Capítulo 1, Parte 4

Coyote Viejo comenzó a narrar la historia de su vida después de la caída de la gran Tenochtitlán, cuando los conquistadores establecieron su mandato y de un día para otro, los sumos sacerdotes, los guerreros y el mismísimo tlatoani dejaron de ser las autoridades máximas. Los hombres barbados eran quienes dictaban lo que se hacía y castigaban ferozmente a todo el que osara seguir adorando a los dioses de antaño.

Tláloc se sentó sobre el tronco de un árbol que estaba partido a la mitad y había sido transformado en una banca, justo al lado de la laguna. Doña Ameyalli escuchaba recargada sobre un árbol de mamey, rodeada de los Tlaloques que habían conseguido un balón de fútbol algo desinflado, improvisando una portería con dos árboles. Tláloc tomaba su licor de nanche, degustando aquella delicia que no había bebido durante todo su viaje. El Coyote viejo fumaba su puro, y comenzó su anécdota.

Fue en el año de 1521 en el nuevo calendario de los blancos y barbados cuando el mismo pueblo de los dioses apedreó a su líder en la gran Tenochtitlán, pues había sido incapaz de poner el orden y sobre todo, no pudo detener a los invasores. La capital sucumbió al nuevo régimen en cuestión de semanas y el imperio mexica despareció para siempre. Coyote Viejo, que en aquellos años era llamado Huehuecóyotl, huyó en una balsa de madera junto a su buen amigo Tonatiuh. El coyote era dios de varias cosas, entre ellas la música, las artes, la danza y la sexualidad. Para resumirlo, el Coyote solía decir que era el dios de las fiestas y estaba bastante orgulloso de ello. Tonatiuh por su parte era la deidad del sol, el astro rey que gobernaba en los cielos y que con un apetito voraz exigía sacrificios de corazones humanos. De no consumir algo, el astro rey podría calentar más de la cuenta y acabar con las cosechas, pues las nubes le tendrían tanto miedo que no caería la lluvia.

En la balsa en la que iban los dos dioses, tratando de no ser vistos en la noche por los conquistadores en sus navíos bergantines, la quietud reinaba. Coyote Viejo no sabía el tipo de conversación que debía de entablar con Tonatiuh, pues los ánimos estaban muy bajos. A la distancia, uno de los templos de techo de paja ardía, y tres disparos de arcabuz interrumpieron el canto de las ranas en el lago de Texcoco. Un grupo de ajolotes se reunió alrededor de la balsa, intentando empujarla mucho más rápido para ayudar a los dioses en la huida.

—Mi estimado solecito—dijo el Coyote, usando su forma de hombre con cabeza de animal y sus ropas de dios—todo se fue al carajo. ¿Qué quieres hacer ahora?

Tonatiuh remaba, también usando su indumentaria de dios. Intentaba apagar el brillo de su piel, la cual solía ser luminosa durante la noche. Para no llamar la atención, iba cubierto con una piel de jaguar que le abrigaba y ocultaba su presencia. Antes de abandonar la capital, el coyote había logrado robar algunos artefactos de los conquistadores, siendo los enseres un yelmo, una armadura de pecho, una espada y una rodela.

—¿No querías traer también uno de los venados que esos hombres montan?—se burló Tonatiuh, intentando hacer que la tensión en la balsa disminuyera.

—Se llaman caballos, los escuché decirlo. ¿No crees que son extraordinarios? Son seres humanos, pero han logrado cosas asombrosas. Son menos de quinientos y han conseguido conquistar este imperio. Las flechas no logran penetrar sus armaduras, tienen armas que escupen fuego y corren sobre sus caballos más rápido que el mejor de los guerreros. Si ellos no tuviesen ya sus propios dioses, yo me presentaría ante ellos para que me adoraran.

Tonatiuh guardó silencio. No podía abandonar tan pronto la tristeza que le causaba la caída del imperio. Hace poco tiempo él reinaba sobre los cielos, y ahora los conquistadores se apuraban en la construcción de un símbolo al que llamaban cruz, símbolo de un único dios al que aceptaban los hombres barbados.

—Prefiero ser uno de ellos que uno de los derrotados—exclamó el Coyote, transformándose en un ser humano.

Sin embargo, en vez de ser un hombre de piel morena, cabello oscuro y sin vello facial, el Coyote cambió su apariencia. Ahora era un hombre blanco, de cabello castaño y con una barba frondosa que conectaba con su bigote. De no haber tenido el vello facial, el rostro del Coyote hubiese sido también útil para transformarse en una mujer blanca, algo que nadie había visto jamás en esas tierras.

—¡En el nombre de Quetzalcóatl!—casi cae Tonatiuh al agua del asombro—¿Tan rápido traicionarás a tu pueblo?

—No es traición, amigo mío—dijo con una voz burlesca—es adaptación. Ellos están a cargo ahora, así que debemos de asegurarnos que se conserven las costumbres. No quiero perder mi poder por falta de adoración y estoy seguro de que tú tampoco.

La balsa navegaba por el sur del lago, pero antes de que pudieran dejar la gran Tenochtitlán atrás para siempre, el ruido de más disparos de arcabuz interrumpió la quietud de la noche. Las luces de las antorchas en la capital mexica proyectaban las sombras de una pequeña escaramuza, quizás comandada por antiguos guerreros que no iban a dejar que el imperio cayera tan fácil. El Coyote Viejo ordenó a Tonatiuh remar en dirección a la batalla que se libraba en uno de los muelles, cercano a unas chinampas en donde se cultivaba calabaza. El dios del sol entonces remó tan rápido como pudo, ansioso de ver lo que se traían aquellos mexicas que aún no entendían que todo estaba perdido. Y así vio a los mexicas tomar como prisionero a un hombre de los conquistadores, quien clamaba por ayuda entre gritos. Lo sostenían de pies y manos los mexicas, sosteniéndolo para que no escapara. Un grupo de hombres provenientes de la región de Tlaxcala, leales a los conquistadores, intentaban impedir el asesinato de aquel hombre. Le llamaban por un apodo que llamó mucho la atención del Coyote Viejo.

—¡Tonatiuh! ¡Tonatiuh!—gritaban los mexicas.

—¡Mira tú!—reía el Coyote Viejo—le han puesto a ese hombre el mismo nombre que tú. Un simple mortal ostenta ahora tu nombre, el de un dios. Míralo bien: sus cabellos son del mismo color que los rayos del sol y su altura es enorme. No les culpo por haberle puesto ese mote, es perfecto.

Al dios del sol Tonatiuh no le pareció algo gracioso; más bien sintió rabia. Detuvo la balsa y contempló como el conquistador era alcanzado por una lanza, justo en el área del pecho. El hombre gimió de dolor, intentando contener el verdadero grito que se gestaba en sus pulmones, pero que de escapar demostraría el verdadero miedo que sentía. Las gentes de Tlaxcala seguían llamándole Tonatiuh, intentando salvarle de la las manos toscas y agresivas de los mexicas, quienes habían tenido suficiente de aquel hombre. El Coyote Viejo comenzó a desvestirse, dejando atrás sus ropas de dios y colocándose el yelmo. Estaba decidido a tomar la vestimenta del hombre que tenían atrapado los mexicas, sabiendo que moriría sin remedio.

—¡Mira!—exclamó el Coyote—ahí viene otro hombre blanco. Si lo matan, podrás tomar tú sus ropajes.

El otro conquistador que fue en rescate de su compatriota era muy joven y lucía temeroso, sosteniendo un arcabuz en sus manos como si no supiera la forma correcta de emplear el arma. El muchacho logró ver a quien parecía ser su jefe, atrapado entre un montón de mexicas que buscaban molerlo a golpes. La herida en el pecho del conquistador era profunda y no dejaba de sangrar, tiñendo de rojo la camisa blanca que el hombre llevaba. Todos sabían que de no hacer algo, perderían al conquistador Don Pedro para siempre.

—¡Pedro!—gritó el muchacho en castellano—¡Ya vienen los refuerzos!

Los mexicas avanzaron hacia el lago entre tropiezos y empujones, y lanzaron a Don Pedro al lago con tal fuerza que cuando su cuerpo tocó el agua, ésta se levantó muy alto. Hicieron lo mismo con el muchacho, quien no sabía nadar y lo demostraba con sus pataleos incesantes mientras se hundía presa del pánico, rodeado de ajolotes curiosos que él podría haber jurado escuchó hablar mientras le hacían todo tipo de preguntas. Los refuerzos llegaron unos minutos después y con ayuda de los tlaxcaltecas, lograron derrotar al enemigo con fiereza, ordenando la ejecución inmediata de los rebeldes por medio de la horca en la plaza principal de Tenochtitlán. Lo hacían para que todos los civiles pudieran apreciar el castigo que recibirían en caso de ir contra la voluntad de la poderosa corona de Castilla, dueña de una armada invencible. Los conquistadores entonces se zambulleron en el agua, con el afán de rescatar a Don Pedro y al muchacho, pero no hubo necesidad de hacer tal cosa. Ellos mismos salieron del agua ilesos, incluso Don Pedro, quien no mostraba signos de haber sido herido de gravedad.

—¿Don Pedro?—preguntó uno de los hombres de Castilla, esperando que con esas palabras bastara para conocer el estado del hombre.

Don Pedro se tomó un tiempo para acostumbrarse a su nuevo cuerpo, adaptándose a escuchar una lengua que no fuera el náhuatl. Le fue difícil relacionar el nombre de Pedro consigo mismo, hasta que uno de los hombres de Tlaxcala le gritó usando el apodo de Tonatiuh. El muchacho que había caído al agua salió con un yelmo puesto sobre la cabeza, el cual no llevaba en el momento en que cayó. Miró en todas direcciones, con el semblante cambiado y una mirada risueña. Los tlaxcaltecas le vieron mucho más femenino, como la unión del hombre y la mujer a la vez. Los conquistadores llevaron a Don Pedro y al muchacho a descansar, para que pudieran recuperarse después del ataque.

Junto a las chinampas del muelle se halló una balsa vacía y en su interior estaban unos ropajes mexicas, una piel de jaguar y algo de joyería de jade y obsidiana.

Tláloc escuchó la historia del Coyote Viejo con atención y cuando éste terminó, tomó un trago de su licor de nanche. Doña Ameyalli sintió una mezcla de asombro y repulsión por el Coyote, quien había abandonado a su pueblo con la misma facilidad con la que uno abandona a una flor que acaba de cortar en el campo. Pese a la sensación amarga que aún residía en su pecho, la esposa de Tláloc dejó que Coyote Viejo organizara la fiesta en honor al regreso de su marido. Ni ella ni nadie tenía idea de que Coyote Viejo organizaría una fiesta moderna, muy alejada de la celebración tan ceremonial y armoniosa que Tláloc tenía en mente. El Coyote mandó a Marina Atzin a avisar a todos los vecinos de la Laguna Encantada que esa noche habría una gran fiesta, y aprovechando la belleza natural de la joven, muchos muchachos aceptaron presentarse a la fiesta.

Coyote Viejo llevó cervezas en una hielera de plástico, un generador de electricidad impulsado por gasolina y unas bocinas conectadas a una memoria USB en donde tenía almacenada música. Pidió ayuda a los vecinos para que le prestaran una camioneta y transportó incluso un castillo inflable para que los tlaloques brincaran de un lado al otro mientras los adultos bailaban y bebían alcohol.

A la fiesta se presentaron unas cien gentes que bebieron el alcohol que parecía no disminuir en la hielera. Bailaron toda clase de música, y cuando las bocinas dejaron de funcionar correctamente a la mitad de la fiesta, Coyote Viejo se las arregló para que un grupo de músicos tocara varias canciones en vivo. Tláloc jamás había estado tan rodeado de ruido y de gente, por lo que agobiado y con dolor de cabeza, se encerró en su casita azul a beber su licor casero. Doña Ameyalli vigilaba a los tlaloques, quienes se sentaron en la entrada del castillo inflable para evitar que los niños humanos entraran, preguntándoles por una contraseña de acceso para así confundirlos. De esta forma se aseguraban de que el castillo inflable estuviera disponible sólo para ellos. Marina Atzin fue la única privilegiada que pudo brincar dentro del inflable, captando la atención de todos los muchachos adolescentes que no podían creer que alguien de su edad pudiera divertirse de esa forma.

Tláloc se asomó por la ventana en la madrugada y pudo ver a su mujer con una botella de cerveza en mano, bailando sola una canción que contaba una historia de amor extraña que involucraba un ramo de flores violeta. A la mañana siguiente, cuando todos se habían ido y las inmediaciones de la laguna parecían un auténtico muladar, Tláloc caminó entre las latas de cerveza en el suelo y los plásticos desechables de vasos y platos. Su esposa tenía un terrible dolor de cabeza, pero aun así Tláloc la obligó a limpiar la laguna, pues como diosa de las aguas terrestres, era su responsabilidad. Marina Atzin ayudó a su padre a barrer el pórtico de la casita azul, encontrando al Coyote Viejo dormido entre la basura. Llevaba puesta su camiseta hawaiana con diseño de guacamayas y unas gafas de sol oscuras, que le daban un aspecto demasiado moderno.

Entonces Tláloc se sintió amenazado, se sintió vulnerable. Era sólo un viejo que se resguardaba en la laguna, alejado del mundo, ignorando el mundo tan complejo que le rodeaba. Se había quedado atrás, atrapado en una época que ya no existía. Pero no habló de ello con nadie, pues el orgullo no se lo permitió. En vez de eso, el Señor de la Lluvia mostró una faceta intolerante y de una patada en el costado despertó al Coyote Viejo, quien chilló emitiendo el mismo sonido que hace un perro cuando es herido.

—Limpia este desastre—le ordenó Tláloc—esta fiesta fue tu culpa.

El Coyote sonrió, con una mano sobre su frente, signo de la resaca que vivía.

—Lo que usted diga, señor Nubecita. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top