Capítulo 4, Parte 1

Fue en otro tiempo temido entre hombres y dioses, pero ahora iba dentro de la cajuela de un auto, atado de pies y manos. Le llamaban de varias formas distintas y llegó a tener más de doscientos nombres, cada uno describiendo un mismo avatar para una sola deidad. Podía estar en todos lados al mismo y ejercía la justicia como veía más conveniente, poniendo a prueba a los hombres y dándoles la oportunidad de redimirse a sí mismos mediante la reflexión. Pero cuando un Dios que hacía lo mismo llegó desde el otro lado Océano, el grande y poderoso Tezcatlipoca Negro se transformó en menos que un simple indio atrapado en el sistema de castas. Sin una de sus piernas, usando una prótesis que para nada intentaba ser realista, Tezcatlipoca Negro luchaba contra la puerta de la cajuela del auto que le llevaba por rumbos desconocidos en la ciudad de México.

Ni todos sus gritos le valieron para que lo rescataran, pues tan pronto como el auto se detuvo, un grupo de hombres lo sacó a cuestas y le arrojaron a un cuerpo de agua. No era nada tanto, y tan pronto su cuerpo amarrado tocó el canal de agua, supo que estaba en Xochimilco. Los pocos ajolotes que quedaban en las aguas ya contaminadas y repletas de trajineras se acercaron a Tezcatlipoca Negro y le llevaron hasta la orilla, cerca de una pequeña isla en medio de los canales. Tosió el agua sucia para expulsarla de sus pulmones, usando su prótesis metálica para rasgar las cuerdas y así liberarse. Anduvo sobre el fango como una lombriz triste hasta que se pudo poner de pie, sosteniéndose del tronco de un árbol lleno de musgo. Alzó la mirada y vio a varias muñecas colgadas de las ramas, deterioradas por el paso del tiempo. Cada una de ellas parecía pertenecer a una época distinta, producto de haber sido colgadas en aquel sitio durante generaciones enteras, siendo así el vertedero final de las ilusiones infantiles de miles de niñas mexicanas.

El sitio era llamado comúnmente la Isla de las Muñecas, y para Tezcatlipoca Negro no era un sitio desconocido. Conocía la leyenda al igual que muchos habitantes de la capital, aquella que narraba la muerte de una niña en los canales, y como la única forma de calmar al joven espectro era colocando más y más muñecas. Como leyendo los pensamientos de Tezcatlipoca Negro, el fantasma de la pequeña se hallaba de pie entre los árboles, sosteniendo su más nueva adquisición entre los brazos; una muñeca nueva y reluciente, de cabello extremadamente claro, recogido en una trenza y luciendo un vestido azul con retoques plateados que brillaban bajo la luz de la luna. La niña podía sentir la naturaleza no humana del invitado no deseado en su isla, por lo que se quedó detrás de uno de los árboles a esperar que fuese él quien hiciera el primer movimiento.

El dios encaminó sus pasos en dirección a la fantasma, mostrando la mejor sonrisa que podía para resultar ser menos aterrador. Mientras más tiempo pasaba sin beber sangre humana, más perdía Tezcatlipoca Negro su forma antropomórfica para dar paso a una figura raquítica, como la sombra de un ser humano que estaba hasta los huesos. Sus ojos salidos de las cuencas, redondos y enormes como huevos de gallina, buscaban en la niña una debilidad. Los dientes de la deidad se asomaban en su rostro sin labios, dando la impresión de que esos dientes desgastados y amarillentos se caerían en cualquier instante. La sonrisa leprosa de Tezcatlipoca atemorizó a la fantasma, quien sujetó su muñeca con más fuerzas.

—No tienes nada que temer—dijo el dios—en este estado tan decadente la misma brisa de la mañana me haría añicos. Tengo varios nombres, pero para ti pequeña dulzura, mi nombre es El Espejo Humeante.

La niña contempló la carne de los brazos flacos y marchitos de Tezcatlipoca, viendo como el tejido se transformaba en vapor blanco, entendiendo de inmediato aquella parte del nombre de Tezcatlipoca que usaba la palabra humeante.

—¿A qué viene a la isla, señor?—preguntó la pequeña.

—Hombres malvados y sin corazón me han dejado a mi suerte en los canales. No he probado gota alguna de sangre humana, un líquido vital para mí. Dioses de bajo nivel no requieren de estos sacrificios a diario, porque dominan un solo aspecto de la vida. Controlar el sol, la lluvia o la guerra no es nada cuando se carga sobre el pellejo la dualidad del hombre. Perdona que este viejo te amargue la noche con sus soliloquios, pero debo mantenerme cuerdo antes de desaparecer. Necesito sangre humana, sangre de alguien joven y con mucha vida por delante. No es necesario que sea mucha. ¿Me ayudarías? A cambio, puedo darte la muñeca más preciosa que hayas visto jamás, con piel suave al tacto y cabello que se pueda peinar de cientos de manera distintas. ¿Tenemos un trato?

La niña selló el pacto extendiendo su cadavérica mano y sosteniendo la de Tezcatlipoca Negro, con mucho cuidado para no romperle los dedos. Esa noche, un conductor de taxi del área de Xochimilco vio sentada a su lado a una niña extraña a eso de las tres de la madrugada, y de tal susto perdió el control del volante y se estrelló contra un árbol. La bolsa de aire del viejo taxi nunca se activó, haciendo pensar que ni siquiera estaba allí en primer lugar. La cabeza del taxista se estrelló contra el volante y el preciado líquido rojo brotaba del cráneo. El Espejo Humeante se acercó, siendo apoyado por la fantasma, arrastrando su prótesis metálica sobre el suelo hasta dejar una marca parecida a la de un arado. El dios bebió del cráneo del hombre y poco a poco recuperó sus fuerzas. Su piel dejó de lucir como un trozo de carne chamuscada, el cabello le nació de nuevo y era negro, largo y precioso. Un joven de naturaleza apuesta, músculos de atleta y cabellera hasta la cintura emergió del tenebroso costal de huesos que hasta hace poco había sido Tezcatlipoca.

—Me han privado de este líquido sagrado durante años—explicó el dios a la fantasma—cual becerro esperando una gota de leche que puede o no brotar de su madre. Cayó la gran ciudad de Tenochtitlán, y fue allí cuando cayó mi imperio también. Encerrado durante años, alejado de los cambios, enterándome de lo que le hicieron a mi imperio a través de la información que transportaba la poca sangre con la que me alimentaban. Ahora por fin puedo caminar entre los mortales de nuevo, listo para recompensar y castigar.

Esa noche, la Ciudad de México se estremeció, envuelta en un aura de misticismo que no había vivido en más de quinientos años. Una densa nube de humo blanco, como vapor, recorrió algunas calles en busca de aquellos que privaron de su libertad al gran Tezcatlipoca Negro. La nube de humo subió por las escaleras de una iglesia de aspecto colonial, de forma tan sigilosa que ni los astutos gatos callejeros se percataron del movimiento de aquel miasma exótico. El peligro etéreo impregnó los cuartos de varios miembros de la iglesia, y como un olor delicioso entró por sus narices y bocas. Los hombres de fe dormitaban tranquilos, con los cuerpos extasiados por los múltiples aromas que podían percibir, viendo en sus sueños flores de varios colores, platillos suculentos de otro tiempo, y el aroma de la tierra por las mañanas, cuando el sol calienta el rocío y sus vapores danzan en el aire.

Y entre esas hermosas visiones, sus almas se evaporaron junto al aroma de las flores. Sus cerebros olvidaron para siempre todo sobre el encierro de Tezcatlipoca, olvidando el día en que los primeros sacerdotes de la Nueva España le ataron de pies y manos.

Los rayos del sol entraron por la ventana a las primeras horas de la mañana y para ese entonces los cuerpos de los sacerdotes se habían transformado en algo diferente. Usando la carne y huesos de los hombres de fe, Tezcatlipoca modeló la muñeca más hermosa que el mundo hubiese visto, con la piel tersa, el cabello negro y largo, y unos ojos hermosos que brillaban como la obsidiana negra. La muñeca fue el regalo para la niña fantasma del canal, quien recibió su premio por haber ayudado al Espejo Humeante a escapar. El humo llegó hasta las afueras de la ciudad, buscando a un viejo conocido. En un viejo edificio de apartamentos con grietas aún visibles de un terremoto en los años ochenta, el Espejo Humeante dio con un grupo de mujeres que vivía en lo que a Tezcatlipoca le pareció la miseria. Adoptó su forma humana, estando completamente desnudo frente a la puerta del apartamento, con su cuerpo fortalecido como el de un atleta de las antiguas olimpiadas. Pintura negra le cubría todo el cuerpo y una franja de color azul estaba pintada sobre sus ojos, como un antifaz de jade.

Una mujer abrió la puerta, con la piel amarillenta y el cabello despeinado. Su vestido bordado lucía decolorado, casi siendo una prenda que llevaba siglos de existencia.

—He vuelto—dijo Tezcatlipoca, sin darse cuenta de lo obvia que era su presencia—¿él cumplió con su promesa?

—Más o menos—respondió la mujer, sosteniendo un cigarrillo entre sus manos—él fue quien te ha liberado. Él mandó a un grupo de hombres para que te sacaran de tu prisión. }

—¿Y fue él quien también ordenó que me arrojaran a los canales?

—Sólo quería asegurarse de que sigues siendo inmortal.

El Espejo Humeante fue invitado a pasar al interior del apartamento. Se sentó sobre un petate, cruzado de piernas mientras la mujer de piel amarillenta llamó a otras dos jóvenes para que atendieran al invitado. El hombre les seguía con la mirada, bien atento a la forma en que ellas preparaban un café de olla, y le sirvieron pan dulce junto a su bebida.

—Probé algunas de estas comidas extrañas a través de la sangre de mis captores—dijo el dios—pero no se compara con lo buena que es. Me gustaría recompensar a quien preparó esta masa con azúcar. ¿Cuál es el nombre de estas personas?

—Un panadero—respondió una de las mujeres.

—Panadero—repitió el Espejo Humeante—interesante. Le daré a este pandero una mujer hermosa como obsequio.

Tezcatlipoca comió con las tres mujeres, quienes le informaron después que ya nadie iba por la vida desnudo y con pintura sobre la piel. Le invitaron a usar una bañera, ayudándole a tallarse con jabón, cosa que no había visto jamás. Le dieron ropa poca digna de una deidad, consistiendo en una playera que leía Alguien que me quiere mucho fue a Puerto Vallarta y me trajo esta playera y junto a esa prenda un par de pantalones cortos con un manchas de pintura blanca para paredes.

Esa tarde, un Volkswagen escarabajo viejo y con la pintura desgastada por el sol se estacionó frente a los apartamentos, y de su interior descendió un hombre que lucía envejecido. Cargaba un maletín lleno de documentos y vestía como la imagen viva de un oficinista del siglo pasado, con camisa blanca y corbata roja, pantalones negros y zapatos bien lustrados. Su piel era casi rojiza, no por el calor del sol sino porque parecía estar hecho de arcilla. El hombre llamó a la puerta y vio a Tezcatlipoca sentado aún sobre el petate, ahora vestido y rodeado de las tres mujeres. El oficinista dejó caer su maletín al suelo, sin sorprenderse ni nada por el estilo, sino porque sabía que alguna de las mujeres lo levantaría y lo colocaría en su sitio.

—Gracias—exclamó el Espejo Humeante—estoy en deuda contigo, y tendrás la recompensa que mereces. Y por sobre todas las cosas, mi estimado, debo agradecerte por cuidar de mis esposas. Has hecho bien.

—Deja las formalidades—regañó el viejo oficinista, yendo directo al refrigerador para tomar entre sus manos una lata de cerveza bien fría—sabías que algún día iba a ir por ti, a sacarte de tu prisión. Pero nada en esta vida se hace sin esperar recompensa a cambio, ¿estoy en lo correcto?

—¿Qué es lo que deseas?

El oficinista llamó a una de las mujeres y le ordenó que fuese hasta un viejo ropero. De su interior sacó una maleta de gimnasio y la entregó al hombre de corbata, quien la abrió y vio a su interior con una sonrisa. Tomó entre sus manos lo que parecía ser una mano humana que se asemejaba a un globo desinflado, sin nada en su interior. Poco a poco emergió una capa cuyo material alguna vez recubrió los músculos de algún fuerte guerrero enemigo. El oficinista se puso la capa, viéndose los brazos de piel humano colgando por encima de los suyos, y la cara del difunto le quedó como una máscara de luchador, asomándose sus ojos y su boca por debajo.

—Deseo los viejos tiempos, hermano—exclamó el oficinista—pero yo sé mejor que nadie que lo que no sirve debe desecharse, que todo debe ser renovado. Y lo que creo yo es que debemos renovar este sol, hacerlo trizas y crear uno nuevo. No tenemos el poder necesario para hacerlo, pero he encontrado a alguien que puede ayudarnos. O más bien sernos de utilidad, porque no creo que considere siquiera estrechar nuestra mano.

—¿Quién es esta persona de la que hablas?

—Es Tláloc. Mucha gente le venera aún.

Al escuchar el nombre de Tláloc, el dios de la Lluvia, una de las esposas de Tezcatlipoca suspiró, cerrando los ojos y recordando una época que había quedado atrás hace ya unos siglos atrás.

—Tláloc—gruñó Tezcatlipoca casi como un jaguar oculto en la densa selva—tiene dos cosas que me pertenecen. ¿Sabes dónde está ahora?

—Yo no, pero conozco a un hombre que lo ve todo desde las alturas, alguien que puede mirar al horizonte y escuchar en el viento los secretos que las montañas se cuentan unas a otras entre murmullos.

—Llévame con él.

Tezcatlipoca no tenía paciencia, así que el oficinista canceló sus planes para el día siguiente y tanto las tres mujeres como él, acompañaron al Espejo Humeante en su viaje hasta la cima de uno de los volcanes que podían verse en el horizonte de la Ciudad de México. Todos iban arropados hasta que no dejaran piel expuesta al frío de la montaña, con gorros, chamarras gruesas y botas. Subieron por un sendero de rocas volcánicas, en un terreno estéril que no dejaba a las plantas crecer. A pesar de no tener una pierna y usar una prótesis tosca de metal, Tezcatlipoca marchaba sobre la grava sin quedarse detrás, como un senderista experto. A lo lejos la ciudad, como una mancha gris en un paisaje que debió de ser perfecto alguna vez, pero del cual sólo quedaba un paraje que parecía una burla a la naturaleza. No existía ningún lago enorme en ese lugar, y los árboles perdían terreno contra la roca gris con la que los hombres edificaban sus casas.

Entre la nieve del volcán, Tezcatlipoca vio a un hombre sentado sobre la roca. Parecía no necesitar de mucha ropa para estar en el frío como si nada, respirando tranquilo como si meditara hacia sus adentros. El oficinista caminó hacia el hombre, quien estaba de espaldas, vistiendo sólo un camisón blanco. Sin girar, el sabio del volcán habló.

—Xipe Tótec—murmuró el extraño—el dios desollado, quien alimentó a un pueblo con su propia piel. Patrón del Cambio. Eso es lo que eres, y tú acompañante es el Espejo Humeante. Estoy seguro de que mucha gente te extrañó a ti y a tu sentido de justicia. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

Tezcatlipoca dio un paso al frente y habló con el pecho hinchado y orgulloso.

—Dígame el sitio en el que Tláloc se esconde.

El viejo sabio río para sí mismo, meneando la cabeza.

—Sabes que cuando te revele esa información, muchas cosas cambiarán—argumentó el sabio.

El Espejo Humeante guardó silencio, y con su dedo severo señaló al horizonte, en donde podía verse otro volcán, mucho más alargado que aquel en donde estaba parado. El sabio regresó la mirada, como si el dedo hubiese llamado poderosamente su atención.

—Gregorio—exclamó Tezcatlipoca—así es como te haces llamar ahora, ¿no es así?

El sabio de la montaña asintió.

—A aquellos que obran conforme a la justicia, se les da lo que merecen. Yo sé que Gregorio es alguien quien sabe discernir entre la luz y la oscuridad. Alguien que sabe cuando es tentado al mal, y que sabe cuando la promesa de una recompensa es real. Fuiste guerrero hábil, lideraste en la guerra y cuando regresaste a casa, ¿qué encontraste? A tu amada princesa, en un sueño profundo del cual ya no despertó jamás. Dime, Gregorio: ¿Qué darías por ver a tu amada despierta de nuevo? Traerla de esa muerte que no es muerte, para que deje de ser un volcán.

Gregorio posó la mirada sobre el volcán Iztaccíhuatl en el horizonte, y sus ojos se llenaron de lágrimas por los recuerdos dolorosos de un pasado que había quedado oculto bajo autopistas, oficinas de gobierno llenas de burocracia, tráfico pesado en las avenidas principales y toneladas de plásticos vagando por todos lados, tapando las alcantarillas cada vez que llovía, reclamando así el lago de Texcoco, ahora enterrado, lo que siempre fue suyo.

—Tláloc está en Veracruz, en el pueblo de San Andrés—confesó Gregorio—puedes hallarlo en la laguna cuyo nivel de agua sube en temporada seca y baja en temporada de lluvias. Él tiene tres cosas que tú quieres.

—¿Tres?—se mostró sorprendido Tezcatlipoca.

—Tláloc tiene un espejo negro de cuya superficie emana humo. Tiene una joven hermosa por hija, a quien deseaste desposar y jamás se te permitió. Pero hay algo más allá que tú deseas. Y eso es ponerle fin a lo que tu hermano, Quetzalcóatl, empezó. Me lo han dicho las piedras sabias de los Olmecas, hermanas de las montañas que cuentan secretos a lo largo de estas tierras. Ve a las tierras del Citlaltépetl, en donde Tláloc habita. Pero no te olvides de mí, del viejo Goyo, quien espera su recompensa.

—La tendrás—sonrió el Espejo Humeante—así como Tláloc tendrá la suya por robar mi espejo.

De lo alto del Volcán Popocatépetl se vio humo brotar, pero no hubo ni in temblor de tierra y tampoco una explosión. No era el volcán lo que lo emitía, sino que era el dios de la justicia quien se transformaba en humo a sí mismo, a sus esposas y a Xipe Totec, dejándose llevar por el rumor de las montañas, esperando que el chisme de un volcán llegara hasta el otro, transportando consigo a los dioses que buscaban la Laguna Encantada.

Esa noche en Casa Tláloc, Quetzalli se despertó entre lágrimas, dándose cuenta de que había tenido una pesadilla. Vio a un jaguar enorme bajando de entre los cerros, al cual le atacaban rayos que bajaban desde las nubes, pero que no le herían en lo más mínimo. El jaguar se abalanzó entonces sobre Tláloc, clavando sus colmillos en el cuello del dios de la lluvia. Y de los agujeros que dejaban los dientes en la piel, brotaba agua a montones, inundando la Laguna Encantada a tal grado que el agua de la misma se desbordó y arrasó con el pueblo de San Andrés. El jaguar, orgulloso de la destrucción que había ocasionado, se transformó en un hombre y desde la cima de un cerro observó la laguna que se había formado por la inundación, protegida por montañas a cada extremo.

A la mañana siguiente, Quetzalli narró su sueño a Tláloc durante el desayuno. El hombre no le dio importancia, y le recomendó no consumir alimentos con azúcar antes de dormir. Tomó su guitarra y se retiró a la orilla de la laguna, sentado sobre una piedra y listo para tocar una canción. Y vio a las quietas aguas, pudiendo divisar mucho más allá de lo que era evidente para los mortales. Vio en las profundidades de la laguna una cueva, y allí debajo una loza de piedra enorme, de varias toneladas de peso. Y debajo de esa piedra, un cofre de metal en cuyo interior se hallaba un espejo capaz de mostrar aquello que nadie quiere ver. 

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