El silencio
Es aterrador el silencio.
Estar sumergida en él es doloroso. Tortuoso. Algo silba lejos, susurra. Los murmullos de cosas que se arrastran, que se pierden. De los ríos que corren bajo la tierra, de los témpanos que crujen y se deslizan hacia el mar. A la distancia se antojan como voces, como palabras que quieren decir algo, pero que no pretenden alcanzar nada. Este es el camino del Ártico, de la nada. El viento viene y se va, y no deja ni el recuerdo.
A veces me pregunto por qué existo con la capacidad de tocar consciencias. Aquí, en la vasta e inmensa soledad no tiene sentido. En el abandono, en este remoto rincón de la tierra. Sueño que se filtra líquido en alguna vasija, en el metabolismo basal.
Esta voz hecha de ideas no es un manantial que surja de la tierra aunque haya pretendido serlo. Ni río, ni lecho. Ahora es un fluido espeso, pesado, rojo y negro, que huele a sal, a metal, que brota desde una caverna a la que vuelve sin haber visto la luz.
Por las noches, las sombras y la voz de la sombra surgen entre las grietas y se hablan a sí mismas, se preguntan, se contestan. Y se encuentran con que no es manantial, ni tendrá lecho, ni será río, ni se tornará en un rumor que susurre al oído de algún paseante. Ni viento, ni agua. No será.
El silencio es aterrador.
Es estar en permanente suspensión dentro del fluido de la propia palabra, viscosa, inmóvil; es como estar bajo el agua helada. Atrofia. Congela.
Todo está congelado aquí.
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