Un ataque peligroso: Churros y carreras.
Un coche descapotable más chulo que nada, pintado todo de un rosa brillante, llegó derrapando por la calle, los motores denotaban lo bueno que era el coche. Los sillones también iban forrados de rosa, el volante con brillibrilli y las alfombras del interior de Hello Kitty. Todo el mundo se giraba a mirarlo, por lo llamativo que era, y la chica que lo llevaba iba como una reina en el coche de sus sueños. Toda una diva, con unas gafas de sol de diseño y pasta rosa, con flequillo moreno y la melena batiéndose al viento; tenía mechones oscuros, otros casi rubios, unos morados y otros rosados.
Aceleró el descapotable, girando peligrosamente en cada calle y creando conmociones a su paso, sin inmutarse lo más mínimo. La diva y su coche llegaron al límite a un descampado, donde se celebraba el mercadillo. Tenía que encontrar rápidamente a quienes buscaba.
Y allí, en el pequeño puesto donde hacían churros, divisó su objetivo. El puesto de los churros era un pequeño furgón, abierto en los laterales y que en su interior tenía las barras y las máquinas de hacer churros y porras; pues allí se estaba creando una verdadera conmoción.
Una chavala y un chaval estaban subidos encima, arrasando a toda prisa con todo y llevándose el carrito.
—¡CUATRO, CHIMI, POR AQUÍ! —gritó la chica del descapotable rosa, llamada Lexuga. Todos tenían nombres clave.
Los dos chavales llamados Cuatro y Chimi maniobraban para llevarse a toda prisa el furgón, algo que parecía sacado de una película de loca acción. Arrasaban cosas a su paso, la gente chillaba y ellos no paraban de meter prisa, en medio del caos reinante.
El descapotable rosa aceleró, preparándose para lo que vendría entonces; Chimi y Cuatro a tope con el furgón, y detrás un coche de la policía con las sirenas sonando como desquiciadas. Lexuga le metió a caña a su coche, que cruzó detrás del furgón de los churros y le bloqueó el paso a la policía; mientras ella se encargaba en marearlos y despistarlos, los otros tuvieron el tiempo preciado de girar por unas calles. Y mientras tanto, las máquinas de hacer churros iban tan deprisa como el propio carromato: mientras la chica y el chico no paraban de chillar unas cosas y otras, conducían de una forma demasiado peligrosa esquivando farolas y contenedores, huyendo a toda prisa, además iban haciendo churros a toda leche.
—¡¡CHIMI, LA FAROLA POR DIOS!! —gritaba la chica de pelo castaño, que con todo el bamboleo al que estaban sometidos no se sabía cómo podía estar sacando churros, pero ahí iba haciéndolo de una forma caótica.
—¡¡NUNCA HE CONDUCIDO UNA MIERDA DE ESTAS, PENCA!! —le gritaba el otro.
—¡A PRISA!
—¡SIGUE CON LOS CHURROS, HAZME MIS CHURROS!
—¡YA VOY, PRIMERO LOS CHURROS Y LUEGO A VER SI SOBREVIVIMOS!
Y entonces apareció por detrás el coche rosa fantástico de Lexuga, rugiendo a todo meter. La policía iba detrás, y delante tenían un muro.
—¡¡MAMAAA, VAMOS A MORIIIR!! —chilló Chimi, cerrando los ojos.
—¡AÚN NO ES MOMENTO DE MORIR, JODER! ¡TENGO MUCHAS COSAS QUE HACER! —gritó la otra; dejando rápidamente los churros y dando un salto por encima del caos, llegó muy, muy justa de tiempo a girar, metiendo el furgón en un campo lateral que había. Lexuga siguió hasta casi el muro, dando un tremendo derrape al final; con lo que su coche salió ileso, y la policía dio de lleno en el muro. Apenas giraron y evitaron salir volando.
Los fugitivos tenían vía libre, y ahora iban por en medio de un descampado que seguramente fuese propiedad privada, tirando a toda caña y sin dejar de hacer churros y porras.
Se cargaron alguna que otra cosa, dieron con contenedores y por poco meten un piñazo con otros coches, pero su peligrosa y vertiginosa marcha siguió hasta llegar a un campo especial que ellos conocían. Allí aminoraron la marcha, comprobando que no había enemigos, y pudieron parar.
Las bandejas estaban hasta los topes de churros y porras recién hechos, el aceite hervía y también habían comenzado a hacer gofres y todo lo que pillaban. Chimi cogió un churro con cada mano, y se deleitó con aquel manjar de dioses, un tesoro preciado que les había costado tanto, una recompensa y sin duda una maravilla. La chica se limpiaba las manos de grasa en la ropa, que consistía en unos vaqueros muy cortos de cintura alta y una camiseta blanca llena de manchas. Estaba sudando como un pingüino en el Sahara, y le daban tentaciones de quitarse la camiseta y quedarse con el sujetador tipo top que llevaba debajo. Cosa que al final hizo.
—Alaaa, te pasas, Cuatro. Menuda exhibicionista.
—Calla, penco.
Y entonces llegaron los que esperaban. El descapotable rosa y dos furgonetas realmente cochambrosas, tanto que parecían sacadas de la chatarrería.
—¡¡LO CONSEGUIMOS!! —gritó la diva Lexuga, bajándose del coche. Al verla así, era más diva.
Las dos cochambrosas furgonetas que venían también peligrando por su vida, llegaron hasta ellos y antes de parar se habían abierto prácticamente todas las puertas, de las que bajaron un montón de gente.
—¡¿De dónde habéis sacado eso, de la chatarrería?! —le preguntó la chavala de los churros a otro chico, que se acababa de bajar de el puesto de conductor. Tenía una mata como de arbusto de rizos negros en la cabeza, y cuando se enfurruñaba ponía cara de gato amargado —a pesar de ser alérgico a ellos—.
—Exacto —respondió él sencillamente, encogiéndose de hombros como si fuera algo obvio.
La chica que le había preguntado lo miró con la boca abierta, y luego se echó a reír a grandes carcajadas.
—¡¡Me encanta!!
—¡¡ZORRAAA!! —gritó entonces alguien, y la que se estaba riendo le respondió rápidamente:
—¡¡PERRAAA!!
La chica que había robado la carreta de los churros con el otro era bajita, de pelo castaño largo y ondulado, ojos de un castaño meloso que a veces miraban como loca psicópata, y se llevaba la gloria de ser una tremenda diosa hermosa y guapísima, a pesar de que Chimi decía ser el más guapo de toda la tierra —él tenía los ojos azules, y cada vez que se miraba al espejo decía: joder, qué guapo soy, por lo que se había proclamado autosexual—. La chica que llegó gritando era más alta que la primera, tenía el pelo precioso, negrísimo y super liso, y ella también tenía su dosis de ego de diva divina, como todos allí. Llegaron otros miembros de aquel grupo de desquiciados, como el Perejil, un chaval alto, moreno y de pelo rizado, que decía ser un jodido dios guapísimo; Yaya Ixy, la mejor friki del mundo y amante de los patos, con su melena oscura y algo rizada —¿por qué todos tienen el pelo rizado?—; la Minion, una chavala demasiado única y especial, bajita como un Minion, que es menos que como un Hobbit —algo como Cuatro—, pero más que cierta Marciana. Ésta última andaba en unos asuntos muy importantes y no había venido.
Ellos eran dioses, maravillas sobre el universo, desquiciados incomparables, algo inconcebible e insuperable.
¿Y qué hicieron? ¿Quizás irse a un lugar seguro y esconder la carreta para que no los pillasen después de haber armado tal escena y conmoción? Qué va, se liaron todos allí a repartir churros, porras, gofres, algodón de azúcar —rosa—, y sin duda chocolate y leche y todo lo que fuesen pillando, mientras comentaban la jornada con total tranquilidad y planeaban próximas cosas que hacer.
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