Capítulo 4 Parte 2

San Andrés Tuxtla vio pasar los últimos meses del año, y se tiñó de varios colores con las diferentes festividades que tuvieron lugar. A principios de Septiembre, globos de papel con aire caliente plagaron los cielos del pueblo. Eran de todos los colores y todas las formas, coronándose en el cenit la famosa ilama de trescientos picos, una estrella gigante que llamó la atención de todos los niños de San Andrés Tuxtla. Los Tlaloques vieron la ilama desfilar entre las nubes, y emocionados sin poder esperar, prendieron la mecha del globo que ellos mismos fabricaron. Una bola hecha de varias capas de papel de china se alzó desde la Laguna Encantada. Había sido posible gracias a la ayuda de Quetzalli, quien en sus visitas a la papelería más cercana construyó el globo junto a los hijos de Tláloc.

El señor de la Lluvia no se opuso a la elaboración del globo porque le pareció que no estaba relacionado con ninguna tradición cristiana, así que él mismo observó con cierto orgullo la creación de sus vástagos. Tláloc no dejó, sin embargo, que los Tlaloques pusieran un pie en la plaza del pueblo para ver los globos elevarse. No tuvieron la oportunidad de correr por el kiosco de la plaza principal sujetando un rehilete al lado de los demás niños, esperando a que los adultos encendieran la mecha de las enormes moles de papel.

El clima se tornó mucho más frío, y el mes de Septiembre llegó a la mitad. Los ciudadanos de San Andrés Tuxtla se reunieron una noche en la plaza, frente al ayuntamiento, y entonaron todos viva México con sus mejores sombreros, bigotes falsos, cornetas y banderas tricolor. El manto oscuro de la noche fue engalanado con luminarias de colores, donde la pólvora decoró el olor del aire y las explosiones dieron luz a los rincones más oscuros. Alguien apareció entre la multitud con una cabeza de toro falsa sobre los hombros, unida a un esqueleto de hierro de donde escapaban petardos y buscapiés. El toro falso intentaba cornear a los hombres adultos presentes, quienes entre carcajadas lo esquivaban entre gritos, silbidos y aplausos de los niños. Después una cascada de luces de fuego descendió de los tejados del ayuntamiento, de la parroquia, de la escuela primaria más importante y de un hotel; todos edificios que rodeaban la plaza central de pueblo.

Tláloc no se sentía parte de aquella celebración, a la que miraba con desprecio recalcitrante que le consumía cada vez que se topaba con algo tricolor. Odiaba tanto Septiembre, casi al igual que lo mucho que odiaba Diciembre. En su tiempo vio que los insurgentes de la independencia eran líderes que buscaban expulsar a los invasores de España, y se imaginó a todos los descendientes de los mexicas peleando para recuperar lo que fue suyo. Contempló el águila devorando la serpiente sobre el manto patrio, y creyó que era el regreso de las antiguas costumbres. Más su decepción fue inmensa cuando observó a la Virgen de Guadalupe aún en las capillas, y vio como poco a poco se olvidaban de él y de los demás dioses. Quetzalcóatl no fue más que una figurita de barro que se vendía a los extranjeros, y Tláloc se transformó en un chiste local cada vez que la lluvia resultaba inoportuna.

México no le representaba, y por ello Tláloc prohibía a sus fieles acudir a las celebraciones patrias. Septiembre dio paso a Octubre, en donde nada interesante ocurrió, a excepción quizás de uno niños que trataron de buscar dulces a finales de mes disfrazados de fantasmas, captando la atención de quienes no estaban acostumbrados aún al Halloween. Noviembre trajo más frío y el Día de Muertos, quizás una de las pocas celebraciones modernas que Tláloc aún celebraba, aunque muy a su manera. Viajó en el lomo de su caballo, seguido por una comitiva en la que iban los Tlaloques y Coyote Viejo, partiendo de Casa Tláloc con rumbo a las montañas altas de Veracruz, en donde iría al paraíso de los ahogados, el Tlalocan, en donde alguna vez Tláloc habitó junto a su hija, esposa, tlaloques y súbditos. La comitiva partió muy temprano, más esta vez lo hizo con dos personas extra. Marina Atzín y Quetzalli partieron juntas en el mismo caballo, siendo la hija de Tláloc quien guiaba al equino. La historia de cómo lograron que el Señor de la Lluvia las aceptara fue algo accidentada, pues desde mucho antes de siquiera preguntar por el permiso, Marina Atzín sabía que la respuesta sería no. Tláloc era estricto con su hija y por ende no le permitía ir a explorar el vasto mundo fuera de San Andrés. Fue Quetzalli con su astucia quien logró convencer al dios de la lluvia.

—La diosa de la sal no sirve de nada si se halla lejos del mar—argumentó la humana—es entonces una buena idea que ella le acompañe en su viaje; una parada en la playa no le será dañina.

—Ir a la playa sería desviarme de la ruta a Orizaba—objetó el dios.

—En ese caso, deje ir a Marina a la playa por su cuenta. Puedo yo acompañarle.

—Prefiero que vaya con su padre. Será en otra ocasión.

Quetzalli no desistió, y logró con astucia dar justo en el clavo.

—Yo quisiera ir a la playa veracruzana por una razón muy particular, si es que me deja explicarla.

—Adelante—se mostró interesado Tláloc.

—Tengo entendido que Quetzalcóatl partió desde Veracruz, ¿no es así? Se fue en una barca hacia los cielos, y se transformó en la primera estrella de la tarde. Sé lo mucho que Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, significaba para mi madre y lo mucho que significa para usted. Yo prometí serle fiel al Señor de la Lluvia, como lo hicieron mis ancestros, esta Gente de las Nubes que usted siempre guía. Déjeme compartir el mismo respeto que usted tiene por la Serpiente Emplumada y lléveme hasta el punto en donde partió. Usted le vio desaparecer en el horizonte, ¿no es así?

Tláloc no se opuso y fue así que Marina Atzín y Quetzalli terminaron siendo parte del viaje previo a Día de Muertos. Las mujeres de Casa Tláloc cocinaron tamales desde muy temprano, y colocaron atole en recipientes metálicos enormes que se colgaban a cada lado del lomo de las mulas. El viaje era largo por la insistencia de Tláloc de no usar transportes de gasolina, pues según sus propias palabras "la naturaleza nos ha dado todo lo necesario para movernos por la vastedad del mundo". Los Tlaloques iban por el camino recogiendo toda clase de frutas para entregarlas a los jinetes. No habían pasado ni quince minutos de iniciado el viaje y los niños ya llevaban pencas de plátano a montones que habían robado de plantíos cercanos.

Los pueblos por donde la comitiva pasaba eran bendecidos con una lluvia ligera y contenta que daba aroma al suelo, dejando las hojas de las plantas impregnadas de gotitas de rocío, como perlas diminutas que brillaban con el sol. En el pueblo de Santiago Tuxtla, Tláloc se disculpó con la enorme cabeza colosal de piedra en la plaza principal, pues se avergonzaba de su comportamiento estando ebrio hace días atrás. La cabeza le comentó los nuevos chismes de la región, le habló de política, le dio las noticias del crimen y hasta le comentó sobre el clima en otras zonas de Veracruz. Como agradecimiento, la comitiva entregó tamales y atole a la cabeza colosal, quien aceptó gustosa y los comió de mano de Tláloc mientras nadie miraba.

Cabalgaron durante el día y en la noche dormían en casa de miembros de la Gente de las Nubes que habían preferido vivir en la civilización, y que por su devoción a Tláloc paraban lo que estaban haciendo para atenderlo. En donde la comitiva aterrizaba, se armaba una fiesta, pues Coyote Viejo armaba un escándalo y con su jarana amenizaba las noches, enseñando a las mujeres a bailar el zapateado. La fiesta entró en un descontrol cuando Marina Atzín hizo uso de su arpa y siguiendo el ritmo de Coyote Viejo empezaron a tocar La Bamba. El licor de nanche no pudo hacer falta, y después de comer tamales envueltos en hoja de plátano y algo de guanábana, todos cayeron rendidos con los pies adoloridos. Incluso Tláloc se dejó invitar a bailar por las mujeres que habitaban la casa, quienes no lo dejaron descansar ni un segundo.

El viaje se retomó a la mañana siguiente, y Tláloc con la cabeza adolorida tomaba atole mientras cabalgaba para intentar reponerse. El clima era más frío mientras más cerca se estaba de la costa, y en Tlacotalpan la comitiva se bañó a la orilla del río Papaloapan. Como la comitiva a veces necesitaba dinero en efectivo para sortear ciertas emergencias, Tláloc ordenó que aquellos que supieran tocar un instrumento cantaran algunos sones por unas monedas. Incluso Quetzalli tocó el pandero y el güiro para no quedarse como una observadora más. La cabalgata siguió por una carretera principal, siguiendo siempre la costa muy de cerca, pero sin ir nunca a la playa, observando el azul del Golfo en el horizonte. Delfino Victoria, la Pureza, Úrsulo Galván; destinos alejados de la enorme civilización que tanto odiaba Tláloc, sin tocar el puerto de Veracruz en ningún momento.

Los cascos de los caballos por fin tocaron la arena de la playa, que formaba dunas en una zona conocida como las Chachalacas. El sol estaba próximo a dejarse caer y el cielo se tornaba anaranjado en el sitio, apareciendo en el Este la estrella venusina primero, mucho antes que el resto del firmamento. Tláloc se apresuró a reunir leña para hacer una fogata en la playa, pues había alejado las nubes de la región para poder dormir a la intemperie sin miedo a que el agua de lluvia les mojara en plena madrugada. Los Tlaloques emocionados vieron al Señor de la Lluvia encender el fuego, en donde calentaron los tamales que aún les quedaban. Coyote Viejo negoció con los pescadores locales, transformado en una mujer hermosa, y consiguió peces lo suficientemente grandes como para que toda la comitiva comiera.

Marina Atzín remojó sus pies en el agua salada y levantó sus brazos al cielo, como si pidiera perdón por haberse alejado tanto tiempo de sus aguas. Marina entonces caminó sobre el agua gracias a sus habilidades para modificar la salinidad del agua, transformando en agua bajo sus pies en una versión mexicana del Mar Muerto. Invitó a Quetzalli a caminar junto a ella, y ambas se divirtieron al ver debajo de sus pies a los peces huir por la enorme cantidad de sal que la diosa llevaba consigo. Cuando cayó la noche, Tláloc estaba sentado cerca de la fogata con una guitarra en mano, afinando usando el oído musical de Coyote Viejo, quien aun siendo mujer se recargaba en su hombro para darle indicaciones. Los Tlaloques se cansaron de correr por la playa cazando cangrejos y se sentaron alrededor de la fogata también, sabiendo muy bien que su padre estaba a punto contar sus historias amenizadas con música, como siempre hacía que llegaba al mar.

—Quetzalli—exclamó el Dios de la Lluvia—acércate, cantaré a la Serpiente Emplumada.

Un requinteo abrió la historia, mientras Tláloc observaba la estrella venusina en el cielo nocturno, como si le dedicara sus palabras. No era una canción, no era un poema, eran palabras provenientes de un pecho agotado, producto de la espera leal y de la nostalgia. Era el rencor por la modernidad, transformado en lenguaje de flores y gorriones, con la dulzura del agua de un río, pero con la firmeza de una yunta:

Su nombre era del aire y de la tierra

Ahora mora en una estrella

Cierro los ojos y escucho su voz, su voz de viento

Un lucero en lo alto, en donde veo su nombre escrito en todo portento

Quetzalcóatl, señor del México.

Observa a tu alrededor y le verás

La sabiduría de un anciano, la esperanza de un niño

La música y la ciencia, la pintura y la danza

La tortilla, el chocolate y la salsa

Eso es Quetzalcóatl

Me dijiste que no llorara

Prometiste regresar con tu barca desde el mar

Y sigo aquí esperando un día mejor

En donde pueda dejar de llorar

Tu gente vive en la ignorancia

Y la ciencia hoy trae extravagancia

¿Irás a regresar?

Con tus verdes plumas de Quetzal

Para que tus hijos pueden descansar

Tláloc entonaba sus palabras con la lejanía de emociones que nadie más podía entender. Sus ojos cerrados le proyectaban en los párpados las imágenes de la balsa de madera en la que vio por última vez a la Serpiente Emplumada, partiendo al horizonte. Después de su narración musicalizada, la cual se alargó con las hazañas de Quetzalcóatl y las trampas de su hermano Tezcatlipoca Negro, Tláloc se alejó de los demás para comer una mojarra frita preparada por Coyote Viejo. Se sentó sobre el tronco de un árbol en la playa, practicando los acordes de una canción. Quetzalli se le acercó por detrás, interrumpiendo sus ensoñaciones.

—Usted le quería mucho, ¿no es así?—preguntó ella.

—No tienes ni idea.

—¿Y usted cree que regresará?

—Lo hará. Sólo que ahora seré más cuidadoso con mis expectativas. En el pasado creí que los barcos de madera que llegaron a Veracruz era la gente de mi señor Quetzalcóatl, y creí que su líder era él en forma humana. Pero era sólo un saqueador de riquezas, un hombre mortal más. Y a pesar de ser un mortal, destruyó un imperio entero. ¿No te parece gracioso eso? Un dios como yo, derrotado por meros seres humanos. Es por eso que me niego a creer la historia de tu madre. Recuerdo aun cuando los dioses se regocijaron por el nacimiento de Huitzilopochtli, nacido de su madre Coatlicue Tonantzin. Ella recogió una pluma que cayó del cielo y quedó en cinta, esperando a un dios en su vientre. Se dice que sólo los Tezcatlipocas pueden llegar al mundo de esta forma. Tezcatlipoca Negro, Blanco, Rojo y Azul. Sus nombres son Tezcatlipoca, Xipe Totec, Huitzilopochtli y Quetzalcóatl. Me dijeron los dioses primigenios, los padres de los cuatro Tezcatlipocas, que ahora mismo en la tierra se hallan dos Tezcatlipocas: el negro y el azul. Por lo tanto, sólo el blanco y el rojo podrían nacer de una pluma. Si la historia de tu madre fuera cierta, tu podrías ser alguno de esos dos restantes.

—Y usted ya no espera otra decepción—comentó Quetzalli—por eso no quiere pensar que yo podría ser Quetzalcóatl. Mi madre siempre sostuvo su versión de los hechos, y aunque me cuesta creerlo, quiero decirle que en verdad me gustaría estar a su lado, aunque no sea yo un dios. Y estar también al lado de Marina.

—Ustedes se llevan bastante bien. Si fueses Quetzalcóatl te ofrecería a mi hija en matrimonio.

Quetzalli perdió el equilibrio y cayó sobre la arena. Su rostro estaba enrojecido de tan sólo pensar en la idea de desposar a Marina Atzín. Tláloc reía al ver a la humana sobre la arena, y le extendió su mano para que se pusiera de pie, y hasta le invitó a sentarse a su lado en el tronco caído.

—¿Usted cree que sea posible que yo sea la Serpiente Emplumada?—preguntó la chica.

—Me gustaría creerlo.

—¿Hay una forma de descubrirlo?

Tláloc vio en su mente el reflejo de la Laguna Encantada, y al fondo, dentro de una cueva submarina, el espejo negro y humeante de obsidiana que alguna vez le perteneció a Tezcatlipoca. Recordó la forma en que funcionaba aquel espejo, mostrando la forma verdadera de todos los seres, y lo que habitaba en su interior.

—Sí—dijo finalmente Tláloc—existe una forma. Pero no la usaré en ti hasta que demuestres que tienes más de Quetzalcóatl que de Quetzalli; demuéstrame que hay mucha más evidencia que la historia de tu madre. Entonces tendrás tu prueba final, y cuando lo hagas podrás casarte con Marina. ¿De acuerdo?

Tláloc extendió su mano para celebrar un trato, y Quetzalli lo cerró aún algo confundida.

—¿Por qué tanta insistencia en que me case con ella?—preguntó la humana.

—Porque hay un dios que la desea, un dios que no debe ponerle las garras encima. Tezcatlipoca Negro, se llevó a mi primera esposa e intentó hacer lo mismo con mi hija. Si en verdad eres Quetzalcóatl, deseo que mi señor tenga a mi hija por matrimonio y no ese pelafustán de obsidiana.

En la carretera que va del puerto de Veracruz a San Andrés Tuxtla, un autobús avanzaba. Sus pasajeros eran turistas, trabajadores y gente que iba de regreso a sus pueblos. Entre ellos estaban dos hombres que desentonaban bastante: un señor algo viejo con toda la pinta de ser un oficinista aburrido que nunca vio días divertidos, y un joven apuesto y moreno con el cabello largo hasta la cintura. Junto a ellos iban tres mujeres vestidas con huipiles bordados, observando por la jungla por la ventana. Al paso del autobús escapaba toda criatura viva que pudiera desplazarse. Las chachalacas se alborotaban y volaban en dirección contraria, los armadillos huían a sus madrigueras y las mariposas se alzaban con el viento tan alto como podían. Tezcatlipoca negro sonreía al observar por la ventana, sabiendo que la naturaleza aún le temía.

El autobús paró en un pueblo costero para cargar gasolina, y se permitió a los pasajeros bajar un rato para estirar las piernas y comprar algún bocadillo. Cuando el autobús retomó su rumbo, el pueblo quedó atónito ante la historia de un hombre que temblaba de miedo, corriendo por la plaza principal contando algo digno de una película de terror. Iba con sus primos caminando por un sendero del campo cuando se les apareció un anciano moreno y les hizo una pregunta.

—¿Quién desea ser acreedor de una enorme fortuna?

Los hombres se rieron del anciano y pasaron de largo, hasta que el hombre dejó caer un enorme costal al suelo, abriéndose un poco. En su interior estaban apilados cientos de billetes, y entonces los hombres se miraron confundidos entre sí.

—¿Qué quieres de nosotros?

—Un muchacho joven, fuerte y hermoso.

Los hombres se hicieron la idea incorrecta de la petición de Tezcatlipoca y se rieron de él.

—¡Viejo maricón!—se fueron empujándose entre sí, haciendo gestos obscenos.

Sólo uno de los tres hombres pudo escapar, para ir al pueblo a describir la forma en que el anciano dejó a los hombres sin una gota de sangre en el cuerpo. Nadie le creyó y lo tacharon de loco. Veía al anciano a lo lejos, acercándose con lentitud, estando en todas partes al mismo tiempo. El hombre corrió hacia el cuartel de la policía y entonces vio allí a un joven oficial de aspecto muscular, al que todas las muchachas del pueblo deseaban en secreto. El sobreviviente de los tres primos arrebató el arma al oficial y le disparó en el pecho, ante la mirada atónita de todos. El anciano se acercó entonces al hombre, abriéndose paso entre la multitud de personas que buscaban linchar al asesino. Tezcatlipoca en su forma de viejo dejó caer el costal lleno de billetes al suelo, sonriendo al hombre que era arrastrado a un poste de luz por los habitantes, quienes estaban dispuestos a amarrarlo y quemarlo.

—Disfruta tu fortuna—dijo el anciano, llevándose el cuerpo del policía en una nube de vapor blanco, que se elevó a los cielos y dejó el pueblo cubierto de neblina el resto del día. 

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