Capítulo 5


5


—¡Mierda!

—¡Sht!

—Mira, noruega puñetera, como vuelvas a mandarme a call...

—¡Shhhht!

Uf, hoy va a morir alguien.

Y espero ser yo.

La noruega vuelve a centrarse en su móvil, que es básicamente a lo único que se dedica cuando no está trabajando. Es todavía muy temprano y está enfadada porque mi alarma la ha despertado. No sé qué me ha dicho en su idioma, pero por el contexto deduzco que muy bueno no era.

En todo caso, ya no puede dormirse y está viendo vídeos de Tiktok. Los tiene puestos a todo volumen y me echa miraditas de reojo. Sabe que me molesta, la puñetera. Por eso lo hace pese a tener los auriculares justo al lado.

Sí, estoy teniendo unos primeros días de convivencia muy bonitos, como podréis comprobar.

Se te nota.

De verdad que no aprecias lo que tienes hasta que lo pierdes. Y yo he perdido el inmenso alivio de tener una cabañita para mí sola y no tener que compartirla con doña tiktoks.

Volviendo al presente..., no estoy teniendo una buena mañana. Está lloviznando y, por supuesto, me ha pillado en medio de mi sesión de yoga. En una postura ridícula, además, que no es que sea un dato muy importante pero, oye..., en la desgracia todo suma puntos. Cuando iba a subir los escaloncitos de la cabaña, me he tropezado con uno y he caído. Tengo un golpe en el codo que lo demuestra. Y luego, cuando por fin he entrado con mi querida compañera, me he dado cuenta de que anoche no puse el móvil a cargar y ahora no tengo batería. ¿Que puedo solucionarlo en dos segundos? Sí. ¿Que me jode igual? También.

Además, es un día raro. Como ha llovido, todo el mundo está en sus cabañas o en las zonas comunes, así que la mayoría de actividades han quedado suspendidas. Las mías entre ellas. Sin nada más que hacer, decido volver a la cabaña después de comer algo con los demás.

Por suerte, la noruega ha decidido ir a darse un paseo y puedo estar un rato sola. Se aprecia. Ahora ya solo me falta encontrar algo por hacer.

La primera alternativa es responder a la correspondencia de mi hermano, pero la descarto enseguida.

La segunda es pensar en un regalo para el pequeño Bruno, ya que me invitó a su cumpleaños y no quiero presentarme con las manos vacías. Esta alternativa me gusta más, así que me pongo a ello.

Media hora más tarde, llego a una sólida conclusión: necesito ayuda con una cosa. Y la primera persona a la que se me ocurre preguntarle es Blanca, que tiene un control absoluto sobre todo lo que ocurre en esta playa.

Y por eso nos gusta.

Por suerte, la encuentro junto con su hermano Thai, Miki, Yara, la noruega y unos cuantos voluntarios más. Aprovechando que ha dejado de llover y la playa sigue vacía, están todos nadando y disfrutando de la arena. Soy la única que sigue yendo con el uniforme del resort.

En cuanto me ve aparecer, Blanca sonríe ampliamente.

—¡La españolita! Ya pensábamos que no querías pasar el rato con nosotros. Thai te echaba de menos.

Su hermano está muy ocupado viendo a la noruega dentro del agua, así que ni siquiera la oye.

—Ya, seguro —concluyo—. Necesito saber una cosa.

—Adelante —anuncia Miki con una sonrisa—. Aquí nos falta de todo menos información.

Yara empieza a hablar en su idioma y asiente con la cabeza, muy digna.

—¿Cómo se va al pueblo de aquí al lado? —pregunto directamente—. Necesito comprar una cosa.

—Puedes pedirle a Davide que te lo compre —propone Blanca tras encogerse de hombros—. Suele ir una o dos veces por semana, así que seguro que no le importa.

—Ya..., pero es que necesito unas cositas bastante específicas y no creo que pueda encontrarlas sin mi ayuda.

Eso hace que tanto Miki como Blanca intercambien una miradita cómplice. Cuando se vuelven hacia mí, lo hacen llenos de curiosidad.

—¿Qué cosas? —pregunta Miki—, ¿algo prohibido?

—¿Vas a comprarte un vibrador?

—¡No! Es que son cosas difíciles.

—Seguro que no es tan difícil —opina Miki—. A ver, ¿qué necesitas?

—Una esfera de un centímetro y medio de diámetro, resina de epoxi, unas pinzas de metal, una lupa aunque sea de cuentahílos, una...

Como sus caras han ido contrayéndose a medida que hablaba, decido callarme. Tanto ellos dos como Yara me contemplan sin entender nada.

—¿Qué puñetas es todo eso? —pregunta Blanca, confusa.

—Es... una larga historia. ¿No hay otra forma de ir al pueblo?, ¿en bicicleta o algo así?

—Si quieres morirte... —Ella sacude la cabeza—. Es todo cuesta arriba. Y durante un buen rato. Por eso todo el mundo le pide las cosas a Davide.

—¿Y si le pidiera ir con él? ¿Me dejaría?

—¿Davide? Seguro. —Miki sonríe—. Es un encanto.

—No como Stef —añade Blanca.

—Stef no es tan malo.

—Stef pasa de ti, Miki.

—¡Que no pasa de mí! Además, tampoco me interesa.

—Lo que tú digas.

Mientras siguen discutiendo, les doy las gracias y empiezo a dirigirme al chiringuito donde suele estar la mitad de la familia de Stef. Con un poco de suerte, su hermano mayor también se encontrará con ellos. Ya solo me queda ensayar mi mejor carita de angelito y...

—¡Oye, Clau!

Sorprendida, me vuelvo para mirar a Thai. Se ha alejado del grupo para seguirme, ahora muy contento.

—No me había dado cuenta de que estabas ahí —añade.

—Estabas ocupado mirando a la noruega, no te culpo.

—No te pongas celosa, que solo tengo ojos para ti.

—Claro, claro.

Como me ha detenido él, espero a que me diga lo que sea que tiene que decirme. Pero no lo hace. En su lugar, sigue mirándome con una pequeña sonrisa maliciosa. Al principio no me importaba, pero ahora empieza a preocuparme un poco. Alertada, doy un pasito hacia atrás.

—¿Pasa algo, Thai?

—No, no. ¿Por qué iba a pasar algo?

—No sé. Tu cara tenebrosa me da pistas.

—Vaaale, disimulo fatal. Es que antes jugaba a una cosa muy divertida con los demás. Un juego de retos, ¿sabes?

No sé si me gusta por dónde va esta conversación, pero aun así asiento con la cabeza. Él prosigue:

—Resulta que en uno de los retos ha salido tu nombre.

—Ajá...

—Y espero que no te enfades mucho, porque quiero cumplirlo.

—¿Qué vas a...? ¡¡¡OYE!!!

En cuanto se agacha para lanzarme sobre su hombro, me quedo tiesa de pies a cabeza. No entiendo nada y, por supuesto, la sangre me está subiendo al cerebro. Lo primero que pienso es que Thai tiene buen culo —lo siento, es lo único que puedo ver ahora mismo y en algo habrá que pensar— y en que espero que no se me llene el pelo de arena.

—¿Se puede saber qué haces? —pregunto, irritada.

—¡Es solo un juego!

—¿Qué juego?

A modo de respuesta, empieza a reírse. Frustrada, me dejo llevar unos cuantos metros. Admito que tengo curiosidad. Y, además, parece que los demás se lo están pasando muy bien a nuestra costa. Incluso Yara, que no suele integrarse en nada, está aplaudiendo y riendo como el que más.

—¿Dónde vamos? —pregunto, medio aburrida—. Espero que al menos esto sea entretenido.

—Qué poca fe me tienes.

—Ninguna. Thai, ¿dónde vamos?

Lo cierto es que no necesita responder porque, en cuanto veo que la arena empieza a volverse mojada bajo sus pies, lo entiendo. Estamos yendo al agua.

Y una mierda.

—Thai —le digo en la voz más seria que puedo reunir ahora mismo—, no estoy para juegos. Bájame.

Creo que no se ha dado cuenta de la gravedad de la situación y de las consecuencias de cabrearme, porque sigue riéndose como si nada. Blanca y Miki, en cambio, han dejado de hacerlo y ahora nos miran con confusión.

—¡Thai! —repito, esta vez sin jugar.

—¡Solo será un momen...!

—¡He dicho que me bajes! ¡¡¡Ahora!!!

Para entonces, ya tiene los pies metidos en el agua y yo estoy muy enfadada. Y muy nerviosa. Thai se detiene, confuso, y parece que por fin va a volver a la arena. No llega a hacerlo.

En cuanto da un paso más hacia el agua, decido que ya he tenido suficiente y que no quiero ser el objeto de su estúpida broma. Furiosa, empiezo a retorcerme para que me suelte. No sé cuántas veces se lo pido, pero finalmente se da cuenta de que voy en serio. Thai retrocede hasta la arena y trata de ponerme en el suelo, pero ya es tarde. En cuanto mis pies consiguen rozar el suelo y él me sujeta del brazo, me zafo con tanta fuerza que se cae de culo al suelo. O, al agua, más bien.

En cuanto él suelta un grito ahogado por la sorpresa, los demás empiezan a reírse a carcajadas.

—¡Oye! —protesta él, ahora empapado y lleno de arena.

Quiero disculparme, pero todo el mundo nos está mirando y de pronto me entra una oleada de vergüenza. Lo único que se me ocurre es salir casi corriendo en dirección opuesta.

—¡No hacía falta empujar! —oigo que grita por ahí detrás.

Por suerte, consigo alejarme del grupo en tiempo récord y, una vez sola, me llevo una mano al pecho, tomo una respiración profunda y me calmo un poco. Vale, hora de olvidarme de todo y poner mi mejor cara de niña buena.

El chiringuito está prácticamente vacío, pero aun así hay unos cuantos clientes fascinados con las habilidades de Fabrizio. Les prepara los cócteles lanzando las botellas al aire, deslizando los vasos sobre la barra y cantándoles en italiano. Espero que le den propina, porque se la está ganando a pulso.

La única persona que reconozco, desgraciadamente, es la mujer que está sentada en la barra opuesta a ellos. Nicola, la pareja de Davide. Tiene un portátil abierto ante ella y va tecleando algo, muy seria. Hay dos niños que revolotean a su alrededor, ambos de edades y rasgos muy similares a los de Bruno. No hay señal de nadie más y no sé dónde puede estar Davide, así que igual no es mala idea quedarme aquí y esperarlo. O ir a la caseta de las tablas y preguntarle a Stef, aunque el otro día le quemé el brazo —¡sin querer!— y no creo que quiera ayudarme demasiado.

De todas formas, no quiero hablar con Nicola. La última vez que la vi..., bueno, digamos que no fue precisamente en buenos términos. De hecho, pensé que me daría un puñetazo por llevarme a Brunito. Prefiero no volver a arriesgarme.

Mi intención es marcharme, pero me veo interrumpida por dos críos que parecen una copia tanto de Stef como de Davide. Un niño y una niña. No creo que librarme de ellos vaya a ser tan fácil como hablar con Bruno.

Chi sei? —pregunta la niña, por lo que supongo que será la líder del dúo.

Oh, mierda. A poner en práctica mi italiano.

Buena suerte, niños.

—Soy... em... sono...

È bionda —susurra el niño a la que supongo que será su hermana.

L'avevo notato, scemo.

—Si habláis tan rápido —intento decir—, no puedo entender lo que...

È la spagnola —dice entonces el niño, y empieza a dar saltitos.

—¡Sí, soy española! —exclamo, entusiasmada por entender algo. Aunque no entiendo muy bien por qué lo dice.

La niña, sin embargo, abre mucho los ojos.

È la ragazza di zio Stef!

Davvero?

Promesso!!!

Ma... non parla!

Portiamola con sé!

No estoy entendiendo nada, pero ya es la segunda vez en un solo día que intentan arrastrarme a otro sitio. En cuanto cada uno se hace con una de mis manos y empiezan a tirar, yo clavo los talones en el suelo. Ellos lo hacen con más hincapié, frustrados, y empiezan a hablar a toda velocidad.

Y entonces ambos me sueltan de golpe, intercambian una mirada y salen corriendo en dirección a Nicola. No entiendo nada hasta que veo que Davide se acerca a mí. Acaba de saludar a su abuelo, así que viene con una gran sonrisa.

—¡Claudia! —dice, con su fuerte acento habitual. En cuanto ve que los niños se escabullen, entrecierra los ojos—. ¿Ellos molestaban?

—No, no —aseguro enseguida. Ni siquiera sé qué estaban diciendo—. Se han portado muy bien.

—¿Sí? —Parece preocupantemente sorprendido—. Bene, bene... Ellos un poco nerviosos con gente nueva, ¿eh? —Suelta una risotada y luego me da una palmadita en el hombro—. Son mis bambini. Mis... ¿hijos? Sí, así se dice. Lia e Luca. Ellos... difíciles.

Eso último lo acompaña de una risa un poco tensa. Echo una mirada a los niños, que ahora están revoloteando alrededor de su madre. Ella sigue a lo suyo como si nada.

Tutto benne? —pregunta Davide entonces—. ¿Necesitas ayuda?

—Todo bi... ¡espera! —El grito hace que el pobre dé un respingo—. Sí que necesito ayuda. ¿Esta semana irás al pueblo? Me gustaría ir contigo. Necesito comprar unas cuantas cosas.

Menos mal que Davide es de la parte encantadora de su familia, no como Stef. Sin siquiera dudarlo, empieza asentir.

—Claro que sí, ¡siempre bueno tener compañía!

—Menos mal, porque necesit...

—Oye, tú.

Vaya... hablando del hermano malo, justo tiene que aparecer.

Tanto Davide como yo miramos a Stef, que tiene toda su atención puesta en mí. Oh, y no es bueno. Ceño fruncido, manos en las caderas, labios apretados... esto tiene muy mala pinta.

Je, je.

—Tengo nombre —protesto. Mi tono es mucho menos cariñoso que el que he usado con su hermano.

—Y el resort tiene unas normas, amore. ¿Se puede saber qué ha pasado en la playa?

Ah, así que es eso.

—Nada —aseguro con una sonrisa irónica.

—No es lo que me han contado.

—Pues que te lo cuenten mejor.

—Espero que tengas una buena razón para empujar a tus compañeros.

—¡No le he empujado!

—Oh, ¿se ha caído solo?

Davide nos observa como si de un partido de tenis se tratara. Y, aunque el contexto es de discusión, no borra su sonrisa divertida.

—¡Ha sido culpa suya! —insisto, irritada—. Yo estaba tan tranquila, buscando a Davide, cuando de repente se ha puesto a arrastrarme al agua.

—¿Arrastrarte? —repite con confusión.

—¡Me ha cargado sobre el hombro y quería lanzarme al agua! ¿No te parece que eso es arrastrar?

—Eso es llevarte en el hombro.

—Vale, señor literato de la lengua española. ¿Quieres seguir con la tesis o te cuento lo que ha pasado?

—Acabas de hacerlo. ¿Por qué quería lanzarte al agua?

—¿Y yo qué sé? ¡Por un reto absurdo!

—Ah. —Stef lo considera unos segundos. Aunque yo ya estoy un poco histérica, él sigue tan impasible como de costumbre. El hecho de que no se altere ni con las discusiones me pone un poco nerviosa—. Entonces, el empujón ha sido por eso.

—¡¡¡Que no le he empujado!!!

—¿Solo le has acariciado demasiado fuerte?

—Stefano —interviene su hermano de pronto, y parece un poco alarmado—, esa no manera de hablar con Claudia. ¡Tú respeta!

—Eso, Stefano —me aseguro de que el nombre salga como un insulto—, respeta.

El aludido cierra un momento los ojos —creo que para invocar paciencia—. Cuando vuelve a abrirlos, parece más harto que antes.

—Estaba teniendo una conversación con Davide —añado al ver que no dirá nada más.

—¿Y qué quieres tú de mi hermano?

—Es una conversación privada.

—Quiere comprar cosas —dice Davide, totalmente ajeno al duelo de miraditas asesinas—. Yo acompañar. Non c'è problema.

Stef intercambia una mirada entre ambos. Si no fuera él, juraría que se está muriendo de curiosidad.

Pero entonces sucede algo que no termino de entender. Algo que hace que ambos, de manera coordinada, se pongan muy rectos y adopten una expresión de temor absoluto. Estoy a punto de imitarlos, pero todavía no sé cuál es el peligro que les preocupa tanto.

Y entonces una mujer bajita, de mediana edad y de pelo oscuro se acerca a nosotros. Va gritando cosas en italiano y Fabrizio, desde el otro lado de la barra, las responde. Aunque él no es su objetivo. Son los dos chicos que tengo justo delante y que, al acercarse, empieza a apretujar en abrazos y besos muy sonoros.

Vaaaale, tengo preguntas.

Con Davide no supone un problema, porque este lo acepta con toda la alegría del mundo. Stef, sin embargo, la esquiva de forma estratégica. La mujer pone un puchero y le dice algo en modo de reproche, pero mi jefe sigue esquivándola como un ninja y protestando en italiano.

En algún momento el esquivarla hace que yo me quede en medio de ambos. La mujer, al verme, parece un poco confusa. Y entonces abre mucho los ojos.

—¡Oooooh! —grita, entusiasmada—. È davvero un piacere conoscerti!

—Emmm... igualmente. Soy Cla...

—¡Claudia! —finaliza por mí, y ya se ha lanzado antes de que pueda esquivarla. Me planta un beso en cada mejilla, encantada, y luego se separa sin soltarme los hombros. Sigue hablando, pero ya no entiendo nada.

Davide me dedica una sonrisa divertida, pero por suerte su hermano está más por la labor de darme explicaciones.

—Es Greta, mi madre —dice Stef en voz baja, casi avergonzado—. Dice que... gracias por ayudar a Bruno y todo eso.

Así que su madre, ¿eh? Bueno, eso responde muchas de las dudas que tenía. Ahora ya solo queda el por qué, siendo una persona tan encantadora, tiene un hijo tan serio y gruñón.

Greta sigue hablándome a toda velocidad y, aunque creo que Stef va a empezar a traducirme, lo que hace es responderle en el mismo idioma. No sé qué le dice, pero su madre hace un puchero y me suelta los hombros para alejarse un pasito de mí. Luego le dice algo a Davide, y estos empiezan una conversación.

Aprovechando que ahora no me prestan atención, le lanzo una mirada significativa a Stef.

—¿Por qué tu madre sabe cómo me llamo? —susurro, aunque creo que no puede entenderme.

—Porque Bruno se lo ha dicho.

—¿Bruno?

—No ha dejado de hablar de ti desde lo de la playa. —Nada más decirlo, el idiota pone los ojos en blanco como si eso fuera horrible—. Le estás empezando a gustar incluso a Nicola, y es todo un logro.

Estoy a punto de preguntarle si con él está funcionando, pero no creo que me guste la respuesta. Me encanta flirtear, pero no con gruñones que tienen a su madre y a su hermano delante.

Mejor luego, en privado.

—Ella alegra que tú vengas al compleanno de Bruno —explica Davide entonces, y me obligo a centrarme de nuevo.

—Oh, será un placer —aseguro—. De hecho, lo de ir al pueblo es para hacerle el regalo a Bruno.

Su madre mira a Davide, el traductor oficial de la familia. Mientras este le explica, Stef resopla.

—Ir al pueblo —repite—. Así que de eso querías hablar con Davide.

—¿Eso que noto es decepción?

—Esperaba algo más interesante.

—No todos podemos tener una vida tan interesante como la tuya, Stef.

Él esboza una pequeña sonrisa que intenta ocultar sin mucho éxito.

Greta, sin embargo, es rápida como una flecha y la pilla enseguida. Todo pasa muy rápido. Ve a Stef, me ve a mí, mira a su otro hijo y sonríe de forma muy significativa.

—Oh, tú vas a pueblo, ¿sí? —consigue decir en mi idioma, a lo que asiento con la cabeza—. Stef acompaña.

El aludido da un brinco, alarmado.

—¿Yo?

—Puedo ir yo —explica Davide.

—Stef acompaña —insiste ella.

Su hijo pequeño, sin embargo, no parece muy convencido.

—Pero...

—¡¡¡Stef acompaña!!!

Después de ese grito de guerra, le echa una miradita significativa a Davide. Este suspira y saca las llaves del bolsillo. Stef las recoge, aunque con cara de no estar entendiendo nada.

Greta sigue tan alegre como ha llegado.

Ciao! —nos dice con entusiasmo.

Stef parpadea varias veces.

—¿Ahora? Pero...

Ciiiaaaooo!!!!

Unos minutos más tarde, estamos los dos en el coche de Davide.

Esto puede ir muy bien o muy mal.

Stef no ha dejado de murmurar maldiciones desde que hemos salido del chiringuito, por lo que supongo que es lo que nos espera durante toda la tarde. En fin...

—No aceleres mucho —advierto mientras da marcha atrás por el aparcamiento—. Si se me enreda el pelo voy a cabrearme. Y mucho.

—¿Encima vas con exigencias? —protesta él, aburrido.

—Me encanta exigir cosas. Ya deberías saberlo.

Él sacude la cabeza, enciende la radio y da un acelerón para salir del aparcamiento. Lo de no ir rápido no deber habérsele quedado muy bien, porque ha pasado completamente de mí. Tampoco es que vaya como un loco, pero podría ir a una velocidad más normalita. Mientras me recojo el pelo en una coleta, veo por el rabillo del ojo que él intenta no reírse de mí.

Esto de recorrer el mismo camino que el primer día es un poco raro. Siento que ha pasado media vida y en realidad no llega ni a un mes. Supongo que es lo que sucede cuando haces muchas cosas y estás muy ocupada. No soy demasiado experta en el tema, la verdad. Prefiero procrastinar.

—¿Qué vas a comprar?

Su pregunta me devuelve a la realidad. Por un momento, se me había olvidado que estaba ahí. Aunque ahora que veo que tiene una mano apoyada en el cambio y otra en el volante y lo sexy que me parece esa absurdez... dudo que su presencia se me olvide otra vez.

—Cosas —digo, tratando de centrarme otra vez—. Para arreglar una... em... cosa.

—Y me llaman a mí ambiguo...

—Es para una pieza de joyería, ¿vale? Necesito los materiales.

Stef parpadea en dirección a la carretera.

—Ah.

—Y me llaman a mí ambigua...

Por primera vez, sonríe de medio lado. Sin intentar ocultarlo ni nada. Admito que me siento un poco orgullosa de mí misma.

Tiene una sonrisa bonita. Debería sonreír más veces, aunque no me atrevo a decírselo. Lo que sí que podría decirle algún día —medio borracha y ya en mucha confianza— es que cuando sonríe le salen unas arruguitas muy cuquis alrededor de los ojos. O igual me lo callo, porque ya es bastante creído y mandón sin ayuda del prójimo.

No sé cuánto tardaremos en llegar al pueblo, pero pasarme el resto del camino en silencio me parece un poco absurdo. Le echo una ojeada a mi conductor de confianza, que sigue contemplando la carretera de forma impasible. Alguna forma habrá de sacarle conversación, espero.

—Así que esa era tu madre, ¿eh?

—Sí.

—Parece muy simpática.

—Ajá.

—¿Y tu padre?

—Trabajando.

—¿En el resort?

—Sí.

—Es prácticamente el único que me falta por conocer.

—Qué bien por ti.

Vale, mejor pensado, paso de romperme la cabeza intentando sacarle conversación a alguien que no quiere tenerla.

El pueblo resulta estar en lo alto de una colina bastante empinada, así que confirmo que no habría sobrevivido a todo esto yo sola. Se lo agradezco internamente a Stef. Y recalco el internamente porque por fuera me contengo.

Encontrar sitio para aparcar resulta sorprendentemente fácil, y lo hace en la entrada del pueblo. Estamos muy cerca de donde me recogió Davide. No parece que eso de dejar el coche sin capota —porque no tiene— le preocupe mucho, así que me bajo sin decir nada.

Una vez en la acera, Stef se mete las manos en los bolsillos y me mira.

—¿Y bien? ¿Dónde vamos?

—Em... —Pienso rápidamente—. ¿Hay alguna ferretería, tienda de artesanía...?

—Cada vez tengo más preguntas. Vamos.

Sonrío y lo sigo. Él se encamina calle abajo con pocas preocupaciones, dándole la vuelta al llavero en el dedo índice. Las casas que nos rodean son muy bonitas, de esas con paredes de colores, ventanas rectangulares y techos rojizos. Debe gustarles mucho la vegetación, porque hay enredaderas y plantas mires donde mires. Y hay mucha gente mayor, también. Todos parecen conocerse entre sí, e incluso algunos saludan a Stef con una gran sonrisa. Al pasar por una calle peatonal, nos encontramos con un grupo de señoras mayores —todas sentadas en sus sillitas de plástico— que empiezan a exclamar cosas en italiano nada más vernos. Yo no entiendo nada, pero Stef responde rápidamente y me hace un gesto para que aceleremos.

—¿Tus amigas? —pregunto con diversión.

—Amigas de mi abuela —dice con una mueca—. Como te paren, ya no habrá manera de cortar la conversación.

Seguimos andando por las casitas de colores, las plantas y los negocios locales. Huele a comida y... joder, tengo hambre otra vez. Menos mal que llegamos pronto y me distraigo, porque sino le obligaría a parar más rato para merendar.

Vale, me ha traído a una ferretería. Puede funcionar. Me mira con una ceja enarcada, a lo que asiento. Es todo lo que necesita para acercarse a la puerta. Para mi absoluto asombro, la sujeta para que pueda entrar. Me quedo un poco parada, pero finalmente paso por su lado. Él me sigue con la mirada

—No vas a comprar cuerdas para amordazarme —comenta—, ¿no?

—Tendrás que confiar ciegamente.

—O dejarme amordazar.

Miro a mi alrededor con el entusiasmo de quien ve por primera vez una obra de arte. Y es que quizá las estanterías, las herramientas y las luces fluorescentes no sean un escenario demasiado bonito, pero los recuerdos que me evocan sí que lo son; el taller de papá, el olor a pintura, metal y madera recién pulida, el olor al café de mamá cuando le pedía que le trajera otra taza porque estaba a punto de conseguir algo totalmente nuevo, las risas de mamá cuando le decía que aprovechara porque pronto le tocaría a ella...

Pero todo eso fue antes de que perdieran la ilusión por lo que hacían. Antes de que todo se redujera a una joyería y a la motivación de producir más y más.

No soy consciente de hasta qué punto me he dejado llevar por el momento hasta que, volviéndome un poco más, mi mirada se encuentra con la de Stef.

Normalmente, mi primer impulso sería apartarla de golpe y fingir que no ha pasado nada. Pero no lo hago y él tampoco. Por primera vez, siento que me observa con algo más que hostilidad y mal humor; me observa con curiosidad. Su iris dorado se mantiene clavado en el mío, totalmente inmóvil, como si tratara de absorber el pequeño detalle que se le está escapando de entre las manos.

Y entonces rompo el contacto visual. No sé por qué, pero me sudan las manos.

—A ver... —murmuro, metiéndome por uno de los pasillos.

—¿Qué estamos buscando? —pregunta Stef, que me sigue de cerca.

—Resina epoxi.

—Ahora es cuando me explicas qué coño es eso.

No puedo evitarlo: empiezo a reírme. Intentaría ocultarlo, pero sé que lo ha oído. Aun así, actúa como si no hubiera sucedido nada.

—Es una especie de recipiente de plástico —explico—, como de lejía.

Las instrucciones son muy poco claras y dudo mucho que tenga interés real por ello, pero aun así asiente con la cabeza y finge que le presta atención a las estanterías.

Pasados unos segundos, por fin encuentro el bote en la tercera estantería del fondo. Me estiro para alcanzarla, no tengo demasiadas posibilidades de alcanzarlo.

Con una sonrisita angelical, me aparto un paso y lo señalo. Stef, que hasta hace un momento jugueteaba con un destornillador, suspira y lo devuelve a su sitio.

—Estoy de hacer de mozo de compras no entraba en el trato —murmura.

Se estira hacia arriba para alcanzar el bote y, sin querer, mi mirada baja hacia la zona que queda descubierta al levantarse la camiseta. La línea de bronceado hace que me entren ganas de ladear la cabeza para inspeccionarla con más curiosidad todavía, pero me contengo. Bastante tengo ya con que mi jefe me ponga cachonda, como para que encima me pille demostrándolo.

Exclamó la dulce dama.

Stef me ofrece el bote con la misma cara de aburrimiento que ha tenido todo el camino y yo me dirijo al mostrador. Un hombrecito de gafas de medialuna está limpiando unas herramientas con un trapo, y dice algo en un italiano tan cerrado que apenas puedo entenderlo. Miro a Stef, curiosa. Él contiene una sonrisa. El dependiente dice algo más y Stef responde bajito, a lo que el señor se ríe y me da el datáfono para que pueda pagar. Mientras lo hago, Stef hace un comentario y vuelve a atraer su atención.

Finalmente, salimos de la tienda. No se me pasa por alto que vuelve a sujetarme la puerta, aunque su expresión de aburrimiento ha vuelvo a instalársele en el rostro.

—¿De qué hablabais? —pregunto con curiosidad.

—Nada importante.

—Parecía divertido.

Stef se encoge de hombros, dando por cerrado el asunto.

—¿Qué era lo otro? —pregunta.

—Tengo una cuerdecita, la resina... Queda lo difícil. Una lupa de joyero.

—Hay una joyería cerca.

No espera una respuesta, sino que empieza a encaminarse. Yo aprovecho para mirar la hora en el móvil, que como siempre tengo oculto en el sujetador.

—¿Cuánto crees que tardaremos en volver? —pregunto—. Porque no me va a dar tiempo a hacer lo que tenía pensado.

—Oye, que me estoy adaptando a tu ritmo.

—Pues camina rápido, que yo me las apañaré para seguirte.

—No me...

Pese a que no deja de andar, sí que deja de hablar. Tardo unos instantes en darme cuenta de que es porque me ha visto guardándome el móvil entre las tetas. No sé si reírme, porque su cara es un cuadro.

Y... silencio.

Sus ojos permanecen clavados en el sitio donde mi móvil acaba de desaparecer. Carraspeo con fuerza y sus ojos vuelven a los míos como si no hubiera pasado nada.

—Vamos —dice, ahora caminando más rápido.

—¡Eres tú el que se distrae!

—¡Y tú la que me distrae!

—¡Ahora no hago nada!

—Pues vale.

—Pues vale.

La joyería, tal y como ha dicho, se encuentra a muy poca distancia de la ferretería de la que acabamos de salir. Lo sigo en silencio y esta vez soy yo quien sostiene la puerta para que entremos los dos. Una mujer de mediana edad, muy delgada y con la nariz puntiaguda, nos echa una ojeada poco impresionada. Supongo que no ha olido una gran venta en nosotros, que todavía vamos con el uniforme del resort.

—Habla tú —pido en voz baja.

—¿A cambio de qué?

—¡Stef, yo no sé italiano! Sigo aprendiendo...

—¿Aprendiendo?

—En un cursito del móvil que... ¿Vas a decirle lo que queremos o no? La señora se está poniendo nerviosa.

Stef suspira, dejando bien claro lo poco que le entusiasma todo esto, y luego se apoya en el mostrador con los brazos. Yo aprovecho para estirar el cuello y buscar con la mirada detrás del escaparate. Tras una puerta entreabierta, distingo la silueta de lo que estoy buscando. ¡Mi lupa!

Pero entonces la mujer niega y espeta algo en italiano. Stef oscurece su expresión y dice algo que no suena nada agradable. Ella bufa y me mira.

—¿Qué pasa? —pregunto a Stef.

—Nada.

—Oye, no me dejes otra vez...

—Dice que no —traduce sin despegar los ojos de la mujer—. Que si no vamos a comprar nada, la dejemos en paz.

—Qué simpática.

No entiende lo que digo, pero el tono hace que la mujer me dedique una mirada muy agria. No puede darme más igual, porque justo en ese momento suena el teléfono. Se mueve rápidamente para ir a responder y, mientras murmura algo y se pone a apuntar en una libreta, yo veo mi oportunidad.

—Vigila —susurro.

—¿Eh?

Menos mal que lo ha susurrado, porque si la mujer se diera la vuelta ahora mismo, me vería pasando una pierna por encima del mostrador.

Aterrizo al otro lado sin hacer un solo ruido y me meto en la salita que he visto antes. Stef me echa una mirada en modo pánico y, justo cuando parece que va a decir algo, se calla y me hace un gesto para que me apresure.

Y eso hago, claro. Meto el brazo en la salita entreabierta, me hago con la lupa y me la pego al pecho.

A ver... la devolveré, ¿vale? Esto no es robar.

Ajá.

Stef me hace un gesto impaciente, como si quisiera salir en cuanto antes, y yo le paso la lupa por encima del mostrador. Estoy encaramada encima de este cuando, de pronto, la mujer se da la vuelta y nos ve con las manos en la masa.

Ups.

De pronto, la sala entera se llena de insultos en italiano. No puedo entenderlos, pero ahora mismo no puede importarme menos. Intento descolgarme del lado de Stef, alarmada, pero con las patas tan cortas es un poco complicado.

Y entonces noto un brazo rodeándome la cintura. Antes de que mi cerebro pueda siquiera procesar el contacto, me encuentro a mí misma flotando lejos del mostrador. Tardo unos instantes en procesar que Stef está corriendo fuera de la tienda conmigo bajo un brazo y la lupa bajo el otro.

Me deja en el suelo nada más salir. No necesito más indicaciones para salir corriendo tras él. La de la tienda grita detrás de nosotros, pero no puede importarme menos. Sigo corriendo con todas mis ganas y, al volverme, veo que Stef hace lo mismo.

Don libretitas ya no parece tan aburrido, ¿eh?


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top