Capítulo 1, Parte 2
De Tláloc no se tuvieron noticias en el centro de la nueva colonia de la Nueva España, pero se escuchó de él en varios otros puntos. Abandonó las tierras en donde el náhuatl era la lengua madre y se internó en el Oriente, cruzando selvas y manglares hasta que dio con los vestigios de aquel pueblo que alguna vez dominó las selvas de Yucatán. Era un pueblo descendiente de astrónomos, matemáticos y arquitectos. Sus estelas de piedra narraban acontecimientos tan viejos como la misma creación del mundo, y entre todas las leyendas y mitos de ese pueblo, se hallaba uno que llamó poderosamente la atención de Tláloc.
Era la historia de una serpiente cubierta de plumas que bajó de los cielos para enseñar a los hombres las artes de la agricultura. Civilizó a las gentes, les dio el juego de pelota, les enseño a cocinar usando el maíz y al final no pidió nada más que un templo en donde le adoraran. A esa serpiente se le llamó Kukulcán, y Tláloc no dudó ni un segundo sobre la verdadera identidad de este dios. Era el mismo Quetzalcóatl, quien había huido hacia el Oriente años atrás. Deidad de los vientos, señalado por el color blanco, uno de los cuatro Tezcatlipocas. Era tan sabio y poderoso, pero como todo dios tenía su debilidad. La suya había sido el pulque, licor que embriaga a los hombres pero no a los dioses. Sin embargo, Quetzalcóatl había sido de los primeros dioses en tomar una forma humana para convivir con su pueblo, y en ese cuerpo tan débil, fue tentado por uno de sus hermanos para que se emborrachara, hiciera destrozos y cayera en el incesto. Avergonzado por su actitud tan poco divina, Quetzalcóatl huyó al Oriente en una balsa y jamás se le vio de nuevo en el altiplano.
Tláloc ordenó a su caravana buscar a ese tal Kukulcán, pero fue en vano. Recorrieron las selvas, los cenotes, las playas y los antiguos templos de los mayas, pero su rastro jamás fue hallado. El Señor de la Lluvia se conformaba con tan solo saber de su siguiente paradero, para seguirle hasta donde fuese que estuviera. Pero su caravana se veía cansada, su esposa comenzaba a perder la paciencia y su hija no había tenido un hogar fijo en mucho tiempo, vagando por el mundo sólo para cumplir con los deseos egoístas de su padre. Tláloc ordenó entonces la creación de una aldea para su caravana, y cuando los locales le encontraron, se presentó ante ellos usando un nombre maya de antaño que llevaba tiempo sin usar. Su leyenda había llegado hasta Yucatán, desde donde le ofrecían sacrificios y le erigían templos que el dios jamás había visto, pero que le dotaban de un poco de energía. Ahora los mayas eran mucho menos de la sombra de lo que habían sido, pero seguían siendo hombres y mujeres de fe que no se doblegaban fácilmente. Las selvas les habían fortalecido y eran tan duros como las rocas del enorme castillo de Chichén Itzá, y tan flexibles como el hule de los árboles.
Tláloc fue llamado de nuevo Chaac, su nombre maya, y desde esa aldea comandó a su pueblo para buscar pistas de Kukulcán. Después de años de no dar con la serpiente emplumada, Tláloc-Chaac se quedó en la aldea, encerrado en una de las chozas de palma mientras tocaba su flauta de hueso, distraído del mundo. Su único contacto con el mundo exterior, más allá de las selvas de Yucatán, era un ave llamada Moán, de aspecto similar a un tecolote con cola de perro que obedecía fielmente al Señor de las Lluvias. Los mayas temían al pájaro por ser un ave de mal agüero, alejándose de ella tan pronto le veían. Y cada vez que llegaba ante Tláloc, le cantaba al oído las noticias de la cuenca de México. Así fue como se enteró que el lago de Texcoco había desaparecido, que la Virgen de Guadalupe era la autoridad en el área y de la misma forma, años después, Tláloc se enteró de las revueltas en la capital.
La guerra por la independencia de la Nueva España había empezado, y con el mismo desinterés de siempre, Tláloc se encerró en su cabaña a dormir, en una siesta de más de veinte años. Durante ese tiempo, su esposa Chalchiuhtlicue y su hija Huixtocihuatl se quedaron al mando de la aldea, de donde cada vez más miembros se alejaban y se internaban en la sel. Vivir en la selva se hacía cada vez más difícil, y muchos seguidores de Tláloc decidieron ir a vivir a las misiones. La primera cruz cristiana llegó a la aldea del Señor de la Lluvia un día martes, y fue pintada de azul para representar a las divinidades del agua que allí se encontraban. La hija de Tláloc, Huixtocihuatl, a quien su madre llamada Atzin de cariño, se mostraba curiosa ante la extraña figura que representaba la cruz.
Cuando su madre no estaba vigilándola, pues se hallaba recolectando caracoles en la playa, la pequeña Atzin, cuyo apodo significaba agüita, se puso a dialogar con los sacerdotes mayas. Uno de ellos había conseguido una biblia en castellano, y había aprendido a leerla para compartir con los demás un poco de la sabiduría que residía en ese libro.
—Esa cruz pintada de azul representa muchas cosas sagradas, entre ellas a tu padre—le dijo el sacerdote—y tú como diosa de la sal, mereces tener una cruz también. Ayúdanos a cargar con estas pesadas tablas y la construiremos para ti.
—Hagamos una para mi madre, que de seguro le encantará—dijo Atzin, con su sonrisa tan blanca como la espuma del mar.
Cuando las tres cruces estuvieron construidas, la pequeña diosa pensó que eran muy aburridas. Si las cruces eran divinas, entonces debían de tener alguna gracia. La pequeña imaginó que los objetos cristianos emitían luz, que volaban por los aires y que de ellos emanaba una música suave, producida por el viento. Pero en realidad no eran más que trozos de madera pintados de azul, que se alzaban inertes en las inmediaciones de un cenote.
Para jugarle una broma a los mayas, Atzin fue hasta donde estaba el pájaro Moán, y hablando con él, le contó su plan. El pájaro se ocultó entre las ramas y desde arriba, sin ser visto, habló a los cuatro vientos con voz de hombre, gruesa y pesada como el rayo. Decía ser "el señor que habita en los cielos", hablando en Maya y en Castellano. Los sacerdotes escucharon la voz y cuando preguntaron quién se hallaba hablando, el pájaro Moán dijo:
—Soy el dios que se comunica a través de las cruces.
Atzin estaba oculta detrás de unas rocas volcánicas, tratando de contener la risa. Jugaba con sus trenzas del color de la obsidiana, intentando pasar desapercibida ante los sacerdotes. La broma de Atzin fue un pequeño chascarrillo para la diosa, pero para los hombres representó un cambio de fe. No había sido Tláloc el que había hablado, ni Atzin ni Chalchiuhtlicue. Había sido la cruz, símbolo del Jesús Cristo. El señor que habita en los cielos no era Chaac, era el dios único de la biblia.
Mientras Tláloc dormía, su aldea creció y se transformó en un pueblo. La esposa del Señor de la Lluvia aprendió las artes de la cerámica, la elaboración de cestas, la pesca, el bordado y la astronomía. Hizo amistad con las mujeres de los mayas, aprendió el idioma de esas gentes y como regalo les ofreció huipiles hechos a mano. Atzin siguió jugándoles bromas a los sacerdotes, haciéndoles ver y escuchar cosas, haciéndoles creer que las cruces se comunicaban con ellos. Los mayas se arrodillaban ante los iconos y fue tal el grado de fervor religioso que se cocinaba en el pueblo, que éste recibió el nombre de Chan Santa Cruz.
Cuando Tláloc despertó, era el año 1848 en el calendario de los conquistadores. Lo primero que hizo fue preguntar por su mujer, y tras avanzar por el sendero de la jungla, se encontró con los mayas ya envejecidos, cargando con una cruz y cantando canciones en su lengua, las cuales hablaban de una cruz sagrada. Ya no se llamaban seguidores de Tláloc a sí mismos, se hacían llamar los Seguidores de la Cruz, los Cruzo'ob. El dios de la lluvia estalló en cólera y dejó que los rayos cayeran sobre las copas de las palmas, encendiéndolas en llamas. Cuando los Cruzo'ob vieron a Tláloc a los ojos, ya no pudieron sentir la divinidad en él. Era un hombre holgazán, un hombre rencoroso. Era inmortal, podía llamar a la lluvia, pero ya no era un dios. Su esposa era una esposa más, que despierta temprano para barrer la casa y se acuesta al final, después de cerciorarse que toda su familia estaba durmiendo. Su hija era una chiquilla traviesa que recorría la jungla con un pájaro, cargando una muñeca de tela y comiendo todos los frutos que hallaba. Ni el marido, ni la mujer, ni la niña eran dioses. Eran una familia humana más.
Un sábado por la mañana, Tláloc, Chalchiuhtlicue y la pequeña Atzin abandonaron el pueblo de Chan Santa Cruz. Los mayas habían iniciado una guerra contra el nuevo país que se había formado mientras Tláloc dormía, llamado México. La cruz les iba a guiar, les iba a llevar a la victoria. El pájaro Moán se fue con Tláloc y su familia, por lo que la cruz dejó de hablar con los sacerdotes. Y así los mayas pelearon con ferocidad, intentando crear un país para sí mismos. Un país en donde Tláloc ya no era bienvenido.
Las tristes figuras del Señor de la Lluvia, la Señora del Agua Terrestre y la Señorita del Agua Salada, avanzaban por la jungla, montando cada uno sobre un caballo. Avanzaron por el golfo, cabalgando sobre la cálida arena de la playa, observando de vez en cuando a las embarcaciones que venían de Cuba rumbo a un puerto que llamó la atención de Tláloc. Era el puerto de la Vera Cruz.
—No hay escapatoria—dijo Tláloc a su mujer—donde quiera que pise, veo cruces.
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