Capítulo 3, Parte 1
Tláloc pasó los días siguientes tratando de lucir como un hombre cuerdo, sin dejar de envolverse en su aura de antigüedad que todo lo envejecía, dotando la casita azul del aspecto de una reliquia de museo. Doña Ameyalli no hizo mención de los ocho presagios funestos y trató de olvidar que los sucesos extraños tuvieron lugar, callando a los tlaloques cada vez que estos los recordaban durante sus jornadas de juegos alrededor de la laguna. Entre Tonatiuh y Coyote Viejo los presagios también se volvieron un tema tabú frente a Tláloc, y los investigaron a escondidas en la recién construida casa del dios solar. Allí escuchaba la plática Ixtab, sumando un par de oídos más a las teorías descabelladas de Coyote Viejo sobre los presagios y su posible significado.
Todos estaban de acuerdo en que los presagios debían de anunciar alguna tragedia, pero por más que preguntaban a Tláloc lo que había visto en el espejo de aquel pájaro extraño, el Señor de la Lluvia se negaba a hablar de ello. Tanto secretismo hizo pensar a los demás dioses que el destino del pueblo de San Andrés era tan perverso que el dios prohibía hablar sobre él. Quizás deseaba que los habitantes de la comuna tuviesen unos últimos días de vida en la completa pero bendita ignorancia.
La temporada de lluvias seguía, pero un poco aminorada después del huracán. La lluvia llevó vegetación a varios rincones en donde no se suponía que el reino de las plantas extendiera sus dominios. En las grietas del concreto en el asfalto surgieron florecitas diminutas con ánimos introvertidos, asomándose apenas sus pétalos de nácar. En las paredes de las casas creció un musgo verdoso que escalaba hacia arriba, luciendo como una alfombra de peluche. Hongos emergieron de los troncos en el suelo y colmaron el aire con su olor a humedad, potenciado por el canto de docenas de ranas ocultas entre los charcos.
En ese estado de letargo húmedo, un autobús llegó al pueblo de San Andrés. La estación de autobuses conectaba con el puerto de Veracruz y con la capital, Xalapa, los sitios más importantes del estado. Podría haber sido un grupo de turistas el que llegaba en aquel autobús, pero no fue así en esa ocasión. El interior del vehículo estaba casi vacío, y los asientos que se hallaban ocupados eran el trono de viajeros frecuentes que regresaban a casa cansados después de laborar fuera del pueblo por una temporada. Y entre ellos se hallaba una joven de piel tostada por los rayos del sol norteño, cuya tez morena pertenecía más al sur que al norte. Su cabello era muy corto, ondulado en la parte superior de la cabeza y degradado en los lados. Vista de espaldas fue confundida en ocasiones por un chico, resultándole desagradable cada vez que la gente se sorprendía de ver a una mujer con cabello corto.
La chica de vestido amarillo resaltó en la estación de autobús, no sólo de entre la gente con sus ropas de trabajo sino también con el ambiente grisáceo de los días de lluvia. Cargó con una enorme caja de cartón con sogas como manijas, que actuaba como maleta y que era tratada como tal por el personal de la estación de autobús, aun cuando era obvio que se trataba de una caja de cartón que alguna vez albergó huevo fresco. La chica dio sus primeros pasos fuera de la estación, sus botas plásticas le permitieron caminar sobre los charcos sin problemas y un paraguas le protegió de las gotas diminutas que caían del cielo. Anduvo hasta que encontró un taxi que combinaba los colores rojo y blanco y le pidió que le llevara a la Laguna Encantada. Se colocó los auriculares que eran como cuerdas de color azul en los oídos y se alejó del mundo exterior, escuchando canciones que estaban cantadas en su mayoría en la lengua inglesa. La guitarra eléctrica protagonizaba el carnaval musical que sólo la chica podía escuchar, y un hombre le cantaba al oído una canción con letra y voz agresivas. El taxista intentó hacerle una pregunta, pero ella ni se inmutó porque no pudo oírle.
Intentó completar su pasaje al llegar a la entrada del sendero de la laguna, juntando algunas moneditas. Como le faltaba algo de dinero y cargaba consigo un billete muy grande, sacó de su billetera un papelito verde que el taxista había visto sólo en películas de Hollywood. El hombre se vio cara a cara con George Washington por primera vez, metiéndolo en el bolsillo de su camisa sobre el corazón, pensando que llegando a casa lo mostraría a su esposa. La mayoría de los turistas tenían la delicadeza de pagar en pesos, y San Andrés había visto tiempos mejores para el turismo, tiempos que el taxista jamás había visto.
La chica cargó con la caja de huevo con cierta dificultad, pues era demasiado aparatosa para poder andar en un caminar recto. Se adentró al sendero, con el paraguas sostenido en una mano y con la otra cargando la caja. Intentó no tropezar con el fango del camino, y vio entre las ramas de los árboles a un ave que andaba de rama en rama como un mono. El animal parecía vigilarle y cuando le analizó de pies a cabeza se adelantó y voló por debajo de la copa de los árboles, hasta llegar con Doña Ameyalli en la casita azul. Le informó de una intrusa cargando una caja sujeta con cuerdas, con un vestido amarillo y unas cuerdas parecidas a agujetas que salían de los oídos de la intrusa.
Doña Ameyalli ordenó a los tlaloques entrar de inmediato a la casa, y se reunió a Marina Atzín para aparentar la mayor de las normalidades. Tláloc había viajado a una colina cercana, sentado en una piedra e intentando meditar por un momento a solas, con los ojos cerrados y los brazos cruzados, como juzgando sus propios pensamientos. Marina Atzín y su madre se sentaron en el pórtico, la hija en un banquito de madera y la madre peinando el largo cabello de su hija, en una escena de lo más tradicional gracias al mandil bordado de Doña Ameyalli y al huipil blanco de Marina Atzín. La hija alzó la mirada y vio entonces a la mujer del vestido amarillo y cabello oscuro y corto, cargando a cuestas la caja de huevo para irla a dejar sobre los escalones del pórtico, dando un respiro. Cerró el paraguas, se quitó los auriculares y miró a los ojos a Marina Anztín, pensando que no había visto jamás una mujer tan atractiva pero a la vez tan misteriosa. Vio los ojos de la hija de Tláloc, los cuales cuando eran tocados por la luz parecían ser casi azules, y juraría que el brillo blanco que se reflejaba en la pupila no era la luz del sol, sino un grano de sal tan brillante como el diamante.
—¿Es aquí la residencia del señor Tláloc?—preguntó la mujer de cabello corto y vestido amarillo.
Doña Ameyalli frunció el ceño, pensando en lo extraño que era que alguien preguntara por su marido.
—¿Quién lo busca?—preguntó Doña Ameyalli con aires de desdén detrás de una máscara de formalidad.
—Quetzalli Xacan, soy hija de Citlalli Xacan. Ella era devota de Tláloc en su juventud y formó parte de la Gente de las Nubes por un tiempo, hasta que se mudó a la ciudad de Tijuana para atenderse un problema de salud en los Estados Unidos. Desde entonces vivió allá, pero intercambió correspondencia con el señor Tláloc.
Doña Ameyalli recordó a la señora Citlalli Xacan, una chamán que durante mucho tiempo fue de las pocas mujeres capaces de llamar la lluvia al igual que lo hacía Tláloc. Había recibido la bendición del dios, obteniendo el grado de Granicera, una mujer capaz de llamar hasta al granizo para que se desparramara desde el cielo. Doña Ameyalli vio el rostro joven de Citlalli en Quetzalli, y supo entonces que no mentía. Su ánimo cambió y dejó de fingir que peinaba a Marina Atzín para invitarle a pasar. Le sirvió un poco de chocolate caliente y pan dulce, para que entrara en calor después de estar bajo la lluvia. Dentro de la casa, Quetzalli se presentó ante los tlaloques, quienes comenzaron a curiosear la maleta de cartón e invitaron a la forastera a mostrarles los enseres que llevaba consigo. Así ellos vieron por primera vez una secadora de cabello, una laptop y una Tablet. Pensando que eran niños comunes y corrientes, les prestó la Tablet porque sabía que a los niños suelen gustarles mucho y que juegan en ellas. Pero cuando vio a uno de los pequeños pensar que aquello era un comal cuadrado, tuvo que mostrarles el botón de encendido. Marina Atzín también contemplaba con asombro el artilugio, disimulando un poco mejor su impresión ante tal cosa. Los tlaloques dieron con la cámara de la Tablet y un mundo nuevo se abrió para ellos cuando Quetzalli les enseñó como tomarse selfies y vieron en la pantalla un reflejo similar al que contemplaban en los espejos o en el agua. Luego descubrieron los filtros y vieron en la pantalla sus reflejos con orejas y hocico de perro, y se asustaron porque creyeron que el artefacto mágico les había modificado el cuerpo, tocándose la cabeza para descubrir que seguían tan normales como siempre.
Los niños le tomaron foto a cada objeto que hallaron en la casa, entusiasmados y yendo de un sitio para otro con la Tablet en las manos, gritando para intentar arrebatarse el artefacto por un instante, pues Opo quería fotografiar al pájaro Moán, pero Yau prefería ir a fotografiar un alacrán. Doña Ameyalli puso el orden al levantar una de sus chanclas, mostrándolas a los niños, quienes apresurados fueron a la orilla de la laguna a sentarse sobre un tronco en completo silencio.
—¿Qué sucedió Citlalli?—preguntó Doña Ameyalli a su invitada.
—Murió hace un mes. No tengo a dónde ir en realidad. Ella me habló de este sitio y me dijo que podía venir siempre que tuviera algún problema, pues el señor Tláloc me ayudaría.
Doña Ameyalli no estaban tan segura de ello, pues sabía que a su marido no le agradaría mucho la idea de tener artefactos de alta tecnología en casa. La esposa de Tláloc le dijo a Ameyalli que sólo una casa en la comunidad tenía energía eléctrica, aquella de Tonatiuh, y se alistó para ir hacia allá, cuando escuchó a alguien caminando sobre el suelo mojado de una vereda, crujiendo las ramas secas que una persona pisaba. Era Tláloc, cargando en un morral algunos mangos que recogió de un árbol mientras pensaba en los tlaloques. Como estaban aún verdes pensó en prepararlos con algo de sal y ofrecerlo a los niños. Su mundo tranquilo se vio interrumpido cuando vio a Quetzalli al lado de Doña Ameyalli y de Marina Atzín. La muchacha del vestido amarillo y cabello corto sostenía un teléfono celular en su mano, alzándolo hacia el cielo buscando señal de telefonía, pues al parecer no podía acceder a la red. La batería de su dispositivo estaba a punto de agotarse y era por eso que Doña Ameyalli y su hija le llevaban a la casa de Tonatiuh.
La lluvia arreció más y Quetzalli se quedó en el borde del pórtico de la casita azul, viendo como las ondas sobre los charcos de agua en el suelo. Tláloc se acercó a ella pasando de su esposa e hija, y plantándose frente a ella le hizo una pregunta, dejando caer al suelo el morral lleno de mangos verdes.
—¿Qué es lo que buscas en estos parajes?
—Ella es hija de Citlalli Xacan—explicó Doña Ameyalli, tratando de calmar a su esposo—¿la recuerdas? Se fue hace algunos años por problemas de salud, y se quedó allá para ser atendida. Mandaba cartas y nos contaba sobre sus experiencias en el norte.
Tláloc suspiró profundo, con los ojos hacia el cielo, casi teniendo una molestia física por tener que atender a Quetzalli. Vio a su esposa a los hijos, inocente sobre el contenido de la correspondencia que Citlalli Xacan enviaba.
—¿Hay algún problema?—preguntó Marina Atzín a su padre, temiendo verle rabiar de nuevo hasta crear granizo peligroso.
—Citlalli Xacan fue una loca—exclamó Tláloc—después de la última carta que recibí, no puedo confiar en alguien como ella. Escribió sobre una fábula referente a su embarazo, algo que suena como a una broma de mal gusto. Los católicos le llaman a eso blasfemia, pero yo no tengo ninguna palabra mejor en náhuatl para describir lo que esa mujer escribió. Prefiero creer que ella enloqueció y que por ello dijo semejante estupidez.
Quetzalli vio al Señor de la Lluvia con ojos suplicantes, sabiendo perfectamente a lo que se refería. Doña Ameyalli clavaba la mirada sobre su esposo, como una daga afilada, exigiendo la verdad en ese preciso momento. Tláloc recogió el morral con mangos, le dio la espalda a las mujeres y caminó hacia el umbral de la puerta, con la espalda tan ancha como para no escuchar los reclamos de su esposa ni los intentos de convencimiento de su hija. Sin darse la vuelta, con la mano puesta en el picaporte de la puerta, regresó algunas palabras a las mujeres.
—Pregúntenle a esa niña las locuras que decía su madre. Si es hija única, entonces de seguro que a ella le contó ese mito que repitió una y otra vez a través de sus demenciales cartas.
Tláloc entró a la casa, cerrando la puerta detrás de sí y saludando a los tlaloques con efusividad, obsequiándoles a cada uno un mango y sentándose en una silla con una guitarra, listo para cantarle una canción a los niños, con toda la intención de crear el ruido suficiente para no tener que escuchar a las mujeres que de seguro le estarían reclamando por su actitud tan cortante. Marina Atzín y su madre se quedaron sin otra opción más que preguntar a Quetzalli por aquellas locuras a las que se refería Tláloc. La muchacha de cabello corto y vestido amarillo se sentó sobre las escaleras de madera del pórtico, con las manos debajo de la barbilla y los codos recargados sobre sus propias rodillas. Daba una imagen de lástima total, sabiendo muy bien que era probable que Tláloc no le aceptara en la comuna a causa de ese historia que la madre contaba.
—Escuchen—dijo Quetzalli—a pesar de lo que mi madre hizo en vida, me es difícil creer en la forma en la que ella narra que fui concebida. No dudé nunca que Tláloc existía, y que si esposa y su hija también. Supe desde muy chica que los dioses estaban aquí, olvidados en alguna parte del país, tratando de llevar vidas normales y tranquilas. Cada vez que en el libro de texto de la escuela yo veía los dibujos en los códices, supe que eso no era fantasía. Mi madre me enseñó la forma en que ella podía llamar a la lluvia y al mismo granizo, haciéndolo a veces en el medio del desierto. Le creí, porque vi que en su espalda estaban las marcas de que fue alcanzada por un rayo cuando era niña, y desde ese día Tláloc estuvo en deuda con ella. Fue Gente de las Nubes, fue escogida por el Señor de la Lluvia. Pero la forma en que narró mi nacimiento, eso fue demasiado fantasioso para mí. Porque las implicaciones eran demasiado.
—¿A qué te refieres?—preguntó Doña Ameyalli.
—Yo nunca conocí a mi padre, porque en realidad nunca tuve uno. Mi madre no necesitó de un compañero para dar a luz. Nací de una madre virgen. ¿Sabe usted cómo fue que ella dice haberse embarazado?
Doña Ameyalli asintió, terminando de conectar los puntos.
—Fue una pluma que ella recogió y guardó en su bolsa, ¿verdad?—preguntó la esposa de Tláloc.
—¿Usted leyó las cartas?—inquirió Quetzalli.
—No, esa es la forma en que nació Huitzilipochtli, el dios de la guerra. Su madre Coatlicue barría mientras encontró una pelota de plumas, la guardó en su seno y después resultó en cinta. Dio a luz a un dios.
Doña Ameyalli se llevó las manos a la boca, se apresuró para entrar a la casa y encontró a Tláloc en su concierto con los niños. Le interrumpió, arrebatándole la guitarra y tomándolo de la mano para se pusiera de pie. Le regañó con la mirada, señalando con el índice a Quetzalli, quien estaba en el umbral de la puerta, asomándose de forma tímida.
—Si la historia que esa niña cuenta es verdad...—no terminó la oración Doña Ameyalli.
—No es posible—refunfuñó su marido—a otro perro con ese hueso. Yo no caeré en los desvaríos de una loca. Si su madre hubiese dado a luz como ella dice que lo hizo, tendría que haber dado a luz a alguno de los Tezcatlipocas. Yaotl y Huitzilipochtli están actualmente vivos y gracias a lo que vi en la montaña más alta de estas tierras, sé que ambos llevan vidas de humano. Por lo tanto sólo podría ser alguno de los dos Tezcatlipocas que faltan.
—¡A eso me refiero!—insistió Ameyalli—ella podría ser Xipe Totec, el señor de los desollados, o podría ser...
Tláloc tomó su guitarra y se alejó de su mujer, llevándose consigo a los tlaloques. Le siguieron hasta la entrada de la casa, ignorando por completo a Quetzalli. Caminaron hacia la laguna, en donde siguió el concierto privado, bailando los niños con sus máscaras, dando vueltas y tratando de atrapar al pájaro Moán que aleteaba para intentar imitar pasos de baile con sus alas. Cuando Tláloc terminó de tocar la guitarra, sucumbió al mar de aplausos de los tlaloques. Habló entonces el Señor de la Lluvia para sí mismo, en voz muy baja, sin que nadie más lo oyera, con la misma habilidad que tendría un ventrílocuo.
—Sólo hay dos Tezcatlipocas de los que no sabemos nada, Xipe Totec y Quetzalcóatl. ¿Esa mocosa, alguno de esos dos dioses?
Desde su sitio pudo ver a Quetzalli a lo lejos, sentada en el pórtico, llorando por sentir que no recibiría el apoyo de Tláloc. Había gastado el poco dinero que tenía para ir hasta San Andrés, con la esperanza de que le ayudaran. No tenía a dónde ir y el miedo de quedarse totalmente sola le abrumó. Marina Atzín se sentó al lado de ella, ofreciéndole un pañuelo de tela para que secara sus lágrimas. La humana lo aceptó, sintiendo que estaba a punto de colapsar. Marina Atzín hizo lo mismo que su madre hacía con ella cuando era pequeña, y le acarició el cabello a la humana mientras hacía ruidos con la boca, como callando a un bebé para que dejara de llorar.
Tláloc las interrumpió, plantándose frente a ambas.
—¿Cuál es tu nombre?—preguntó él.
—Quetzalli—se secó ella las lágrimas.
—Así que tu madre no piensa que seas Xipe Totec, ese nombre delata las intenciones de tu desquiciada progenitora. Te puedes quedar, sólo porque tu madre fue mala haciendo su trabajo cuando vivió con nosotros. Pero ni una palabra de esas tonterías. No vas a ofender al señor Quetzalcóatl diciendo que eres él. Mírate nada más, chillando por no tener un techo para dormir, ¿es ese el dios que descendió al Mictlán para buscar los huesos con los que crearía a la humanidad? Ni una palabra más de esos desvaríos de Citlalli. Vivir aquí no será gratis, vas a trabajar para mí y para los demás dioses. Nos vas a servir y adorar, para que sepas tu lugar. Tú y yo no somos iguales, así que quiero que eso te quede bien claro.
Quetzalli intentó demostrar su lealtad al dios, cuando su mano sintió un clavo suelto que descansaba sobre el suelo. Lo tomó con una mano, se pinchó el dedo con la punta del objeto y se puso de pie. Después tomó la mano de Tláloc y con la punta roja de su dedo dibujó una línea de sangre sobre la palma del Señor de la Lluvia.
—Este es mi primer sacrificio para usted—dijo Quetzalli—haré lo que me pida.
—Bien—dijo Tláloc, dándole la espalda para dejarla a solas con Marina Atzín—una gota de sangre por una gota de lluvia. Esa es la regla primordial y pareces conocerla. Marina, por favor muéstrale la cabaña que nadie usa, no quiero que viva importunando a los demás. Lleva tus cosas allí, te prestaré una hamaca ya que no hay cama en ese lugar. Mañana a primera hora de la mañana iré por ti para encargarte tu primera tarea. Bienvenida a Casa Tláloc.
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