lluvia, sintiendo la garganta casi cerrada por el miedo que sentía—ella regresará, siempre lo hace. No es la primera vez que desaparece de esta forma. Será mejor que mi hija esté lejos de Tezcatlipoca. A ese maldito le hace falta una pierna, yo haré que no quede extremidad alguna que pueda usar para la batalla.
El bastón de Tláloc se transformó en una espada con forma de rayo, dorada brillante por la luz propia que emitía.
—¡Escuchen todos!—dijo Tláloc con la espada al aire, descendiendo por los escalones del templo—¡Vamos a transformar a ese perro maldito en cientos de espejos humeantes!
—Oye—dijo la sacerdotisa antes de que Tláloc partiera—lleva contigo al Ejército de los Cien Ahuizotes. Los vas a necesitar.
A cientos de kilómetros, el pueblo de San Andrés se notaba más triste que nunca. EL viento soplaba seco y sin lluvia, trayendo consigo una espesa niebla que parecía no desaparecer. Los habitantes se resguardaban en sus casas, y la vida social se había paralizado. Y en las calles paseaban tres mujeres con las pieles pintadas de amarillo, vestidos de henequén y joyas de jade. Cantaban canciones en una lengua casi muerta, acompañadas por el silbato en forma de cráneo que un hombre tocaba para ellas, un silbato que emitía un ruido parecido al grito de una bestia terrible, lista para atacar. El hombre iba cubierto con piel humana por encima de su vestimenta, tejida de tal forma que le quedaba como una capa perfecta. La gente del pueblo prefería no verle, temerosos del sonido de su silbato, que sembraba miles de miedos diferentes en los corazones de los hombres.
Y allá en la Laguna Encantada, las mujeres de la Gente de las Nubes se hallaban encantadas con un joven apuesto, de cabello largo y sin una pierna, que les había ordenado bordar el vestido de bodas más hermoso que se hubiese visto jamás. Las mujeres con mucho gusto lo hacían, todo con tal de poder posar su mano sobre el pectoral moreno del hombre, aunque fuese sólo por un momento. Las esposas de los expedicionarios de la Gente de las Nubes se habían olvidado de sus maridos, y habían pintado sus pieles de amarillo para agradar más al hombre galante que se hallaba sentado en el trono donde solía sentarse Tláloc durante las ceremonias religiosas.
—¿Dónde está Doña Ameyalli?—preguntaban las mujeres que bordaban el vestido.
—Está cerca—respondía muy seguro Tezcatlipoca—no importa cuánto corra, no podrá salir de esta niebla. Nadie puede hacerlo.
Capítulo 5Parte 1
Casa Tláloc pasó de ser un sitio de paz y armonía con la naturaleza a ser el centro ceremonial más importante para los dioses mexicas, más de quinientos años después de la caída del imperio de Tenochtitlán. La niebla no abandonó el pueblo de San Andrés en varios días, y los habitantes se sentía mucho más desanimados que de costumbre. Sólo los jóvenes y niños sentían la angustia de no ver el sol por tanto tiempo, mientras los más viejos aceptaban lo que parecía ser el inicio de una nueva era. En la casita azul a orillas de la Laguna Encantada, cientos de velas se mantenían encendidas y en su trono reinaba Tezcatlipoca en su forma de joven apuesto, recibiendo masajes en los pies de parte de las mujeres de los expedicionarios, quienes ya no pensaban en sus maridos ni en sus hijos, y lo único que estaba en sus mentes era el dios, aquel al que llaman "el enemigo".
En la Cueva del Diablo, aquel sitio que conectaba con el inframundo, se hallaba un hombre atado a una silla. Tenía los ojos vendados, y era el único varón que no había partido al Pico de Orizaba junto a la comitiva de Tláloc. Era Tonatiuh, con el cabello descolorido y sin ánimos. Atada a una piedra estaba su esposa, la cual se había negado a adorar a Tezcatlipoca, y por ende había sido retenida al lado de su esposo para no causar problema alguno a los nuevos planes. Tonatiuh lucía agotado, con la piel pálida y con la cabeza baja, como si buscara dormir por varios siglos más. De vez en cuando recibía la visita de Xipe Totec, el dios que vestía pieles humanas como capas, cuidador de las esposas de Tezcatlipoca.
—Gordo—dijo Xipe Totec a Tonatiuh, el dios solar—podrás salir de aquí si haces caso a Tezcatlipoca. Lo que te pide es bastante simple; evapora el agua del lago y podrás seguir al Adversario en su travesía.
Tonatiuh no respondió, fingiendo estar dormido. Xipe Totec salió de la cueva, encontrándose en el sendero de tierra amarilla con las esposas de Tezcatlipoca, listas para seguirle a todos lados como siempre lo habían hecho. Xipe Totec miró el agua del lago, con el ceño fruncido.
—Esa maldita—murmuró—selló el lago para que nadie excepto ella y su esposo puedan sumergirse al fondo.
—¿Qué hay debajo?—preguntó Xilonen, diosa del maíz y esposa de Tezcatlipoca.
—El espejo humeante. El artefacto que derrotó a Quetzalcóatl una vez.
A lo largo del pueblo de San Andrés corría un arroyo, el llamado Tajalate,que de no ser por la presencia de los dioses del agua estaría totalmente sucio y contaminado. Entre los lugareños se contaban leyendas sobre su pureza, pues a pesar de la enorme cantidad de residuos que se arrojaban, el agua se mantenía siempre igual de cristalina. Esos días de niebla, algunos juraron ver la figura de una mujer que se dejaba llevar por el arroyo, como si el agua formara una silueta femenina entre gotas que salpicaban en las piedras. Se alejaba, con rumbo al mar, huyendo de la espesa niebla que cubría toda la región. Huía de Tezcatlipoca, y del terrible destino que le depararía a su lado en caso de que llegase a contraer matrimonio con él. Le ponía muy nerviosa la idea de que el dios del Espejo Humeante no hacía nada para ir tras ella, lo que le hizo pensar que era muy probable que Tezcatlipoca supiera en todo momento donde ella estaba. Sería entonces imposible escapar, siempre que la niebla se alzara en los cielos.
Al anochecer, justo en el borde de los límites de la neblina espesa, se escucharon tambores de guerra. Las personas abrieron las ventanas, y forzaron la mirada para contemplar las decenas de hombres a caballo que se abrían paso por la carretera principal. Al frente iba Tláloc, con su máscara puesta, de dientes afilados. Empuñaba la espada brillante en una mano y en la otra se había colocado un escudo chimalli. Frente a él desfilaban las Gentes de las Nubes, tocando tambores de cuero y flautas de barro, entonando algunos cantos de guerra en náhuatl. Y entre las decenas de hombres que marchaban siguiendo al dios estaban los ahuizotes, también llamados perros de agua. Eran criaturas parecidas a un coyote, sin pelo alguno y con la piel húmeda como los anfibios. Sus colas eran largas, móviles y prensiles. Parecían tener vida propia, siendo tan inteligentes como las trompas de los elefantes. Eran cien ahuizotes, desfilando todos con sus dientes afilados, comandados por un coyote dorado que iluminaba como un faro en la niebla.
La lluvia llegó junto al ejército, cayendo incluso granizo de gran tamaño. Los rayos centelleaban en el cielo, y los truenos hacían vibrar las ventanas de las casas. Un hombre que veía todo aquello por su ventana corrió con sus hijos y les dijo que el fin del mundo había llegado, obligándolos a esconderse bajo la cama. La lluvia era tan abundante que pronto las calles se transformaban en ríos sobre los cuales los caballos andaban sin ningún problema, andando sus pezuñas sobre la superficie del agua. Los techos de lámina de varias casas cedieron y dejaron caer el agua dentro de los hogares. La gente vio el agua cubrir hasta un metro dentro de sus casas, y se subieron a donde pudieron para ponerse a salvo. La noche era tan fría que los huesos de la Gente de las Nubes dolían al caminar encima del agua, pero negaron el dolor propio con tal de seguir a su dios.
En el centro de una avenida principal se hallaba una figura de pie, alta y morena, con franjas amarillas sobre el rostro. De su boca emanaba un vapor oscuro, y sus ojos brillaban como los de un jaguar acechando en la negrura de la noche. Tláloc no necesitó más que un segundo para saber que se trataba de Tezcatlipoca. Desmontó de su caballo, cegado por la furia y corrió por encima del agua, la cual le llegaba a Tezcatlipoca hasta la cintura. Desenvainó la espada brillante y atacó a la deidad usando un rayo que cayó del cielo, justo en donde Tezcatlipoca estaba parado. Éste, sin embargo, no sufrió daño alguno y tan sólo aprovechó la situación para reír casi en silencio, conteniéndose para no resultar maleducado.
—¿Lo primero qué haces es atacarme?—preguntó el dios del Espejo Humeante—¿No tienes modales acaso por los dioses superiores a ti?
Tláloc no respondió y en vez de encarar a Tezcatlipoca se dio la vuelta, observando a su ejército. Alzó la espada de nuevo y dio una orden a manera de grito.
—¡Maten a este malnacido!
La caballería entera avanzó hacia Tezcatlipoca, quien no tuvo reparo en actuar antes de que se acercaran lo suficiente. El humo negro que escapaba de su boca salió a montones, como serpientes negras que se deslizaron por encima del agua hasta llegar a los súbditos de Tláloc, e incluso al dios mismo. Tláloc vio delante de sus propios ojos como todos aquellos mordidos por las serpientes oscuras de humo se transformaban en ranas, cayendo al agua y croando desesperadas mientras la corriente se las llevaba calle abajo. El Señor de la Lluvia se vio rodeado de varias serpientes que le mordieron por todos lados, transformándose él en un sapo gris cuyos ojos estaban rodeados por dos círculos azules, conservando los dos colmillos de la máscara en su boca. El sapo Tláloc se vio atrapado en la corriente y se arrastró calle abajo, siendo rescatado por las manos de Coyote Viejo. Lo cargó hasta llevarlo a lo alto de una piedra enorme al lado del camino, subiendo también él mismo para no mojarse. Coyote Viejo sintió detrás de él una mirada y cuando giró la cabeza vio a Tezcatlipoca de frente. Lo encontró apuesto, perfecto y saludable. Era lo que toda mujer hubiese deseado en el cuerpo de un varón, era la encarnación de todas las cualidades viriles. Andaba desnudo, usando sólo pintura en el cuerpo, orgulloso de su propia anatomía. Coyote Viejo se transformó en la mujer más hermosa que el mundo nahua había visto, de piel amarillenta, tocado de plumas y flores, vestido digno de una princesa de Tenochtitlán y joyas que sólo el tlatoani más poderoso podría obsequiar a una mujer.
—¡Gran Tezcatlipoca!—dijo Coyote Viejo—¡Tómame por esposa, por favor!
—¿Una diosa de la fiesta?—preguntó el dios del Espejo Humeante.
—Así es.
—Eso no me sirve, te necesito como un soldado, no como una mujer más.
Tezcatlipoca tomó a Coyote Viejo del cuello y le arrancó del cuerpo su forma masculina. Un segundo Coyote Viejo apareció listo para la batalla, vestido como un guerrero con pieles de jaguar, siguiendo los pasos de Tezcatlipoca. La versión femenina de Coyote Viejo se quedó acostada sobre la enorme piedra, llorando por el rechazo de Tezcatlipoca y sosteniendo entre sus manos a Tláloc en forma de sapo.
Los ahuizotes se transformaron en renacuajos y se perdieron en los drenajes del pueblo, sin posibilidad de ir tras ellos. La lluvia cesó cuando el Señor de la Lluvia perdió sus poderes, y pudo escucharse a Tezcatlipoca declamar unas palabras tanto en náhuatl como en español.
Mi espejo mágico está humeando
En la niebla puedo verlo todo
A mis ancestros, vestidos de plumas negras
A todos mis ancestros los veo en la niebla
Yo soy mi propio enemigo
Yo soy a quien debo vencer
La noche siguió su curso, y ni la luna ni las estrellas fueron visibles por la espesa niebla. Los sollozos de Coyote Viejo resultaron aterradores en la madrugada, y el croar de decenas de ranas y un sapo opacaban al canto de los grillos en la avenida más grande del pueblo. Las labores de los bomberos comenzaron, buscando a las personas que aún estaban en la copa de los árboles y en los techos de sus casas, buscando un refugio ante la inundación. Cientos de personas caminaron entre las calles cuando el agua bajó, observando los daños provocados por la terrible tormenta. No hubo pérdidas humanas, pero gallinas ahogadas no faltaron por las calles. Los muebles de varias familias quedaron arruinados de forma permanente, y las casas más vulnerables de techos de lámina y de madera quedaron desprotegidas. El llanto de Coyote Viejo se camufló entre los gritos de rabia y de dolor de las familias que observaban sus patrimonios destruidos. Tláloc, incapaz de comunicarse al ser un sapo, sintió la culpa de sus actos y vio como muchos lo perdieron casi todo por su ira. Cerró los ojos y se dejó cargar por la versión femenina de Coyote Viejo, quien caminaba con el sapo por la calle, sin saber a dónde ir.
Allá en el inframundo, en el Mictlán, Marina Atzín lloraba también. Después de haber caído por el pozo se halló en un mundo totalmente oscuro, donde el suelo era de roca dura y a lo lejos podía ser escuchado un río. A su lado yacía Quetzalli, inconsciente y sin respiración aparente. Marina colocó su mano en la cabellera de la humana y comprobó que su mano quedó llena de sangre. Intentó despertarla, pero le fue evidente que estaba muerta. Cargó con el cadáver hacia donde se escuchaba el río y encontró allí a varios perros xoloitzcuintles jugueteando en las aguas. Desprovistos de pelo, parecían salamandras caninas que jugaban ladrando en un mundo donde nada existía.
—¡Ayuda!—gritó Marina a los perros—¡Soy Huixtocihuatl, la diosa de la sal! ¡La mujer en mis brazos no puede morir!
—Esa mujer no está muerta—replicó uno de los perros—esa mujer no puede morir. Tú puedes irte del Mictlán cuando quieras, pero ella no. Ella debe quedarse, son órdenes del Señor del Inframundo.
Marina corroboró que lo que había escuchado era correcto.
—¿Ella no puede morir?
—Un dios no muere de una caída. Tenemos órdenes de no dejar escapar a este dios. No sin antes hablar con Mictlantecuhtli, el Señor del Mictlán.
Marina se acercó a los perros, llevando a Quetzalli en brazos.
—Entonces llévenme a mí también, no dejaré sola a esta mujer.
—El camino no será fácil—advirtió uno de los perros.
—Será fácil si ustedes nos guían hasta el final. Soy la diosa de la sal, y si quiero podría hacer que la sal deje de ser purificadora de las almas en pena. Este día de muertos ningún difunto podrá ir a ver a sus familiares si yo así lo deseo. Les ordenó que me lleven con el señor del Mictlán.
Los perros se dieron media vuelta y avanzaron hacia el río, dispuestos a ayudarle a cruzar a la diosa y a Quetzalli. Para facilitar el avance, los perros abrieron el río en dos, creando un sendero de tierra muy estrecho en el medio, por donde Marina caminó con Quetzalli a cuestas, dispuesta a emprender la larga caminata del Mictlán. Cuando cruzaron el río, apareció ante ellas un enorme desierto de color blanco, plano e infinito hasta donde llegaba la vista, en donde varias montañas negras se deslizaban y chocaban las unas con las otras. Parecía imposible andar sin ser aplastado por alguno de los cerros. Los perros avanzaban cautelosos, como si supieran el camino correcto para no ser aplastado nunca. En el aire se oyó un aleteo conocido, y Marina alzó la mirada. Vio al ave Moán volar por los cielos del Mictlán, transformado en un ave de gran tamaño. Parecía molesto y lo hizo saber a través de sus graznidos.
—¡Nunca van a llegar a tiempo!—no paraba de aletear mientras aterrizaba sobre la blanca arena—¡Suban a mi espalda y que los perros vengan también! El señor del inframundo sabe cosas que nosotros no, y ahora más que nunca necesitaremos de su ayuda.
Marina colocó a Quetzalli inconsciente sobre el ave enorme, y los perros subieron también. Marina se sentó justo detrás del cuello de Moán y todos juntos empezaron su viaje a través de los gélidos vientos del Mictlán, que eran capaces de dejar las cejas y las pestañas llenas de escarcha. El aire gélido dejaba rasguños en la piel, y a Moán se le caían algunas plumas en el proceso. Cuando las ráfagas de viento pasaban por las rocas de las montañas deslizantes, se escuchaban ruidos similares a los de una caracola de mar al ser soplada, una música tranquilizante y eterna que simbolizaba el fin de lo terrenal y el comienzo de la vida eterna al lado de Mictlantecuhtli.
Contra todo pronóstico, Doña Ameyalli logró escapar de la niebla. Se confundió tan bien con el agua que cuando llegó al mar, cerca de una zona llamada Barra de Sontecomapan, le fue difícil volver a tomar su forma humana. Cayó rendida sobre la arena, bajo los primeros rayos del sol en la mañana. Había llegado más rápido de lo esperado a su destino gracias a que el río Tajalate había crecido con la tormenta ocasionada por Tláloc, llevando las aguas a gran velocidad hasta el mar. El Tajalate no sólo llevó consigo a Doña Ameyalli, sino también toda clase de objetos. La playa estaba llena de bicicletas, tablas de madera, cadáveres de gallinas, ramas de árboles y hasta un auto.
La mujer se pudo levantar después de varios intentos, sintiéndose debilitada. Se lavó la arena del cuerpo en la playa, y caminó por sobre la orilla para que las olas le mojaran los pies. Vio el horizonte y el sol subiendo, sol que era incapaz de brillar sobre San Andrés por la espesa niebla de Tezcatlipoca.
—Marina, Tláloc—suspiró ella—cuídense mucho, porque lo que pienso hacer es peligroso.
Doña Ameyalli se sumergió en el mar hasta que el agua le llegó al cuello, y agachándose un poco sumergió la cabeza. Abrió los ojos y vio a los peces nadando de lado a lado, contentas de ver a la mujer que les suministraba agua a los mares desde las montañas a través de los ríos. Doña Ameyalli sonrió a los peces y les dio un recado:
—Vayan y díganle a Tajín que Tláloc lo necesita.
Coyote Viejo en su forma femenina, incapaz de ser un hombre de nuevo, logró que le dejaran estar en una casa de la Gente de las Nubes en el pueblo de San Andrés. Tomó un baño, dejó a Tláloc comer algunas moscas y cuando desayunó café con pan, se sentó frente al sapo que estaba en la mesa. Ninguno de los dos había podido dormir durante la noche, pensando en las cosas terribles que debían de estar ocurriendo en la Laguna Encantada. La niebla no dejaba apreciar el paisaje por la ventana, y dado que uno no podía ver el sol, era imposible calcular la hora del día con tan sólo ver la coloración del cielo. Coyote encontró una guitarra colgada en la pared de la casa en donde les dejaron hospedarse, y tras afinarla de oído tocó algunos acordes suaves y melancólicos, que después de un rato sonaron familiares a los oídos del sapo Tláloc. Tal y como lo temía, eran los acordes de una canción que le resultaba de lo más infame, un recuerdo amargo que era imposible de borrar, pero que era posible olvidar durante algún tiempo. Coyote Viejo entonó los primeros versos de la canción, con una voz suave y un tiempo mucho más lento que la versión original de la canción:
Desde el cielo una hermosa mañana
Desde el cielo una hermosa mañana
La Guadalupana, la Guadalupana
La Guadalupana bajó al Tepeyac
Tláloc sapo lanzó su lengua con tal fuerza que llegó hasta Coyote Viejo y se metió a su ojo, causándole un gran dolor. Coyote exigió una explicación por el comportamiento del sapo, pero recordó que no le era posible entenderle.
—Sabes que ella es la única que nos puede ayudar—dijo Coyote muy seria y severa, como si regañara a un niño anfibio—no puedes ser orgulloso en un momento como este. No puedes comparar el número de fieles que tienes tú contra los que ella tiene. Ella puede escucharnos desde cualquier parte, es mucho más poderosa que Tezcatlipoca, estoy seguro. Quizás ella sólo sea la madre de Huitzilopochtli, o bueno, eso es lo que fue alguna vez. Pero ahora es la madre del dios único en el que muchos creen. Y estoy segura de que ella no nos odia, a pesar de que la última vez que intentó hablar contigo le arrojaste los deshechos de una bacinica, o que le has apodado Mis Tepeyac. Has sido muy grosero, pero como la buena madre que es ella de seguro te perdona.
Sapo Tláloc dio un salto y bajó de la mesa, dispuesto a escapar de la vista de Coyote. Ella fue rápida y logró atraparlo con ambas manos, mientras el anfibio intentaba mover las patas para darse a la huida.
—¡Eres como un niño!—colocó al sapo frente a su rostro—No puedo creer que todo este esté pasando y yo tenga que estar como una estúpida hablando con un sapo sobre la Virgen de Guadalupe. Yo iré a verla, no me importa si no quieres. Te llevaré con ella para que te transforme de nuevo en un humano.
La mujer que era dueña de la casa se acercó y encontró a Coyote con el sapo sostenido como si fuera un gato.
—Disculpe usted, pero hay alguien en la puerta que le está buscando.
Coyote se arregló un poco el cabello, alisó los pliegues de su vestido y bajó las escaleras hasta dar con la puerta principal de la casa, de madera y en forma de arco. Ella sostenía al sapo con ambas manos para que no escapase. En el umbral de la puerta estaba una mujer ataviada con un hábito de monja. Su piel morena y sus ojos serenos y pacientes le hacían un ser celestial entre los meros mortales. Coyote pasó saliva nada más al ver a la monja, sus piernas temblaron y bajó los escalones restantes con miedo. La monja lucía muy joven, como si hubiese dejado apenas sus días de adolescencia, estrenando su adultez en algún convento cercano.
—¿Tú me has llamado?—preguntó la monja a Coyote—si es así, estoy para servirles. Mi nombre es Guadalupe, pero ustedes pueden llamarme Lupita.
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