Capítulo 1, Parte 3

San Andrés Tuxtla era un oasis de civilización en medio de la jungla veracruzana, en donde la ganadería iba tomando terreno a la agricultura y poco a poco la selva se veía recluida a las afueras de la localidad. Las gentes que habitaban el pueblo estaban aisladas del resto del mundo, lejos de la costa y lejos de la capital del estado, creando su mundo propio dentro del mar vegetal. Fue por esta lejanía y falta de contacto con el exterior que la independencia de la corona española fue noticia hasta mucho después de que los insurgentes marcharon en la capital del país, y la revolución de 1910 no se vivió con la misma intensidad que en el resto de la nación. Era para muchos un mundo similar al que García Márquez había descrito en sus novelas; era un verdadero paraíso ante los ojos de cualquier persona que habitara en la ciudad, siempre llena de ruido y ajetreo.

San Andrés era un pueblito con plaza central, rodeada por la parroquia, el palacio municipal y un mercado de abastos cuya actividad se daba en las primeras horas de la mañana. Los habitantes se conocían bien los unos a los otros y en vez de dar indicaciones para llegar a un sitio usando nombres de calles, mencionaban el apellido de las familias que habitaban por esos rumbos. Las tradiciones del pasado se habían matrimoniado con las costumbres modernas, en donde la Virgen de Guadalupe protagonizaba muchas de las ceremonias, rodeada aún por un aura de misticismo de la época de los grandes dioses.

Un arroyo, de nombre Tajalate, recorría el pueblo de San Andrés bajando desde las montañas, en donde el agua era abundante. Cerca de un sitio llamado Cerro del Venado, se alzaba una cruz y una bandera tricolor de la república mexicana. El lábaro patrio ondeaba con la imagen del águila devorando a la serpiente, recordando aquel momento en que el dios Huitzilopochtli le dijo a su gente que fundaran un imperio en el sitio donde vieran a ese animal. Y a los pies de la bandera estaba un pequeño y diminuto altar, como una casita de ladrillo con rejas, en donde descansaba la figura de la Virgen de Guadalupe, con dos veladoras encendidas en su nombre. Era casi que de alguna forma, la madre Coatlicue Tonantzin, en forma de la madre de Jesús, velara a su hijo Huitzilopochtli, el águila devorando a la serpiente, en una completa complicidad sobre su verdadera identidad.

Y a las faldas del cerro del venado se podía llegar a una pequeña laguna inaccesible en automóvil, la cual recibió el nombre de Laguna Encantada, porque durante la época de lluvia disminuía su nivel y durante temporada seca aumentaba su nivel, como si la naturaleza misma se burlara de la comprensión científica del mundo que los hombres siempre presumían. Pero para aquel que era observador y que conocía bien el pueblo de San Andrés, el encanto de la laguna tenía explicación.

Allá junto al agua se había edificado una casita de madera de color azul aqua, muy modesta y sin electricidad, en donde podía verse a una mujer con falda color de jade tarareando canciones dulces mientras cuidaba de su huerto en donde sembraba calabaza, chayote, papa y algunas flores. La mujer parecía nunca envejecer, y algunos lugareños juraban que la habían visto en alguna ocasión ostentar una caballera tan azul como el agua de la laguna, casi del mismo color que sus ojos, y en la cabellera pudieron ver por una milésima de segundo un pequeño pez que nadaba sobre rizos acuáticos. Muchos hombres habían intentado cortejarla, llevándole las orquídeas más hermosas de la zona, cantándole sones con sus guitarras jaranas y batiéndose en duelo contra otros enamorados dispuestos a tener aunque fuese un poco de esa hermosa mujer. Ella sólo reía y se alejaba cantando huapangos, ayudando a otras mujeres de la zona a bordar sus propios vestidos. A esta amable y dulce señora le llamaban Doña Ameyalli, porque ella decía que estaba casada, aun cuando nadie había visto a su marido jamás.

Tenía una hija a la que llamaba Marina Atzin, y a la cual nunca se le vio asistir a la escuela. Aparentaba tener más de dieciocho años, aunque su altura no fuese acorde a la de una mujer adulta. La muchacha Marina se la pasaba días enteros sentada frente a la laguna, en una mecedora, mientras tocaba un arpa de forma habilidosa, platicando con un tecolote que le observaba desde las ramas. Al ser igual de hermosa que su madre, los jóvenes de la zona le pretendían, pero desistían cuando le veían hablar con el ave, convencida de que ésta le entendía. Se corrió el rumor de que Marina Atzin estaba loca, y que por esa razón nadie le vio jamás en la escuela. Cuando la muchacha no estaba en las inmediaciones de la laguna, salía a pasear sola por las calles del centro del pueblo, comprando en el mercado los encargos que su madre había anotado en una lista. A diferencia de otras chicas de su edad, Marina Atzin no tenía interés en la música moderna, ni en hablar por teléfono celular con otras gentes. Compraba pescado casi a diario, saboreándose las mojarras que descansaban sobre hielo en el mercado, aún llenas de escamas y con sus ojos vacíos que miraban fijamente a la clientela.

Ella también hablaba de su padre, a quien nadie había visto jamás. Lo mencionaba durante pláticas con los lugareños, de forma aleatoria y sin ningún motivo para el oyente poco entrenado, pues cuando ella suspiraba y pensaba en él, era cuando el cielo se tornaba gris y las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer. Cierto día, cuando Marina Atzin cocinaba unas ricas memelas junto a su madre Ameyalli, el tecolote llagó volando hasta la ventana de la casa y con su canto anunció las buenas nuevas.

—El Señor de la Lluvia está en camino—graznó el pájaro Moán—viene con una enorme comitiva desde el Tlalolcan. Ordenó preparar una gran celebración, con música, comida, bailes y ritos.

Doña Ameyalli salió de la casa y se dirigió a una zona en donde estaban construidas varias chozas y cabañas, en donde habitaban los descendientes de aquellos que alguna vez erigieron templos a Tláloc. Conservaban los rasgos de sus ancestros y algunos incluso hablaban la antigua lengua de los dioses. Uno de los habitantes de las chozas cercanas a la casa azul era un sacerdote que no se dejó conquistar jamás por la tentación de la cruz, ni de la virgen de Guadalupe o el Jesús Cristo. El sacerdote acudió al llamado de Doña Ameyalli, y cuando terminó de escucharle fue hasta un baúl viejo y de madera en donde guardaba una máscara de color azul aqua, con anteojeras en forma de serpientes enrolladas y una especie de corona antigua hecha de plumas de las aves más preciosas.

Era la máscara de Tláloc, aquella que portaban sus más fieles seguidores, imitándole en las ceremonias más religiosas y disciplinadas, que hacían ver a las fiestas patronales como meros aquelarres. Esa noche, todos los seguidores de Tláloc portaban su propia versión de la máscara del dios y caminando con veladoras en las manos, avanzaron hacia el camino de terracería que llevaba hacia la Laguna Encantada. La oscuridad era casi absoluta, siendo la luna lo único que hacía que fuese posible ver las rocas en el suelo para evitar tropezar con ellas. Marina Atzin y Doña Ameyalli caminaban con sus sandalias bien puestas, usando sus hermosos huipiles color de jade que tanto gustaban a Tláloc. En los cerros colindantes podían verse las luces tenues de las casas que sí contaban con electricidad, como luciérnagas dispersas entre la verde vegetación.

Los cielos comenzaron a nublarse y la luna quedó oculta, haciendo necesario que uno de los sacerdotes encendiera una linterna de baterías. A lo lejos se escuchó el galopar de caballos, y de inmediato Doña Ameyalli reconoció que eran cinco y que estaban aproximándose a la zona. La lluvia seguía a los caballos, como si ellos estuviesen huyendo del líquido que casi les alcanzaba, deseosos de llegar a la laguna antes de que se mojaran por las gotas que caían del cielo. Por donde el agua mojaba, allí nacían plantas nuevas y las flores marchitas recobraban su vigor. Se creaban charcos y en ellos se bañaban las ranas, croando queriendo expresar su gratitud a los cuatro vientos. Los caracoles abandonaban sus escondites bajo las rocas y se paseaban entre el fango con su lentitud, buscando algo de comer.

Cuando la lámpara iluminó a los caballos, todos los presentes pudieron contemplar a los cinco jinetes. Eran un hombre adulto y cuatro niños que lucían de una edad cercana a los ocho años, cada quien montando sobre un caballo. Los pequeños llevaban puestas máscaras de Tláloc, siendo ellos dos niñas y dos niños. Doña Ameyalli vio a su marido sobre el caballo que estaba liderando la comitiva, y corrió para recibirlo como era debido. El hombre iba vestido con una guayabera de lino color azul cielo y unos pantalones blancos de manta. Llevaba sobre la cabeza un sombrero de palma y en la cintura un machete dentro de su funda. Botas de charol le protegían los pies y en la espalda cargaba con un rifle de cazador, cuyo cañón tenía la forma de la boca de una serpiente dorada.

Sus anteojos eran redondos, con un marco en forma de serpiente azul que resaltaban bastante. Y su cabello negro como la obsidiana era largo, recogido en una coleta por la parte de atrás. Doña Ameyalli recibió a Tláloc con un beso en los labios, haciendo que los pequeños con máscaras de su dios expresaran su asco ante la situación con un pequeño quejido. Después el Señor de la Lluvia acarició el cabello de su hija Marina Atzin, sabiendo que debía de ser atendido por los sacerdotes. Se llevó a cabo una ceremonia en donde Tláloc recibió varios obsequios bajo la lluvia, fumó un puro hecho con tabaco de la localidad vecina de Sihuapan y bendijo a todos los niños nacidos durante su ausencia, a quienes nombró como miembros de "las gentes de las nubes", que era el nombre que la caravana se dio a sí misma después de vagar varios años por el territorio mexicano.

Marina Atzin saludó a los pequeños con máscaras de Tláloc, a quienes saludó como "hermanitos". Eran los Tlaloques, hijos adoptivos de Tláloc, niños eternos que le ayudaban a crear la lluvia. Marina Atzin era la mayor de los Tlaloques, y por lo tanto estaba destinada a cuidarlos y enseñarles las buenas costumbres. Cada uno de los Tlaloques se encargaba de un punto cardinal, y le apoyaban en tareas distintas, como hacer el granizo, los rayos y los truenos, así como la nieve. Los cuatro Tlaloques eran Opochtli, una niña zurda que se encargaba del Norte, Nappatecuhtli, un niño que tartamudeaba cuatro veces antes de cada oración y que se encargaba del Este, Yauhqueme, una niña con un vestido adornado una flor llamada pericón al mando del Oeste; y por último estaba Tomiyautecuhtli, un niño muy ágil conocedor de las plantas que se encargaba del Sur.

Como Tláloc había empezado a hablar castellano hacía ya unos siglos atrás, con la esperanza de obtener más seguidores, los cuatro Tlaloques recibieron apodos cortos derivados de sus nombres compuestos. Así estos eran llamados Opo, Nappa, Yau y Tomi para que fuese más fácil llamarles, pues muchos seguidores de Tláloc desconocían muchas palabras en náhuatl. Opo actuaba como la Tlaloque al mando cuando Marina Atzin no estaba cerca, así que una vez terminó la ceremonia, ella se encargó de asignar tareas a sus hermanos para que se entretuvieran. La niña sacó de un morralito el tablero de un juego de mesa llamado patolli, que se parecía mucho al parchís y se jugaba con frijoles en vez de dados y fichas. Los tlaloques comenzaron a impacientarse cuando Nappa se quejaba de lo que consideraba reglas injustas, pues todo lo tartamudeaba cuatro veces y el juego no lograba avanzar hasta que el niño explicara su inconformidad.

—¡No te preocupes, hermanito!—dijo Opo—esperamos a que termines de hablar.

Tomi por otra parte estaba distraído, pensando en las muchas flores que surgirían de la lluvia que acaban de desatar sobre la región, soñando despierto con colibríes avanzando de flor en flor. Dado que el juego no podía continuar hasta que Nappa dejara de hablar, Yau, la Tlaloque más pequeña, comenzó a llorar de frustración y sus lágrimas se materializaron como una brisa que humectó toda la habitación, en vez de llorar por los ojos como una niña normal. Opo había perdido el control, y no podía controlar a sus hermanos. Para fortuna de la niña, Marina Atzin estaba ahí y pudo poner orden al regalarle un mango a cada uno, enviándolos a comer a un rincón de la casa, olvidando por completo el juego de patolli.

Los sacerdotes se fueron a dormir en la madrugada, cuando se terminó de quemar el último incienso de las ofrendas a Tláloc. Los tlaloques se quedaron dormidos después de terminar de comer su mango sin haberse quitado la máscara, pues debajo de ella no había rostro alguno, tan sólo una boca que les servía para comunicarse con los demás, y que ahora estaba embarrada de restos de la fruta. Marina Antzin se fue a dormir en una hamaca amarrada entre dos árboles de nanche, cuando la lluvia dejó de caer. En la casa azul sólo quedaban despiertos Tláloc y su mujer, en una habitación matrimonial iluminada por una única vela.

—Oye, Gordo—le dijo ella usando el apodo que había aprendido de las esposas humanas—el pájaro Moán dijo que hallaste el Tlalocan. ¿Es verdad? Cuéntamelo todo.

El Señor de la Lluvia suspiró mientras se quitaba las botas, sentado al borde de la cama.

—Es posible acceder al Tlalocan sin tener la forma de un dios, pero es complicado—respondió el hombre—hay que subir alto, hasta llegar casi a las nubes. El resto es un secreto que no puedo revelarte ahora mismo, sino hasta que tú misma estés en ese lugar. Subí a la montaña más alta de todo el México, y allí pude caminar sobre las nubes.

—¿Sabes cuánto tiempo has estado en el Tlalocan? Cuando te fuiste era el año 1994. Muchas cosas han cambiado desde entonces. No puedo soportar que desaparezcas por más de veinte años sin tener noticia de ti. Atzin y yo estuvimos preocupadas por ti todo este tiempo.

Tláloc se quejó mientras se quedaba en sus calzones de manta, listo para acostarse a dormir. Su cuerpo era como el de cualquier otro hombre para ese punto, y necesitaba de comida y descanso para seguir existiendo. Desconocía su podía morir de inanición o deshidratado, pero no quería averiguarlo.

—Les envié la lluvia—dijo él—la lluvia que sólo caía alrededor de la casa. De esa forma sabrían que estoy vivo. Ahora vamos a dormir, porque mañana debo dar un anuncio importante a la gente de las nubes.

—Es verdad que enviaste la lluvia y mojaste los alrededores de esta casa—dijo Doña Ameyalli con una sonrisa pícara, como si dentro de su mente se estuviera formulando un plan—pero tienes más de veinte años sin mojar este cuerpo. He esperado por ti.

Tláloc era más hombre que dios, y por ello terminó la noche en una danza de cuerpos entrelazados, envuelto en el sudor, cubierto de caricias pero también de mordidas y arañazos. El romanticismo de la noche fue diagonalmente opuesto a la sensación que Tláloc experimentó en la mañana cuando se despertó entre gritos de los pequeños Tlaloques, quienes corrían detrás de una iguana por toda la casa, sosteniendo Marina Atzin una escoba para intentar golpearla. El animal llevaba en la boca una rebana de plátano frito con queso crema y queso fresco, la cual era parte del desayuno que la muchacha estaba preparando para sorprender a su padre con sus recién adquiridas habilidades culinarias.

Uno de los Tlaloques, Nappa, tartamudeaba diciendo que la comida que había preparado Marina Atzin estaba muy salada, pues como diosa de la sal le era imposible encontrar la sazón correcta para los alimentos. Después de fingir que la comida no estaba salada, Tláloc salió a sentarse en una silla hecha de madera junto a la laguna, con una guitarra jarana en mano, tocando los acordes de una canción vieja que hablaba sobre las brujas que flotaban encima de las selvas y encima de los mares. Al encontrarse solo, decidió que podía cantar sin que nadie la interrumpiera, dejando que la canción naciera de sus pulmones con una voz gruesa y que no desafinaba nunca. Se sabía que los dioses eran perfectos en el canto y en el manejo de los instrumentos, y que ningún ser humano les superaba. Tláloc atrajo las miradas de un par de pescadores que navegaban de pie en pequeñas balsas, escuchando el sonido de la jarana y su voz mezclarse como un concierto natural propio de las tierras de Veracruz.

Doña Ameyalli se despertó muy contenta después de haber amado a su esposo toda la noche, con la única preocupación de que las cabañas y chozas aledañas le hubiesen escuchado. Sacó unos dulces de la alacena, unas palanquetas de pepitoria y las regaló a cada uno de los tlaloques después del desayuno. Una vez los niños comieron los mandó a ver si podían pescar algo, con unas cañas caseras hechas de una rama y un sedal de cuerda. El señuelo fue un grillo atravesado por un clavo, sentados los niños a la orilla de la laguna mientras conversaban acaloradamente sobre una marca de refresco local, preguntándose si seguiría existiendo después de tantos años. El pájaro Moán escuchó la plática de los niños, y en cuanto uno de ellos usaba una mala palabra, iba con el chisme hasta donde se hallaba Doña Ameyali, quien no tardaba en regresar con una barra de jabón para amenazar a los niños diciéndoles que les lavaría la boca con jabón.

Para las doce del mediodía, Tláloc había reunido a las gentes de las nubes en un terreno vacío entre las chozas, listo para dar un anuncio de suma importancia. Los Tlaloques estaban parados detrás de él, todos en fila india y con las manos detrás de la espalda, desde el más grande hasta el más pequeño. Marina Atzin usaba una máscara de Tláloc al igual que sus hermanitos, y Doña Ameyali estaba sentada en una enorme silla de ratán con un respaldo enorme, mientras se echaba aire con un abanico blanco. Llevaba sobre el cabello una flor llamada pericón, la cual los antiguos ancestros consideraban la flor oficial de Tláloc.

—Hermanos del agua—dijo el Señor de la Lluvia—en mi viaje al Pico de Orizaba hice un descubrimiento muy importante. He escuchado la voz de Ometéotl, el dios dual, creador de dioses. Me reveló la ubicación de dos de los cuatro Tezcatlipocas, pero me decepcioné mucho cuando descubrí que les había sucedido lo mismo que a mí. Ahora son más hombres que dioses y llevan vidas mundanas y mucho más interesantes que sus labores de dioses. Huitzilopochtli se halla en los Estados Unidos, pues dice que ama a los pueblos adictos a la guerra. Yaotl vive en la capital, vigilando todo desde las sombras y haciendo favores a los políticos de este país. También pude contactar con otros dioses que están cerca de la extinción, dioses y diosas que están a casi nada de no ser recordados más que por los códices. Es así que he invitado a estos dioses a habitar con nosotros, en este recinto al cual he renombrado Casa Tláloc. Les recibiremos en el transcurso de los días siguientes y espero que les reciban con todas las glorias, erigiendo un altar en sus nombres.

Esa misma tarde, un coyote de pelaje dorado se paseó por las inmediaciones de la laguna, analizando desde lejos a los Tlaloques que no se cansaban de arrojarle piedras a un mono aullador que encontraron en las ramas de un árbol de chicozapote. El mono tomó uno de los frutos y lo arrojó a los niños, pensando que se libraría de ellos. Opo, la Tlaloque líder cuando Marina Atzin no estaba, se hizo presente para regañar a sus hermanos, pero al final fue golpeada por uno de los chicozapotes que el mono arrojaba. Su furia fue tal que tomó ella una piedra también y casi le da al mono, fallando por cosa de nada. Ahora los cuatro Tlaloques estaban distraídos y no vieron al coyote, que llegó hasta ellos por detrás, lanzándose sobre Yau, la cual comenzó a llorar creando brisa alrededor del animal. Las flores del vestido de Yau comenzaron a desprenderse, y Opo vio al animal directo a los ojos, reconociéndole de inmediato.

—Señor Coyote Viejo—dijo Opo—deje a mi hermana por favor. ¿Qué es lo que ella le ha hecho?

El coyote soltó a la tlaloque y comenzó a hablar con voz de hombre.

—¿Por qué atacan a los monos? ¿Qué les hizo ese chango?

El coyote comenzó a perder el pelaje, se irguió en sus dos patas traseras y sus garras se transformaron en uñas. Su rostro se acható, y su pelaje se transformó en ropas humanas, siendo un pantalón negro y una camisa verde con estampado de guacamayas. Quedó transformado en un hombre-dios, tal y como Tláloc lo era, pero a diferencia de las demás deidades su piel no era morena. Era blanco y de cabello castaño, sobresaliendo de entre la gente de la zona, como si fuera una mancha de cloro en la ropa. El hombre sacó un puro de una bolsa de su pantalón y lo encendió para fumar un poco a la orilla de la laguna.

—¿Está su padre?—preguntó el coyote a los tlaloques.

Opo señaló a la cabaña azul y el coyote subió caminando por un sendero entre arbustos y piedras, hasta dar con la casita azul. Allí encontró a Tláloc tratando de tallar un tronco de madera para hacer un trompo que regalaría a los Tlaloques. El coyote y él se vieron fijamente, ambos en formas humanas, y el Señor de la Lluvia extendió los brazos de forma amistosa.

—¿Por qué te quedaste atrás?—preguntó Tláloc—pensé que no llegarías nunca.

—Una mujer me quitó algo de tiempo—respondió el Coyote Viejo con una sonrisa—era una tipa que gustaba de hablar sobre los olmecas y esas cosas. Le dije un par de cosas al oído, y una cosa llevó a la otra. ¿Sabes qué es el I-Ene-A-Hache? Significa Instituto Nacional de Antropología e Historia. Es algo así como un grupo de gentes que se reúne a hablar sobre el pasado, mirando piedras y tratando de descifrar lo que significan. Pues ella trabaja en eso, y con mi vasta sabiduría de los tiempos ancestrales la hice mía.

Cerca de ellos dos estaba Doña Ameyalli, con un rostro de disgusto que no podía ocultar. Jamás le había gustado la forma en que el Coyote Viejo hablaba de las mujeres, o como en el pasado cuando existía aun la gran Tenochtitlán, el Coyote Viejo había intentado hacerle un regalo mientras su esposo no estaba, insistente en darle a beber un trago de pulque para que el cuerpo se soltara un poco. La invitó a bailar, pero Doña Ameyalli se negó, y desde entonces la relación entre los dos se había vuelto difícil.

—¿Por qué eres blanco?—preguntó ella, interrumpiendo la conversación de su marido y aquel viejo amigo.

—A diferencia de ustedes, yo no escapé—se burló el Coyote Viejo—no tuve que ir con los mayas, ni traté de buscar pelea con los conquistadores. Me transformé en un hombre blanco, usé armadura y yelmo, tuve barba y hablé castellano primero que todos. Fui cacique de varias tierras y viví la vida en grande. Tonatiuh hizo lo mismo, pero él no buscó la riqueza. Se fue a vivir en una casita, criando guajolotes y donando sus tierras para la construcción de un convento. ¡Lo hubiesen visto cada doce de Diciembre, comiendo tamales como un puerco y cantando canciones a la Guadalupana!

Tláloc escuchó la historia, y al no poder mantener un rostro estoico, se dirigió a la alacena de su casa, agarró una botella de licor de nanche y comenzó a tomar mientras escuchaba al Coyote Viejo narrando las peripecias de Tonatiuh durante los primeros años de la Nueva España. 

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